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Una vez más sobre la Revolución (en el tiempo del imperialismo tecnológico del capital)

Paul L. Ravelo(1)

Seguimos viviendo con intensidad la crisis del modelo universalista de conciencia y el fraude burdo de los ideales modernos de la razón. El ideario del revolucionarismo político moderno ha sido secuestrado por un supercapitalismo indigno que contiene el desastre del Ser y del Tiempo de hoy. Y el de mañana. El triunfo del liberalismo como filosofía política no es otro que el de la expansión de una indetenible y violenta voluntad del sujeto de capitalizar su propia subjetividad.

Expansión neomercatil y tecnológica de carácter fragmentaria, hipócrita y selectiva. ¿Ha traído la revolución tecnológica buena vecindad entre hombres y países, justa equidad de derechos humanos, ausencia de injusticia? El capitalismo reúne hoy todos los fundamentos y todas las condiciones para ser nombrado un sistema indigno, inhumano, depredador, usurero. ¿Cómo, entonces, recuperar el valor de signo de la Revolución a través de lo ético-político, y que ese simbolismo genere la ilusión duradera de una justicia social? Resulta sorprendente y altamente estimulante la alocución hecha por los miembros del grupo norteamericano anti-globalización Black Bloc a raíz de las protestas en la cita del G-8 en la italiana ciudad de Génova (julio 2001): "La historia no termina ¡Viva la Revolución!"(2). Esta enérgica arenga, justamente en el tiempo consumado de una expansión imperial bien en serio del capital, me sugiere seguir meditando sobre ese enemigo mayor de la posthistoria liberal llamado Revolución. Parece ser el momento más inadecuado para hacerlo, justamente cuando también triunfa sin cesar el empirismo más regresivo del pensamiento. Pensar el aquí y ahora de hoy sigue siendo una cuestión de compromiso con la historia.

Seguimos viviendo con intensidad, después del colapso del terco comunismo del Este, la crisis del modelo universalista de conciencia y el fraude burdo de los ideales modernos de la razón. El pensamiento de corte ilustrado-marxista, ese que comprometió lo cognitivo con lo ético-político de cara a la emancipación, sufre la erosión de su fundamental axioma de legitimación, justamente cuando el desordenamiento de las relaciones sociales en el capitalismo es total. Una doble deslegitimación, teórica y política del ideal regulativo, que solo es recuperable si se vuelve a poner en escena el gesto de la fusión de la representación total de la impresentable realidad con la voluntad política de interpretar lo que el hiper capitalismo ha transformado con sus dispositivos de actuación. Desde el costado epistemológico Jean Paul Sartre visualizo de manera aguda, tanto el arrobo estático como la ideología del éxito del telos histórico en el deformado marxismo soviético. En el llamado "marxismo occidental" no fueron mejor las cosas: abundantes y productivas teorizaciones pero –como bien expresa James Petras- "con importantes limitaciones políticas e intelectuales"(3).

Como dice el irreparable André Glucksmann: "el riesgo epistemológico existe". Sin embargo, ese riesgo ya lo hemos soportado con las distintas variantes al uso de nominalismo posmodernista (Lyotard, Vattimo, Rorty). Las críticas provenientes de la epistemología del descentramiento del sujeto ayudaron pero no convencieron. Curiosa ambivalencia en la resentida intelectualidad europea del ultimo tercio del siglo pasado: el principio de la differance y la voluntad de fragmentación, consciente o inconscientemente articulaban con el paradigma ideológico del capitalismo internacional. La urgencia del pensamiento hoy, sin embargo, de ese que asume ser comprometido (Sartre) u honesto y responsable (Chomsky), ha de venir mas bien de otro lado: del lado de lo ético-político en su irrenunciable disposición de fundamentación.

De la modernidad ilustrado-marxista de conciencia, y de su tipo par excellence de conciencia política, fracasó el gran suceso histórico que social, filosófica y políticamente definió a la vida moderna: la Revolución. ¿Cómo recuperar el valor de signo de ese suceso histórico a través de lo ético-político, y que ese simbolismo genere la ilusión duradera de una justicia social? No creo que sea un delito recordar hoy lo que de la Revolución afirmo el críptico marxista Walter Benjamin: "La gran Revolución introdujo un calendario nuevo. El día con el que comienza un calendario cumple oficio de acelerador histórico del tiempo"(4).

