Xarxa Feminista PV

Homenaje feminista

Lunes 25 de octubre de 2010

SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ

El País DOMINGO - 24-10-2010

María Teresa Fernández de la Vega se habrá equivocado seguramente en muchas ocasiones. Aunque, quizás, no más que el propio presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, o que cualquiera de sus compañeros de gabinete, en estos seis largos y conflictivos años. Ahora que abandona La Moncloa es justo reconocer algo que, en mi opinión, no se ha valorado suficientemente y que ha otorgado a su presencia en el Gobierno, durante todo este tiempo, un valor muy especial. Fernández de la Vega ha sido la constatación cotidiana de que, en España, en el centro de poder político, había mujeres en pie de igualdad con los hombres, algo que hasta entonces no había sido, en absoluto, evidente. Mujeres, además, que prestaban atención a los problemas específicos de esa mitad de la población y que no ocultaban, sino que proclamaban, su condición de feministas, perfectamente compatible con su función de servidoras del Estado. Fernández de la Vega no ha representado a la portavoz que daba cuenta de lo que hacía el Gobierno, la "cara" transmisora de las decisiones de otros, como había ocurrido en ocasiones anteriores, sino la imagen de alguien que era vicepresidenta primera del Gobierno y que ejercía plenamente, con aciertos y con errores, el poder derivado de ese cargo. Durante seis años los españoles la hemos visto, semana a semana, en el Parlamento, en los Consejos de ministros, como la traducción en la realidad de las teóricas políticas de igualdad.

La vicepresidenta ha encarnado, además, las políticas feministas impulsadas por el Gobierno en su conjunto, el marco general de libertades de las mujeres, que ha sido fortalecido y mejorado en estos últimos años. Jamás ocultó, sino que pregonó, que su voluntad era actuar como vigía en lo más alto del poder político para controlar que esos avances se producían y se mantenían. Con ella, las mujeres podían tener la impresión de que el Gobierno no se limitaba a declaraciones formales de apoyo, sino que realmente estaba interesado en combatir los problemas específicos a que hacen frente las mujeres (desde la violencia de género hasta la desigualdad salarial), no solo en España sino, en la medida de sus posibilidades, en otros puntos del planeta. Suya ha sido la voluntad de imponer visiones de género en la cooperación y en la ayuda internacional que proporciona España, por ejemplo.

Nadie podrá reprocharle que no haya hecho incansablemente honor a ese compromiso. Con María Teresa Fernández de la Vega se notó que había una mujer en lo más alto del poder político y eso es algo que, seis años después, merece al menos el agradecimiento público de quienes estábamos hartas de observar cómo mujeres que alcanzaban cargos de relevancia política o profesional se apresuraban a negar cualquier interés en temas feministas, como si eso fuera garantía de su inteligencia y eficacia y no una simple demostración de falta de coraje o de ignorancia.

Seguramente su etapa ya estaba cumplida y su paso al Consejo de Estado sea una decisión correcta, desde el punto de vista de las necesidades del Gobierno y de ella misma. No debe haber sido fácil moverse en las turbias aguas de la Moncloa, coordinar un gabinete y colaborar con un presidente como Rodríguez Zapatero, muy receptivo a los temas feministas, pero muy empeñado en trabajar pegado a un teléfono móvil, secreto y particular. Se cuentan batallas, encontronazos brutales, unas veces ganados y otras, perdidos; unas veces, razonables y otras, innecesarios, con colegas del gabinete. Si la clase política española no fuera tan poco amiga de la palabra, las memorias de Fernández de la Vega serían un material muy esclarecedor de nuestra historia reciente. Lástima que la literatura política española no se parezca en nada a la rica y apasionante colección de testimonios que nos dejan siempre los inigualables británicos.

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