Sacarse un cuerpo
de la manga
(el escándalo de los "atentados
suicidas")
Santiago Alba Rico*
CSCAweb
(www.nodo50.org/csca), 8 de marzo de 2004
Santiago Alba Rico, Túnez, 5 de marzo de 2004
"Hay
reglas. Allí donde aparece un elemento inesperado que
no se había declarado al comienzo de la partida; allí
donde se introduce un factor que tácitamente se había
dejado inactivo o en suspenso; allí donde se unen dos
términos que 'deben' estar separados, decimos que se 'hacen
trampas'. En algún sentido, cada vez que un palestino
se ata una bomba al pecho y se hace estallar en una parada de
autobús de Jerusalén o en una sala de fiestas de
Tel Aviv, reaccionamos instintivamente como lo haríamos
ante un 'tramposo'; nuestra sensación -entre el horror
y la sorpresa- es la de que 'está haciendo trampas'. Los
palestinos hacen trampas. ¿Con qué? ¿De
qué manera? Digámoslo rápidamente: los palestinos
hacen trampas con el cuerpo"
Los así llamados "atentados
suicidas", que inmediatamente asociamos con la resistencia
a la ocupación en Palestina, hieren en lo más hondo
la conciencia y los valores de los occidentales, incapaces de
comprender una atrocidad semejante [1]. "¿Por
qué lo hacen?", es la pregunta obsesiva a la que
tratan de responder sociólogos, filósofos o analistas
políticos ciñéndose siempre a esquemas culturales
o -en el mejor de los casos- psicológicos. Aparte el hecho
de que el planteamiento bordea sistemáticamente las condiciones
mismas contra las que se conciben los atentados -y, en consecuencia,
la responsabilidad israelí- e ignora el carácter
transversalmente cultural de estas formas extremas de combate
(basta pensar en los kamikazes japoneses, en la escuadrilla alemana
Schulunglehrgang Elbe o, más recientemente, en
los tamiles de Sri Lanka), la insistencia en preguntarse "¿por
qué lo hacen?" obvia una y otra vez, como algo que
no requiriese ninguna explicación, la cuestión
a mi juicio mucho más enigmática de "¿por
qué nos escandalizan tanto?".
Personalmente me parece que
a medida que uno se aproxima más a la realidad cotidiana
de Palestina más normalmente terribles se revelan los
"atentados suicidas"; y que hace falta alejarse un
poco, en cambio, de nuestros periódicos y nuestros supermercados,
que tanta seguridad nos proporcionan, para que se nos manifieste
todo lo que de anormalmente humano hay en nuestro estupor.
Más allá del comprensible horror inmediato que
provocan, lo verdaderamente asombroso para la inteligencia no
son los atentados sino nuestro asombro frente a ellos.
En definitiva, si hay algo cultural y psicológico
-valga decir sordo, imaginario e ideológicamente sospechoso-
mucho más que el sufrimiento universal de los palestinos,
es el escándalo moral con el que reaccionan los
que directa o indirectamente son sus responsables. Hace falta,
en efecto, mucha psicología y mucha cultura
-con la eficacia de sus lapsus y su potencia legitimadora-
para que la ignorancia o comisión sistemática de
una injusticia nos haga sentir, al mismo tiempo, "más
buenos", "mas decentes" o "más humanos".
Occidente
y violencia
En el larguísimo y no
pocas veces contradictorio proceso histórico de re-apropiación
individual del cuerpo, una de las grandes conquistas de la cultura
occidental ha sido la reivindicación del suicidio como
un acto supremo de libertad; y esto -al mismo tiempo- frente
a la concepción cristiana, que consideraba a Dios el único
dueño legítimo de nuestro cuerpo y al suicida,
por tanto, un ladrón sacrílego; y contra la tradición
romana, que convertía al hombre en juguete del Destino
y para la cual el suicidio apenas iluminaba la dignidad de claudicar
consciente y voluntariamente a la derrota inexorable. Bien porque
nuestra cultura es en este sentido mucho más tolerante
que otras, bien porque disuelve los marcos colectivos en los
que en otros sitios los individuos se sienten integrados y protegidos,
lo cierto es que en los países occidentales -como he recordado
ya en otras ocasiones- el índice de suicidios es mucho
más alto que en los países musulmanes; y la desazón
metafísica que suscita socialmente el suicidio va siempre
acompañada de un cierto respeto admirativo por el que
lo perpetra, respeto tanto mayor cuanto más inmotivado
se juzga el gesto; es decir, cuanto más abiertamente declara
un puro, desinteresado, desprecio de la Vida sin adjetivos. En
definitiva, basta un conocimiento sumario de nuestros valores
sociales para comprender que no puede ser la vertiente suicida
de los "atentados suicidas" la que tanto incomoda y
escandaliza a los occidentales.
Tampoco, me parece, la vertiente
atentado. Los mismos que pasearían por las calles
de los campos de refugiados palestinos contemplando, a un lado
y a otro, las fotografías de los "mártires"
colgadas en los muros como la fachada visible de un fanático
"culto a la muerte", pasean alegremente por las calles
de Madrid entre esas vallas publicitarias de Coca-Cola,
Nike o Ericsson que celebran sin interrupción
"la chispa de la vida"; y se arropan en la superioridad
moral de esta diferencia -camino de un cajero y no de un check-point-
mientras cruzan la calle Narváez para recorrer la calle
O'Donnell y desembocar en la calle Diego de León, tres
de los 58 generales (por no hablar de otros rangos o graduaciones)
a los que rinde honores el callejero de la capital de España.
Bien porque nuestra cultura
es también en este sentido más tolerante, bien
porque somos en realidad más violentos o más desdichados,
lo cierto es que, como en el caso de los suicidios, también
el índice de asesinatos en los países occidentales
es mucho más alto que en los países musulmanes;
y nuestra permisividad frente a la violencia es muy notable,
a condición -eso sí- de que sólo la sufran
los demás. El mundo llamado occidental ha sido y sigue
siendo, sin duda, el mayor consumidor y exportador de violencia
a escala planetaria. Contra esa malignización del
Islam en la que bruñimos y apuntalamos nuestra inocencia,
era un asesino de la Yihad palestina el que recordaba
recientemente que los gulag de Stalin, el holocausto nazi, las
dos guerras mundiales y la colonización -por ceñirse
tan sólo a los dos últimos siglos- fueron una obra
europea y no musulmana. "De nosotros los civilizados -decía
Anatole France- los bárbaros sólo conocen nuestros
crímenes". "Lo que nos asombra de Hitler -decía
Simone Weil- es que está haciendo con los europeos lo
mismo que los europeos han hecho siempre contra otros pueblos
fuera de Europa".
