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Cómo quedan atrapadas las trabajadoras domésticas filipinas en Reino Unido: “Me trataron como a un animal”

Domingo 5 de noviembre de 2023

Las mujeres filipinas constituyen un enorme porcentaje de las trabajadoras domésticas de todo el mundo, pero cuando sus empleadores son abusivos, las restricciones de visado les obligan a elegir entre soportar más sufrimiento o quedarse sin papeles

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Trabajadoras domésticas filipinas piden mejoras de sus condiciones laborales en la Plaza Edimburgo del distrito Central en Hong Kong, en 2017. David Wong / South China Morning Post via Getty Images

Margaret Simons 3 de noviembre de 2023 elDiario.es / The Guardian

¿Quiere a estos niños? Mary levanta la cara y sonríe. “Los quiero como si fueran míos”, responde. Mary los ha cuidado desde que nacieron. Ha estado en todos los eventos escolares importantes: partidos deportivos, entregas de premios, graduaciones. Los lleva a extraescolares y a las citas con el médico. Supervisa los deberes y gestiona las citas de los niños con amigos para jugar. Es Mary quien escucha, cada noche, el relato de lo que ha pasado ese día en el colegio.

Las trabajadoras del hogar filipinas, la esclavitud del siglo XXI: "No te tratan como una persona, sino como un robot"

Las trabajadoras del hogar filipinas, la esclavitud del siglo XXI: "No te tratan como una persona, sino como un robot" Sin embargo, le inquieta el hecho de que la familia para la que trabaja no la va a necesitar durante mucho tiempo más. Su derecho a permanecer en Reino Unido depende de que conserve su trabajo con sus actuales empleadores. El niño tiene 12 años y la niña, ocho. Pronto podrán ir solos al colegio. ¿Y qué hará Mary? Si la familia decide prescindir de ella, tendrá que abandonar el Reino Unido o, como han hecho muchas de sus amigas, quedarse irregularmente. Esta última posibilidad la dejaría sin permiso de residencia, vulnerable a ser explotada, procesada y deportada.

A medio mundo de distancia, en Filipinas, viven sus tres hijos, que ahora tienen entre 20 y 30 años. Se ha perdido todos sus momentos importantes. Su hija solía reprocharle que los había abandonado. “Era muy duro. Así que intenté no darle tanta importancia, pero en el fondo tenía sentimientos de culpa”, explica Mary. Lo cierto es que su trabajo en Londres le ha permitido enviar suficiente dinero a casa para pagar la educación de sus hijos. Han terminado la escuela y han ido a la universidad. Su hija es profesora y sus hijos trabajan en el sector de la informática y la ingeniería civil. “Su vida será mejor que la mía”, afirma: “Este es mi mayor logro”.

Mary les explica a los niños que cuida que deben comer lo que ella les prepara, porque tienen suerte de tener un plato de comida: hay personas que se mueren de hambre. Cuenta que normalmente la escuchan, a pesar de tener una vida privilegiada. Antes le hacían preguntas sobre los otros niños. Lo hacen menos a medida que crecen.

La familia para la que trabaja Mary vive en una de las direcciones más prestigiosas del oeste de Londres: un lujoso apartamento cerca de Kensington High Street. El padre y la madre son altos ejecutivos con salarios elevados. Mary cobra el salario mínimo de 12 euros la hora por ocho horas de trabajo al día, pero suele hacer doce. Por las tardes, tiene que esperar a que los padres lleguen a casa, lo que suele ser tarde. La semana después de que yo la conociese, los padres iban a ir a la ópera y ella tendría que quedarse hasta que llegaran a casa. No estaba segura de si iba a cobrar las horas extra y decidió sacarles el tema. Ellos le recordaron que pagaron los gastos legales que le han permitido prorrogar repetidamente su visado y permanecer en Londres durante casi 10 años. “Saben defender su postura”, dice.

Y lo que dicen es cierto. Si no hubieran contratado abogados muy buenos, las autoridades de inmigración la habrían expulsado del país hace años. También le pagan un billete de avión para volver a Filipinas una vez al año. Tras una renovación más de su visado, el año que viene Mary podrá solicitar el derecho a permanecer en el Reino Unido. “Durante todo este tiempo he pagado impuestos en el Reino Unido”, explica. Quiere quedarse y, con el tiempo, cobrar la pensión por jubilación.

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Dos trabajadoras domésticas filipinas pasean un perro en Beirut/ Oriol Andrés Gallart

En un año normal, el Ministerio del Interior del Reino Unido expide unos 22.000 visados para trabajadoras domésticas migrantes, y las filipinas son, con diferencia, el mayor grupo nacional que los recibe, y representan cerca del 50%. La mayoría llegan al Reino Unido con sus empleadores, familias procedentes de Oriente Medio y el sudeste asiático. Se calcula que en todo el mundo hay 53 millones de mujeres que realizan trabajo doméstico remunerado, muchas de ellas migrantes, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), organismo de la ONU dedicado a establecer normas laborales a escala mundial.

