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pushr.gif (946 bytes)  «EXPERTO MUY CUALIFICADO, GRAN MALETÍN Y REFERENCIAS,
SE OFRECE PARA ASESORAR CENTROS CON VIOLENCIA»
Rodrigo Juan García Gómez.[2]  
Trabajo publicado en: Domingo Segovia, J. (2001): Asesoramiento al centro educativo. 
Colaboración y cambio en la institución
, Barcelona: Octaedro-EUB, 273-289.

rgarci6platea@pntic.mec.es  


Introducción 

Varias cuestiones se plantean tras el supuesto anuncio por palabras que da título a este trabajo. Para trabajar con un centro y ser tomado en consideración, el asesor se suele presentar como alguien «experto», conocedor de los temas... ¿quién querría ser asesorado por un novato? Necesitamos estar cualificados, pero ¿en qué? y ¿para qué? También tenemos que disponer de un buen maletín, surtido con una gran variedad de recursos... y ¿qué tipo de recursos? 

La cualificación y el prestigio son importantes; nos permiten disponer de un lugar para la acción... De no ser así no tendríamos la capacidad de influencia necesaria para promover algún cambio. Este «poder» ¿en qué tipo de cualificación debe apoyarse?  

¡Cuántas veces un asesor «se ofrece» sin que nadie haya demandado su presencia! Con frecuencia la demanda del profesorado es más una queja por el alumnado que se le encomienda. De entrada quiere que se lo quiten, que se lo lleven a otro centro, a otro profesor o a un “especialista”. Quizá, puede aceptar que venga alguien a hacerse cargo de él, pero pocas veces se demanda aquello que, en realidad, los asesores estaríamos en condiciones de ofrecer: “ayuda para que vosotros mismos -y no yo- os hagáis cargo de la atención de ese alumnado que ahora os resulta tan molesto”.

Así planteado no deja de parecer chocante y extraño el papel de los asesores. Sorprende que, aunque sólo sea a veces, seamos aceptados por los centros, e incluso puede suscitar cuestiones éticas respecto a nuestra labor ¿Somos los encargados de sofocar las demandas del profesorado y convencerles para que abandonen determinadas reivindicaciones asumiendo aquello que la administración tenga a bien encomendarles? 

Las reflexiones que ofrecemos en torno a estas cuestiones comienzan con un breve relato de la experiencia de asesoramiento a un centro que, en su momento, se significó por los incidentes violentos que allí tuvieron lugar. Describiremos algunas pinceladas de una forma de trabajo, cuya fundamentación se desarrollará posteriormente señalando, además, dos elementos significativos: qué ocurre en los centros cuándo aparecen lo que se da en llamar «problemas de violencia» y cómo apoyar al profesorado en esas situaciones. 

Precisamente la comprensión de los fenómenos que están en juego en los “centros con violencia” ayuda a comprender cual debe ser el papel de quien asesora. La situación suele ser lo suficientemente compleja para que las soluciones puntuales que puedan proponerse desde fuera tengan escasa repercusión. Pondremos de manifiesto la necesidad de trabajar con el profesorado y de facilitar el camino para que sea él mismo quien asuma el protagonismo en el análisis de lo que está ocurriendo y en el desarrollo de las respuestas educativas.  

    

I.- UNA EXPERIENCIA DE ASESORAMIENTO

Estructuraremos esta exposición alrededor de tres ejes: el relato de la experiencia, algunos elementos explicativos del modo de actuación asesora y finalmente valoraciones y conclusiones. 

I.a.- No queremos aquí a este alumnado ¿por qué no construye la Administración otro centro en el barrio?

Nos situamos en un barrio de la periferia de una gran ciudad. De origen rural, por efecto de la instalación de varias líneas ferroviarias, se convierte en un sector de implantación industrial, atrayendo en los años 50 y 60 una oleada de población migratoria procedente en particular de comunidades autónomas cercanas. 

En la actualidad el barrio tiene una población que ronda los 125.000 habitantes, en la que los índices de población juvenil están en torno al 28,6% y los de envejecimiento rondan el 11,2%.

Buena parte de la población de origen rural fundó asentamientos de infravivienda. Posteriormente, con la organización en torno a las asociaciones de vecinos, consiguen en los años 70 y 80 viviendas más satisfactorias. Existe un asentamiento de familias gitanas que nutre a determinados centros públicos.

La crisis económica del 73 junto con la ausencia de reindustrialización han arrojado a la jubilación anticipada a capas amplias de trabajadores en plena edad laboral y han cerrado las expectativas de los más jóvenes.

Los índices generales de analfabetismo, comparados con los del resto de la ciudad, son superiores en un 50%. Las personas sin estudios primarios, en el barrio, están por encima de un 75% con respecto a los índices generales de la ciudad. El 50% del alumnado de Educación Secundaria Obligatoria lleva al menos un año de retraso escolar y la proporción se eleva al 70% en la Formación Profesional[3].

Dispone de un tejido asociativo importante y fruto de ello surgen algunos movimientos ciudadanos de protección de la calidad de la enseñanza, que han forzado la firma de convenios de colaboración entre las distintas administraciones para mejorar la atención educativa al barrio.

Hasta ahora existía un único Instituto de Bachillerato público, atendido por un grupo de profesores con cierto prestigio profesional; de hecho a algunos de ellos se les reclamaba para participar como ponentes en actividades de formación. Entre el profesorado aparecía un cierto sentimiento de «orgullo» -o al menos así lo manifestaban- por la ayuda que prestaban a determinados grupos de jóvenes con aspiraciones de continuar estudios universitarios.

En esta situación y durante el curso 1998-99 se incorpora el centro, por decisión administrativa, en el calendario de implantación de la Reforma y recoge a todo el alumnado del primer ciclo de Educación Secundaria Obligatoria que, hasta entonces, era atendido en los distintos colegios públicos de la zona. Se pasa de 776 alumnos a 1.089 y entre ellos existe un colectivo -alrededor de 50 alumnos- que estarían dentro del grupo de población escolar con necesidades de atención compensatoria.