Sin remontarnos a las guerras
de Sucesión o de Religión que ensangrentaron durante
siglos nuestro continente ni a las bestiales hazañas de
la conquista de América ni al oprobio asesino de la esclavitud,
basta reparar en la admiración, pragmatismo o indiferencia
con la que hemos aceptado, tan sólo en la última
década, la sofisticadísima destrucción,
desde el aire y sin apenas riesgos, de la antigua Yugoslavia,
de Iraq (dos veces) y de Afganistán, con cientos de miles
de muertos y millones de desplazados y refugiados convenientemente
servidos y degustados en formato televisivo. En este sentido,
más que por la violencia que entrañan, parte de
nuestra incomprensión hacia los "atentados suicidas"
deriva del hecho de que nos hemos acostumbrado a confundir nuestro
poder y nuestra seguridad con el orden natural, de manera que
damos por supuesto que no hace falta matarse para matar
a los demás; y que -al mismo tiempo- matar a los demás
sólo sirve para proteger la propia vida. Incapaces
de imaginar a nadie privado de nuestros medios de destrucción,
el hecho de usar el propio cuerpo para hacer volar un restaurante
en lugar de emplear, como nosotros, un helicóptero Apache,
un tanque Abraham o un B-52 -con su buena provisión
de bombas de racimo- sólo podemos atribuirlo a una particular
y gratuita crueldad, a un acto, por así decirlo, supererogatorio
delatador de un carácter perverso o de una religión
inhumana. Al mismo tiempo, incapaces de comprender que el asesinato
pueda servir para otra cosa que para proteger la propia vida,
nos parece tan extravagante la idea de exponerla para matar a
otros hombres que consideramos que ese gesto sólo puede
hacerse por el gusto precisamente de perderla y que el
verdadero objetivo de alguien que se mata, por tanto, es siempre
matarse. Lo que nos parece absurdo y monstruoso en el hombre-bomba
es que alguien mate a otros no para poder mantener encendida
la calefacción, conservar el coche o seguir comprando
cerveza barata sino justamente para matarse, suprimiendo
así con ese gesto todas las ventajas que se podrían
obtener con ello. Pero al hacer recaer inconscientemente el peso
de nuestra atención sobre la vertiente suicida,
subrayamos la gravedad de la vertiente atentado: las víctimas
sobresalen completamente inocentes, completamente injustificables,
completamente inútiles. Desde la cúspide de nuestro
egoísmo artillado, si alguien renuncia a la vida es porque
no quiere vivir y esta auto-negación hasta tal
punto domina nuestra interpretación que todo lo que podemos
ver en el "atentado suicida" es, al revés, "un
suicidio atentatorio": la monstruosa acción de alguien
que no se mata a sí mismo para causar el mayor daño
posible a otros, no, sino que -al contrario- causa el mayor daño
posible a otros para matarse a sí mismo, lo que
constituye a todas luces -incluso en nuestra cultura, donde este
tipo de suicidios por vía interpuesta es más frecuente-
el colmo de la abyección moral. Podemos respetar al que
se mata individualmente por pesimismo radical; podemos aceptar
con dificultad que alguien se mate por salvar a otro; podemos
alabar que alguien mate para salvarse a sí mismo; pero
ni siquiera los occidentales somos capaces de no horrorizarnos
ante la idea de que alguien mate a otro para matarse a sí
mismo. Hay algo todavía humano en proclamar: "Acabaré
contigo, aunque sea la última cosa que haga". Pero
sentiríamos un sincero estremecimiento moral ante el que
declarara: "Acabaré conmigo mismo, aunque para ello
tenga que matarte". A los palestinos que se hacen estallar
en Jerusalén o Tel-Aviv se les niega así incluso
la forma más baja y negativa de humanidad (lo que, dicho
sea de paso, es políticamente muy rentable, porque a personas
que lo que quieren es matarse no se les puede ofrecer nada
-la condición de toda negociación- de manera que
para seguir conservándolo nosotros todo no tendremos
más remedio que expulsarlas, aislarlas detrás de
un muro o exterminarlas).
'Relativizar'
la vida y la muerte humana
El enigma, en todo caso, sigue
en pie: ¿por qué a una sociedad que tolera, respeta
o admira el suicidio individual y que calla o se embelesa ante
el homicidio impune le escandalizan tanto los "atentados
suicidas"? Estos son nuestros valores: podemos despreciar
la propia vida (agraviando con ello, como decía Chesterton,
a todas las mujeres, todas las flores y todas las clases de vino
del mundo) y podemos también despreciar la vida de los
otros desde el aire y sin exponer la propia; pero no podemos,
al parecer, mezclar las dos cosas. Si nos disgustan, si
nos sacuden, si nos repugnan los "atentados suicidas"
es porque unen dos términos que deben estar separados,
a causa -pues- de algo así como una contradicción
lógica que interrumpe -hace estallar- nuestra capacidad
para seguir razonando.
Las dificultades de una sociedad
que identifica los límites del derecho con los de su bienestar
personal y que comprende -en consecuencia- la decisión
del suicidio individual; la dificultad de esta sociedad para
entender el significado del sacrificio no nos impide,
cuando contemplamos las cosas a la luz de la razón, seguir
reconociendo que el desprecio de la propia vida a veces no es
desprecio sino un aprecio superior por la vida ajena.
Nuestras crónicas, nuestras leyendas y nuestras películas
siguen proponiéndonos, como ejemplo de excelencia moral
y al margen de la religión, el comportamiento heroico
de los padres que se hacen matar para salvar a sus hijos, de
la amante que recibe en su cuerpo la bala destinada al amado,
del oficial que da su vida para poner a cubierto a su unidad,
del amigo fiel que prefiere morir a delatar, del valiente -en
fin- que expone conscientemente su vida a las llamas o a la corriente
para rescatar a los habitantes de la casa incendiada o a los
pasajeros de la nave naufragada. Antígona, Leónidas,
el propio Jesucristo son algunos de los modelos de este suicidio
positivo, apreciativo, de los que se matan no porque quieran
morir sino porque quieren hacer vivir a los demás.