Es la privacidad de su lugar de trabajo lo que las hace especialmente vulnerables a los abusos. Sus horarios son largos e impredecibles, y sus condiciones de trabajo, casi imposibles de regular. En el Reino Unido, los cuidadores migrantes que trabajan en hogares deben estar disponibles en todo momento, sin tiempo libre y, a menudo, sin paga extra. Y si sus empleadores rescinden el contrato, tienen poca protección, lo que significa que se ven obligados a volver a Filipinas o acaban quedándose sin papeles.

Invisibles

A pesar de la cantidad de trabajadores filipinos en el Reino Unido, y a pesar de que prestan el apoyo que permite a tantas familias adineradas vivir como lo hacen, Mary considera que ella y sus compatriotas son invisibles para los londinenses. Mary es una mujer menuda, llega a la altura de los hombros de la mayoría de los británicos con los que se cruza. En la estación de Kensington High Street, a primera hora de la mañana de un día laborable, hay un flujo constante de mujeres filipinas que atraviesan los controles de billetes a la luz del amanecer, abriéndose paso entre la marea de oficinistas que se dirigen a la City, y que salen a la calle y desaparecen entre las casas de Notting Hill y Kensington.

En una fría mañana de invierno, Mary y yo estábamos sentadas en la biblioteca de Kensington, al calor de la luz del sol que entraba por las grandes ventanas de madera. Ella llevaba la ropa de trabajo: una sudadera con capucha y un pantalón de chándal. Era lunes, así que le esperaba un día especialmente ajetreado. “La familia y la casa han estado sin mí todo el fin de semana, así que tengo mucho que hacer”, señala.

Esa mañana Mary se había levantado a las 6:30 en el piso propiedad de una asociación de viviendas filipina que comparte con otras cinco trabajadoras domésticas. Normalmente hay una o dos mujeres –empleadas domésticas que han sido rescatadas de empleadores abusivos– durmiendo en el sofá. Mary forma parte de una red informal de trabajadoras migrantes de origen filipino que apoyan a otras que, como ellas, atraviesan dificultades. Las empleadas domésticas en el extranjero no suelen recibir ayuda de su gobierno, para quienes la exportación de trabajadores es una fuente esencial de ingresos. El principal tipo de ayuda que ofrece el ejecutivo filipino es la repatriación en casos de abusos u otros desastres. Esto se hace con más frecuencia en el caso de los trabajadores de Oriente Medio y el sudeste asiático, y es lo último que desea la mayoría de los trabajadores migrantes en el Reino Unido.

Las organizaciones filipinas que luchan por los derechos de los trabajadores migrantes se enfrentan a la hostilidad de su gobierno. Cuando Mary regresa a su país cada año, se pone nerviosa al pasar por el control de pasaportes filipino, esperando en parte que la detengan. Porque, además de tener un trabajo a tiempo completo y hacer muchas horas extra y tener otros trabajos a tiempo parcial, es activista: participa en la Asociación de Trabajadores Domésticos Filipinos del Reino Unido y en Migrante Internacional, organización fundada en Filipinas en 1996 para hacer campaña por los derechos y el bienestar de los trabajadores filipinos en el extranjero.

La organización Migrante Internacional está en el punto de mira del Gobierno filipino, que le ha puesto “la etiqueta roja”, lo que se traduce en haber sido incluida en una lista negra. El acoso a personas u organizaciones críticas con el Ejecutivo es una práctica muy extendida contra todo tipo de activistas en Filipinas. Los hace vulnerables a la violencia en un país donde son frecuentes las muertes violentas y las desapariciones sin explicación. Mary no sabe si sus actividades han llamado la atención de las autoridades filipinas, pero tiene miedo. Esta es una de las razones por las que no ha querido que se publique su nombre real en este reportaje.

Exportación de mano de obra

El Gobierno filipino tiene una política deliberada de utilizar a su población como mercancía de exportación. Los filipinos representan alrededor del 25% de trabajadores en el extranjero a nivel mundial. Son enfermeros, trabajadores de la hostelería y obreros. Pero, en su inmensa mayoría, son mujeres en ocupaciones no cualificadas, sobre todo en trabajos de cuidados.

La exportación organizada de mano de obra se convirtió en política oficial bajo la dictadura de Ferdinand Marcos, en 1974. Era un medio de obtener divisas. Pero también era, según Joanna Concepción, presidenta de Migrante en Manila, un medio de exportar la parte más joven y activa de la población, reducir el desempleo y el riesgo de agitación social. A lo largo de los sucesivos regímenes ha continuado la agresiva exportación de mano de obra. Hoy en día, alrededor del 11% de la población, 1,83 millones de personas, trabaja en el extranjero. Eso significa que casi todas las familias tienen al menos un miembro ausente. Muchos, como Mary, dejan a sus hijos para que los críen otros. En 2022, las remesas que enviaron a casa ascendieron a más de 29.324 millones de euros.