La experiencia histórica ha demostrado que la revolución, pese a sus fracasos y traiciones, acelera el tiempo histórico, lo hace universalmente solo tiempo futuro. Europa lo sabe bien, y hasta un ayer reciente, las masas y los intelectuales se jactaban de los ideales políticos revolucionarios. La revolución es un suceso histórico en el tiempo –recordemos las palabras de Kant inspirado en la Revolución Francesa- "demasiado importante" y "demasiado imbricado en el interés de la humanidad"(5). ¿Qué ha sido, sin embargo, de ese "interés [de emancipación total] de la humanidad", y de los usos y costumbres políticas del ayer? Han sido secuestrados por un super capitalismo indigno que en su esencia más profunda es contra-revolucionario, y que se enorgullece incluso de portar y no tomar conciencia por el desastre del Ser y del Tiempo de hoy. Y el de mañana.

Asistimos hoy a una vertiginosas transformaciones estructurales de la sociedad moderna que en su conjunto no han cesado de imponerse a golpe de revoluciones no precisamente políticas, sino de tipo tecnológicas. Una modernización socio-económica legitimada en la ideología del autoritario neoliberalismo y que lleva el sello de una secuencia neomercantil y tecnológica hipnótica, fragmentaria, hipócrita y selectiva. Una ofensiva en todos los terrenos del capital, fundamentalmente en aquellos donde nunca antes había incursionado (informática, telecomunicaciones, fibras ópticas), y que ha hecho estallar los marcos de referencia mas consagrados de la conciencia política de la modernidad iluminista. El "exceso de civilización" (Marx) es el que ha condicionado la crisis de la política moderna y, por extensión, el fin de la idea de revolución en sentido marxista del termino.

Alexis de Tocqueville, personalidad intelectual del liberalismo francés decimonónico, decía que "las grandes revoluciones que triunfan al hacer desaparecer las causas que las han originado, se tornan incomprensibles"(6). Es cierto, en la experiencia práctica del socialismo desde dentro mismo se agotó la participación política de las masas y esto complicó "la conciencia de hacer saltar el continuum de la historia"(Benjamin). El entusiasmo o participación moral de los hacedores de historia se suplantó por el estricto código político. Sin embargo, la revolución no transcurre en un laboratorio ni su experimento social es químicamente puro. El fin de la idea de revolución (y del proceso revolucionario en cuestión) no ha de buscarse exclusivamente en esas razones internas, sino sobre todo en el poder de injerencia y de licuación de aquellas fuerzas externas asociadas a la reproductiva dinámica del capitalismo internacional. La expansión imperial (tecnológica, mercantil, electrónica, mediática, consumista) del capital es la que ha liquidado el ideario del revolucionarismo político moderno.

El triunfo del liberalismo como filosofía política no es otro que el de la expansión de una indetenible y violenta voluntad del sujeto de capitalizar su propia subjetividad. Todo en la vida del sujeto liberal es un infinito e ilimitado querer disfrazado en la forma "de deseo dinero, de deseo de poder, deseo de novedad". Flujos de deseos que fragmentan y atomizan la subjetividad. Imaginemos entonces lo que este "infinito de voluntad" de expansión mercantil e ideológica del capital ha significado para pueblos y culturas del mundo. Un bárbaro huracán de rostro técnico-mercantil, y hoy financiero: "!Y ahora, viento, sopla, hasta que revientes, visto que tenemos sitio para maniobrar" (W. Shakespeare).

Desplazamiento perverso y sin retorno en la historia mas reciente de Occidente: la modernidad nace revolucionándose económicamente en unos procesos de reconversión industrial y técnico, se autoreconoce en una revolución o reforma jurídico-política "demasiado importante" ante las instituciones sociales del "antiguo régimen", y culmina traicionándose y autodestruyéndose moralmente. Esta quizá sea la paradoja mayor del capitalismo de nuestro tiempo: el mundo se ultramoderniza por criterio tecnológico y, a su vez, se deteriora por desgaste ético-espiritual. El desanimo es el estado afectivo que afecta la psiquis occidental contemporánea.