Las dificultades de una sociedad
que identifica los límites del derecho con los de su bienestar
personal y que comprende -en consecuencia- la necesidad del homicidio
ventajoso e impune; la dificultad de esa sociedad para entender
la legitimidad de la "lucha armada" no nos impide,
a poco que examinemos bien las cosas, seguir reconociendo que
el desprecio de la vida ajena a veces no es desprecio
sino un aprecio superior por la dignidad -o la supervivencia
misma- del mundo. "Quien mata en nombre de una patria, un
Dios o un modelo de organización económica y social
no es un patriota, ni un cliente, ni un idealista; es un asesino"
[2], esta frase bellísima e inobjetable la pronunció
ese mismo Aznar que la sabe de todo punto inaplicable en un planeta
hirviente de maldad en el que desgraciadamente hay que matar
a seiscientos mil niños, bombardear potabilizadoras de
agua y destruir barrios residenciales en Iraq para defender el
Mercado o "nuestra forma de vida" o "nuestros
valores" o la democracia o la civilización,
cosas todas ellas que reputamos objetivamente más valiosas
que la vida humana que las amenaza. Si en algo están de
acuerdo los demócratas y los terroristas
por igual es en ensalzar normativamente el valor absoluto de
la vida y en ceder al mismo tiempo a la necesidad de relativizarla
provisionalmente, en determinadas circunstancias históricas,
frente a un peligro mayor o en defensa de valores que se juzgan
irrenunciables.
Con más o menos legitimidad,
Occidente ha sido siempre un gran campeón en relativizar
el valor de la vida humana; los españoles, por ejemplo,
tuvieron que matar franceses en 1808 para defender la patria
amenazada por Napoleón, el cual tenía que matar
españoles para liberar una nación prisionera de
la Iglesia y el Absolutismo; los resistentes europeos tuvieron
que matar soldados -y civiles- alemanes en 1942 para combatir
la sombra totalitaria de Hitler, quien en nombre de la paz había
incorporado ya varios países a la "universalidad
aria". E incluso la aviación de los EEUU tuvo que
arrojar en agosto de 1945 dos bombas atómicas sobre el
Japón porque -aunque luego se demostrase falso- parecía
indispensable derretir a 400.000 personas en cinco minutos para
abreviar los sufrimientos de la guerra. El coronel Tibbets, verdugo
de Hiroshima a los mandos del Enola Gay, fue recibido
en su país como un héroe y, tras conocer las dantescas
consecuencias de su acción, declaró:
"No tengo remordimientos.
Se me ordenó que hiciese una cosa y la hice. Y no me habléis
del número de las personas muertas. Yo no quería
la muerte de nadie. Afrontemos la realidad: cuando se combate,
se combate para vencer, usando todos los medios a nuestra disposición.
Hice lo que me habían ordenado y en las mismas condiciones
volvería a hacerlo."
La mejor réplica a la
lindísima frase de Aznar, por otra parte, es la de su
ministro de defensa Federico Trillo, quien el pasado 15 de enero
homenajeaba de esta manera al capitán Martín-Oar,
muerto en una acción de la resistencia iraquí en
Bagdad: "No puede haber ninguna otra muerte que se le compare.
Una muerte en acto de servicio es la que da pleno sentido a la
vida. No hay frustración, hay absolutamente consumación
de la aspiración de moral de servicio y de entrega",
por lo que "todos los españoles de bien, sin excepción,
están orgullosos" de esa muerte que "ha puesto
definitivamente de moda el patriotismo y el amor a España"
[3]. Si sustituimos españoles por palestinos
y España por Palestina, en nada se distingue esta declaración
de las que usan los líderes de las Brigadas de al-Aqsa
o de Hamás para homenajear a sus shuhadá
después de un "atentado suicida". Resta sólo
averiguar en cuál de los dos casos puede aplicarse con
más coherencia esto de la "moral de servicio"
y el "amor a la patria", si en el de un palestino que
defiende su propia tierra ocupada o en el de un español
que viaja a Iraq a ocupar la tierra de otros.
Deshumanizar
el suicidio palestino
En definitiva, las sociedades
occidentales toleran bastante bien tanto el suicidio como el
homicidio, pero no la fusión de ambos en una solo gesto.
Las sociedades occidentales, al mismo tiempo y a pesar de su
egoísmo artillado, admiten que tanto el desprecio de la
propia vida como el desprecio de la vida ajena pueden en ocasiones
expresar un aprecio superior que proyectaría sobre el
suicidio una sombra de santidad y sobre el homicidio una sombra
de legitimidad, pero rechazan en cambio que pueda haber ninguna
clase de aprecio en el desprecio simultáneo de las dos.
El desprecio simultáneo, en una única y misma acción,
de la propia vida y de la vida ajena parece anular la justificación
que cada uno de estos desprecios por separado proporcionaría
al otro. Es deprecio de Todo: nihilismo. Uno puede matarse a
sí mismo por amor y matar a otros por amor, pero matarse
para matar o matar para matarse encierra al que lo hace en el
circuito inmanente de la negación pura, donde todo vale
nada por igual y donde, por tanto, las condiciones o circunstancias
-las acciones de la otra parte- tampoco cuentan nada.
Los palestinos que se hacen estallar contra los israelíes,
y la mayoría que los apoya y celebra como héroes,
no lo hacen ya (si alguna vez lo hicieron) porque no tengan nada
o porque quieran algo sino llevados de un aut(omat)ismo
de destrucción que, independientemente del origen de su
desgracia, los hace ya irrecuperables para la civilización.
La vida de los palestinos,
¿está presidida por la negación? ¿por
el desprecio de Todo? ¿Son un pueblo "enfermo, psicótico",
como dice Benny Morris? En su excelente obra Imagen y realidad
del conflicto palestino-israelí, Norman Finkelstein
reproduce las declaraciones de un soldado israelí tras
la salvaje invasión del campo de refugiados de Jenin en
abril del 2002:
"Convertí el centro
del campo en un estadio de fútbol. Quería destruirlo
todo; pedí a los oficiales que me dejaran arrasarlo todo,
de arriba abajo. Durante tres días no hice otra cosa que
destruir y destruir. Me alegraba con cada casa que caía
porque sabía que no les importaba morir pero que les
preocupan sus casas. Cuando tiras una casa entierras a 40
o 50 personas durante generaciones. Si algo lamento es no haber
arrasado la totalidad del campo. Me satisfizo mucho; realmente
lo disfruté." [4]
Estas declaraciones son interesantes
por un doble motivo. En primer lugar porque exponen a la luz
del día la paradoja escondida en nuestra superioridad
moral: de lo que se trata es de que los que "apreciamos
la vida" encontremos un procedimiento para hacer el máximo
daño posible a los que la desprecian. Pero lo son también
porque exponen al mismo tiempo la paradoja escondida en su
desprecio de la vida, testimoniando sin querer a favor de
la salud antropológica de sus víctimas: los palestinos
aprecian las casas. El soldado israelí, en efecto,
mataría aún más palestinos si eso a ellos
les importara algo; contra el que desprecia la vida todo nos
está permitido, pero en realidad contra el que desprecia
la vida ya no podemos nada, ni siquiera satisfacer en él
nuestra crueldad. El soldado israelí, que no sabe contra
qué proyectar su superioridad moral, localiza el último
lazo cuya disolución hará aún gemir a los
palestinos; y él, que aprecia la vida, destruye varias
veces, no una, sino "40 o 50 personas durante generaciones"
con su buldózer. ¡Las casas! La casa es la unión
de los sexos, la seguridad de los niños, la comida elaborada
y compartida, la lata de conservas de la tradición, la
memoria en piedra que sobrevivirá a la propia vida: la
condición misma, en suma, de la existencia humana. La
casa es también, sobre todo, la forma primera y última
de agarrarse a un territorio cada vez más exiguo
y amenazado, el cuerpo anclado, enganchado en el espacio del
que querrían aventarlos, el pacto de civilización
-la tierra bajo los pies- que nosotros olvidamos o desdeñamos
no porque seamos más ligeros sino porque olvidamos o desdeñamos
el suelo que nadie va a venir a quitarnos. Sería demasiado
sencillo decir que los palestinos se matan para no quedarse en
el aire, contra el nihilismo del viento que querría llevárselos
de allí; como sería demasiado sencillo decir que
los israelíes han destruido 12.000 casas palestinas en
los últimos tres años porque les interesa
la tierra que hay debajo. Pero lo cierto es que hace falta siempre
ser muy rebuscado para cometer un robo y convencer al mismo tiempo
a todo el mundo de la propia inocencia.