Para muchos de los que se quedan en Filipinas, la falta de seguridad social significa que siempre están a punto de caer en la indigencia. En las principales autopistas, la gente vive en refugios de cartón en la zona entre las líneas de tráfico, quemando basura para cocinar y calentarse. En cada McDonald’s hay una multitud de niños esperando las sobras. Filipinas es la democracia más antigua del sudeste asiático, pero en los barrios marginales los beneficios más inmediatamente evidentes del derecho al voto son los carteles de plástico que promocionan a los candidatos en las aparentemente interminables elecciones: resultan útiles como material para hacer techos improvisados. Las caras pronto se vuelven verdes por el sol y el moho. Sobre estas calles cuelgan enormes carteles de agencias de contratación que buscan candidatos para puestos de trabajo en el Reino Unido, Canadá, Estados Unidos y Australia. “Sé el siguiente en conseguir una vida mejor”, prometen los carteles.

Hace diez años, Filipinas se anunciaba como una historia de éxito, un tigre asiático, gracias a la población más joven de Asia oriental y al hecho de que el inglés era una segunda lengua. Sin embargo, la brecha entre el pequeño número de familias ricas y el número cada vez mayor de pobres desesperados se hacía cada vez mayor. Se calcula que el 18% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, según datos del gobierno filipino. Las autoridades internacionales creen que la cifra real es mucho más elevada.

En Filipinas, el trabajo en un locutorio es uno de los mejor pagados, accesible sólo a quienes tengan un buen nivel de inglés y un título universitario. Un trabajador de un locutorio puede ganar unos 1.219 pesos filipinos, unos 20 euros al día. Es más que un enfermero, cuyo salario medio es de unos 1.000 pesos al día, y casi lo mismo que un maestro de escuela. De hecho, la hija de Mary, profesora titulada, acaba de regresar de trabajar en Taiwán como niñera. En Occidente hay médicos cualificados que trabajan como auxiliares de enfermería.

Lo que Filipinas necesita, según la ONG Migrante Internacional, es inversión interna, no exportar su mano de obra. Según sus miembros, obligar a los trabajadores a ser explotados en el extranjero no es la solución a los problemas del país. Filipinas importa, en palabras de Concepción, “todo, hasta palillos de dientes... no somos una economía autosuficiente. Somos ricos en recursos naturales y, sin embargo, bien podríamos seguir siendo una colonia”.

En la propaganda gubernamental, a los trabajadores en el extranjero se les llama “héroes modernos”. En su discurso sobre el estado de la nación, pronunciado en julio, el presidente Ferdinand Marcos Junior –hijo del dictador– atribuyó el rápido crecimiento económico del país al “flujo constante de remesas” de los trabajadores filipinos en el extranjero (conocidos como OFW, por sus siglas en inglés, Overseas Filipino Worker). Reconoció la escasez de personal sanitario, causada en parte por el traslado al extranjero de personas cualificadas, incluso para puestos en el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido. Prometió más programas de formación. Aunque dijo que su “deseo” era que el empleo en el extranjero fuera una opción, en lugar de una necesidad, añadió: “Sigue siendo una noble vocación a la que nuestros OFW han respondido, exigiendo un gran sacrificio”.

Incluso aquellos que han sufrido terribles abusos son admirados por su fortaleza. En el Día de los Héroes Nacionales de Filipinas en 2019, el expresidente Rodrigo Duterte habló de Rose Evangelista Reutirez, que trabajó durante 30 años como empleada doméstica en Kuwait. La mujer perdió el contacto con su familia, no cobró un salario durante años y estuvo encerrada en la casa de sus empleadores antes de lograr escapar y encontrar un empleador “con humanidad”. Para Duterte, Reutirez era un ejemplo para otros filipinos de dedicación ya que trabajó para “el bienestar de sus familias y el progreso del país”.

Pocas veces se menciona el hecho de que el incesante afán por exportar trabajadores vulnerables, a menudo con escasa formación, ha alimentado la maquinaria de la esclavitud moderna. Los filipinos que viajan al extranjero para trabajar son víctimas fáciles de la delincuencia organizada y la corrupción. La frontera entre un trabajador filipino en el extranjero “héroe de la nación” y un esclavo puede ser difusa.

