Washington no paga traidores:
la delicada situación del régimen de Musharraf
tras la intervención en Afganistán
Ignacio Gutiérrez De Terán*
CSCAweb (www.nodo50.org/csca), 17 de enero
de 2001
La delicada
situación en la que se encuentra el gobierno de Musharraf
podría incitar a pensar que Paquistán ha caído
en una especie de celada magistral de EEUU. En primer lugar,
se le ha obligado a volverse contra el régimen talibán,
inspirado y amparado por Islamabad con la ayuda de Arabia Saudí
y la aquiescencia del mismo EEUU, y tras ello EEUU no ha cumplido
su promesa de promover un cambio de gobierno en Afganistán
que no dañe los intereses regionales de Paquistán.
Por si fuera poco, EEUU ha ido reduciendo progresivamente el
monto de las ayudas económicas anunciadas al principio
de la campaña bélica, y la adopción de medidas
concretas para la condonación de parte de la deuda quedan
supeditadas a avances en la lucha interna contra el integrismo
islámico.
Más de un ciudadano paquistaní asiste
a las nuevas realidades regionales emanadas de la guerra de Afganistán
debatiéndose entre la sorpresa y la turbación.
La reciente escalada de tensión entre su país y
la India a propósito de Cachemira no tiene nada de excepcional
ni tampoco el cariz de sus relaciones con algunos estados de
la zona. Desde 1947, fecha de la creación de Pakistán
y la India, ambos países mantienen un litigio constante
sobre la región de Cachemira trufado de numerosos altercados
diplomáticos y enfrentamientos armados. Por lo tanto,
la respuesta airada del gobierno indio al atentado contra el
parlamento nacional en diciembre de 2001 y sus acusaciones sobre
la vinculación de Pakistán con los movimientos
separatistas de la Cachemira india no están en el origen
de la referida sensación de sorpresa y turbación.
Lo que ha llamado la atención de propios
y extraños ha sido la actitud de EEUU hacia el gobierno
de Perwez Musharraf en el contexto de la crisis actual: Washington
ha optado por mostrarse "muy" comprensiva con las reclamaciones
de Nueva Delhi y se ha negado, a despecho de las peticiones de
Islamabad, a emplear a su diplomacia para atemperar las amenazas
indias. Más aún, ha urgido a Musharraf a ejercer
la mayor presión posible sobre los grupos islamistas de
Cachemira con los que mantiene algún tipo de vínculo
al tiempo que ha recalcado la responsabilidad del extremismo
islámico en el fomento de las tensiones regionales. Este
repentino desamparo, que tanto contrasta con el protagonismo
otorgado por Washington a Islamabad en el transcurso de la campaña
de Afganistán, ha permitido que el tono conminatorio de
Nueva Delhi haya ido en aumento a medida que Musharraf se ha
visto obligado, presionado por unos y otros, a emprender acciones
impensables hace un tiempo como clausurar las sedes de las formaciones
cachemiras en territorio paquistaní y arrestar a sus dirigentes
y activistas.