Fracaso
del proyecto sionista
"A unos trescientos metros
vemos a un pobre pastor, a un pobre pastor beduino", confiesa
Roi, un paracaidista israelí de 20 años. "El
oficial dice: 'ok, disparen'... Ni una palabra. Nada.
Nos tiramos al suelo, una bala a un lado del rebaño, otra
bala a la derecha del rebaño, otra bala... Nuestros compañeros
lo hacían por divertirse, como si disparasen a una diana.
Para ellos, disparar en Hebrón era simplemente un juego
de vídeo". "Si alguien me dijera, mi oficial
o el comandante de mi compañía", declara Erez,
soldado israelí de 20 años enrolado en una brigada
Nahal, "'tienes que dispararle a esa niña
de 7 años', yo dispararía sin vacilar" [5].
"Cuando veo a un terrorista tirado por el suelo, bañado
en su propia sangre, me entra un apetito..." [6],
le espeta otro soldado a la activista Neta Golam. Por su parte,
Liran Ron Furer, sargento en la reserva que tuvo luego el valor
de denunciar su propia conducta, cuenta "cómo (sus
compañeros) se tomaron una fotografía de recuerdo
con unos árabes atados y ensangrentados a los que habían
machacado a golpes, cómo Shahar orinó sobre la
cabeza de un árabe porque el hombre había tenido
la osadía de sonreír a un soldado; cómo
Dado obligó a un árabe a ponerse a gatas y ladrar
como un perro". El mismo confiesa haber golpeado a un árabe
esposado y tendido en el suelo de su jeep que "lloraba suavemente"
y haberlo conducido ensangrentado y semi-inconsciente a la base,
donde fue recibido con vítores y silbidos de entusiasmo:
"Uno de los soldados se le acercó y le pegó
una patada en el estómago. El árabe se dobló
en dos y resopló y nosotros estallamos en carcajadas.
Era divertido [...] lo golpeé con fuerza en el culo y
salió volando justo como había calculado. Mis compañeros
me gritaron que estaba loco y se echaron a reír, [...]
y yo me sentí feliz. Nuestro árabe era un deficiente
mental de 16 años" [7].
En Roma citta aperta,
del cineasta italiano Rossellini, hay una escena particularmente
espeluznante: la del oficial nazi que abandona la habitación
en que está siendo torturado el resistente -atado a una
silla, desnudo, con el pecho quemado- y con tan sólo abrir
una puerta se incorpora naturalmente a la deliciosa soirée
de un salón elegante en el que la música de un
gramófono realza la superioridad de estos hombres y mujeres
que leen filosofía, juegan al ajedrez y liban refinados
licores. Por su parte Primo Levi, ese hombre que "ya no
estaba lo suficientemente vivo para poder suprimirlo", nos
cuenta en Si esto es un hombre cómo a partir de
febrero de 1945 era trasladado todas las mañanas al laboratorio
del Lager de Auschwitz, un laboratorio como cualquier
otro del mundo, caldeado y agradable, donde las trabajadoras
alemanas, a pocos metros de las cámaras de gas, se limaban
las uñas y comían rebanadas de pan con mermelada,
hablaban de sus novios, de sus casas y de sus planes para las
próximas vacaciones. Roi, Erez, Liran, jóvenes
israelíes completamente normales, vuelven en dos horas
-como otros de su trabajo- a Jerusalén Oeste, a Tel-Aviv
o a Haifa, donde les esperan sus novias y sus padres, hacen deporte,
bailan en discotecas, van a pizzerías y a conciertos de
rock y recuperan los valores que caracterizan una vida civilizada
y superior. Van y vuelven en autobús -por así decirlo-
a la Ocupación; hacen excursiones a la estructura siniestra
de su Normalidad.
Este radical cambio de plano
casi sin transición ilustra al mismo tiempo la agnosia
moral de la sociedad israelí, que puede seguir creyendo
que sueña su ferocidad, y la desventaja de los
palestinos, los cuales no pueden jamás retirarse a ningún
lugar lo suficientemente seguro, a ninguna ficción de
normalidad, porque la Ocupación los persigue hasta el
interior mismo de sus casas. En este sentido, el horror que provocan
los "atentados suicidas" se debe en parte a que los
palestinos que se hacen estallar en discotecas, restaurantes
o paradas de autobús de Israel han venido a despertar
a los israelíes de este sueño de inocencia
(y para mantenerlos dormidos hay que construir a su alrededor
un muro de 250 kilómetros de longitud).