Esclavitud moderna

Parece que todas las familias filipinas tienen una historia de trata y esclavitud. Maricris, a quien conocí en Manila en 2022, creció siendo hija de vendedores ambulantes, y en 2018 respondió a un anuncio de Facebook para empleadas domésticas en Vietnam. No tenía pasaporte, pero ella y las demás mujeres reclutadas recibieron instrucciones de hacer cola en una caseta concreta cuando pasaran por el control fronterizo del aeropuerto de Manila. Las dejaron pasar. A su llegada a Hanoi, le dijeron que no había trabajo doméstico. En su lugar, guardias armados las llevaron al otro lado de la frontera china, a un hotel de Guangzhou. El hotel estaba lleno de mujeres filipinas y vietnamitas, y fue allí donde Maricris descubrió que iba a ser madre de alquiler de un ciudadano chino rico. Las mujeres fueron alimentadas “como princesas”, pero recluidas en sus habitaciones, salvo para viajar, con los ojos vendados y bajo vigilancia, a un hospital para someterse a controles médicos y a inseminaciones.

Maricris consiguió hacerse con un teléfono móvil y envió un mensaje a una amiga en Filipinas, con una foto de la pastilla de jabón estampada con el nombre del hotel. La amiga alertó a la embajada y la policía china hizo una redada. Maricris explica que detuvieron a algunos de los miembros de la banda que trabajaban en el hotel. La retuvieron en China durante un mes para que pudiera ser interrogada por los investigadores de la policía china. Después la enviaron a casa, a Filipinas, donde nació su hija, Queen Mary Ann, en julio de 2019.

Cuando hablé con ella, Maricris estaba siendo amenazada en Facebook por miembros del sindicato criminal que traficó con ella. Quieren a su hija. “Nunca se la daré”, dice. Por la facilidad con la que pasó el control fronterizo, Maricris sospecha que hay una conexión entre las autoridades filipinas y el sindicato que la traficó, por lo que es reacia a pedir ayuda a la policía.

Cuando la conocí, Maricris trabajaba en un puesto ambulante de comida, ganaba 300 pesos filipinos al día (5 euros) y recibía ayuda del Centro Ople, una organización benéfica que trabaja con trabajadores explotados. Maricris dice que tenía recuerdos de su estancia en China y que sufría los efectos del trauma. Pero la única esperanza que veía para el futuro era volver a viajar al extranjero, posiblemente como trabajadora en una fábrica. Esta vez se aseguraría de recurrir a una agencia de contratación oficial, pero no veía otra forma de protegerse. Afirma estar dispuesta a ir “a cualquier sitio”.

Los principales destinos de los trabajadores filipinos son Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, seguidos de Kuwait, Hong Kong y Qatar. Los abusos contra los trabajadores migrantes en los países del Golfo están ampliamente documentados por organizaciones internacionales. La OIT estimó en 2012 que había 600.000 víctimas de trabajo forzoso en Oriente Medio. Un estudio de la Comisión de Asuntos de los Trabajadores en el Extranjero, comisión permanente de la Cámara de Representantes de Filipinas, informó ese mismo año de que el 70% de los trabajadores empleados como cuidadores o sin cualificación laboral específica en Oriente Medio sufrían acoso físico y psicológico. En años más recientes ha habido casos de asesinato de trabajadoras domésticas –cuatro en Kuwait desde 2018– y muchos más de desaparición. Las peticiones para reformar el sistema aumentaron en vísperas del Mundial de Fútbol de 2022 en Qatar. Filipinas detuvo el envío de sus trabajadores domésticos a Arabia Saudí en 2021 por cuestiones de malos tratos, pero posteriormente levantó la prohibición.

El Gobierno filipino mantiene oficinas en todo el mundo para ayudar a los trabajadores migrantes que tienen problemas. Pero, según Concepción, el principal remedio que se ofrece es la ayuda para la repatriación. Una vez que el trabajador regresa a su país, toda esperanza de recuperar los salarios impagados o de pedir cuentas a los empleadores por abusos y explotación se evapora, dejando a menudo al trabajador en peor situación que antes de marcharse.

En el área metropolitana de Manila, conocí al jefe de la Administración para el Bienestar de los Trabajadores en el Extranjero, Arnell Ignacio. Fue el único representante del Gobierno filipino que accedió a una entrevista. Ignacio no es conocido como un funcionario, sino como un presentador de televisión. Ha presentado populares concursos y ha sido jurado de una edición especial de Philippine Idol. Me concedió una entrevista con la condición de que el encuentro fuera grabado por su equipo de cámaras y publicado en las redes sociales. Le sirve para mostrar que los medios internacionales se interesan por su trabajo.

Ignacio reconoció que la mayoría de los problemas para los trabajadores migrantes se producen en Oriente Medio, pero según él la situación está mejorando gracias a los esfuerzos del presidente Marcos, elegido en 2022. Señaló que Arabia Saudí está reformando su legislación laboral y cree que esta reforma contribuirá a poner en la lista negra a determinados empleadores. Marcos visitó recientemente al príncipe heredero, Mohammed bin Salman, y obtuvo el compromiso de que el Gobierno saudí cubriría los salarios impagados de los trabajadores migrantes tras la quiebra de una agencia de contratación, que dejó a 10.000 personas sin cobrar. “Así que es una noticia maravillosa, maravillosa. Y nos gustaría dar las gracias al príncipe heredero”.