En 1798 Enmanuel Kant declaraba que, a pesar de la marcha moderna del "género humano hacia mejor" ese podía ser también el momento en que "gracias a las disposiciones físicas de nuestra especie, los tiempos comiencen a retroceder". La modernidad del capital, en los ordenes económico, político y cultural, es un proceso paradójico. Tiene consecuencias profundas, y una de ellas es que la finalidad teleológica de la razón queda humillada y cede lugar a la "contrafinalidad de la razón" (Th. Adorno y M. Horkheimer). Espectacular traición en la modernidad: la burda positivización y liberalización de la razón moderna. Hombres liberales que, a decir de Kant, "actúan libremente" y "de los que no se puede predecir lo que harán". El liberalismo diseñó un antiproyecto de manipulación del ideal de Humanidad, en el que la forma histórica burguesa (de propiedad, de libertad, de conciencia) devino en forma universal tranquilamente aceptada por todos. Se impuso una visión cientificista, pragmática y desideologizada de la historia-modernidad-progreso, la cual se concreta hoy en una sociedad-sistema-mundo imperialmente capitalizado.

La humillación del proyecto idealizado de la razón en el antiproyecto de lo pragmáticamente calculado ha desembocado hoy en un proceso de "reproductibilidad técnica" virtual y massmediatica que hace del antivalor descomprometido de ideología el rasgo fundamental de nuestro tiempo. La mundialización del capital por vía digital de última generación tecnológica ya está en marcha. La informática y las telecomunicaciones han hecho del mundo un complejo sistema de comunicaciones "WWW" (Internet), a base de imágenes y programas digitalizados, que parecen estar alterando el ritmo de la racionalidad (conocimiento, inteligencia) humana. La tecnología como tele-poder no está fuera del cuerpo social, lo que equivale a decir que el liberalismo como filosofía mundial está triunfando en el nivel cotidiano de lo social.

Cultura mediática intrusiva, engañosa y selectiva. La impulsiva "tercera ola" tecnológica de Alvin Toffler, desde el primer calculador analógico de los años 30 hasta Internet y las "autopistas de la información" (A. Gore), ha suplido a su gusto la moderna idea de revolución marxista (de masas y de clases) de la conciencia occidental.

Quien afirme categóricamente, sin embargo, que tras el progreso tecno-científico se hace el mundo y la humanidad forma así una totalidad solidaria, delira de utopismo ya cumplido y a-político.

¿El ciudadano burgués surgido de la revolución tecnológica asume con responsabilidad política el compromiso con la sociedad? ¿Ha traído la revolución tecnológica buena vecindad entre hombres y países, justa equidad de derechos humanos, ausencia de injusticia? Las predisposiciones de actuación de ese perverso "saber-poder" trans-monopolizado del capital han acelerado la desigualdad, la injusticia, la exclusión, el egoísmo, la no-identidad, la violencia racial y sexual, el subdesarrollo o atraso tecnológico, la asimetría entre riqueza y pobreza, el hambre, los bloqueos anti-humanistas, el hiper-consumo, el despilfarro de los recursos naturales, la informática y las telecomunicaciones cableadas, los ensayos biotecnológicos sobre el injerto, la terapia génica, la fertilización in vitro y el genoma llamado humano, la desprotección del medio ambiente, las guerras electrónicas, la (aparente) despolitización de las cosas, la inacción y el "vale todo".

El capitalismo reúne hoy todos los fundamentos y todas las condiciones para ser nombrado un sistema indigno, inhumano, depredador, usurero. Y lo peor: no toma conciencia de su parasitismo y carácter destructivo. La insoportable contemporaneidad de una experiencia de expansión y desgaste por criterio imperial del capital. Hans Jonas ha insistido en que "nos encontramos en una especie de estado de urgencia, una situación clínica, a la cabecera de un enfermo". El mundo-enfermo padece la patología del exitoso tecnologismo del desastre y "como la situación es portadora de una acumulación de catástrofes" –dice Jonas- "estamos hoy más próximos del desenlace fatal"(7). Hoy se tiene más conciencia, sin dudas, del estado universal de cosas y de los efectos contraproducentes del capitalismo, pero sigue inmodificable el curso impune y el signo negativo de lo que de manera caótica produce la capitalización de la vida.