La furia festiva de estos soldados
israelíes, de la que encontramos numerosos ejemplos en
los cuadros más bajos del IDF [(sigla en inglés
de Fuerzas del Defensa de Israel)], representa a la vez la consecuencia
lógica y el fracaso del proyecto sionista. Este proyecto,
en efecto, consistió desde el principio, y sigue consistiendo,
en una misión de altísima moral olímpica
que jamás entró a considerar ni individual ni colectivamente
la existencia de esa gente (un "puñado de negros",
según Chaim Weizmann) con los que tropezó y sigue
tropezando en su camino, ni siquiera para odiarlos o divertirse
con ellos. El ya citado Finkelstein dedica algunas páginas
al mito de "la pureza de las armas", según el
cual los sionistas habrían acometido y acometerían
las matanzas, las expulsiones, las torturas, "con repugnancia"
y "sin animosidad personal", obligados por la necesidad
("sentía piedad por aquellos pobres desgraciados",
"me sentía orgulloso de haber combatido decente y
moralmente, suprimiendo el sadismo y el instinto de matar",
"luchamos contra nuestros enemigos porque es vital hacerlo,
pero no los odiamos", "comprendía que había
que hacerlo pero simplemente no podía soportarlo"),
de manera que la conciencia queda siempre a cubierto del lodo
y los israelíes son una y otra vez las víctimas,
no tanto porque los palestinos se comporten como unos bárbaros
asesinos cuanto porque esa barbarie pone a los israelíes
en permanente peligro de degradarse moralmente. Los israelíes
matan desde la pureza más exigente, pero la obstinada
resistencia palestina les hace cada vez más difícil
mantenerse puros. "La cuestión es durante cuanto
tiempo nosotros, que estamos hechos de carne y sangre corriente,
podremos soportarlo", escribe el escritor de izquierdas
Amos Oz sin darse cuenta de que sólo un inconsciente racismo
puede negar a los suicidas palestinos el derecho a utilizar
el mismo argumento para justificar sus acciones. "¿Se
puede usted imaginar viviendo de esa forma y siendo la misma
persona, la misma nación, al cabo de unos años?
¿Podremos hacerlo sin que llegue un momento en que simplemente
los odiemos? Sólo odiarlos. No quiero decir que nos complazca
matarlos ni que nos volvamos sádicos. Simplemente un profundo
y amargo odio por habernos obligado a llevar esta vida"
[8].
Superioridad
'judía'
Es difícil voltear la
realidad con más literario desprecio por el otro:
hasta tal punto Amos Oz considera incuestionable la superioridad
judía que no sólo culpabiliza a los palestinos
por no haber cedido de buena gana su territorio -obligándoles
a ellos, por tanto, a disparar a niños y apalear pastores
y a "llevar esta vida" un poco menos moral de lo que
les gustaría- sino que pasa enteramente por alto el tipo
de vida que ellos obligan a llevar a los palestinos como posible
fuente de un "profundo y amargo odio" que explicaría
la transformación de un pueblo normalmente pacífico
en una sociedad exhausta y desesperada. La fanática resistencia
palestina podría llegar a convertir al "héroe
místico israelí" en un bastardo y también
de eso tendrían los palestinos la culpa; pero no cabe
pensar que la ocupación israelí pueda convertir
al hombre común palestino en un vengativo harapo: sus
crímenes se deben a que es esencialmente un "pueblo
enfermo, psicótico" y eso no es por supuesto responsabilidad
nuestra.
De hasta qué punto este
"narcisismo moral" opera inconscientemente incluso
en las reacciones más nobles, moldeando también
a algunos sectores pacifistas o izquierdistas israelíes,
da buena prueba, por ejemplo, la reciente y valerosa intervención
en un acto público de uno de los 100 pilotos que en julio
de 2002 rechazaron participar en operaciones indiscriminadas
en los Territorios Ocupados. Yonathan Shapira, ex-comandante
de un escuadrón de helicópteros Blackhawk,
un hombre sin duda admirable, sigue invocando la "pureza
de las armas" para denunciar como ilegales e inmorales
los así llamados "asesinatos selectivos", con
su secuela de muertos inocentes, en la convicción de que
con ellos se estaría cruzando por primera vez "una
línea roja" y sin plantearse, por tanto, la ilegalidad
e inmoralidad del proyecto sionista mismo: estas acciones
"están corrompiendo a la sociedad israelí
en su conjunto", "constituyen un golpe mortal para
su fortaleza moral" y por eso "debemos luchar para
combatir a los terroristas sin llegar a parecernos a ellos"[9].
Como es sabido, tampoco los
nazis odiaban a los judíos. "La máxima de
Himmler -escribe el historiador Heinz Höhne- era que el
exterminio en masa debía llevarse a cabo fría y
limpiamente; incluso cuando obedecían una orden oficial
de asesinar, los hombres de la SS debían seguir siendo
'decentes'". "Puedo decirles", decía el
propio Himmler, "que es horrendo y odioso para un alemán
tener que ver tales cosas. Es así, y si no sintiéramos
que es horrendo y odioso, no seríamos alemanes".
O también: "Pasar por esa experiencia (la de matar
a miles y miles de personas) y seguir siendo decentes; eso nos
ha hecho fuertes". Rudolf Hoess, por su parte, aseguraba
no haber "odiado nunca personalmente a los judíos"
y que era "la dura necesidad" la que le obligaba "a
parecer frío e indiferente" mientras "las madres
entraban en las cámaras de gas con sus hijos que reían
o lloraban". En su esfuerzo titánico por conciliar
en su interior las brutales exigencias de una "misión
histórica" y la aspiración superior a la pureza
moral, los nazis también
creían sufrir mucho más que sus víctimas:
"la tensión era mucho más intolerable",
declara por ejemplo Paul Blöbel, jefe del Einsatzkommando
4ª, "en el caso de los hombres que llevaban las
ejecuciones que en las víctimas. Desde un punto de vista
psicológico era un momento espantoso".
El exterminio de judíos
no fue obra del odio y el sadismo de unos cuantos pervertidos
sino la necesidad interna de un plan superior -ejecutado
por hombres superiores- que contemplaba la eliminación
de los obstáculos en términos puramente sanitarios:
los judíos, en efecto, eran hongos, bacterias,
chinches, bacilos o triquinas. Para Himmler,
el antisemitismo era "exactamente lo mismo que el despiojamiento.
No hay cosmovisión alguna involucrada en quitarse los
piojos. Es tan sólo una cuestión de higiene. Pronto
estaremos despiojados". Y el propio Efraim Zuroff, director
del centro Simon Wiesenthal en Israel, admitía sin vacilaciónes
que Hitler no tenía conciencia alguna de estar haciendo
mal: "¡Por supuesto que no! ¡Hitler se creía
un médico! ¡Mataba gérmenes! ¡Eso es
lo que eran los judíos para él!" [10].