En todo este despropósito, el Reino Unido ocupa un lugar muy inferior en la lista de países problemáticos. Ignacio lo describía como “un país muy agradable. No tenemos problemas con el Reino Unido”.

El presentador dijo sentirse orgulloso de los compatriotas que viajan al extranjero para trabajar: “Los filipinos tenemos fama de ser muy buenos trabajadores por nuestra naturaleza... somos una población muy alegre y también muy solidaria”.

Pero, ¿es correcto que un país trate a su población como mercancía de exportación? Según Ignacio, es una cuestión para la que él no tiene respuesta y que deben abordar sus superiores jerárquicos.

“La situación ideal es que tengamos más empleo en Filipinas, y eso es lo que pretende nuestro presidente. Pero, por supuesto, no ocurrirá de la noche a la mañana”. El presentador afirmó que el Gobierno está haciendo un “trabajo espléndido” en la negociación de nuevos acuerdos bilaterales.

Poco después de su nombramiento, Ignacio saltó a los titulares de los medios de comunicación de Manila al anunciar que iba a abrir una cafetería, llamada Migrant, en el vestíbulo de las oficinas de la OWWA, donde tantos extrabajadores migrantes desesperados acuden en busca de ayuda. Recuerda: “Vi que estaban muy incómodos ¿te imaginas estar tan cargado de problemas y no tener un asiento decente?”. También había viajado al extranjero y había visto a trabajadores migrantes en centros comerciales, sin poder permitirse entrar en un Starbucks. “Así que pensé que aquí les daríamos café gratis, para que se sintieran especiales”. No es la respuesta a todos los problemas, admite, pero “demuestra que nos preocupamos”.

Taiwán, Hong Kong y Reino Unido

En defensa de su política de exportación de mano de obra, el Gobierno filipino afirma que trabajar en el extranjero puede sacar a una familia de la pobreza y llevarla a la clase media. Y así es. La de Mary es una historia de éxito, pero ha pagado un alto precio personal. Nació en 1968 en una zona remota de la provincia de Antique, en la región occidental de Visayas, y era la tercera de cinco hermanos. Sus padres vivían y trabajaban en las tierras del alcalde de la localidad. “Si había trabajo, había comida. Si no había trabajo, no había arroz para nosotros”, dice. Desde los seis años, Mary trabajó en la granja de cerdos y como limpiadora. Iba a la escuela, pero nunca tenía tiempo para sí misma. “Nunca tuve infancia. Es duro para los niños perder esa etapa de su vida, te deja incompleto”, afirma.

La primera vez que se fue al extranjero fue en 1996, a los 29 años, dejando a sus dos hijos, de uno y dos años, con su marido, que ganaba un sueldo ínfimo como guardia de seguridad, insuficiente para dar a sus hijos una educación decente. Su primer trabajo fue en Taiwán. Trabajaba para tres familias que vivían en el mismo bloque de apartamentos. No hablaba mandarín y apenas inglés. Cuando los miembros de la familia le gritaban, ella no entendía lo que decían, así que sonreía, lo que les enfurecía aún más. Tenía las manos llenas de heridas y grietas sangrantes de tanto lavárselas. La mayor parte de su salario se destinó a pagar la deuda a la agencia de empleo que le consiguió el trabajo. El resto lo enviaba a su familia para que pudieran comprar comida. Su único medio de mantenerse en contacto con sus hijos era por carta. “A mi hijo mayor le encanta dibujar, así que me enviaba dibujos de la casa que esperaba que yo pudiera comprar para nosotros... pero ellos no me conocían y yo no los conocía a ellos”, dice Mary. Trabajó durante tres años sin vacaciones.

Cuando regresó a Filipinas en 1999, Mary hablaba mejor inglés y algo de mandarín. La ley de inmigración de Taiwán le prohibía volver, pero la agencia de contratación lo arregló. Le consiguieron un pasaporte falso y volvió por otro periodo más corto. Volvió a salir de Filipinas en 2003. Para entonces, ya tenía otro hijo de apenas tres años. En Hong Kong, cuidó de un anciano mientras la hija de su empleador trabajaba en China continental. Durante seis años, sólo tuvo un día libre a la semana, sin vacaciones ni visitas a casa. Siempre estaba estresada y apenas tenía dinero para comer. Cuando el anciano murió, Mary pesaba sólo 45 kilos. Pero fue aquí, en Hong Kong, donde entró en contacto con otros trabajadores filipinos y acabó participando en campañas para conseguir mejores salarios. Esto le proporcionó una vida social “y por primera vez entendí que yo tenía derechos”.