¿Qué significa todo esto? La modernidad en cuestiones de "destino moral" no progresó, por el contrario, retrocedió "hacia lo peor". Una modernidad que ha experimentado una reestructuración regresiva en la que la mercantilización de la vida sateliza los valores humanos del individuo y los somete al imperativo de la rentabilidad y el beneficio económico. El violento tecnologismo apolítico es una especie también de "terrorismo moral" (Kant) pues las "finalidades razonables" y la "disposiciones morales primordiales" del sujeto liberal responden a un tipo de experiencia humana que progresando destruye los fundamentos mismos de que ese sujeto llamó "historia humana". El capitalismo es una forma de organización social en la que la moral humana queda alienada por el mecanismo impersonal de sujeción del capital. Una especie también de terror moderno que propicia la muerte del hombre ciudadano, liberal, democrático, tanto en su dimensión global como en su esencia y verdades. Del impacto de la técnica a manos del capital en lo social se desprende una constatación obligada: "la responsabilidad criminal del mundo burgués" - según decía Trotsky.

¿Qué ha acontecido en la conciencia del ciudadano occidental? De la Revolución y de su conciencia histórica Benjamin también dijo "que no parece haber en [la conciencia de Occidente] desde hace cien años la más leve huella". Esto es cierto, como "gran Revolución" parece haberse borrado totalmente de la conciencia. Ya no hay ni iluminadores procesos histórico-culturales de pensamiento, ni convicciones preparatorias de grandes conmociones sociales. El hombre occidental de las grandes ciudades sin inhibiciones se define hoy como demócrata y liberal. Lo ampara una firme tradición de pensamiento, pero su psiquis ya no se orienta a un proyecto de conciencia política y moral colectiva de actuación en la sociedad. Aquí quizá radique el gran defecto de la democracia occidental: la no aceptación de que el hombre individual y colectivamente tiene responsabilidad con la historia que construye.

El ya citado André Glucksmann expresa que "Europa [lo ampliamos a Occidente entero] no está dotada para una historia feliz" porque en ese tiempo moderno, culto y técnicamente construido, "los hombres se olvidaron de aprender a morir y han quemado todas las naves"(8). El hombre occidental ha quemado sus naves con las que una vez navegó por los océanos de la transformación revolucionaria. Pero naufragó y se convirtió en un prófugo aislado de la total emancipación anticapitalista. Su habitat natural (el de las libertades individuales y públicas) es más bien una isla en la que tampoco él pisa tierra firme. La insociable sociabilidad ciudadana de la que hablara Kant ha terminado disolviéndose en el individualismo y el aislamiento. El hombre moderno –dice Kant- "siente el desarrollo de sus disposiciones naturales" para entrar en sociedad, pero en la construcción de su sociedad civil "también tiene una gran tendencia a aislarse". Peter Sloterdijk llama a este recogimiento unipersonal urbano "individualismo de apartamento" en el que "la insularidad llega a convertirse en la definición misma del individuo"(9).

¿Qué tipo de revolución (incluso interior o de sí mismo) puede haber si la democracia es la forma de sociedad que permite a los hombres -dice Sloterdijk- "no pensar en el arte de la coopertenencia mutua"? En todo caso, la (gran o menor) revolución ha perdido derecho o legalidad en el nivel de la conciencia (intelectual y cotidiana) del ciudadano occidental. Las circunstancias han sobrepasado, de manera incontrolable, la responsabilidad histórica del hombre occidental y parece, dice la filósofa catalana Anna Quintanas, que "nos hemos situado en una posición de retirada, como si nos sintiéramos ya como vencidos". Herbert Marcuse dejaba constancia de ese flotar descomprometido del hombre occidental: "Una sociedad que parece cada día más capaz de satisfacer las necesidades de los individuos por medio de la forma en que está organizada, priva a la independencia de pensamiento, a la autonomía y al derecho de oposición política de su función crítica básica. [...] Bajo las condiciones de un creciente nivel de vida, la disconformidad con el sistema aparece como socialmente inútil"(10).

Una expresión de Goethe puede sonar extemporánea pero contiene una irrenunciable eternidad:
"Todo lo que ha ejercido una gran influencia no puede en realidad ser ya más juzgado". La Revolución, monumento de una conciencia histórica, por muy desconstruido que esté su ideal regulativo, por muy lejano que parezca su horizonte teleo lógico, y por muy conjurada que esté en el tiempo, no puede ser ya mal juzgada. Las palabras de Kant siguen siendo aplicables a una revolución como la que pide Black Bloc y parte del actual movimiento anti-globalización: "Pero si tampoco ahora se alcanzara el fin que abriga ese acontecimiento, si la revolución … a fin de cuentas fracasara, o si, habiendo regido durante algún tiempo, las cosas volvieran a su antiguo cauce (como los políticos anuncian ahora), no por eso perdería nada de su fuerza la previsión filosófica del logro de tal fin. Porque ese acontecimiento es demasiado grande, demasiado ligado al interés de la humanidad, demasiado esparcido, en virtud de su influencia sobre el mundo, por todas sus partes, para que los pueblos no lo recuerden en alguna ocación propicia y no sean incitados por ese recuerdo a repetir el intento"(11).