Trampa contra Paquistán
La delicada situación en la que se encuentra
el gobierno de Musharraf podría incitar a pensar que Paquistán
ha caído en una especie de celada magistral. En primer
lugar, se le obliga a volverse contra un régimen (el de
los talibanes) inspirado y amparado por Islamabad con la ayuda
de Arabia Saudí y la aquiescencia del mismo EEUU y después
se le impide tomar parte en la formación de un grupo dirigente
afgano afín a sus intereses. La conferencia de Bonn en
la que se decidió la composición de un gobierno
de transición de seis meses consagró la marginación
de Islamabad. Ésta no las tiene todas consigo con Hamid
Karzai, nombrado presidente interino, promovido por los estadounidenses
y líder de una facción pashtún opuesta desde
hace años a los talibanes y, por ende, no demasiado afín
a los servicios de inteligencia militar paquistaní. Por
si fuera poco, los representantes tayicos, pertenecientes a la
segunda etnia más importante de Afganistán tras
los pashtunes y enemigos políticos de Paquistán,
han conseguido las tres carteras ministeriales más relevantes
(interior, defensa y exteriores) mientras que el resto de componentes
de la Alianza del Norte, aunque descontenta con el reparto de
poder como en el caso del uzbeco Abdel Rashid Dostum, gozan de
una situación de ventaja respecto de las posibles opciones
propaquistaníes. Éstas, tras el fin de los talibanes
y la incorporación de numerosas facciones pashtunes al
bando prooccidental de Karzai y el rey Záhir, han ido
reduciéndose hasta el punto de hacer creer a algunos analistas
paquistaníes que su país ha perdido su ascendente
tradicional sobre Afganistán. De este modo, Islamabad
se encuentra hoy, meses después de iniciada la campaña
internacional contra el terrorismo, aislada en un medio hostil
en el que, China, el único vecino con trazas de estar
dispuesto a ofrecerle un mínimo apoyo, sospecha que Paquistán
tiene mucho que ver con la agitación nacionalista de la
región de Xinguián, región china de mayoría
musulmana.
EEUU no ha cumplido su supuesta promesa de promover
un cambio de gobierno en Afganistán que no dañe
los intereses regionales de Islamabad y, por si fuera poco, ha
ido reduciendo progresivamente el monto de las ayudas económicas
anunciadas al principio de la campaña bélica. Los
mil millones de dólares iniciales se han ido diluyendo
hasta quedar apenas en un centenar, y la adopción de medidas
concretas para la condonación de parte de la deuda quedan
supeditadas a avances en la lucha interna contra el integrismo
islámico.
India y EEUU
La teoría de la celada orquestada contra
Paquistán responde a la convicción de que la guerra
de Afganistán -primera etapa de la gran campaña
estadounidense contra el terrorismo islámico- perseguía
en última instancia la neutralización del arsenal
nuclear paquistaní y la adhesión definitiva de
la India al organigrama diseñado por Washington para el
Asia Central del futuro.
La relación de Washington con la India a
lo largo de los últimos cincuenta y cinco años
refleja con nitidez la importancia de ésta en la configuración
geopolítica estadounidense, ya que a pesar de sus escarceos
con la Unión Soviética y las tensiones recurrentes
con Paquistán, el gran aliado tradicional de EEUU en la
región, Washington nunca consideró a Nueva Delhi
como un enemigo sino como un amigo en potencia, tal y como se
expone en el Informe Hinduftva de 1971 sobre la guerra
indio-paquistaní en Bangladesh. De hecho, la gente de
Paquistán siente desde hace años que Washington
apoya las tesis indias y dirige por control remoto los proyectos
de cooperación económica y militar desarrollados
por Israel con la India. Sin duda alguna, ésta va a desempeñar
un cometido de primer orden en la próxima gran prueba
estadounidense en Asia, encaminada, ya sea por medios económicos,
políticos o quién sabe si militares, a conjurar
el peligro representado por China. Para la Casa Blanca podría
resultar de gran importancia aparecer ante la población
de India como el desactivador principal de la cuestión
cachemira y la gran potencia que colocó a la India en
un rango de primer orden en la lucha contra el terrorismo islámico
en el que, paradójicamente, Paquistán debe arrastrar
el sambenito de promotor indirecto del mismo.
La estrategia de EEUU
Que Paquistán haya caído o no en
una trampa múltiple entra dentro de las suposiciones inherentes
al juego geoestratégico de EEUU, cuyas oscilaciones en
política exterior pueden resultar desconcertantes para
quienes desconocen el contenido de su plan general de acción.
Con celada o sin ella, la resaca afgana ha vuelto a demostrar
que el régimen paquistaní, lo mismo que otros países
musulmanes y de eso llamado "Tercer Mundo", cuentan
con muy pocas opciones como rehenes que son de una relación
de alianza asimétrica con la gran potencia mundial. Ésta
decide cómo y cuándo se articulan los parámetros
de dicha relación y hasta dónde llegan las atribuciones
de los regímenes colaboradores, preocupados en primer
lugar por mantenerse en el poder.
