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Un recuerdo de Kiva Maidanik

Aurelio Alonso

Acabo de enterarme de que falleció el 24 de diciembre, no sé si en Moscú, ni cómo murió. Si fue en su cama, estoy seguro de que hubiera preferido morir de otro modo. Tuve la sensación de haber perdido a alguien cercano y distante, a la vez, a quien hubiera querido volver a ver. Sigo con esa sensación que creo que nunca me abandonará ya.

Lo conocí en Praga, en abril de 1967, en la Revista Internacional, donde pasé algo más de un mes, junto con Hugo Azcuy, en una misión que se originó en la invitación de la dirección de aquella publicación internacional de los partidos comunistas, dirigida sin disimulos desde el PCUS, al Comité Central del PCC, cuyo Secretario Organizador era entonces Armando Hart.

Kiva había visitado ya Cuba, y estaba familiarizado, como pocos allí, con el mapa político latinoamericano de la época. Hablaba bien el español, y era diferente de otros dos compatriotas suyos, corteses y herméticos, a quienes la dirección de la revista había asignado también la atención a nuestra tarea. Ruso por nacimiento; soviético, no por mera configuración constitucional, sino porque creía firmemente en el sentido auténtico de la unión de repúblicas; revolucionario, porque sabía que no bastaba con cumplir los requisitos de pertenencia a un partido sino que la militancia se vinculaba a la defensa incondicional de los ideales.

Su frente era anchísima y tenía barba y cabellera tupidas y rojas. La mirada penetrante de sus ojos muy claros y vivaces, anunciaban enseguida, a modo de credencial, la proximidad de un diálogo informado, lúcido, seguro, audaz y comprometido a la vez. La fidelidad a la línea dominante en el seno de su partido y del bloque soviético nunca lo llevó, que yo recuerde, a argumentos conformistas, y no fueron pocas las discusiones en las que le percibí cercano a nuestras posiciones hacia la América Latina, no sólo por sentimiento, sino por el contenido de su discurso.

Me consta que muchos dirigentes comunistas latinoamericanos, como el salvadoreño Shaffik Handal o el dominicano Narciso Isa Conde, le conocieron desde temprano y llegaron a apreciarle mucho

Después de aquellos intercambios iniciales, pero decisivos en nuestra relación, en Praga, en los cuales participaban, casi siempre, Roque Dalton y Azcuy, a veces «Chemanuel» Fortuny y otros, creo que no volví a encontrarlo hasta diez años después. Esta vez fue en Moscú. Acompañaba yo a Jorge Serguera en una visita al Instituto de Economía Mundial y Relaciones Internacionales, y me volví a cruzar con aquellos ojos en el grupo de investigadores latinoamericanistas que nos recibía. Nos fundimos en un fuerte abrazo y restablecimos el contacto. Fue muy poco lo que pudimos hablar allí. Pero hablamos del legado del Che Guevara, y también del asesinato de Roque, que hizo que se nos aguaran los ojos.

Le dije que casi no le reconocía sin la barba, y me respondió que su barba estaba ligada a una apuesta que le había hecho a la vida y había perdido. Su frente me parecía ahora más ancha pero su cabellera se había blanqueado totalmente.

Acababa de escribir un ensayo corto sobre el Che, titulado «El revolucionario», para la revista América Latina, publicada en español por el Instituto de América Latina de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética. Un texto bien documentado, cargado de admiración y respeto. Muy pocos de los que lo han citado han sabido ponderar lo que significaba publicar aquel trabajo en Moscú en 1977. Ni siquiera creo que haya mucho publicado en Cuba, con esa seriedad académica, sobre el Che, en los años setenta.

En Praga habíamos recibido juntos las primeras noticias que indicaban que el Che estaba combatiendo en Bolivia. Para Roque, para Hugo y para mí aquello significaba algo así como la brújula de un giro decisivo para la revolución continental. Por ingenuo que esto pueda parecer ahora. Los hermanos del Este nos deparaban discretas sonrisas y la mayoría de los comunistas latinoamericanos destacados en la redacción de la revista, hasta los que abrigaban alguna esperanza, cuidaban de que no se les identificara con aquella aventura. Solo en Kiva percibíamos signos de aliento a nuestro entusiasmo, aunque probablemente no el optimismo.