Esta situación da lugar a la aparición de algunos conatos de violencia (robos bajo amenaza, insultos y respuestas “groseras” al profesorado, destrozos en el mobiliario del centro, etc.). Las quejas del profesorado no se hacen esperar y comienzan a volcarse a la opinión pública, en la prensa diaria local y nacional -además de la profesional- y en algunos semanarios de gran tirada titulares como: «Mentiras, sin amor ni cintas de vídeo», «Protesta de profesores de un instituto conflictivo», «135 alumnos de un instituto masificado participan en altercados», «Encierro de profesores en el instituto ante los continuos incidentes en las aulas», «El Ministerio ofrece atención psicológica a los alumnos conflictivos del instituto», «Los profesores del Instituto sufren conflictos a diario, pero siguen con ayuda psicológica», «Educación toma medidas urgentes para sofocar la rebelión escolar en el instituto», «El director del centro niega que los menores porten navajas», «La masificación en el IES ..., causa de la conflictividad del centro»... El articulista, en este último caso, añade:  

"Para acceder al instituto, enclavado en la periferia de la capital, hay que franquear una verja que sólo se abre después de dejarse ver por un vídeoportero. La cámara aparece guarecida tras una sólida carcasa de hierro que dificulta su destrucción vandálica. Además unas cámaras de vídeo registran la entrada. Son detalles que no pasan inadvertidos, pero que no han impedido que el centro se haya convertido este curso en escenario de múltiples conflictos violentos que han exasperado a todos los profesores y a la mayor parte de los alumnos".

En prevención de posibles conflictos, la administración autonómica toma la iniciativa de enviar al centro un profesional con experiencia en tareas de asesoramiento. De esta forma comienza la intervención que aquí se relata. 

El primer contacto se pretende realizar con el equipo directivo; por la complejidad de la situación del momento, se concreta una entrevista a la que sólo asiste la secretaria; ésta se compromete a transmitir la propuesta de apoyo al resto del equipo. De manera más informal se recaba información y se mantiene algún contacto con la trabajadora social del instituto -antigua colaboradora en otras actuaciones en centros del barrio- y con la orientadora -interesada en participar en un determinado seminario de formación del que, este asesor, era coordinador-. De todas estas gestiones se va informando al responsable de la administración autonómica que había tomado la iniciativa y que solicitó la intervención asesora. 

Posteriormente se consiguió una primera reunión con el equipo directivo en pleno, y se presentó por escrito una propuesta a negociar. Consistía en un plan abierto en el que se describían algunas de las situaciones que ocurrían en el centro, y cómo abordarlas desde un trabajo en colaboración con el profesorado. El plan incluía, entre otras acciones, la presencia del asesor durante un día a la semana y la necesidad de encuentros y reuniones semanales con un «equipo interno» (director, jefe de estudios de Bachillerato, jefa de estudios de Educación Secundaria Obligatoria, trabajadora social y orientadora) responsable de liderar las acciones de mejora.

Dado que las situaciones más «llamativas» aparecían en el primer ciclo de ESO, se aceptó conformar un grupo de trabajo para la construcción de soluciones conjuntas en torno a las situaciones de violencia. Este grupo estaba formado por todo el profesorado-tutor del ciclo, el director, la orientadora, la trabajadora social, el profesorado de Educación Compensatoria y algunos profesores de Bachillerato.

Sin embargo, tratándose de problemas que afectaban a todo el centro, teníamos la convicción de que era necesario implicar al mayor número de profesionales que fuese posible, con la intención de aunar voluntades. Por eso se propiciaron otras medidas de apoyo destinadas a corresponsabilizar y coordinar tanto al resto del profesorado, como a los apoyos variados que el centro estaba recibiendo y a las distintas estructuras externas que estaban interviniendo. De la aprobación de esta propuesta daríamos cuenta a la Unidad de Programas, al Servicio de Inspección Educativa, al Centro de Profesores y Recursos y al Equipo Psicopedagógico. Animamos a que desde el centro, y más adelante de manera conjunta con el asesor, se informara, también, a la junta de directores del distrito y a todas aquellas estructuras del centro y del barrio que tuvieran algún grado de implicación. El plan -con sus propuestas- se entregó por escrito y se hicieron fotocopias. Concretamos un nuevo encuentro para aceptarlo o rechazarlo. Todo este proceso de negociación tuvo como telón de fondo la situación descrita de descontento del profesorado y los grandes titulares en la prensa que ya hemos comentado.

Una vez aprobado este plan inicial, se fija -a partir del mes de enero- una serie de actuaciones. Describimos a continuación como se distribuían las tareas del asesor en una jornada tipo de intervención semanal en el instituto.

Se iniciaba el trabajo a las 9:00 horas con el equipo interno, haciendo un balance de las situaciones ocurridas durante la semana anterior y de las acciones realizadas, insistiendo en la reflexión sobre las mismas más allá de los aspectos anecdóticos. Además se diseñaban las actuaciones a seguir en la semana siguiente, se validaba la propuesta que aportaba el asesor para trabajar ese mismo día con el grupo de tutores de primer ciclo de la ESO y se informaba del contenido de los encuentros que había mantenido el asesor con las distintas estructuras del centro, así como, con otras entidades que desarrollaban intervenciones en el instituto: Servicio de Inspección Educativa, Equipo Específico de Alteraciones de la Conducta, Centro de Profesores, etc.

A las 10:00 horas el asesor se reunía en el departamento de orientación con la orientadora y la trabajadora social analizando las posibles medidas de apoyo para abordar situaciones puntuales de conflicto y planteando conjuntamente posibles contenidos específicos de trabajo para la sesión semanal de coordinación de tutores que mantenía la orientadora. Sobre todo trabajamos modos alternativos de implicación del profesorado en la promoción de la convivencia, que no fuesen la tradicional expulsión del alumnado -en esta idea encontramos la cooperación del profesorado de educación compensatoria-. Validábamos el trabajo que realizaría el asesor con los tutores de primer ciclo de la ESO, de tal manera que fuese complementario al del resto de actuaciones que tanto la orientadora como la trabajadora social desarrollaban en el centro.

Alrededor de las 11:30 horas el asesor tenia un encuentro con un departamento didáctico distinto cada semana, o con el grupo de tutores de tercero de ESO, respetando sus horarios y tiempos de reunión (en algún caso el asesor tuvo que desplazarse en un día alternativo). Se informaba de lo que se estaba trabajando con el grupo de primer ciclo de la ESO para generar convivencia y se promovía un cierto debate profesional sobre la posición que el profesorado mantenía ante los fenómenos de violencia en el Instituto.

A las 13:00 horas y hasta las 15:00, se mantenía la reunión de trabajo con el primer ciclo de la ESO. Después de recoger y validar cuáles eran sus preocupaciones - «malos modos», «insultos», «agresiones verbales y físicas», «intimidaciones y robos bajo amenazas», «peleas en los pasillos», «roturas de material del centro», etc.-  priorizamos algunos contenidos de trabajo y propuestas de actuación: «¿Partes de faltas si o no ? ¿Y además, qué...?», «las relaciones cara a cara: el tutor y el alumno implicado en una situación violenta», «la violencia y el abuso entre iguales», «el papel del tutor como mediador en situaciones de violencia», etc.