He aquí la moraleja de lo que ha sido hasta
ahora la singladura paquistaní en la gran astracanada
de la lucha internacional contra el terrorismo: los únicos
dentro del país que han sacado tajada del apoyo incondicional
a aquélla han sido Musharraf y su régimen. No es
una casualidad que el ataque contra Afganistán haya tenido
lugar bajo la hégida de un general golpista que echó
abajo un gobierno elegido en las urnas cuyo principal defecto
se resumía, según las imputaciones occidentales,
en mantener vínculos estrechos con algunos grupos islamistas.
Condenas y aspavientos aparte, la tranquilidad con la que EEUU
asistió en 1999 a la caída del primer ministro
Nawaz Sharif (al que se le acusa incluso de haber financiado
su campaña electoral con fondos de Bin Laden) y el ascenso
de Musharraf encuentra su explicación hoy. El ex presidente
Bill Clinton lo reconocía de forma implícita días
después del 11-S cuando venía a decir, en referencia
a la disponibilidad paquistaní, que se contaba con una
colaboración que hasta hacía unos años no
existía, lo cual permitía "opciones tácticas"
inexistentes con anterioridad. Aun cuando deba dudarse de la
integridad de buena parte de los sistemas democráticos
del Tercer Mundo (y del primero también), azotados por
la corrupción, la violencia y la manipulación,
nadie duda que los norteamericanos no lo habrían tenido
tan sencillo en Afganistán de no haberse producido un
golpe de estado dos años antes en Paquistán. Tampoco
habrían obrado a sus anchas en la Península Arábiga
diez años atrás ni habrían atacado Iraq
ni habrían impuesto a éste un embargo brutal si
la opinión pública local pudiese haber expresado
su postura y determinado de algún modo la actitud de sus
dirigentes. A los paquistaníes no les queda ni el consuelo
de haber tenido la oportunidad de debatir en público y
con libertad los pros y los contras de la alianza de su país
con los EEUU.
La estrategia a seguir ya estaba decidida entre
sus mandatarios y los enviados estadounidenses, que saben perfectamente
que la falta de libertades en los países musulmanes les
permite conseguir dos grandes objetivos: 1) que la animadversión
de buena parte de la población, a la que ni siquiera se
permite manifestarse, no se traduzca en acciones políticas
perjudiciales para sus intereses 2) que los regímenes
locales, deslegitimados y asentados en el poder por la fuerza
y el abuso, vean en Washington el único garante de su
continuidad. Así, y ahí está el ejemplo
de Arabia Saudí desde la guerra del Golfo hasta hoy, azotada
por el paro, la deuda, las disensiones sociales y la pérdida
de todo control sobre los precios del petróleo, los réditos
acaban resultando magros para el país en general.
Musharraf ha introducido su nación en una
angustiosa espiral: cada concesión implica otra, cada
paso dado para contentar a EEUU constituye una dejación
más de la voluntad popular. Hasta la cuestión de
Cachemira, que ha representado para muchos dirigentes paquistaníes
un dominguillo ideológico de masas tan eficaz como el
de Palestina para otros tantos regímenes árabes,
corre peligro de diluirse. Con el vendaval actual, Musharraf,
que justificó el derrocamiento de Sharif esgrimiendo -entre
otras cosas- la tibieza de éste sobre la reivindicación
nacional cachemira, no ha podido hacer valer sus distingos entre
el terrorismo y la lucha nacional legítima que, según
él mismo, llevan a cabo muchos cachemires en aras de la
independencia. Todo ello redunda en beneficio de la India, que
ha venido obviando de forma sistemática el sentir de los
habitantes de la franja cachemira bajo su mando y que ya, tras
las declaraciones del secretario general Kofi Anán de
marzo pasado, ha conseguido que Naciones Unidas se desentienda
del proyecto de referéndum aprobado en 1948 y confirmado
con posterioridad. Lo mismo que en el Sáhara, donde el
referéndum de autodeterminación parece definitivamente
descartado, EEUU ha utilizado a NNUU como el brazo ejecutor de
su política globalizadora de premios y castigos en virtud
de un sorteo que en esta ocasión ha favorecido, como en
el caso de Israel con Palestina o Marruecos con el Sáhara,
al que desprecia la voluntad y el derecho de las gentes del lugar.