Después de 1977 el Instituto de Economía Mundial y Relaciones Internacionales formalizó un intercambio con el Centro de Estudios de Europa Occidental. Maidanik hizo un ciclo de conferencias en La Habana, junto a otro especialista de su instituto, el economista Yuri Yudanov, y realizó visitas a Cuba entre finales de los setenta y los ochenta.

En uno de mis viajes posteriores a Moscú visité su casa, cerca de Stankino. Era un apartamento pequeño, muy agradable, lleno de recuerdos que le regalaban los amigos latinoamericanos comunistas. El día anterior había celebrado allí el cumpleaños del secretario general del partido paraguayo, Maidana. En esa ocasión conocí a su madre. Una anciana afable que tenía la misma mirada penetrante que su hijo, y tenía una mano prodigiosa para la cocina. Hablamos mucho esa tarde. Después siempre le preguntaba por ella, y Kiva me aseguraba que ella también me recordaba y de tiempo en tiempo le preguntaba si tenía noticias mías.

Recuerdo que en una de sus visitas le acompañé al castillo del Morro, y cuando salíamos se tropezó con otro ruso que entraba. Un hombre de su edad, con menos pelo, más delgado, en camisa blanca remangada, y acompañado también de un cubano. Kiva le llamó por su nombre de pila, se abrazaron como dos amigos que no se han visto en años y hablaron en ruso unos diez minutos. Cuando salimos a buscar el carro me comentó, con cierto aire de misterio que a veces adoptaba: «Ese es el amigo ruso de Raúl». Yo le rectifiqué que Raúl seguramente tenía muchos amigos rusos. El asintió pero me aclaró que ese lo era desde la juventud.

En otra ocasión, Carlos Rafael Rodríguez, que le tenía estimación, le invitó a almorzar. Carlos Rafael se había casado con su última esposa y Kiva se empeñaba en que ella había bajado de peso desde la última vez que se vieron. Después me reprochó no habérselo advertido, mientras reía de lo inoportuna de su insistencia.

Kiva era un verdadero amigo. Compartíamos posiciones de principio, nos entendía y nos quería. Claro que compartir principios era además algo oficial, y que hubo muchos que además nos entendían y nos querían. Incluso recuerdo que no pocos finalizaron sus misiones en Cuba con lágrimas en los ojos. Pero dentro del mundo de la academia y de la política, de eso que occidente ha bautizado como la intelligentsia, el grado de sintonía que podía percibir en nuestras conversaciones, y aun en nuestras discusiones, con aquel amigo, fue muy especial.

Sólo con él me atreví a criticar a fondo el dogmatismo soviético, el estancamiento del pensamiento, la deformación del ideal, más allá de lo meramente teórico. Con él yo también entendí muchas cosas. Y cuando no quería llegar más lejos en la crítica, Kiva solía decir: «La culpa de todo la tienen los tártaros». Nos reíamos con eso, pero él explicaba por qué era así.

Entre principios de los ochenta y los noventa volvimos a dejar de vernos, pues yo permanecí varios años fuera de Cuba y de la academia. Hasta que él regresó invitado a un congreso en el 1994 o en el 1995. Mucho había cambiado en el mundo. Estuvo en mi casa y conversamos largas horas. Había cifrado sus ilusiones en que las reformas emprendidas por Gorbachov. En 1987 Marta Harnecker le hizo una entrevista que publicó con el título de Perestroika: la revolución de las esperanzas. Pero cuando nos vimos era claro ya que sus esperanzas se habían perdido en el corto plazo.

No volvimos a vernos. Pero varías veces tuve noticia suya por Gerard Pierre-Charles y Suzy Castor, y por otros amigos comunes, que me testimoniaban que su interés en el destino de nuestra América no había menguado.

Creo que Kiva Maidanik es uno de esos hombres que merece ser recordado, y que su paso por nuestras experiencias latinoamericanas dejó huellas de amistad importantes. Distintas en estilo de las presencias institucionales, con su sello muy personal, con la apertura de quien se dispone a escuchar y a corregir su mirada, sin la pretensión de dar lecciones ni la presunción de silenciar una verdad guardada.

La Habana, 31 de diciembre de 2006

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