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Mujeres cuidadoras y dependencia: las tareas que no están en el centro

Lunes 25 de julio de 2022

Sara Plaza 20/07/2022 Pikara

Cuidadoras no profesionales reclaman que se fortalezca el sistema público para que las tareas con las personas en situación de dependencia sean una responsabilidad transversal, en una sociedad que ha duplicado la proporción de personas mayores de 80 años entre 2001 y 2020.

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Ilustración de Sra. Milton, realizada inicialmente para el artículo ‘Madres en pie contra el abandono institucional’.

“¿Hemos nacido para cuidar o es la sociedad la que nos asigna este rol?”, pregunta la periodista. “Es la sociedad”, responden de manera rotunda y al unísono Ana, Candela, Luisa, Rosa y Aurora*. Son cinco mujeres cuidadoras, atienden a sus maridos con alzhéimer o con deterioro cognitivo, asean a sus madres sin movilidad o cambian los pañales de sus padres en situación de dependencia. Cada una tiene una historia particular pero muchas cosas en común. Entre ellas, que forman parte de un grupo de cuidadoras que se apoyan como pueden. Todas confiesan que ya no tienen vida. Y aseguran que nadie cuida a la que cuida.

Las cinco se han juntado en un aula de servicios sociales de un ayuntamiento de un municipio de Madrid, acompañadas de Estela, la trabajadora social que dinamiza el grupo y atiende a sus necesidades. Quieren contar sus historias para este reportaje. Sacarlas de la privacidad de su salón o de la oscuridad de sus interminables noches. Ponerlas en el centro para que se conozca lo que implica dedicar las 24 horas del día a cuidar a una persona en situación de dependencia. Y para que el feminismo también teorice sobre ello, igual que teoriza sobre la crianza.

“Mi marido depende completamente de mí. Tengo 67 años y mi marido 69 y llevo cuidándole desde 2015. Es un infierno, de día y de noche, en el que te tienes que buscar tú la vida como puedes, sin ninguna ayuda de las instituciones”, explica Ana, quien se acerca bien la grabadora para insistir en este punto: la hostilidad de la burocracia ante estas situaciones. “He pedido de todo, pero una cosa es que lo pidas y otra que te lo den. He estado toda mi vida trabajando y cotizando y ahora, que tengo la necesidad, no me dan ni los buenos días. Si no tienes dinero, no haces nada”, expresa quien acaba de conseguir que valoren a su marido con el grado tres, el máximo recogido en la ley de dependencia. Ayer recibió una carta con una ayuda después de siete años de rellenar formularios y pasear su historia de ventanilla en ventanilla.

A su lado, Candela se encuentra de mejor humor. Asegura que no se siente tan abandonada aunque sí reconoce la tardanza de las administraciones. Su marido tiene alzhéimer y le han concedido una plaza en un centro de día para personas con su demencia. “Me dijeron que no me hiciera la fuerte y que lo pidiera”, explica. “Yo no tengo vida propia, estoy siempre con la cabeza ocupada. Si sales de casa, es peor, estás pensando en que le puede pasar algo”, relata.

La ley de dependencia contempla tres grados y, a mayor grado, mayores prestaciones. Estas comprenden: plazas en centros especializados, centros de día y residencias, Servicio de Asistencia a Docimilio (SAD), teleasistencia y ayudas económicas. Dentro de las ayudas económicas, hay unas destinadas a la prestación de cuidados por el entorno familiar para cuidadoras no profesionales y otras para subvencionar servicios privados. Esto, sobre el papel. Tanto el marido de Ana como el de Candela han conseguido entrar en el grado tres de dependencia, que va asociado a más ayudas. Rosa, que escucha atenta, explica que en su caso su marido ha sido valorado con un grado dos y está preparando los papeles para exigir una nueva valoración. “Tiene demencia cognitiva, no camina, habla mal, no puede expresarse porque no le salen las palabras. La neuróloga me ha dicho que llegará a hablar solo con vocales. Se cae con frecuencia, pesa 92 kilos y yo no puedo con él”, explica quien solo cuenta con una persona de apoyo que le saca a pasear por las mañanas los fines de semana. Y es una prestación privada, remarca. “Tiene incontinencia, se despierta todos los días empapado, tengo que cambiarle de arriba abajo”, detalla. Si a ella le pasara algo, asegura que nadie la cuidaría: “Tengo un hijo pero como si no lo tuviera”.