Trabajó como limpiadora para otra familia de Hong Kong, pero lo dejó cuando descubrió que la espiaban con una cámara de vídeo oculta. Entonces fue contratada por sus actuales empleadores, que entonces trabajaban en el sudeste asiático. Estaba contenta con ellos. Al cabo de un año, le dijeron que se mudaban a Londres y la invitaron a irse con ellos. Le advirtieron que no sería fácil renovarle el visado a los seis meses, pero estaban dispuestos a hacer lo que pudieran para ayudarla. Mary llegó a Londres a principios de 2014. Los problemas con su visado se prolongaron durante cuatro años, incluso con varios recursos ante los tribunales. Lloraba todas las noches por el estrés. Si hubiera tenido que marcharse, habría significado regresar a Filipinas sin ahorros ni seguridad: volver a la pobreza.

Pero, al final, con el argumento de que la familia la necesitaba por sus circunstancias particulares, le concedieron un visado renovable cada dos años y medio, pero que depende de que permanezca con sus empleadores actuales. Su dependencia de sus empleadores hace que le resulte más difícil pedir un aumento de sueldo ya que no tiene capacidad para negociar. Es otra de las razones por las que no quiso que utilizara su nombre real: teme la reacción de la pareja para la que trabaja.

Rescatar a trabajadoras

Cada dos semanas, en algún lugar de Londres, se reúne un pequeño grupo de mujeres filipinas. “Siempre vamos juntas”, dice Mary, “por si se pone peligroso”. Esperan fuera de una de las casas de las zonas más ricas de la ciudad: Hyde Park, Notting Hill. Esperan en una esquina cercana o en una hilera de tiendas. Pasean arriba y abajo, a veces fingiendo hablar por el móvil para no llamar la atención. Se reúnen porque una de sus compatriotas ha pedido ayuda.

Sheila Tilan, presidenta fundadora de la Asociación de Trabajadoras Domésticas Filipinas en el Reino Unido, afirma que la comunidad de trabajadoras domésticas ha convertido el rescate en todo un arte. A veces, las mujeres las encuentran mediante búsquedas en Google y Facebook Messenger. A veces buscan ayuda en chats de grupo con otras trabajadoras domésticas filipinas, que las ponen en contacto con la organización benéfica filipina Kanlungan, que defiende a las trabajadoras en Londres. A veces, son los familiares de las mujeres en Filipinas quienes hacen la primera llamada de ayuda, porque las mujeres que trabajan en Londres no suelen tener tarjetas SIM y sólo pueden utilizar conexiones wifi intermitentes en los lugares donde se alojan. Por lo general, las mujeres no han tenido más remedio que venir al Reino Unido. Empezaron a trabajar para la familia en el extranjero, normalmente en Oriente Medio o Asia, y las trajeron a Londres cuando la familia se trasladó. Sus empleadores suelen quedarse con sus pasaportes y visados.

Una encuesta realizada en 2019 por Voice of Domestic Workers, organización benéfica que trabaja con empleadas domésticas inmigrantes en Reino Unido, puso de manifiesto que el 69% no tenía habitación propia en casa de los empleadores. Solo la mitad tenía comida suficiente. Tres cuartas partes sufrían abusos verbales o físicos. El 7% había sufrido agresiones sexuales. Muchas denunciaron que no se les permitía salir sin la supervisión de sus empleadores, y a algunas les quitaron el pasaporte.

Nineza trabajó como niñera para un miembro de una familia real de Oriente Medio, cuidando de su hijo desde que nació. El niño dormía en su cama y la llamaba mamá. Cuando tenía tres años, la llevaron a Inglaterra en un jet privado y se alojó en una casa de Hyde Park mientras la familia estaba de vacaciones. En Omán había vivido de las sobras, pero en Londres la familia comía fuera casi todos los días y ella se moría de hambre. A menudo la dejaban fuera del restaurante mientras la familia, incluido el niño al que cuidaba, estaba dentro.

Atrapada y aislada, buscó en Google y Facebook a filipinos en Londres y se puso en contacto con Kanlungan. Se organizó un rescate. Era de noche. La familia estaba absorta viendo la televisión. A la hora convenida, ella le dio al niño un iPad para distraerlo. Salió con sólo la ropa que llevaba puesta. Una pequeña delegación de sus compatriotas se reunió con ella y la llevó a un piso franco.

Nineza ha solicitado que se la reconozca como víctima de esclavitud moderna, alegando que no tuvo ningún control sobre su llegada al Reino Unido y que fue explotada y maltratada. Está esperando la decisión del Gobierno británico. Mientras tanto, echa de menos a “mi jefecito”, el niño al que cuidó desde que nació, y se pregunta si él la echa de menos a ella.

