Por Charo Nogueira
Entre la ley y la vida existe un abismo para las mujeres turcas: el que media entre la igualdad legal y la desigualdad real. Con la equiparación jurídica recién estrenada, ese abismo les resulta aún enorme. Se preguntan cuándo desaparecerá la discriminación que sufren y la mentalidad patriarcal que la permite, cuándo acabará la violencia familiar que padecen, cuándo se erradicarán los asesinatos por honor o los suicidios inducidos porque la honra familiar se considera mancillada.
¿Cuándo? Es la pregunta cuya respuesta tratan de agilizar las organizaciones de mujeres de un país masivamente islámico en el que religión y laicidad echan un pulso cotidiano bajo la mirada del ejército, garante del Estado laico fundado por Mustafá Kemal, Atatürk.
Turquía es un país que eligió democráticamente a un partido islámico, AKP, para gobernar los restos de un imperio y que mira por el rabillo del ojo a la Unión Europea. ¿Lo admitirá en su seno? A esa duda, siempre al fondo, se suelen asomar los ciudadanos comunitarios tras la primera copa de raki, o el vaso de zumo, si el interlocutor es musulmán estricto.
El cuándo europeo y el cuándo de las mujeres caminan de la mano en un Estado repartido entre Europa y Asia y con enormes diferencias socioeconómicas: una élite pequeña y poderosa, una clase media escasa y una baja mayoritaria.
Hacer los deberes
La expectativa de entrar en esa Europa próspera se ha convertido en la mejor aliada de las turcas. Las condiciones impuestas por la UE para iniciar -el 3 de octubre de 2005- las conversaciones para una eventual adhesión al club comunitario incluían como requisito previo una mejora sustancial de los derechos humanos, entre ellos la igualdad entre mujeres y hombres. Turquía hizo los deberes con una cascada de cambios legislativos -incluidos el Código Penal y el Civil- para equiparar a ambos sexos. Ahora, según las organizaciones reunidas el pasado mayo en la conferencia El camino de las mujeres hacia Europa, queda aplicar a fondo esas modificaciones para eliminar la brecha entre lo que ordena la ley y lo que dicta la costumbre -para algunos, también el islam-. Creen que así se logrará el cambio de fondo: el de las mentalidades. La UE observa la situación ojo avizor.
En las calles céntricas de Ankara o Estambul, la mezcla habitual: mujeres cubiertas con el turban (de ahí viene turbante) o pañuelo islámico se cruzan con otras ceñidas y escotadas. En función de los barrios, predominan los escaparates de indumentaria moderna o de corte islámico; los cuerpos femeninos se tapan -hasta dejar ver sólo los ojos en algunos casos- o se descubren, según el cariz de la vecindad. En el campo, donde vive el 44% de los 73 millones de habitantes, apenas se puede elegir.
En la Anatolia profunda -que incluye el atrasado este de mayoría kurda- y en las periferias urbanas, cuajadas de inmigrantes campesinos, la vida femenina es más dura y velada, sometida al estricto dictado de los hombres de la familia. Mayor pobreza, gran conservadurismo y un dictado aún más fuerte del namus, la honra familiar cuya salvaguarda recae en las mujeres. Mancharla -y eso se consigue con ir al cine o al bazar sin permiso, llevar minifalda, mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio o ser violada- llega a costar la vida con un dilema previo: ¿asesinato o suicidio?
Los llamados asesinatos por honor (namus cinayeti), sobre cuyo número no existen datos oficiales -algunas fuentes hablan de unos 200 anuales, y otras, de unas decenas-, están de nuevo en el ojo del huracán. La reforma del Código Penal ha extremado el castigo: ahora es de cadena perpetua, frente a los dos años y medio de cárcel que podían costar antes. Sin embargo, este endurecimiento puede tener un efecto perverso que la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha comenzado a analizar.
La relatora especial de la ONU sobre violencia contra las mujeres, la turca Yakin Ertürk, visitó a finales de mayo varias ciudades del sureste de Turquía (Kurdistán) para investigar si los suicidios de mujeres son forzados y si se disfrazan como tales algunos asesinatos por honor. Los medios de comunicación habían aventado la sospecha de que, debido al endurecimiento penal, aumentaban conductas que ya existían antes: las de los familiares que inducen a la mujer, generalmente joven, a suicidarse (de paso se evitan que un pariente ingrese en prisión). Para eso se la hace sentir culpable de una conducta que mancha a todos y se la deja sola con una soga, una dosis de veneno o un arma de fuego cargada. En otras ocasiones la muerte a manos ajenas ha tratado de disfrazarse como suicidio o accidente. Sólo dejar de vivir limpia el namus.
Al término de su viaje, Ertürk declinó pronunciarse a fondo -aún debe emitir su informe-, pero pidió a las autoridades que investiguen con celo algunos casos de crimen por honor disfrazado de suicidio, o si éste ha sido forzado. De paso, puso el dedo en la llaga de otros problemas femeninos en el este y el sureste de Turquía: "El orden patriarcal y las violaciones de los derechos humanos que acarrea, como los matrimonios forzosos y tempranos, la violencia doméstica y la negación de los derechos reproductivos, son a menudo factores que contribuyen al suicidio de las mujeres y las jóvenes", afirmó.
La violencia doméstica es un mal extendido. El 34% de las mujeres sufre maltrato físico en el ámbito familiar, según el Gobierno. Amnistía Internacional eleva la cifra: entre un tercio y la mitad de las turcas padece esas agresiones. Aunque la protección a las víctimas ha mejorado, las organizaciones de mujeres detectan importantes fallos, como la escasez de casas de acogida y, en ocasiones, la lenta actuación de las autoridades.
Desde la cuna o la escuela
Estos problemas son el exponente de una desigualdad que se arrastra desde la cuna o el pupitre. Ser hombre o mujer marca la vida: ellas, bajo la tutela de ellos, y a ser posible en el hogar. El 19% de las mujeres mayores de 15 años son analfabetas, frente al 4% de los hombres, según la ONU.
Pese a las recientes campañas que han mejorado la presencia escolar femenina, el 12% de las niñas no pisa la escuela primaria, frente al 5% de los chicos. Estos datos a escala nacional enmascaran fuertes diferencias: en algunas zonas orientales el analfabetismo femenino supera el 50%, según Ertürk.
Peores son aún los indicadores en educación y empleo: se calcula que sólo uno de cada cuatro trabajadores es mujer y la mitad de ellas faenan sin sueldo en el campo. En cambio, la presencia femenina ronda el 30% en áreas como la abogacía o la docencia universitaria, detalla la profesora Selma Acuner. Es la responsable de la plataforma de asociaciones KADER, que preconiza, entre otras cosas, una cuota del 30% para aumentar el poder político de las mujeres -las parlamentarias disponen del 4,3% de los escaños-.
En Turquía, donde la política está salpicada por el debate entre religión y laicismo, las feministas suelen defender que la discriminación femenina se debe al sistema patriarcal, y no al islam, pero también hay quien defende lo contrario. La mayoría de los turcos son de la rama suní, más conservadora, pero los alevíes, más abiertos, suponen una quinta parte de la población.
En un país donde las mujeres empiezan a decir basta, sobre todo a través de organizaciones sociales, también las islámicas conservadoras se suman a la corriente. En principio agrupadas para luchar por su derecho a ir cubiertas -portar el turban les impide acceder a las universidades o al empleo público-, se sienten doblemente discriminadas: como mujeres y como musulmanas. En Turquía, la lucha entre laicos y religiosos también se libra en la cabeza de las mujeres. Mientras Europa vigila.
Fuente: El País
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