Ha de intentarse que la verdad, o las verdades de la historia, ya más no se nos escapen. Una política de la memoria histórica en la que imprimamos la imagen (el signo, el valor, la idea) de lo histórico revolucionario en la memoria del pasado reactualizado, traído a presente, tanto en su totalidad como en sus fragmentos. La Modernidad no hace una historia universal, pero está triunfando un proceso histórico mundial de capitalización de todas las relaciones humanas. El propio Jean Francois Lyotard decía que 'Si existe algo como una historia universal, ésta se señalaría por signos de historia". Justamente es esto: hemos de pensar el concepto de signo o de valor de (la) Revolución. Ella sigue siendo un suceso que –expresaba Kant- "no puede olvidarse puesto que ha mostrado una disposición de la naturaleza humana, una facultad de progresar …[y] no dejará de grabar en todos los espíritus".

A pesar de la inconmensurabilidad entre el hecho y la idea hay que defender el sentido sígnico de la historia, de la Revolución. Otro profundo pensamiento de Benjamin: "sólo para la humanidad redimida se ha hecho su pasado citable en cada uno de sus momentos". Tenemos hoy una cita (internacional, pública, civil, revolucionaria) con la Revolución, con la conciencia ilustrado- marxista, con la subjetividad revolucionaria. La izquierda en los tradicionales partidos políticos no existe, la de la academia es ambigua. La izquierda está hoy en la calle, exponiendo el cuerpo. Los que planteamos preguntas teóricas y meditaciones onto-teleológicas sobre el ser contemporáneo, ayudémosla. Están pidiendo transformar radicalmente las cosas. La crisis y el desorden mundial del capitalismo es una oportunidad histórica, tanto para los que exponen el cuerpo como para los que exponen las ideas. Hay que propagar gestos ético-políticos de interpretación de la realidad mundial.

La política revolucionaria ha de volver a entrar en el pensamiento porque como dice el teólogo Pere Casaldàliga: "No va a triunfar el capitalismo, no puede triunfar. Es imposible que triunfe la muerte, la exclusion, el dinero, …" En verdad la historia no termina. ¡Viva la Revolución!


Notas:

1-Versión resumida. Se puede contactar al autor a través de paulr@ffh.uh.cu, o a través de nuestra página, contribuyendo a la sección Debates.

2- Cfr por La Haine (http://www.lahaine.f2s.com/), en Rebelion (http://www.rebelion.org/), 26 de agosto del 2001

3- J. Petras: Apuntes para comprender la política revolucionaba actual, en Rebelión (http://www.rebelion.org/), 16 de mayo del 2001

4- W. Benjamin: Tesis de Filosofia de la Historia. Editorial Planeta-De Agostini, Barcelona, 1994, p. 188

5- E. Kant: Acerca de la Ilustracion y de la Revolucion, en El conflicto de la facultades.

6- A. de Tocqueville: El antiguo régimen y la revolución. Alianza Editorial S. A., Madrid, 1989 (I), p. 56

7- H. Jonas: Entrevistas a Stern (1988) y Der Spiegel (1992). Traducción de Ramón Alcoberro a quien agradezco por obsequiarme el material impreso.

8- A. Glucksmann: La tercera muerte de Dios. Editorial Kairós, Barcelona, 2001,p. 297

9- P. Sloterdijk: En el mismo barco. Ensayo sobre la hiperpolítica. Ediciones Siruela, S.A., Madrid, 1994, p. 96

10- H. Marcuse: El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada. Editorial Ariel, S. A., Barcelona, 1981, pp. 31-32

11- E. Kant: Ob. Cit.


Paul L. Ravelo Cabrera. Profesor Asistente del Departamento Filosofía-Especialidad en la Facultad de Filosofía e Historia de la Universidad de al Habana.

     
   
   
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