A partir del mes de abril de 16:00 a 18:00 horas, con periodicidad quincenal, se puso en marcha otro grupo de trabajo con profesores y profesoras de los departamentos de Historia y Ciencias Naturales abordando, de manera similar, sus preocupaciones en torno a la violencia en el centro. En cada reunión se recogían por escrito las aportaciones del grupo que eran recopiladas cada vez por un profesional distinto y entregadas al resto en la sesión siguiente. El asesor aportaba otro material que se fotocopiaba para todos, con los pasos que se iban dando en la reflexión del grupo y añadiendo guías de análisis de las actividades desarrolladas en el aula. Con todo ello se elaboró un «cuaderno del tutor» que se fue construyendo a lo largo del curso quedándose, siempre, una copia en el centro.

Como ya hemos señalado, de toda esta tarea se informaba periódicamente al Centro de Profesores, al Servicio de Inspección, al responsable de la Administración Autonómica, al responsable de la Administración Territorial del Ministerio de Educación, etc. Cuando era el asesor quien realizaba estos contactos, informaba de ellos puntualmente al «equipo interno» y al resto de estructuras del centro.

Se trabajaron, además, fruto de la reflexión con el «equipo interno» algunos contenidos como: «la organización de jornadas de acogida del nuevo alumnado», «la organización de campañas de información con los centros de Primaria», «las campañas informativas a las familias» -la intención era no seguir perdiendo matrícula-, «la elaboración de un plan organizativo para atender a la diversidad en el primer ciclo de la ESO», etc.

Desde el comienzo insistimos en la coordinación de las actuaciones que recaían en el centro y en tres ocasiones conseguimos reunir a todos los que ejercían tareas de apoyo y al equipo directivo, bajo la coordinación del Servicio de la Unidad de Programas Educativos de la, por entonces, Dirección Provincial del Ministerio de Educación, concretándose actuaciones y evitando disfuncionales solapamientos.

I.b.- Razones para un determinado «estilo» de asesoramiento

Trabajar con el centro de la manera descrita tenía que ver con una determinada concepción de lo que supone asesorar un centro en la que, entre otras consideraciones, la insistencia en la coordinación fue una de las piezas clave.

Ante una situación tan deteriorada y con una repercusión tan amplia en los medios de comunicación, era necesario contribuir a crear un cierto referente de orden que pudiese ayudar a colocar las preocupaciones en espacios y en personas que las hicieran abordables. Llegaron un aluvión de profesionales enviados desde distintas instituciones y con propuestas yuxtapuestas, todos ellos aportaban conocimientos «expertos», y técnicas «experimentadas» -en principio valiosos- pero el hecho de traer desde fuera soluciones tan variadas contribuía al desconcierto del profesorado y le dificultaba lo que, en nuestra opinión, era el proceso crucial: tomar las riendas de su situación desde posturas compartidas que permitieran aunar esfuerzos y trabajar colegiadamente por unos objetivos comunes.

Como curiosidad –a nosotros no dejaba de sorprendernos- enumeramos a continuación algunas de las variadas iniciativas que recayeron sobre el centro: 

·    Una psicóloga de una empresa privada, que había sido contratada por un programa institucional de atención a la violencia, convocó varias veces a los tutores, de manera paralela al trabajo ya planificado de estos mimos tutores con nosotros, y tuvo algunos encuentros con la asociación de padres y madres.

·     Un profesional de un equipo especifico de alteraciones graves de la conducta, -al que se le había prometido ser el embrión de un futuro equipo específico de entrenamiento y actuación en modificación de conducta- asumió la responsabilidad de diagnosticar y derivar aquellos casos considerados -con la presión del profesorado- como los más “violentos”.

·    Una profesional que estaba preparando la tesis doctoral sobre violencia y conflictividad pedía la colaboración del centro y a cambio prometía entrenar al profesorado en procedimientos de «mediación en conflictos».

·     Dos profesores del centro, también desde otro programa institucional, desarrollaron un curso de formación en el Proyecto Inteligencia «Harvard».

·     Apareció una tentativa, por parte de la federación de Enseñanza de CCOO, de ofrecer un curso sobre violencia en el centro.

·     Resurgió una antigua intención del Inspector de ofrecer al centro un curso -que no un seminario- de resolución de conflictos.

 Dada esta situación, una de las características de nuestro trabajo en el centro fue la de facilitar información a todos y la de promover una fuerte coordinación interna y externa de las actuaciones de apoyo y asesoramiento.

El «mito de la solución técnica» a los problemas de violencia era algo que se vivía como la respuesta más natural. En unas declaraciones del, por entonces, Secretario de Educación se ofreció, como respuesta a la problemática del centro, la presencia de especialistas para «solucionar» los problemas de conducta y para la «atención psicológica» en el propio centro:

“El Secretario General de Educación se reunió ayer en el centro público con los docentes y les prometió que enviaría al instituto uno o dos profesores especializados en alteraciones de conducta y que el Ministerio prestaría atención psicológica en el propio instituto a los alumnos más conflictivos.” (El País, 7-XII -98)

En la base de estas propuestas, puede detectarse la creencia de que el problema debía abordarse «tratando» a los alumnos, sin poner en cuestión el contexto en el que se estaban produciendo las dificultades. Nuestro objetivo fue siempre otro: conseguir que fuese el propio centro el que elaborase una respuesta educativa propia a partir del análisis de las situaciones que se estaban planteando. Entendemos que el problema lo tenía la institución educativa y era necesario abordarlo desde la reflexión conjunta y el análisis de la práctica.

Desde el «mito experto» se predicaba que las soluciones debían ser concretas, «prácticas» y útiles a corto plazo. Se buscaba una «vía rápida». Lo útil y práctico, sería que el profesorado aplicase en su aula lo más exactamente posible lo que «ya está demostrado que funciona»: esto sería la eficacia. Lo demás, la reflexión conjunta, las reuniones, analizar qué respuestas damos desde el curriculum y desde la organización del centro, es demasiado costoso, no se puede cuantificar en horas. Cuestionar algunas prácticas establecidas, intereses creados, seguridades adquiridas requiere mucha energía y esto puede no ser «rentable». Ante la aparición de un problema es más fácil, siempre, pensar que son «los otros» quienes tienen que cambiar. En este caso la actitud se suele traducir en «que venga algún experto a cambiar la conducta de los alumnos». Más difícil es abordar la otra cara del problema: cuestionar lo que nosotros hacemos y nuestra parte de responsabilidad en lo que ocurre.