Esta frialdad quirúrjica, esta particular decencia
de hombres que habían dejado a un lado toda animosidad
personal no sólo ilumina la inhumanidad de los verdugos
sino que tenía el efecto, en el que insiste una y otra
vez Primo Levi, de deshumanizar a las víctimas,
proceso en virtud del cual se retro-justificaba su asesinato
al mismo tiempo que se minaba su capacidad de resistencia. Del
mismo modo y salvando todas las diferencias cuantitativas, el
proyecto sionista trató siempre a la población
de Palestina como una plaga a la que había que
erradicar -sin contagiarse- del "espacio vital" que
necesitaban los judíos para instalar su
superioridad ética y racial. Desde el negacionismo radical
de Golda Meier ("no hay tal cosa llamada palestinos")
hasta las recientes declaraciones (23 de febrero de 2004) del
viceministro israelí de Defensa, Zeev Boïm, acerca
de las "taras genéticas" de los palestinos,
la visión sionista de sus víctimas árabes
se ha asentado históricamente en esta convicción
de la "pureza de las armas" sionistas contra un amenaza,
en definitiva, sanitaria. Perro", chacales,
negros o indios, "gente mugrienta y contaminada"
e incluso "células cancerosas", el derecho de
los sionistas sobre Palestina no podía -ni puede- ser
cuestionado por unos pocos y confusos grumos de vida crecidos
al margen de la humanidad, según el razonamiento del "Hombre
del siglo XX" y sionista goy [gentil] Winston Churchill:
"No estoy de acuerdo en que el perro tenga derechos sobre
el comedero, aunque haya comido en él durante mucho tiempo".
Israel,
el sionismo y "la moral universal"
Puede que al final los israelíes,
como se lamenta Amos Oz, acaben odiando a los palestinos por
obligarles a odiar a los palestinos, pero en principio no tienen
nada contra ellos, aparte del hecho mismo de que estén
ahí, de que se acumulen y reproduzcan en una tierra
a la que Yahvé ha reservado un destino mejor. "La
amenaza palestina es una manifestación cancerosa",
declaró en abril del 2002 Moshe Ya'alon, jefe del Estado
Mayor del ejército israelí; "algunos dirán
que es necesario amputar órganos. Pero por el momento
estoy aplicando quimioterapia". En esta misma dirección,
entre el higienismo y el "destino manifiesto", Benny
Morris, el decano de los "nuevos historiadores" israelíes,
no dudaba en aprobar, durante una entrevista concedida a Ha'aretz
en enero de este mismo año, la política de expulsiones
y matanzas que él mismo ha ayudado a exhumar de los archivos:
"Bajo ciertas condiciones, la expulsión no es un
crimen de guerra. No pienso que las expulsiones de 1948 hayan
sido crímenes de guerra. Uno no puede hacer una tortilla
sin romper huevos. Hay que mancharse. [...] Incluso la gran democracia
americana no habría sido creada sin aniquilar a los indios.
Hay casos en los que el bien general, final, justifica actos
crueles y duros que son cometidos en el curso de la historia".
Y también: "Un Estado judío no habría
nacido sin desarraigar a 700.000 palestinos. Por ello fue necesario
desarraigarlos. Era necesario limpiar el interior y limpiar las
áreas fronterizas y limpiar las principales rutas. [...]
La necesidad de establecer este Estado en este sitio superó
la injusticia cometida contra los palestinos al desarraigarlos".
O más aún: "Si Ben Gurión hubiera completado
su obra, si hubiera realizado una gran expulsión y limpiado
todo el país -todo la tierra de Israel hasta el río
Jordán-; si hubiese realizado una expulsión total
en vez de parcial, hubiera estabilizado el Estado de Israel por
generaciones". Y por último: "(la sociedad palestina)
es una sociedad enferma. Debería ser tratada de la misma
manera en que tratamos a individuos que son asesinos en serie.
Tenemos que tratar de curarlos [...]. Pero hasta que se encuentre
la medicina, tendrán que ser contenidos para que no puedan
asesinarnos. Hay que construirles algo como una jaula. Sé
que suena terrible. Es realmente cruel. Pero no hay alternativa.
Se trata de un animal salvaje y tiene que ser encerrado de una
u otra manera". Como Amos Oz, también Morris es un
izquierdista; y como Amos Oz, aunque con menos sutileza,
Morris se ve abocado a aceptar una diferencia racial -racista-
para resolver la contradicción de negar a los "atentados
suicidas" la misma justificación que sirve, en cambio,
para las expulsiones, los "asesinatos selectivos" o
la construcción del muro: "la preservación
de mi pueblo es más importante que los conceptos universales
de moral" [11].
¿Cómo conciliar
esta frase con la condena moral de los hombres-bomba? Con la
misma natural y devastadora sencillez con que lo hicieron los
nazis: identificando el destino de "mi pueblo" con
el destino de los valores universales y de la humanidad en su
conjunto; Israel, en efecto, es "la rama vulnerable de Europa"
en Oriente Medio, el "cordón sanitario" de la
Civilización contra los bárbaros que la amenazan,
como amenazaban Roma en el siglo V. Puede "sonar terrible"
y "es realmente cruel", pero "no hay alternativa";
sin odio, con el pulso firme y providencial de un cirujano, en
aras del "bien general" y en defensa de principios
superiores (el valor absoluto de la vida, el derecho y la democracia)
tenemos que estar dispuestos a asumir algunos "efectos colaterales",
término también de inspiración sanitaria
muy occidental; es decir, tenemos que estar dispuestos
a aceptar la muerte de otros niños, la expulsión
de otros hombres, la desaparición de otros pueblos. Nuestro
escándalo ante los "atentados suicidas" encubre
en realidad todo este muestrario de temas tribales, silogismos
racistas y delirios teológicos.
Admitamos que, a la espera
de que se complete esta obra de contagio tan temida por los "guerreros
puros", el odio está sobre todo del lado de los palestinos,
que no pueden despreciar desde el aire a sus enemigos. "Mi
deseo es convertirme en metralla mortal contra los sionistas",
declaraba Reem Salih al-Rayasha antes de hacerse estallar en
un control de Gaza el pasado 14 de enero. ¿Es ése
el mínimo de humanidad en esta desmesura que no
deja el más pequeño asidero a la moral? Podemos
lamentar la pérdida de todas las proporciones de la sensibilidad,
la sustitución de todas las reglas de medir por instrumentos
de calcular, podemos dolernos del apagón de muchas luces
que será luego muy difícil volver a encender, pero
no nos empeñemos en trazar "líneas rojas"
en un lago de sangre, y mucho menos en trazar "líneas
civilizadas". En términos morales, en términos
de civilización, el conflicto Israel-Palestina
define un recinto tan oscuro, tan monstruoso, tan descorazonador
para todo el mundo, que en él tenemos que resignarnos
a escoger entre una "inhumanidad" que extermina sin
riesgos y sin odio a un pueblo entero y una humanidad
resentida que se hace estallar en los autobuses y las discotecas.
Cada vez que escogemos, aumenta la corrupción de todos;
cada vez que aumenta la corrupción de todos, más
fácil nos resulta escoger.
Hacer trampas
con el cuerpo
Pero, ¿por qué?