Desequilibrio en los cuidados

Estela lleva gestionando grupos de cuidadoras desde 2009. Asegura que por cada hombre cuidador hay diez mujeres cuidadoras. Rara vez aparece algún hijo. “La ley de dependencia no tiene perspectiva de género. Es un modelo muy anacrónico y está basado solo en la rehabilitación. No tiene en cuenta el entorno social, ni las circunstancias familiares”, expresa. Las cifras estatales apuntan hacia ese desequilibrio en los cuidados. Según los datos de la Seguridad Social, en el primer trimestre de 2020, se registraron 14.016 excedencias por cuidado de familiar, de las que 12.284 correspondieron a mujeres, el 87,64 por ciento, y 1.732 a hombres, el 12,35 por ciento. Y todo en una sociedad envejecida donde este tipo de cuidados serán cada vez más necesarios y pueden rozar la insostenibilidad si no se refuerzan los sistemas estatales. El Instituto Nacional de Estadística (INE) alerta de la tendencia: la proporción de personas mayores de 80 años casi se duplicó entre 2001 y 2020.

Además, las mujeres cuidadoras se enfrentan a mayores problemas de salud. Durante las restricciones por la Covid-19, sufrieron una presión especialmente alta en su salud emocional y mental. Según el Informe sobre el Bienestar de los Cuidadores de 2020, elaborado por Merk, un 77 por ciento de las cuidadoras españolas afirman que su salud emocional y mental ha empeorado durante la pandemia, una tasa superior a la de los cuidadores (68 por ciento).

Para equilibrar la situación, Isabel Otxoa, profesora de Derecho del Trabajo en la Universidad del País Vasco (UPV/EHU), asegura que la actuación debe de ser transversal. “Para empezar, cuánto tiempo, en qué tareas y de qué manera hay que cuidar de los demás está relacionado con el diseño del espacio urbano, la vivienda, los tiempos del empleo, los contenidos de la educación, los servicios de la sanidad y la asistencia externa a la familia”, relata. En cuanto a los fallos de la ley de dependencia destaca que la prestación de cuidados en el entorno familiar no es suficiente. “Esta paga la atención por parte de una persona de la familia, casi siempre, mujer, con una cuantía que no permite la independencia económica de la cuidadora y no se ocupa de las condiciones en las que se va a cuidar, en términos de buena vida para la cuidadora. En todo caso, no rompe con la división genérica del trabajo” advierte.

Otxoa considera que hay dos factores por los que las mujeres aceptan el papel de cuidadoras: por la educación recibida y por el lugar que ocupan en el empleo. “El pedir una reducción de jornada o una excedencia es más fácil para quien menos ingresos tiene, la pérdida económica de la unidad familiar es menor”, explica. Para esta académica experta en cuidados, la desigualdad en el reparto de estas tareas es algo que sostiene el resto de las desigualdades. “Los hombres tienen muy fácil contribuir, se trata de que hagan su parte. Claro que si cuidar fuese también cosa de hombres, se pondría más de manifiesto que vivimos en una sociedad en la que no es sostenible atender a los demás y llevar una vida normal”, avisa.

Abandonar la militancia

Mucho se habla de la crianza pero poco de lo que implica cuidar a personas mayores. Pilar tiene 40 años y no tiene descendencia. Participaba activamente en la asamblea 8M de su municipio, Leganés, y tuvo que abandonar la militancia para dedicarse íntegramente a cuidar a sus padres. Ambos octogenarios, requirieron de sus cuidados a la vez. “En 2019 mi padre empieza a mostrar signos de demencia hasta que muere en enero de 2020. En la última parte de 2019 perdió totalmente la cabeza y fue muy duro. El hecho de cambiar el pañal a tu padre es verle como una persona totalmente indefensa. Hay mucha carga física, pero la carga emocional es importante”, explica. También se ha sentido maltratada por la burocracia. Empezó los trámites para recurrir a la ley de dependencia a principios de 2019 y la llamaron para hacerles la valoración una semana después de que su padre falleciera. A su madre le han dado un grado uno, que no le garantiza ninguna ayuda más allá de la teleasistencia.

Ahora está en silla de ruedas y Pilar ha tenido que entrar en contradicciones ideológicas para no perder su trabajo. “Yo ahora mismo tengo a una persona de interna y no puedo permitirme pagarle un salario justo. Cuando tuve que tomar la decisión, lo pasé fatal, pero no me queda otra, tengo que ir a la oficina y mi madre no puede estar sola”, relata mientras detalla que afronta todos los gastos con su sueldo y la pequeña pensión de su madre.