El trabajo de asesoramiento buscó la implicación de la toda la comunidad educativa y en particular del profesorado, desde el análisis de la práctica y desde la reflexión que se generaba para hacer las cosas de manera distinta. Queríamos hacer patente el respeto por la complejidad de su tarea y la supeditación del asesor a lo que constituían sus preocupaciones, mostrándonos solidarios con los sentimientos de soledad que, en muchos casos, manifestaban. Por este motivo, entendimos que era necesario comenzar facilitando momentos de escucha de sus inquietudes. Cuidamos la creación de condiciones para conseguir espacios de apoyo encaminados a mejorar la comprensión de los problemas y, por tanto, su práctica profesional.

 Mas allá de todo esto, el asesor era consciente de la importancia de su posicionamiento en un entramado de relaciones profesionales, personales y de poder. Su capacidad de influencia dependía de cómo se situara en el juego de alianzas, enfrentamientos de intereses entre subgrupos, etc. Una supuesta neutralidad quizá fuese deseable pero ¿es posible mantenerla en la turbulencia de las situaciones descritas? Por otra parte, para estar dispuestos a ser receptivos a la presencia del asesor y aceptar alguna de sus propuestas, cada profesional o grupo de intereses necesitaba sentirse tomado en consideración y debía mantener alguna esperanza en que sus ideas, creencias, valores, intereses... serían recogidos. Es decir, el asesor estaba constantemente preocupado por mantener el equilibrio en una «cuerda floja» en la que las distintas fuerzas vivas mantenían la tensión de «te apoyaré si tú me das cobertura para mis ideas e intereses». En este caso era tentador cerrar filas en torno a los profesionales más innovadores cuyos planteamientos eran compartidos por el asesor. Pero aliarse con ellos, de entrada, hubiera supuesto acabar con cualquier posibilidad de aceptación por parte de otros grupos con una historia de intereses contrapuestos.

Por otra parte, el asesor entendía que las reacciones del profesorado a nuevas propuestas, se explicaban desde la resistencia al aprendizaje y al cambio, desde la inseguridad que lleva consigo poner en tela de juicio años de experiencias e ideas que han «funcionado» en otros momentos. Claxton lo explica mejor, cuando dice:

“Vivimos con, y a través de, una teoría sobre nosotros mismos en el mundo, y todo lo que hacemos, vemos, sabemos o sentimos es fruto de dicha teoría. Incluso cuando ésta parece tan fina como una tela de araña, sigue existiendo y no hay manera de levantar el velo o de mirar a hurtadillas alrededor de él. La función básica de esta teoría es la supervivencia, la supervivencia física del organismo y la de cualquier otra cosa con la que la persona se identifique (...) La teoría se perfecciona haciéndonos investigar y experimentar con situaciones nuevas, siempre que el riesgo no sea muy grande, y extrayendo y acumulando información sobre las consecuencias. En esto consiste el aprendizaje.”(1987:36)

El asesor procuró que se dotase de contenido el trabajo de cada estructura del centro, para que recobrase su prestigio y el liderazgo en la gestión de sus propias dificultades. Entendía las «luchas por el poder» entre los distintos grupos con metas e intereses distintos[4]. Las consideraba una realidad a trabajar -sería contraproducente ignorarlas- y para ello facilitando con su tarea un lugar, un espacio y un método para el análisis de sus manifestaciones. Son los grupos y las personas quienes tienen que abordar las situaciones e ir generando «salidas» específicas en las que se contemplen el juego de resistencias, roles y poder. Sólo desde aquí es posible hablar del cambio de actitudes y posiciones para abordar algo tan complejo con la violencia en un centro. 

I.c.- Valoraciones y conclusiones 

Trabajar de esta manera ha sido muy costoso para el asesor: ha consumido mucho tiempo, energía, preocupaciones, sobresaltos... No se trataba de impartir un curso sobre un determinado contenido: el foco de la atención tenía que ser mucho más amplio para tomar en consideración a los distintos colectivos y personas implicados dentro y fuera del centro. El entramado de relaciones, intereses, necesidades... era complejo y no se podía recurrir al respaldo de un conocimiento construido que dictase unívocamente una secuencia a seguir. Se trataba de estar atento a los movimientos que ocurrían entre los distintos colectivos para ser capaz de hacer de catalizador y posibilitador del cambio. La sensación de inseguridad era grande y continuamente se enfrentaban considerables dosis de incertidumbre. El aspecto positivo era la satisfacción de contribuir al desarrollo de un trabajo realmente significativo -en el sentido de que tenía repercusiones constatables- que promovía a la vez el desarrollo profesional del colectivo de profesores y del propio asesor, con la gratificación que produce formar parte de un proyecto conjunto y ser aceptado como uno más entre quienes están uniendo fuerzas en el empeño.

El profesorado manifestó en reiteradas ocasiones el agrado -y sorpresa- que le producía disponer de estos espacios de reflexión, sentirse parte de un proyecto y percibir cómo se hablaba de sus preocupaciones, sus problemas, sus dificultades, siendo el contenido de trabajo a partir de cual se generaban soluciones propias y posibles en las que su experiencia era reconocida. Pese a todo, se trataba de un proceso con avances y retrocesos, con momentos de euforia y de desánimo, en función de las muchas variables que intervenían. En algunos momentos de replanteamiento volvía a surgir en el grupo esa tendencia a poner fuera los problemas y la tentación de buscar soluciones externas, aparentemente más fáciles y menos comprometidas.

La repercusión en la práctica se manifestó de forma desigual siempre muy mediatizada por los movimientos que se producían en la institución, las tensiones entre los grupos, las disputas por el poder...

 

II.- FUNDAMENTOS «ESPECÍFICOS» PARA UN ESTILO DE ASESORAMIENTO

Una vez descrito un proceso de actuación asesora, queremos añadir dos aspectos que refuerzan -desde el análisis- la argumentación realizada sobre una determinada «manera» de entender esta tarea. Nos estamos refiriendo por una parte a la impronta que otorga el contenido de asesoramiento, en nuestro caso, la «violencia escolar», y por otra al proceso de capitación profesional y de apropiación institucional del «poder» para cambiar. Este último aspecto debe marcar el norte de cualquier actuación asesora.

II.a.- La violencia y las instituciones educativas

El contenido sobre el que se asesora condiciona, en una parte importante, al estilo de actuación. El asesor debe construir con el centro una posición teórica y práctica sobre el problema que asesora, lo que contribuye a su desarrollo profesional de manera privilegiada.