Pero, como se ha dicho ya, a Paquistán le
ha quedado poco. Su papel ahora debe reducirse al de desactivar
en la medida de lo posible el factor islámico, la única
variable, hoy por hoy, que puede descabalar la ecuación
geoestratégica de Estados Unidos para Oriente Medio y
Asia Central. Washington disfruta de un gran ascendente sobre
los mercados, las reglas del comercio y las instituciones financieras
mundiales que hacen los préstamos y diseñan las
reformas estructurales; guarda en su puño a numerosos
regímenes locales que dependen de su apoyo mediático
y político y mantiene ocupados a otros tantos esgrimiendo
y sugiriendo amenazas reales o ficticias por parte de los estados
vecinos; y por si esto no bastara, conserva en la zona importantes
contingentes militares prestos a neutralizar cualquier amago
de amenaza. Pero el factor islámico queda fuera, por ahora,
de su control absoluto. De ahí todas las teorías
sobre el choque de civilizaciones y las diatribas contra el islam:
EEUU y Occidente en general se han percatado de que algo tan
abstracto y en según qué casos tan impredecible
como la religión en un espacio geográfico donde
el islam aporta el principal referente ideológico y social
constituye una grave amenaza para sus intereses. Como éstos,
a la fuerza, excluyen los intereses de la población local,
EEUU necesita de herramientas para desactivar la capacidad de
acción política del factor religioso. Como buen
imperio, a los focos de poder de EEUU no les importa que les
odien sino que este odio no se traduzca en hechos concretos.
Una vez encarrilado el proceso de dominio en buena parte del
mundo islámico, Washington quiere que sus gobiernos aliados
restrinjan al máximo no sólo la actividad política
y social de los partidos y organizaciones islamistas del signo
que sean sino que, también, elaboren una ideología
islamista general que no ponga en duda la hegemonía estadounidense.
O, en términos concretos, que el mismo EEUU den el visto
bueno a lo que se escribe en los manuales escolares y se dice
en los centros religiosos. En esta táctica se inscriben
las consignas dadas por los dirigentes saudíes a su ministerio
de Asuntos Religiosos así como la decisión de Musharraf
de cerrar las escuelas coránicas "fanáticas"
y cambiar los criterios de enseñanza islámica.
De todo esto se deriva a la fuerza un perjuicio para estos regímenes.
Si bien es cierto que tras el desfonde de las corrientes izquierdistas
la mayor parte de la oposición a los gobiernos corruptos
musulmanes procede del sector islamista, también es verdad
que aquéllos han utilizado la religión como instrumento
de legitimación y, a la vez, vía de escape para
las tensiones sociales. Con esta nueva imposición, tales
mandatarios corren el peligro de que el uso "fascinatorio"
del islam pierda su vigor y se vean aún más aislados
dentro de su propio territorio.
Algunos sostienen que estos países no tienen
otro remedio que aceptar los dictados norteamericanos. Que la
negativa de Paquistán a abrir su territorio a las fuerzas
estadounidenses o la renuncia de los países árabes
a sustentar el embargo a Iraq o a salir en defensa de Palestina
resultarían fatales para los países en cuestión.
Pero es falso. Sí tienen otra salida: ampliar la base
del poder y permitir que la población asuma sus riesgos,
compartir con todos la responsabilidad de tomar decisiones vitales
y no renunciar nunca al derecho a la legitimidad y la voluntad
popular. Pero eso, en el momento actual, es pedir un potosí,
porque los regímenes de muchos estados musulmanes han
decidido hace tiempo el camino a seguir para salvaguardar sus
propios intereses. Por eso, hoy, no les queda más remedio
que obedecer: Washington locuta est.
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