¿Por qué -insisto- una sociedad que compadece o
admira literariamente a los suicidas y que aprueba o acepta a
los asesinos se escandaliza de esta manera ante los llamados
"atentados suicidas"? Atribuirlo a cinismo o a manipulación
sería ignorar la espontánea sinceridad del estremecimiento,
al que subyace quizás un ingenuo respeto por las reglas
en general, con independencia de la naturaleza del juego -confundida
en el horizonte con el relieve mismo del mundo; una especie de
homenaje virtuoso a la sombra legal de un alba de fuerza que
se ha dejado atrás. Un comerciante puede olvidarse
de que vende mercancías robadas y no consentir que se
truquen los pesos. Un soldado puede matar a un civil desarmado
y censurar al compañero que quiere desvalijarle los bolsillos.
Ana Palacios puede aprobar los bombardeos de Bagdad y regañar
luego a un albañil iraquí por una grieta en el
techo de un hospital. Hay reglas. Allí donde aparece un
elemento inesperado que no se había declarado al comienzo
de la partida; allí donde se introduce un factor que tácitamente
se había dejado inactivo o en suspenso; allí donde
se unen dos términos que deben estar separados,
decimos que se hacen trampas. En algún sentido,
cada vez que un palestino se ata una bomba al pecho y se hace
estallar en una parada de autobús de Jerusalén
o en una sala de fiestas de Tel Aviv, reaccionamos instintivamente
como lo haríamos ante un tramposo; nuestra sensación
-entre el horror y la sorpresa- es la de que está haciendo
trampas. Los palestinos hacen trampas. ¿Con qué?
¿De qué manera? Digámoslo rápidamente:
los palestinos hacen trampas con el cuerpo.
Trampas, ¿a qué
reglas? ¿A las de la moral universal? ¿A las del
derecho internacional? Veamos. En esta partida está permitido
-porque todos lo permitimos- destruir aldeas y matar mujeres
y niños para expulsar por el terror a 700.000 personas;
está permitido burlarse de Naciones Unidas negándose
a cumplir decenas de resoluciones; está permitido dinamitar
miles de casas, a veces con sus habitantes dentro; está
permitido arrancar cientos de miles de olivos, arrasar millones
de fedanes de tierras cultivables, apoderarse de millones
de metros cúbicos de agua; está permitido disparar
a los niños y torturar a los adolescentes; está
permitido invadir Líbano y bombardear Túnez, Siria,
Iraq, sin previa agresión o declaración de guerra;
está permitido mantener a cuatro millones de personas
en campos de refugiados; está permitido matar a familias
enteras para matar extra-judicialmente a un sospechoso; está
permitido quemar títulos de propiedad, fichas sanitarias,
cédulas de identidad; está permitido destruir ordenadores,
saquear los cajones y defecar en las mesas de los despachos;
está permitido hacer morir a mujeres embarazadas y a enfermos
de riñón en los check-point; está
permitido deportar prisioneros, tatuar detenidos, fusilar resistentes
en los callejones; está permitido comprar miles de millones
de dólares en armas y fabricar bombas atómicas;
está permitido bombardear zonas civiles, extender las
colonias en territorio ajeno, decretar toques de queda, cerrar
las Universidades; está permitido construir un muro de
cientos de kilómetros aislando a miles de personas de
sus tierras, sus casas o sus escuelas; está permitido,
en fin, aprovechar una abrumadora desigualdad de fuerzas para
exterminar por hambre, fuego, enfermedad y pena a un pueblo entero
cuya tierra otro Dios había prometido, hace cuatro mil
años, a otros hombres. Todo esto está permitido.
Y entonces, cuando los hemos privado de todo medio de defensa,
individual y colectivo, cuando los hemos despojado también
de todos los medios de supervivencia, cuando les hemos negado
el recurso a las armas y al derecho, cuando les hemos quitado
la tierra, la casa, el pan, el nombre, cuando nos hemos acostumbrado
a tratarlos como objetos pasivos de nuestro humanitarismo,
cuando los hemos reducido a nada y allanado a cero
-y hemos aceptado que eso forma parte de las reglas- entonces
a los palestinos todavía les queda algo; todavía
les queda algo con lo que no contábamos o en cuya existencia
no creíamos; se sacan de la manga una sorpresa; los palestinos
se sacan de pronto un cuerpo.
Podemos señalar cínicamente
con Morris que otros pueblos se han dejado exterminar sin recurrir
a los "atentados suicidas" para no tener que asumir
nuestra responsabilidad y poder reprochar a los palestinos que
no se hayan dejado eliminar, como a nosotros nos convenía.
Podemos decir que los admiraríamos más si no lo
hicieran. Podemos preferir que no hubiese ocurrido. Pero lo que
no podemos hacer es buscar un misterio psicológico o cultural
en sus acciones. No podemos preguntarnos con perplejidad una
y otra vez: "¿Por qué lo hacen?". Los
palestinos han hecho un descubrimiento técnico
y este descubrimiento, que descubre nuestra imprevisión,
nos horroriza. Han descubierto en sí mismos, allí
donde ningún poder humano puede alcanzarlos, un arma de
destrucción capaz de rivalizar con los helicópteros
Apache y los tanques Merkava; y lo que nos escandaliza
es precisamente nuestra incapacidad para alcanzar y desactivar
esa amenaza. Ahora nadie puede pararlos. Es lo que tienen los
descubrimientos técnicos: que cuando se descubren ya no
se pueden olvidar ni podemos impedir su uso; se extienden y generalizan
por contagio, se difunden epidémicamente, como la pólvora
o el SARS. Ya se trate de la imprenta o de la bomba atómica,
su propia eficacia impone su actualidad generalizada e irreversible.
En ese sentido, las invenciones técnicas sólo caen
en desuso cuando son desplazadas por otras que las superan, como
ha ocurrido con la máquina de escribir o con los discos
de vinilo; o cuando -más raramente- su función
se vuelve innecesaria, como en el caso de la vacuna de la viruela.
Contra los "atentados suicidas" sólo podemos
hacer dos cosas; podemos proporcionar a los palestinos medios
de destrucción más poderosos, B-52, misiles
Scoud, bombas de racimo, lo que quizás alguien
podría considerar un "progreso moral". O podemos
devolverles sus medios de subsistencia individual y colectiva:
sus tierras, sus casas, su agua, su soberanía, sus familias,
sus nombres y sus libertades.