Reflexionar, por tanto, en torno a las características específicas de la violencia en las instituciones educativas, nos servirá de fundamento para la posición a adoptar.

Sabemos que las instituciones educativas no son las generadoras de la violencia estructural de nuestra sociedad. Sin embargo, con algunas de sus prácticas, pueden convertirse en escenarios propicios para que la violencia se instaure o, por el contrario, contribuir a contenerla y prevenirla, dándole una salida social y ética. Este aspecto debe ser contemplado con especial responsabilidad en el trabajo de los asesores.

Tradicionalmente el currículo escolar -académico- ofrecía, para aquellos que lo aprehendiesen y lo expusieran brillantemente en un examen, un cierto paraíso prometido, que tenía que ver con las garantías de futuro laboral y económico resuelto. Hoy, las instituciones educativas, no pueden acudir a este recurso; sin embargo, básicamente mantienen el mismo currículo y exigen del alumnado la misma motivación, interés y actitud callada. Este desajuste agrava, además, un conflicto que era ya tradicional:

"... la escuela no es simplemente un lugar donde se transmiten conocimientos y se distribuyen credenciales. A cambio de éstas, la institución exige que los alumnos acepten un control sobre su conducta (...) sin embargo, niños y jóvenes no son simples seres indefensos ante unos «todo-poderosos-profesores», como bien saben éstos por experiencia (...). La enseñanza simultánea que se práctica en nuestras aulas es especialmente sensible al desorden, y éste es el terreno en que los alumnos pueden hacer valer su poder. Quienquiera que haya observado una clase sabe que buena parte del tiempo no se emplea en la transmisión o la adquisición de conocimientos, sino en la creación y el mantenimiento de las condiciones de orden que se consideran necesarias para poder hacerlo. Las interrupciones, la conversaciones en voz alta, el ruido, los paseos de mesa en mesa, etc., son interpretables como formas de resistencia de los alumnos" (Fernández Enguita,1998:179-180)

El lenguaje del enseñante y de la cultura académica -por no mencionar los contenidos (véase Conell, 1997[5])- soporta un conjunto de elementos simbólicos y formatos de comunicación, tremendamente alejados de los códigos más restringidos de las culturas marginales (Bernstein, 1971). Es decir, los previos cognitivos y los formatos de comunicación del profesorado y los de algunos sectores del alumnado están a distancias abismales. Las manifestaciones de esa distancia son: el fracaso escolar sistemático, casi endémico que, a su vez, genera más violencia, y el fenómeno que algunos llaman (de manera, a mi juicio, éticamente reprochable) «objeción escolar»[6].

La violencia sería la otra cara de la moneda del poder; es el contrapoder que se ejerce por quienes en una estructura social se consideran la parte más débil. Mientras sigamos manteniendo una jerarquía de desigualdad en la que el afianzamiento de unos se ejerce en base a la represión de los otros, está claro que estamos ofreciendo una cobertura ideal para el desarrollo de la violencia. En esta situación resulta muy atractivo «tocar poder» utilizando el camino más rápido: ejercer la violencia contra quienes lo ostentan, en lugar de sufrir la violencia que ellos ejercen. De ahí la importancia de generar estructuras organizativas colegiadas, basadas en la participación, en el pacto y diálogo sobre los intereses de cada colectivo y en la construcción de escuelas democráticas[7] (Véase, por ejemplo, Sánchez y otros, 1998; Apple y Beane, 1999; Vargas, 1999: Puigvert, 1999).

Además de esta violencia del propio sistema escolar, en los centros educativos y entre los iguales existe otra, a veces soterrada, de la que la institución educativa prefiere, en ocasiones, no enterarse. Un reciente Informe del Defensor del Pueblo (1999), señala que más del 30% del alumnado de Educación Secundaria Obligatoria de nuestro país declara sufrir agresiones verbales de sus iguales con cierta frecuencia; de igual modo, cerca de un 9% dice sufrir amenazas con la finalidad de atemorizarle y más de un 4% padece agresiones físicas directas.

Los trabajos realizados por Rosario Ortega (1994a, 1994b, 1997), dentro del Proyecto Sevilla Anti-Violencia Escolar, ponen de manifiesto que entre un 5% y un 15% de los escolares de Primaria y Secundaria sufren frecuentes episodios de malos tratos por parte de sus compañeros; o son ellos los que, muy frecuentemente, causan daño psicológico, físico y moral a otros. Un número más elevado, entre el 30% y el 40%, afirman que les ha sucedido a veces, o que ellos mismos participan en relaciones que causan algún daño a otros. El número global de implicados que participan activamente en las acciones de intimidación y/o victimización se encuentra en torno al 18,3%.

Es importante tomar conciencia de lo que denominamos «violencia estructural»: la que se perpetúa en el sistema mediante las presiones/agresiones de unos colectivos sobre otros o de unas personas sobre otras. Se trata de un estilo de relación muy extendido y propiciado por nuestra cultura: «el poder» se convierte en un bien limitado que una persona o un grupo sólo puede adquirir a costa de que alguien lo pierda. Caemos en dicotomías de «dominar o ser dominado», «pisar o que te pisen»... Cuando una institución, una sociedad o cualquier grupo humano tiene «miedo» de perder lo que entiende «su» poder, la violencia contra los otros aumenta en todas sus manifestaciones: «es la supervivencia del más fuerte» y cada uno emplea las armas que mejor maneja (unos la manipulación sutil disfrazada de buenas formas, otros la agresión física, la resistencia pasiva...). Cuando esta violencia estructural se instaura tiende a perpetuarse y exacerbarse. Si esto ocurre en un centro escolar, aparecen las distintas manifestaciones de violencia que hemos señalado.

Como tratamos de mostrar, no se trata tanto de patologías propias de un individuo -aunque hay elementos que predisponen- como de estar inmersos en un clima relacional que propicia esa lucha de unos contra otros. Las mismas personas en otros contextos manifiestan conductas y relaciones distintas. Por tanto, sin menospreciar enfoques encaminados a favorecer los cambios individuales, nos parece prioritario para un asesor de instituciones contribuir a rebajar la crispación reinante y las luchas sin cuartel que están alimentando la «violencia estructural».

