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La obstinación de los hechos

Carlo Frabetti

Los rumores, los infundios, las calumnias y los bulos pueden propagarse con extraordinaria rapidez; pero, aunque algo quede, como nos advierte Voltaire, están condenados a estallar contra el primer obstáculo afilado o a deshincharse paulatinamente, como los globos, su metáfora. Los hechos, por el contrario, son obstinados; por más que se intente ocultarlos o tergiversarlos, se manifiestan una y otra vez con la incontestable contundencia de lo real, dejan huellas indelebles que tarde o temprano nos conducen hasta ellos. Los cardenales que en el siglo XVII se negaron a mirar la Luna por el telescopio de Galileo (para no tener que admitir que no era una esfera perfecta sino un mundo con accidentes geográficos como el nuestro) no pudieron parar el avance de la ciencia; la Luna seguía ahí, obstinadamente accidentada e imperfecta, y cualquiera podía observarla y sacar las conclusiones pertinentes.

Hace poco vi GAL, una meritoria película de Miguel Courtois que, sin grandes pretensiones artísticas, con un honesto y sosegado estilo documental, narra uno de los episodios más infames de nuestra historia reciente. Los obstinados hechos, en forma de citas textuales y datos comprobados, reaparecen en la cinta sin elaboración ni retórica, con la estremecedora elocuencia de su misma desnudez. Porque cuando en una pantalla cinematográfica se ve a un reconocible ministro del Interior ordenándole a un sicario que mate a un pobre diablo al que han secuestrado por error, sobran los comentarios políticos y las reflexiones morales; como cuando se ve a un reconocible presidente jurando por su inexistente honor que no tiene nada que ver con lo que está haciendo su propio Gobierno.

Es bueno que miles de espectadores se vean obligados a enfrentarse, desde las confortables butacas de las salas comerciales (poco sospechosas de radicalismo), a su pasado más sórdido y más próximo; y es bueno que no puedan evitar reflexiones como la siguiente, al alcance de los menos perspicaces: “Si no fuera cierto que un ministro, para cubrirse las espaldas, mandó asesinar a un infeliz secuestrado por error, no podrían contarlo impunemente en una película”. Tal vez algunos, a partir de ahí, empiecen a replantearse el significado de términos como “terrorismo” o “democracia”.

El mismo día que vi GAL, como quien asiste a un programa doble de reactivación neuronal, pillé por azar en la televisión (en el interesante programa “Noche sin tregua”) una entrevista a un joven y airado zoólogo que, con claridad inaudita (en el sentido literal del término, es decir, nunca oída, al menos en los medios), manifestó su indignación ante las actividades cinegéticas de cierto monarca ursicida. Entre otras cosas, dijo textualmente: “Como sabe que no le puede pasar nada, el tío hace lo que le sale de la punta del nabo”. Y a continuación añadió: “Yo creo que es una advertencia a los inmigrantes; es como decirles: “Si soy capaz de matar a estos osos, de los que solo quedan unos pocos ejemplares en el mundo, imaginaos lo que puedo hacer con vosotros, que sois miles””.

Los hechos son obstinados, y por más que se intente ocultarlos acaban abriéndose paso y ocupando su lugar en nuestro mapa de la realidad, en nuestra visión del mundo, sobre todo en estos momentos en que los medios alternativos pueden enmendarle la plana en tiempo real al discurso dominante. Cada vez es más difícil matar osos o disidentes sin que nadie se entere, aunque los osos estén borrachos y a los disidentes los entierren en cal viva. Y una vez conocidos, una vez instalados en la conciencia colectiva, los hechos son irrefutables, irrenunciables, cualquiera puede invocarlos o remitirnos a ellos; y digo “puede” en el doble sentido del término: tiene tanto la facultad como el derecho de hacerlo.

Por eso no pueden acusar de nada al joven zoólogo de “Noche sin tregua” (a no ser que se tipifique como delito llamar “tío” a un monarca o “nabo” a su real pedúnculo), ni al realizador de GAL, que para dejar claro lo que son González y Barrionuevo no ha tenido más que citar sus propias palabras. Por eso el proceso de paz sigue adelante, a pesar de los criminales de guerra que provocaron la brutal reacción del 11-M y ahora intentan lavarse las manos manchadas de sangre con las lágrimas de las víctimas. Porque ETA lleva casi cuatro años sin matar a nadie, y el sentido de ese obstinado hecho lo entienden hasta los neofranquistas más cerriles, aunque a estas alturas su única baza electoral sea negar lo evidente.

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