El cuerpo
como arma
Nos escandaliza sin duda este
uso técnico del cuerpo, que lo trata como si fuese
algo fabricado o artefacto, pero antes que eso
nos escandaliza el hecho mismo de que los "atentados suicidas"
descubran, destapen -naipe y desnudo- precisamente el
cuerpo. ¿Quién podía imaginar que los
palestinos iban a utilizar un instrumento tan antiguo? La menos
puritana de las sociedades es aquélla -la llamada occidental-
en la que ya no se cuenta con el cuerpo, en la que el cuerpo
no cuenta nada, en la que el cuerpo es más bien un resultado
marginal o un residuo vergonzante en una red fluida de intercambios
mágicos; en la que nunca se espera ya que el cuerpo aparezca.
Expulsado del trabajo y de la economía (al menos idealmente),
declarado irrelevante o amenazador por la combinación
capitalista de tecnología y de mercado, el cuerpo ha quedado
obsoleto como herramienta, confinado ahora en el círculo
intransitivo de la higiene y el deporte; y contra su negatividad
puramente contagiosa se ha inventado un sistema de cuarentena
estructural, una sociedad de almas puras conectadas a través
de objetos interpuestos o imágenes proxenetas. Demasiado
antiguo, demasiado próximo, demasiado frágil,
nos desagrada reconocer su existencia y nos horrorizaría
hacerlo funcionar, lo que es propio sólo ya de
pobretones, tecermundistas y marginales.
Estábamos convencidos
de consistir en una constelación de informaciones, imágenes
y cachivaches y, de pronto, en medio de este olvido dorado estalla
un cuerpo; cuando creíamos haber superado históricamente
el cuerpo, un hombre explota en público y nos vuelve a
retrasar brutalmente. La paradoja es que el mismo progreso
tecnológico que nos permite matar desde cada vez más
arriba y desde cada vez más lejos sin exponer la propia
vida no sólo vuelve inoperante la protección de
las leyes y del Derecho sino que amenaza en sus excesos la propia
sociedad ilusoriamente abstracta que ha contribuido a constituir;
y convierte al cuerpo que querría desactivar o superar
en el centro mismo de la máxima vulnerabilidad y de la
máxima agresividad: el caso extremo y periférico
del "atentado suicida" no puede impedirnos establecer
una relación, en nuestras propias ciudades, entre la creciente
inmaterialidad de los intercambios sociales y el aumento del
acoso sexual, los malos tratos domésticos o la delincuencia
armada. Cada vez se nos ataca más desde ahí;
cada vez tenemos que defendernos más desde ahí.
La obsesión por la seguridad (en un mundo, al mismo tiempo,
de alta tecnología y altos valores institucionales) nos
devuelve al marco más primitivo, al calor original de
los cuerpos que se agarran con los dientes y se desgarran con
las uñas: esa atmósfera pre-histórica en
la que la proximidad, la existencia misma del otro, es ya una
amenaza. En el mes de mayo del 2003 los medios de comunicación
se hicieron eco -en un tono relajado que demuestra hasta qué
punto se ha naturalizado este retroceso- de la inminente salida
al mercado de la No-contact-jacket, una chaqueta eléctrica
que sus creadores definían como una "armadura capaz
de emitir una descarga de 80.000 voltios" y dentro de la
cual las mujeres estarían protegidas, en sus salidas a
la calle, de "los abrazos no consentidos". "Encajonando
todo el cuerpo en esta cerca eléctrica -declaraba el diseñador
Adam Whiton- se forma una barrera en la que nadie entrará,
so pena de quedar electrocutado". ¿No vemos todo
el parentesco entre esta "coraza tecnológica"
que convierte al cuerpo en una prisión agresiva y el "cinturón
explosivo" que lo convierte en una tumba armada? ¿No
hay que pensar ambos adminículos en el mismo horizonte
de un retroceso monstruoso a la centralidad de los cuerpos? El
cinturón-suicida palestino es en realidad la prolongación
natural y la respuesta (en una atmósfera de terror cavernícola
y de locura neandertal) a la chaqueta-eléctrica occidental.
Hace falta sentirse muy desprotegido, muy vulnerable, muy amenazado,
para responder a un contacto con un calambrazo; hace falta sentirse
aún más desprotegido, aún más vulnerable
y aún más amenazado, para responder a una agresión
haciéndose saltar por los aires. Llegados a este punto,
la cuestión es saber qué clase de contrato podemos
construir criaturas tan radicalmente amenazadas, por cuánto
tiempo podremos aún seguir auto denominándonos
humanidad y si no deberíamos inventar de una vez
por todas, en lugar de un nuevo sistema de seguridad, una nueva
casa para el hombre.

Notas del
autor y CSCAweb:
1. He abordado
ya este asunto en dos artículos anteriores: Wafa
Idris: el milagro funesto
y El
atentado suicida: la negación 'sí'
2. Frase pronunciada por José María Aznar ante
la Conferencia sobre Terrorismo organizada por Noruega en septiembre
del 2003. Ver, por ejemplo, El País, 23 de septiembre
2003.
3. Ver, por ejemplo, diario El Mundo, jueves 15 de enero
del 2004, sección España.
4. Citado por Norman G. Finkelstein en Imagen y realidad de
conflicto palestino-israelí, pág. 38, Ed. Akal,
Madrid 2003.
5. Uri Blau, Israel: conversaciones de guerreros, publicado
por Kol Ha'ir y traducido al castellano por Germán Leyens
(www.rebelion.org/sociales/blau130102.htm).
6. Ver el artículo de Neta Golam, El asesinato de Muhammad (carta de Israel)
traducido
por Germán Leyens.
7. Citado por Gideon Levy en un artículo de Ha'aretz
reproducido en castellano el 27 de noviembre del 2003 en
www.rebelion.org/palestina/031127levy.htm
8. Ver Finkelstein, op.cit., pag. 201 y siguientes.
9. Tomado de la -por lo demás- muy valiente intervención
de Yonathan Shapira en el simposio celebrado el 18 de enero del
2004 y organizado por el Departamento de Política y Gobierno
de la Universidad Ben Gurión.
10. Para esta visión del nazismo como una obra fundamentalmente
sanitaria y moralmente elevada, acudir al citado Finkelstein,
op. cit, pág. 207 y siguientes; y al excelente Diccionario
crítico de mitos y símbolos del nazismo, de
Rosa Sala Rose, Acantilado, Barcelona 2003, pág. 230 y
siguientes.
11. Todas estas frases del historiador Benny Morris proceden
de la entrevista que en enero del 2004 le hizo Ari Shavit en
el diario israelí Ha'aretz, traducida al castellano
por Germán Leyens (ver Dr.
Benny y Mr. Morris). [Sobre las declaraciones de Morris, véase
en CSCAweb: La
expulsión: una medida cada vez más popular para
enfrentarse al "problema demográfico" en Israel y enlaces relacionados.
Nota CSCAweb.]
|