Hemos señalado, por tanto, distintos aspectos de la violencia escolar. Así como, su relación con la violencia estructural existente en ámbitos sociales más amplios. Se ha puesto de manifiesto, también, cómo quienes tienen el poder de decidir sobre el curriculum pueden estar ejerciendo presión sobre el alumnado –o una parte del mismo-, exigiendo un tipo de respuestas alejadas de sus posibilidades (por razones culturales, sociales, de historia escolar, etc.). Quienes sienten esa presión pueden responder violentamente mediante enfrentamientos con los adultos, vandalismo y daños materiales, absentismo, disrupción en las aulas o lo que Moreno (1998) llama las «prácticas ilegales» de copiar en los exámenes, plagio de trabajos, tráfico de influencias, que contribuyen a convertir los centros en «escuelas de pícaros». También hemos hablado de la denominada violencia entre iguales que, siendo sólo uno de los aspectos, llama la atención por su extensión en porcentaje de alumnos implicados.

Todas estas reflexiones sobre las manifestaciones de la violencia, distintas pero relacionadas entre sí, ponen de manifiesto la complejidad del fenómeno, así como que las instituciones educativas no son únicamente escenarios pasivos de la violencia que se ocasiona en otros lugares. Por el contrario, son varios los campos en los que la institución escolar puede actuar y no serán suficientes las medidas coyunturales o puntuales. Para abordar esta problemática tan compleja será necesario contar con el respaldo de todas las personas afectadas, de los distintos colectivos implicados, y aunar esfuerzos en la puesta en marcha de cambios significativos que afecten a cuestiones fundamentales y estructurales de los centros.

Es ahí donde los asesores tenemos un campo de trabajo propio: apoyar a los centros para que recuperen el «protagonismo» de llevar adelante un proceso colaborativo de cambio significativo. Obviamente un proceso complejo, que está muy lejos de «formulas expertas» con un soporte básicamente técnico y no dialógico, es decir, de construcción conjunta. Esto nos lleva al otro aspecto, ya anticipado, que flota entre el conjunto de ideas y posiciones que debe incorporar el asesor: el modo de entender el proceso de construcción de ese «poder» de las instituciones para generar y promover su propio cambio.

II.b.- La salvación no está en la técnica

A lo largo de la historia de la humanidad, una parte de la sociedad, ha intentado legitimar su poder sobre el resto; al mismo tiempo, otros sectores -particularmente los llamados «intelectuales»- han pretendido desvelar los mecanismos utilizados para tal imposición. Vamos a realizar una breve contextualización histórica de ideas sociales, políticas y económicas, que permita comprender la trascendencia de esta afirmación.

Durante bastante tiempo las religiones han facilitado la cobertura para el reparto desigual de la riqueza. Si una determinada estructura de la sociedad se presentaba como querida y establecida por las divinidades, o era sencillamente explicada como algo natural, el reparto desigual del trabajo y del producto social aparecería legitimado como justo; lo injusto, por ejemplo, sería poner en el mismo plano de igualdad a la nobleza y al pueblo. La revolución burguesa se revela ante este hecho e impone otra cosmovisión, que precisamente le sirve para fundamentar su propio poder o hegemonía sobre el resto[8]. Posteriormente Marx (1867) se encargará de desenmascarar el sistema de producción capitalista.

Ahora estamos en un momento de capitalismo avanzado en el que la legitimación del poder en base al desarrollo de las fuerzas de producción, ha perdido fuerza ideológica. Después de la aceptación generalizada por la sociedad burguesa de los derechos fundamentales que poseen por igual todos los seres humanos sin distinción de clases, se hace impensable una restauración directa de un poder político independiente del control de todos los ciudadanos (mediante el mecanismo de las elecciones generales y mediante el peso político de la opinión pública). Y entonces, ¿cómo podemos, en nuestra sociedad superindustrializada, fundamentar o presentar con aparente legitimidad la hegemonía de unos sectores sociales sobre otros? Habermas (1985, 1986, 1987) descubre el «artificio» y pone de manifiesto que para conseguirlo lo que se hace es «tecnificar el pensamiento político».      Se trataría de un pensamiento de acción instrumental y elección racional que Habermas (1985, 1986, 1987) denomina «acción técnica». Desde ahí se obvia que las cuestiones fundamentales puedan resolverse acudiendo a interpretaciones morales acerca de lo que verdaderamente constituye una vida humana, una vida buena. Se nos convence o nos autoconvencemos de que nuestra sociedad progresa, que vivimos en el mejor de los mundos posibles y que los problemas derivados de las desigualdades son un mal inevitable que a alguien tenía que tocarle.

Manifestaciones de todo lo anterior en las prácticas educativas, podemos encontrarlas en abundantes ejemplos. Señalaremos dos, extraídos de la reciente historia de nuestro país. Hemos vivido la fiebre por los modelos de «calidad total», rescatados de una tradición empresarial de gestión (véase, López Rupérez, 1994, 1997, 1998a, 1998b; Resolución del MEC, 2-9-1997; Martín-Moreno, 1998; Álvarez, 1998; Álvarez y Santos, 1998). Estos planteamientos se basan en lo que hemos descrito como labor propagandística en la línea de procurar la mejor y más eficaz política de gestión. Frente a ellos, se han levantado voces de contestación aparecidas en la prensa y en los encuentros profesionales (véase, Bolívar y Domingo, 1997; Escudero, 1998a, 1998b; Uruñuela y Domínguez, 1998) poniendo de manifiesto la reducción técnica del debate profesional, la usurpación de la reflexión sobre el sentido de las tareas de los centros y del profesorado y su sustitución por una creencia tranquilizadora en la «excelencia» instrumental y en la eficacia de las técnicas que, dicho sea de paso, ofrecen la ventaja de no cuestionar en absoluto el sistema. Otro ejemplo podemos encontrarlo en el canto a la libre elección de centros (véase, por ejemplo, Aguirre, 1997) desenmascarado desde las tesis de la «redualización» (Gómez, 1998, 1999)[9] y desde la constatación de que, en la práctica, se convierte en la libre «selección» del alumnado por los centros (Viñao, 1998).

En relación con las intervenciones «técnicas» en la tarea de asesoramiento para afrontar los problemas de violencia hay que señalar todas aquellas actuaciones que, en su puesta en práctica, inhiben la necesaria reflexión del profesorado sobre su tarea profesional, el necesario ajuste de respuestas a las nuevas demandas sociales y a las nuevas situaciones, entre las que se encuentra la violencia. Sin que nos demos cuenta, las técnicas o estrategias que proponemos como infalibles, a menudo incorporan conceptos de centro, profesor, currículo, organización, etc., tremendamente dispares entre sí, y alejados de aquellos que conforman las creencias del profesorado.