La historia de Tilan es más esperanzadora. Llegó al Reino Unido en 2003, con 35 años, contratada a través de una agencia. Cuenta que sus dos primeros empleadores, entre ellos una famosa pareja británica, la sobrecargaron de trabajo y la trataron mal y los dejó. Su actual empleador es “una auténtica bendición”. El hombre es director general de un gran grupo de empresas, la mujer abogada. Viven en Estados Unidos, pero tienen tres apartamentos de lujo en Londres para cuando ellos, su familia o amigos vienen de visita. La gestión de estos apartamentos es el trabajo a tiempo parcial de Sheila. Con el conocimiento de sus jefes, utiliza uno de ellos como piso franco para mujeres rescatadas. Cuando hablé con Tilan, eran seis. El sofá del piso de Mary es otro “piso franco”.

Según la legislación británica, la única forma de que una trabajadora doméstica migrante entre en el país es que lo haga con su empleador. Antes, si dejaban a su empleador se les anulaba el visado, pero después de que una revisión de 2016 descubriera que los trabajadores domésticos corrían el riesgo de sufrir abusos y esclavitud, se introdujeron cambios para permitirles cambiar de empleador. Las trabajadoras migrantes tienen derecho a reclamar ante un tribunal laboral, pero los largos tiempos de espera para las vistas hacen que a menudo los visados caduquen antes de que puedan defender su caso.

El único medio que tiene el Gobierno británico para atender a las mujeres que escapan de empleadores abusivos es el mecanismo nacional de derivación (NRM), creado para hacer frente al tráfico de personas. La policía, los agentes de las fuerzas fronterizas, las administraciones locales y las organizaciones benéficas designadas pueden remitir casos si tienen motivos para creer que una trabajadora doméstica ha sido traída al país sin su consentimiento, o está siendo mal pagada o maltratada.

Si se estima que hay “motivos razonables” para considerar a la mujer víctima de trata, puede optar a 45 libras semanales (unos 52 euros) de ayuda del Gobierno, además de asesoramiento jurídico y alojamiento, proporcionados por el Ejército de Salvación bajo contrato con el Ejecutivo. Si aún le queda tiempo de visado, puede trabajar, pero sólo como empleada doméstica. Una investigación de seguimiento examinará las pruebas de que la mujer ha sido víctima de trata, antes de tomar una decisión concluyente. Si la conclusión es que la mujer ha sido víctima de trata, se le permitirá quedarse y trabajar como empleada doméstica durante dos años.

Judith –nombre ficticio– es una de las mujeres a las que apoyan sus compañeras y duerme en uno de sus sofás tras huir de sus empleadores. Ha trabajado en el servicio doméstico y en granjas desde los seis años. Fue a Qatar a trabajar para una familia como empleada doméstica en 2015, y la trajeron a Reino Unido cuando los hijos iban a la universidad en Londres. La familia la golpeó repetidamente y abusó verbalmente de ella. “Me trataban como a un animal”, dijo, “y ahora mi mente está destrozada”. No la dejaban salir de casa, pero una noche, al cabo de unos meses, metió unas cuantas prendas de ropa en una bolsa de basura negra y la basura de la casa en otra. Caminó hasta los contenedores, tiró la basura en ellos y siguió andando.

Eso fue hace seis meses. Identificada como posible víctima de trata, Judith ha obtenido permiso para permanecer en el Reino Unido a la espera de una investigación más exhaustiva, pero como su visado original ha caducado, no puede trabajar. Para ayudarla a permitirse ropa, comida y suficientes datos de teléfono móvil para mantenerse en contacto con su familia, Mary ha cedido a Judith su trabajo de limpieza de los sábados, a tiempo parcial y con dinero en efectivo.

Para aquellas mujeres que no recurren al MRN, sino que abandonan a un empleador abusivo, una vez que su visado ha expirado sus únicas opciones son regresar a casa a las mismas condiciones que las llevaron a ser esclavizadas en primer lugar, o quedarse y convertirse en trabajadoras ilegales, indocumentadas y aún más vulnerables a la explotación. Sin embargo, según un informe de 2019 de Joyce Jiang, profesora de gestión de recursos humanos de la Universidad de York, muchos filipinos son reacios a inscribirse en el MNR: “no quieren verse como esclavos. Les gustaría verse como trabajadores y héroes de la nación”.

Consultado para que hiciera comentarios, el Ministerio del Interior emitió un comunicado en el que afirmaba estar “comprometido con la protección de los trabajadores domésticos inmigrantes frente a los abusos y la explotación” y que el NRM estaba hecho a medida para permitir a los trabajadores “reconstruir sus vidas... Sin embargo, seguiremos esforzándonos para garantizar que ningún trabajador sufra abusos a manos de su empleador”.

