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Parlamento paritario, ¿políticas igualitarias?

Miércoles 1ro de abril de 2015

Agenda Pública 28-03-2015

En las recientes elecciones al Parlamento andaluz. En concreto han sido elegidas un total de 59 mujeres y 50 hombres, lo que supone un 54% de representación femenina. Ello supone que por primera vez las mujeres superan a los hombres en el Parlamento andaluz. Estos porcentajes son el resultado de la aplicación de una ley electoral que, tras la reforma llevada a cabo en 2005, obliga en su artículo 23 a que las candidaturas alternen hombres y mujeres. Un mandato que sería avalado en la reforma estatutaria llevada a cabo en 2007 con la previsión de que la ley electoral establezca “criterios de igualdad de género para la elaboración de las listas electorales” (art. 105).

Como demuestran los porcentajes, la exigencia de la ley electoral andaluza continúa siendo hoy por hoy la manera más efectiva de garantizar la presencia equilibrada de mujeres y hombres en las instancias representativas. Una conclusión evidente si contrastamos los datos andaluces con los del parlamento nacional. Aunque la LOREG obliga en su art. 44 bis, introducido por la LO 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, a que en las listas electorales los candidatos de cada uno de los sexos supongan como mínimo el 40%, las diputadas apenas sobrepasan el 36%. Por lo tanto, ni siquiera han alcanzado el umbral mínimo que el legislador entendió como una “presencia o composición equilibrada” (Disposición Adicional Primera LO 3/2007). Estos datos vuelven a demostrar que el control del poder en los partidos continúa siendo mayoritariamente masculino y que, en consecuencia, los varones ocupan habitualmente posiciones más favorables para la obtención de escaños, al tiempo que las mujeres son usadas en muchas ocasiones con el único objetivo de cubrir la “cuota” que marca la ley, sin posibilidades reales de resultar elegidas.

La aplicación de acciones positivas en los ámbitos de ejercicio del poder, que no son más que una manifestación del mandato constitucional dirigido a los poderes públicos en el sentido de “remover los obstáculos” que impiden que la igualdad sea real y efectiva (art. 9.2 CE), no ha dejado de ser objeto de una intensa polémica. Si bien el Tribunal Constitucional resolvió sobre la legitimidad de dichas medidas –sentencias 12/2008, de 29 de enero, sobre la reforma de la LOREG, y 40/2011, de 31 de marzo, sobre la ley electoral andaluza – todavía hoy se sigue cuestionando por muchos sectores su oportunidad y necesidad. Los argumentos más usados se apoyan en la defensa de una igualdad estrictamente formal, la cual contradice la interpretación que de dicho principio han realizado tanto nuestro Tribunal Constitucional como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, o bien en la incompatibilidad de dichas medidas con el estricto reconocimiento del mérito y la capacidad de nuestros representantes. Dicho de otra manera, se sostiene que la aplicación obligatoria de mecanismos correctores de la desigualdad provoca que muchas mujeres sean elegidas no por sus méritos sino por la necesidad de cubrir el porcentaje femenino. Este argumento tan perverso, que suele ir unido a la concepción de las mujeres como un grupo cuando realmente son la mitad de la ciudadanía, no tiene en cuenta que para el acceso a los cargos públicos no existe ningún medidor de la excelencia de las personas candidatas. Algo que fácilmente demuestra la gran cantidad de hombres que, dando evidentes muestras de incapacidad, han ocupado posiciones de poder. Ello supone añadir a las mujeres un plus de exigencia que no se impone de entrada a los que históricamente han ocupado parlamentos y gobiernos con una cuota del 100%, al tiempo que desconoce el dato que demuestra que en los nombramientos donde hay un grado de discrecionalidad evidente las mujeres continúan estando infrarrepresentadas. Pensemos por ejemplo en su escasa presencia en los Consejos de Administración de las grandes empresas. Una realidad que contrasta con aquellos procesos en los que las mujeres pueden demostrar, sin interferencia discrecional alguna, sus méritos y capacidades, en los que ellas ya empiezan a superar incluso a los hombres. Es el caso de las últimas promociones de jueces, en las que el femenino del término debería convertirse en el universal si siguiéramos las reglas que tradicionalmente ha seguido el lenguaje en el orden patriarcal.

Ahora bien, reivindicada no solo la oportunidad sino también la necesidad de mecanismos promocionales de la igualdad, sería preciso puntualizar que las reivindicaciones feministas no deberían darse por satisfechas con ellos. Es decir, una cosa es que las mujeres estén, lo cual es una exigencia democrática que nadie sensato debería discutir a estas alturas, y otra distinta que ello suponga que las políticas que se adopten respondan al programa político que podríamos identificar con las propuestas del feminismo. Unas propuestas que deberían suponer la incorporación del género como un presupuesto analítico de la realidad y el compromiso con la revisión transformadora de un orden social, político, económico y cultural que en gran medida sigue obedeciendo a los dictados del patriarcado. Ello pasaría por tomarse en serio el denominado mainstreaming de género, y no como una simple coartada que se diluye en el limbo de la transversalidad, y por asumir, entre otras cosas, que la igualdad cuesta dinero. Lo cual es tanto como decir que la más radical ley de igualdad es la ley de presupuestos y no cualquier otro instrumento normativo que no suele superar el listón de las buenas intenciones.

El reto, por lo tanto, sería que nuestros parlamentos y nuestros gobiernos respondieran al objetivo de la democracia paritaria, que por ejemplo el Estatuto andaluz contempla de manera expresa en su artículo 10.2, pero no solo desde una dimensión cuantitativa, sino también cualitativa. Una dimensión que podría hacerse efectiva, sin ir más lejos, si en la práctica las mujeres y los hombres que nos representan cumplieran las previsiones que nuestro Derecho ya contiene. Me refiero a la obligatoriedad, prevista por ejemplo en el art. 114 del Estatuto andaluz, de que “en el procedimiento de elaboración de las leyes y disposiciones reglamentarias de la Comunidad Autónoma se tendrá en cuenta el impacto por razón de género del contenido de las mismas”. Esta previsión amplía la que a nivel estatal introdujo en la Ley del Gobierno la reforma llevada a cabo por la Ley 30/2003, sobre medidas para incorporar la valoración de impacto de género en las disposiciones normativas que elabore el Gobierno y que posteriormente la LO 3/2007 extendió a los planes de especial relevancia económica, social, cultural y artística que se sometan a la aprobación del Consejo de Ministros (art. 19). En la práctica, esta exigencia acaba resolviéndose en la mayoría de los casos con apenas un párrafo en el que se señala que la disposición carece de impacto de género, lo cual supone un claro incumplimiento, por omisión, de lo que debería ser de hecho un instrumento de primera magnitud para controlar que las disposiciones normativas tengan en cuenta la diferente posición que mujeres y hombres siguen teniendo todavía hoy en buena parte de los escenarios sociales.

En consecuencia, el reto pendiente sería que, por ejemplo, ese casi 48% de diputadas andaluzas se negaran a dar por bueno cualquier proyecto normativo que careciera del correspondiente informe de impacto de género, como previamente que las mujeres que compondrán el Consejo de Gobierno que en su día forme Susana Díaz fueran absolutamente inflexibles con cualquier proyecto, plan o medida que las haya ignorado como mitad subordinada. Sería sin duda un primer paso hacia la construcción de una democracia auténticamente paritaria, la cual, insisto, pasa porque las mujeres estén en igualdad de condiciones que los hombres, pero también, y en eso planteo mi radical posición feminista, por que tanto ellos como ellas realicen políticas que contribuyan a desarmar al patriarca.

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