  Más aún, si estamos de acuerdo en que las manifestaciones violentas se exacerban como reflejo del entramado de tensiones entre los distintos colectivos al que hemos denominado «violencia estructural», parece poco ajustado hacer caso omiso de ese contexto provocador y pretender ponerle remedio con soluciones técnicas que ni lo cuestionan ni crean la condiciones para que cambie.

Todo esto, nos hace ser críticos con ese desembarco de «técnicas» de resolución de conflictos que, propuestas desde un estilo «experto», se abalanzan sobre los centros. El profesorado las "consume" y los asesores, formadores y expertos, las incorporamos en nuestro «maletín procedimental» iluminados por la creencia de disponer de conocimiento legitimo.

Esta crítica pretende, además y sobre todo, plantear modos diferentes de asesorar a centros con violencia para que el profesorado pueda posicionarse ante ella. El objetivo es ofrecer la cobertura necesaria para la construcción de un conocimiento propio, a través de la reflexión entre «colegas», en un marco de consenso institucional. Sólo con posterioridad a esta reflexión conjunta y a este posicionamiento crítico, tendrá sentido la adopción de estrategias concretas que, ahora sí, pueden proceder de fuentes externas o del «experto en técnicas»; aún así, siempre deben ser priorizadas y adecuadas según la experiencia del profesorado que las va a utilizar, según sus habilidades profesionales, sus intereses y su decisión de compromiso.

Si en algo debemos ser extremadamente competentes, como asesores, será en marcos teóricos y propuestas de acción para la animación de procesos colectivos de reflexión y cambios institucionales. No nos debe preocupar tanto disponer de listados acumulativos de técnicas y procedimientos, como de ser conocedores de las claves que puedan permitir a una organización llevar a cabo procesos de mejora.

Por tanto estamos más cerca de cualquier modo de afrontar la violencia que incorpore el diálogo colectivo y la construcción social del conocimiento (Hargreaves, 1994, 1996; Escudero 1997a, 1997b; Beltrán 1994) y en contra de cualquier otro que «inhiba la reflexión» o que suponga una aplicación automática, desde la conciencia individual del «sálvese quien pueda» o desde la adaptación acrítica de lo diseñado por otros: «los expertos». Conviene recordar cómo Freire (1997) denuncia esta situación al afirmar que las personas somos seres de transformación y no de adaptación.

Pero para que esto sea una realidad, no basta con decirlo, es necesario adoptar, entre otras cosas, una actitud, un modelo de trabajo desde los profesionales de apoyo y desde el asesoramiento que se inserte y anime el debate profesional e institucional. Un modelo de asesoramiento distinto al de «portador de soluciones», al que se ha calificado de «mago sin magia» (Selvini, 1987) y que se fundamenta en un discurso elaborado a espaldas del profesorado y desde un planteamiento jerárquico del conocimiento «experto», que se presenta como de rango superior respecto de ese otro conocimiento «práctico», «estratégico» (Hargreaves, 1996)[10] del profesorado.

Apostamos, por tanto, por la igualdad discursiva entre la teoría y la práctica en todo proceso de investigación educativa[11] y de cambio, además de, por una razón "dialógica" -esa que surge del diálogo, de la discusión entre colegas y de éstos con la comunidad educativa- frente a la razón "técnica", a la hora de abordar los conflictos de violencia en las instituciones. Por eso, somos partidarios de modelos de trabajo con los centros, que incorporen procesos de reflexión profesional colegiada. En los párrafos siguientes citaremos algunas experiencias que los ilustran.

El Proyecto ecológico e integrador de Rosario Ortega (1997,1998) se basa en una concepción sistémica de la institución escolar y de su entorno y propone "un modelo de investigación-acción, como formato para elaborar el proyecto educativo que ahora nos ocupa: la prevención de la violencia escolar, trabajando las relaciones interpersonales en el aula y en el centro, como el objetivo de mejorar la convivencia" (Ortega 1998:81).

La Experiencia de Asesoramiento a un centro con problemas de disciplina de Santiago Arencibia y Amador Guarro (1999), desarrolla un trabajo de asesoramiento colaborativo de seis años. Entre otras conclusiones, afirman que:" Desde los contactos iniciales, el asesor dejó muy claro ante el claustro que él no era un experto en la solución de problemas disciplinarios. Por lo tanto su ayuda la concretó en el conocimiento de determinados procesos que facilitarán la solución de esos problemas mediante el trabajo conjunto de toda la escuela. Durante el proceso de mejora nunca ofreció una solución particular para mejorar la disciplina en el centro. Se mostró conocedor de estrategias de diagnóstico y análisis de necesidades, dinámica de grupo y desarrollo normativo, toma de decisiones y resoluciones de problemas. Esas son características del tipo de asesoramiento colaborativo" (326).

Las prácticas recogidas en las descripciones de Trabajar en los Márgenes: Tres experiencias de asesoramiento para la mejora educativa en la zona sur metropolitana de Madrid (véase, García, Gómez, Moreno y Torrego, 1996), ejemplifican un modelo de trabajo colaborativo y comunitario desarrollado, durante varios años, en centros con violencia de barrios periféricos de Madrid. Podemos encontrar planteamientos como: "Estamos convencidos de que la violencia estructural y, en especial, la sucesión de episodios de violencia, representan la superficie visible -los indicadores observables- de otra serie de problemas aun de mayor calado (...) En definitiva, la disponibilidad de recursos, por sí misma, no asegura nada. La participación de los sectores implicados y la coordinación de las distintas fuentes de apoyo -y de control o gestión- son dos requisitos ineludibles" (113-114).

Las iniciativas del Proyecto de Innovación Atlántida: Educación y valores democráticos son lideradas desde la Federación de Enseñanza de CCOO, apoyando y promoviendo experiencias que se desarrollan en Madrid, Murcia, Tenerife, Fuerteventura, La Gomera, Gran Canaria, etc. en las que participan formadores y asesores formados en las tesis de la Teoría de Desarrollo de Escuelas, en la línea de lo que Bolívar (1996) describe como Asesoramiento para el Desarrollo Escuelas. Se pretende la construcción conjunta, participativa y comunitaria de un currículo democrático (Guarro, 1996) en los centros y en las aulas caracterizado por los valores de civismo y democracia, igualdad y diversidad, autonomía y responsabilidad, justicia y solidaridad.

