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Actualización
de la utopía |
Luis
Sexto
Cuando apenas hemos empezado un nuevo año y por lo común
en este período sacamos cuentas individuales y colectivas,
convendría precisar en qué planeta habitamos. Esclarecer
sus tendencias. Determinar sus móviles. Y establecer nuestro
papel. Porque la ingenuidad –esa mirada ciega— es tan
imperdonable como el desaliento o el pesimismo.
Los sacerdotes cubanos de la santería pronosticaron recientemente
para el 2005 un periodo de catástrofes naturales, guerras,
enfermedades y atentados políticos. Según la Letra
leída por los babalawos en su rito sincrético de liturgia
católica y cultos africanos, el nuevo año no parece
propicio a la paz. Mucha gente cree en estos oráculos. Y
no tenemos, desde luego, porqué alarmarnos, y menos aplicarnos
fanáticamente en erradicar la religión como forma
de la conciencia social. Ya sabemos, por la experiencia histórica,
cuántos filósofos e ideólogos, y hasta políticos,
han fracasado en esa cruzada por mantener al género humano
en la clasificación estricta de Homo Sapiens, negándole
el derecho a ser Homo Demens, es decir, a combinar –y la idea
es del especialista francés Fréderic Lenoir- “la
razón y la emoción como fórmula de una existencia
poética, plenamente humana”.
Estoy escribiendo este preámbulo para hacer notar que no
resulta muy arduo pronosticar un año trágico. No precisamos
de tirar los caracoles y deducir de su lectura presagios sangrientos
y catastróficos. Un ateo podría dictar una Letra,
un signo, similar a la de los santeros. Basta recoger las hojas
caídas del último año, y podremos pronosticar
los mismos desastres, los mismos desmanes. El cambio de almanaque
no simplifica ni clarifica el tiempo humano, ni cambia las acciones
y tendencias de los hombres. No seremos tan angelicales como para
creer que las épocas se mudan con los números del
calendario. Hace cuatro años llegamos a otra centuria, empezamos
a descontar el santoral de otro milenio, y los leños del
siglo XX siguen humeantes, espejeando el mismo mensaje en los nuevos
números.
Hemos inaugurado, pues, un nuevo año; no un año nuevo.
El pobre que empezó a morir globalizada y neoliberalmente,
bajo las bombas y balas de las tropas de ocupación en Irak,
Afganistán, Palestina –¿dónde más?-
el 3l de diciembre del 2004, continuará en su agonía
durante el 2005 sin que las cifras del almanaque hayan podido cambiar
su suerte. No prevemos trazas de que los tanques retardatarios analicen
críticamente el balance de las irregularidades y desajustes
que causan sus esteras. Y la opulencia, por tanto, repare en la
pobreza; las potencias en las impotencias; la dominación
en el sometimiento; la propiedad en la desnudez. Y la plácida
posmodernidad de los teóricos protegidos y refrigerados del
Primer Mundo se conduela de la angustiosa modernidad de una porción
gigantesca del Tercero, atareada en respirar precariamente bajo
los misiles, o bajo la amenaza de misiles o de sanciones y anexiones
económicas.
Parece claro. Los presagios de los santeros carecen de mérito
si solo pretendieran revelar lo evidente. En sus declaraciones a
la prensa confesaron que su liturgia anual, afiliada a veces a la
desesperanza y el pesimismo, tiende a avisar a los seres humanos
de los peligros que su conducta genera, de modo que se reconcilien
con las deidades. Y, en efecto, la reconciliación viene siendo
una palabra clave para el 2005. Pero no la aceptemos sin preguntarnos:
¿reconciliarnos con quién o con qué? La reconciliación
puede empezar por uno mismo, en los sustratos de la interioridad
personal, y de ahí empezar a rellenar los huecos del camino.
Propongo, además, que nos reconciliemos con la utopía.
La lucha necesita de fines y términos rotundamente definidos.
Determinar qué buscar y por dónde buscar. Para ello
definamos primeramente la utopía. Solemos atribuirle la condición
de irrealizable. La traducimos del griego como sueño abstracto,
vaguedad de poeta, o ilusión de filántropo heroico
como Tomás Moro. Utopía, en una interpretación
etimológicamente exacta y políticamente estimulante,
es el lugar que aún no existe, pero que admite la posibilidad
de existir, si es que alguien se empeña en delimitarlo, limpiarlo,
cercarlo y edificar el ideal sobre los cimientos de la verdad y
la certeza.
El imperialismo –palabra de etimología perversa y
de resonancia irracional- inventa, propone sus “utopías”.
Qué son si no un sucedáneo de la semántica
aparentemente utópica, las programadas elecciones en Irak.
Sí, señores, cuando las urnas dicten su imperio y
en Bagdad habite un “gobierno legítimo”, la paz
avanzará de lo incierto a lo cierto, y la justicia y la independencia
florecerán. No tengo el nombre del autor, pero la propuesta
se asemeja a esa tira cómica del carretón tirado por
un caballo viejo y flaco, cuyo aguijón es la zanahoria que
siempre –inexorablemente siempre- va delante de sus belfos.
Nuestra utopía, por el contrario, nos hala y permite que
nos emparejemos con su paso, a pesar de los retrocesos y las caídas.
El progreso social, ha sido obra de la utopía como dinamógeno
talismán de la fe en ese mundo mejor concebido por los mejores.
La utopía ha sido necesariamente el pesebre de la esperanza
de una humanidad más humanizada en su identidad, más
unida en su diversidad; la utopía, la utopía de la
revolución, favoreció incrementar la certeza del ideal
de sociedades sin odio, con justicia, igualdad, libertad, donde
el individuo y la colectividad adecuen sus respectivos intereses
en la universal armonía de la solidaridad.
Lo que intento decir es, pues, que si los males del año
pasado se trasladan al que lo sucede, hagamos que los bienes de
períodos, etapas y épocas pasadas, nos acompañen
en la carrera de fondo del presente mediante la reconciliación
con la utopía, el rescate de esa virgen vestal cuya Letra
del año puede ser la V -la uve de victoria- siempre y cuando
el grito de lucha parta de esa segunda superpotencia que Noam Chomski
nos ha redescubierto recientemente: la boca unánime de la
opinión pública.
lusman2@yahoo.es
Cádiz Rebelde

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