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(De izda. a dcha.) Rosa, Aurora, Candela y Ana. / Foto: Sara Plaza

El caso de Pilar es solo un ejemplo de la situación que se vive en la frágil cadena de cuidados, tal y como confirma Isabel Otxoa, quien también forma parte de la Asociación de Trabajadoras del Hogar de Bizkaia (ARH-ELE). “Es conocida la utilización de trabajadoras del hogar internas para proveer de la atención que no garantiza la ley de dependencia. Según la estadística de la ATH-ELE, un tercio de las internas no tiene papeles, y permanece así durante años denuncia, mientras las instituciones “hacen la vista gorda hacia la situación de estas trabajadoras”.

Y es que cuando los brazos de las cuidadoras de las familias no pueden abarcar más, o no existe una mujer que sostenga estas tareas, se externalizan los cuidados hacia las más vulnerables. De ahí la importancia de un sistema de cuidados público, tal y como recalca Marcela Bahamón, integrante de la Asociación Intercultural de Profesionales del Hogar y de los Cuidados (AIPHYC), de Valencia. “España debe de reformar y dotar de presupuesto a la ley de dependencia, las familias deberían pagar un salario digno a las cuidadoras”, expresa Bahamón, quien reclama que se separe el trabajo doméstico de los cuidados ya que, en la actualidad, las empleadas firman contratos que son un “cajón de sastre” donde todo se entremezcla.

En este sentido, las trabajadoras del hogar tenían muchas esperanzas en la creación del SAD. Pensaban que les ayudaría a parcelar las tareas y salir de la rueda de precariedad en la que se paga lo mismo por todo. “Pero resulta que no ha sido así, están igualmente explotadas. Quienes se están llevando el dinero son las empresas intermediarias que las subcontratan”, se queja Bahamón, que fija la diferencia entre las nóminas de una trabajadora del SAD contratada de manera directa y una subcontratada en 300 euros. “Ninguna sociedad va a avanzar si se siguen mercantilizando los cuidados”, añade.

Desvío de dinero hacia lo privado

Estela, trabajadora social que atiende a Ana, Candela, Luisa, Rosa y Aurora, permanece atenta a sus relatos mientras anota cosas para resaltar. Antes de acabar, hay que hablar de recortes. Y también del desvío de dinero público hacia lo privado. Tiene que quedar constancia de ello. La ley de dependencia, que nació en 2006, se ha visto recortada decreto tras decreto desde 2011. “Ha habido recortes de las prestaciones económicas, cambios en los grados, recortes en las horas de ayuda a domicilio y eso aún no se ha recuperado”, avisa. Del otro lado, añade que hoy las ayudas que más se están concediendo son las prestaciones para subvencionar servicios privados. “Estas prestaciones económicas están dando un impulso a los centros privados. Es un cheque que oculta la realidad de todas las plazas públicas que faltan, además de desviar dinero público hacia la iniciativa privada. Todo el mundo está esperando una plaza pública y paga una privada con esta ayuda”, explica.

Gracias a esta subvención Luisa consiguió una plaza en una residencia para su padre. Ha estado dos años cuidando a sus progenitores, ya mayores, porque es la hija que vive más cerca. “La que está más cerca es la que termina arrimando el hombro”, explica mientras asegura tomárselo con resignación. “Pierdes tu vida por completo porque estás entregada a ellos. Ahora —dice mientras mira a sus compañeras— nos están enseñando a mirar un poquito por nosotras.”

Aurora, por su parte, asegura que ha aprendido a decir que no y a poner límites. Cuida de sus padres desde que su madre empezó con demencia en 2011. “Mi padre es el cuidador principal pero ya está mayor y, como soy la hija que más cerca está, la carga recae sobre mí. Al principio no me importaba pero te empieza a importar cuando los demás te lo empiezan a imponer y se creen que es tu obligación. Hablo de mis hermanos. Cuando empiezas a poner límites, las relaciones van cambiando”, asegura quien siente que su presencia es hoy indispensable, pese a que ambos tienen teleasistencia, una persona que va a levantar a su madre, otra que va a limpiar dos días a la semana y una plaza en un centro de día. “Mis padres se cayeron el otro día los dos. Aunque tengan ayudas tienes que estar. No tienes una vida”, expresa Aurora, que con 55 años siente que no puede hacer nada que la aleje de ellos.

Y es que siempre hay que estar ahí, al pie del cañón. Como pasaba antaño, aunque los tiempos cambien. “Se ha dado por hecho que durante toda la vida ha habido una mujer en casa trabajando gratis, como hizo mi madre en su día con mis abuelos. En el momento en el que no está, porque trabajamos fuera de casa, se derrumba todo”, concluye Pilar, mientras reclama corresponsabilidad por parte de las administraciones para que los cuidados pasen verdaderamente a estar en el centro, más allá de los eslóganes.

*Nota de la autora: como de este grupo de mujeres algunas preferían no citar su apellido se acordó que todas fueran nombradas únicamente por el nombre.

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