Otras prácticas que han incorporado una visión social, comunitaria y crítica de la construcción de las escuelas como lugares de participación, son las que surgen en la Comunidad de Madrid, desde el Programa de Participación (véase, Sánchez y otros, 1998) que desde los inicios del desarrollo del modelo LODE, y con una profunda concepción democrática de los centros, han pretendido, al amparo de sucesivas órdenes de la Consejería de Educación, la construcción de manera colegiada (profesorado, familias y alumnado), de los proyectos educativos de los centros, generando auténticos espacios de convivencia escolar.

Todas las experiencias anteriores insisten y animan procesos de reflexión grupal en las instituciones educativas en torno a qué enseñamos y por qué y qué modelo de hombre y de sociedad estamos apoyando. Estos modelos superan la mera incorporación de procedimientos y técnicas que, como ya hemos puesto en evidencia, sólo contribuyen a mantener las «cosas tal y como están» y que excluyen al profesorado y a las escuelas de la construcción, desde su propia realidad y competencia, de maneras alternativas de abordar educativa, reflexiva y moralmente los problemas de violencia.

III.- «PROFESIONAL DE APOYO COLABORARÍA con CENTROS educativos en la construcción de PLANES CONJUNTOS PARA TRABAJAR LOS PROBLEMAS DE VIOLENCIA»

Este epígrafe nos servirá como corolario de lo que hemos reflexionado en estas líneas. Pone de manifiesto una concepción personal construida a lo largo de varios años de trabajo y fundamentada a partir de algunas ideas y valores irrenunciables: el respeto a la diferencia, el apoyo y la confianza en la experiencia profesional del docente, la colegialidad como el modo privilegiado de construir conocimiento y, sobre todo, la concepción del protagonismo que deben recobrar los centros para tomar las riendas de los cambios, por oposición al sometimiento a las técnicas y al «poder» y prestigio del «experto».



[2] Asesor para el desarrollo de escuelas.

[3] Véanse, los estudios de Casas, Landeta, Méndez y Gallego, 1996.

[4]  Babarach y Mundell (1993), acuñan el término de «lógica de acción» para referirse a una abstracción que da cuenta de los constructos cognitivos e ideológicos que subyacen a los patrones de conducta (respuestas habituales) que los distintos grupos de una organización adoptan para salvaguardar sus intereses.

[5]  R.W. Conell en su trabajo Escuelas y justicia social, defiende una tesis que debería hacernos reflexionar: los individuos procedentes de culturas marginales tienen menos capacidad de adaptación a la cultura de élite, que no es la suya y parten de una posición enormemente más precaria; si quisiéramos realmente integrar a estos grupos marginales ¿por qué los curricula no se construyen en base a esa cultura marginal? De ese modo sería el alumnado procedente de los grupos de elite el que se acercaría a través de la escuela, al conocimiento, uso y valoración de esa otra cultura y no al contrario. En realidad, parten de una mejor posición para poder hacerlo.

[6] El Director General de la Alta Inspección, afirma en un debate sobre la «diversidad en la ESO» celebrado en 1998: " (...) una de las causas del problema de la convivencia en las aulas es la estructura de educación obligatoria hasta los 16 años. Estamos de acuerdo en la legitimidad de la obligación de ofrecer a todo ciudadano la posibilidad de recibir una educación básica. Otra cosa es la imposición de escolarización. Lo que tendría que existir es la obligación de ofertar educación a una determinada edad para los poderes públicos. Si se unen las dos variables no puede extrañarnos que aparezca lo que alguien ha llamado el objetor escolar." (Escudero F. 1998: 6)

[7] "Las escuelas democráticas, como la democracia misma, no se producen por casualidad. Se derivan de intentos explícitos de los educadores de poner en vigor las disposiciones y oportunidades que darán vida a la democracia. Estas disposiciones y oportunidades implican dos líneas de trabajo. Una es crear estructuras y procesos democráticos mediante los cuales se configure la vida en la escuela. La otra es crear un curriculum que aporte experiencias democráticas a los jóvenes".  (Apple y Beane, 1999: 24)

[8] Es en el estallido de las crisis económicas donde esta estructura social injusta se hace patente: al aflorar a la superficie la contradicción entre la abundancia de un reducido sector social y la miseria extrema una parte muy importante de la población.  

[9] Luis Gómez Llorente habla de la inminente redualización del sistema: "Al socaire de la “autonomía del centro”, y de la “libre elección de centro”, combinadas con una notable ampliación de las subvenciones a la escuela privada, se está produciendo una cierta redualización del sistema. (...) el nuevo dualismo quedaría deslindado por las diferencias entre una red sedicentemente comprensiva y otra red selectiva. (...) algunas ideas neoliberales de moda hablan de la enseñanza en términos de mercado, y no de servicio público. Gustan decir que para hacer real la libre elección hay que “diversificar los productos”, “diversificar la oferta”, formas poco sutiles de referirse a la diversificación de los centros. Por ese camino la segregación del alumnado y la «redualización» del sistema es cosa segura." (Gómez:1998, 27)

 [10] "La mayoría de los profesores considera que la clave del cambio está en cuestionarse su carácter práctico. A primera vista, parece que juzgar los cambios por su practicidad es como calibrar las teorías abstractas frente a la dura realidad. Pero hay algo más. En la ética de la practicidad de los profesores existe un poderoso sentido de lo que sirve y de lo que no sirve; de los cambios viables y de los que no lo son -no en abstracto, ni siquiera como regla general-, sino para este profesor en este contexto. Este sencillo aunque profundamente influyente sentido practico destila de las complejas y poderosas combinaciones entre el fin pretendido, la persona, la política y limitaciones del lugar de trabajo. Con estos ingredientes y el sentido de lo práctico que sustenta se construye o limitan los propios deseos de cambio de los otros. En consecuencia la pregunta sobre si un método nuevo es practico encierra mucho más que cuestionarse si funciona a uno. Supone preguntar también si se adapta al contexto, si conviene a la persona, si sintoniza con sus fines y si favorece o lesiona sus intereses. En medio de estas cuestiones se sitúa en los deseos de cambio de los profesores, y las estrategias de cambio tienen que contar con estos deseos." (Hargreaves, 1996:40)

 [11] "En síntesis, pues, la investigación educativa lo es, lo pretende ser, porque adopta perspectivas que reconocen la complejidad de las prácticas escolares, las respeta y procura contribuir a su mejora. También lo es porque confiere suma importancia a los contextos de la práctica, ya sean sus contextos más inmediatos y situacionales, ya sean sus marcos socio-culturales y políticos. Y que lo es porque está orientada no a la mera producción de saberes, sino sobre todo a la utilización reflexiva y crítica del conocimiento para transformar la práctica educativa y sus contextos de producción y funcionamiento" (Escudero 1986:37)

 

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