Mientras tanto, el número de rescates crece. Tilan dice que entre octubre de 2022 y junio de 2023 hubo 27 rescates. Pero solo en agosto y septiembre de este año, hubo otros 17. La asociación de trabajadoras domésticas y Kanlungan han utilizado sus páginas de Facebook para pedir anfitriones voluntarios que proporcionen más casas seguras a las víctimas rescatadas: “¿Tienes una habitación o un sofá libre?”.

“Nunca les habían dicho que tienen derechos”

Todos los fines de semana Sheila Tilan celebra un encuentro en Londres donde los trabajadores filipinos, en su día libre, pueden compartir comida e historias. Tilan contrata a abogados y activistas para que les den charlas sobre sus derechos en el trabajo y la política de Filipinas. Cuando la visité, era un picnic en Regent’s Park, al que asistían unas 18 mujeres. Se tumbaron a la sombra, compartieron ensaladas y pollo a la parrilla y escucharon el apasionado discurso de un abogado filipino que denunciaba la política de exportación de mano de obra del gobierno de Filipinas. Tilan dice: “A veces nunca antes les habían dicho que tienen derechos”.

La mayoría de estas mujeres regresarán a su país cuando expiren sus visados. Incluso estando en el extranjero, tienen derecho a votar en las elecciones filipinas. Quizá, espera Tilan, empiecen a utilizarlo. Los partidos políticos en Filipinas son en gran medida banderas de conveniencia. Las dinastías y los cultos a la personalidad dominan la política. Pero hay congresistas que presionan por los derechos de los trabajadores.

En una cálida mañana de domingo de junio, Mary estaba en la iglesia de Todos los Santos, en el Paseo del Príncipe de Gales, justo enfrente de Battersea Park. En el exterior, los residentes empezaban la mañana con calma, comprando café y sacando a pasear a sus perros. Dentro, Mary y sus compañeras filipinas daban gracias al Señor por mantenerlas sanas y salvas. Mary es coordinadora de esta congregación, con una responsabilidad especial sobre las filipinas. La mayoría de estas mujeres se criaron como católicas, la religión dominante en Filipinas, pero es esta iglesia anglicana la que se ha convertido en el centro de su vida social y religiosa. Se reúnen aquí todos los domingos para la misa, siempre seguida de un almuerzo cocinado en común. Cada cuatro domingos hay actividades especiales, como bailes culturales, ensayos del coro o actividades centradas en la salud y el bienestar.

El reverendo Anand Asir Anand explica que ocurrió por accidente. Un día, hace unos cuatro años, se le acercó una filipina y le pidió que la confesara. Él le dijo que no podía hacerlo, que no era sacerdote católico. Ella le pidió que rezara con ella, y le contó su relato de penurias y abusos. La iglesia no tenía ningún programa para filipinos, pero él se puso en contacto con otros anglicanos que sí lo tenían, y pronto se puso en contacto con Mary, Kanlungan y otras organizaciones. Los dos domingos que visité la iglesia, la mayoría de los fieles eran empleados domésticos filipinos. Una vez al mes, la misa es oficiada por un sacerdote filipino, que es también un trabajador migrante. Antes de la misa, los filipinos de la congregación limpiaron la iglesia y trajeron flores para el altar: rosas amarillas y blancas de la cadena de supermercados Waitrose. Ese día, de las cerca de 50 personas reunidas en círculo en torno al humilde altar, más de 40 eran filipinas.

Al día siguiente, Mary hizo una pausa en el trabajo para encontrarse conmigo en un establecimiento de la cadena Pret a Manger, junto a las barreras de la estación de metro de Kensington High Street. Estaba agotada. Después del servicio del día anterior, seguido del almuerzo, había ido con sus jefes a una función de ballet del grupo extraescolar de su hija. Mary no estaba segura de si se trataba de una invitación sincera o porque sólo ella sabe hacer un tipo especial de trenzas a la niña. El acto terminó tarde, se fue andando a casa para ahorrarse el billete de metro y pasó unas horas hablando con las mujeres con las que vive, incluidas las que duermen en su sofá.

Le pregunté si creía en Dios y reflexionó antes de responder. Reza todos los días, pero en cuanto al cielo y el infierno, “más o menos creo en ellos. Pero quizá no sea verdad”. Imagina que Filipinas fue una vez un paraíso, antes de la colonización, cuando no había riqueza ni pobreza y todo se compartía. Dijo, con una pizca de vacilación, que pensaba que debía ser una revolucionaria. Anhelaba una reforma profunda del sistema.

Pero cuando le pregunté si esperaba una revolución, en Filipinas o en Kensington High Street, respondió: “Yo no veré una revolución en esta vida. Lo tengo muy asumido”. Luego tuvo que irse. Era lunes. Había mucho que hacer y aún no había preparado la cena para la familia.

Traducido por Emma Reverter.

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