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Agenda 2001


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Agenda 2001 - El ataque contra EEUU y sus consecuencias

Y lo peor está por venir

Ignacio Gutiérrez de Terán
Arabista, miembro de Consejo de Redacción de Nación Árabe

25 de septiembre de 2001
CSCAweb

"Mañana, cuando la maquinaria ultramoderna de su ejército haya arrasado este o aquel país y una vez que los pilotos de los cazas ultrarápidos y ultramortíferos hayan hablado en directo por televisión y en plena acción de castigo del soberbio espectáculo de luz y sonido generado por los bombardeos, muchos estadounidenses se irán satisfechos a su cama convencidos de que se ha dado un lección que nunca olvidarán a quienes hostigan los principios máximos de la civilización y ponen en duda que América es grande. Probablemente no repararán en que bajo las ruinas dejadas por los "daños colaterales" en Afganistán o vete a saber dónde yacen personas que no valen ni más ni menos que los muertos de las Torres Gemelas"

La aparatosidad de la campaña bélica estadounidense tras los atentados de Nueva York y Washington no presagia nada bueno. Mal empieza una guerra que ni siquiera tiene un objetivo claro más allá de la vaguedad del terrorismo islámico que nadie sabe bien dónde empieza ni dónde acaba. Una guerra así sólo puede conseguir enardecer los ánimos de quienes ven en este terrorismo la forma más eficaz de enfrentarse a los EEUU y todo lo que representan. Por supuesto, las represalias no sólo van a afectar a aquellos individuos, grupos e incluso estados que merecen el calificativo de terrorista a ojos de Washington; también van a constituir una llamada de atención para quienes recelan de la hegemonía estadounidense y se declaran opuestos a ciertas corrientes como la globalización, la cual es percibida por muchos como una reformulación de la dominación estadounidense-occidental sobre el resto del planeta. Si el clamor de venganza de muchos norteamericanos y el histerismo castrense de sus medios de comunicación han de ser directamente proporcionales al nivel de contundencia y violencia que el ejército de los EEUU debería emplear contra el enemigo, cualquiera que sea, habría que pronosticar una guerra devastadora con miles de muertos, mutilados y desplazados. Un futuro, en fin, de hambre, destrucción y miseria para una región y, si se confirman los presagios, para un país como Afganistán que ya está bien servido de desgracias.

Precisamente, el pero de esta magnífica catarsis nacional que se prepara en Estados Unidos para consuelo de un Estado y un pueblo heridos en su más profundo orgullo y atónitos aún ante una tragedia que nunca les debería haber pasado a ellos radica en la escasa entidad del adversario. El Afganistán de los talibanes no llega a la categoría de estado, como Iraq o Yugoslavia. Tampoco cuenta con un ejército regular ni un arsenal militar que las instancias y medios de comunicación pertinentes puedan magnificar día a día en el antes de la gran batalla con datos y "revelaciones" alarmantes que confieran un barniz de supuesto equilibrio a lucha tan desigual. Ni siquiera se le puede imputar al gobierno talibán la posesión de almacenes secretos con armas químicas, biológicas o de otro tipo. En definitiva, y al contrario de lo que ocurriera en la Guerra del Golfo, no hay modo de elevar a los talibanes al rango de máximo peligro mundial.

Afganistán es un yermo regido en su mayor parte por un grupo de fanáticos retrógrados cuyo único logro aparente había consistido, hasta ahora, en mantener cierto margen de seguridad y estabilidad en territorios donde los enfrentamientos armados se habían hecho endémicos. Además, el movimiento de los talibán ha de vérselas con una oposición armada en el norte que, aprovechando el cerco levantado contra el gobierno de Kabul, ha intensificado sus acciones. De esta oposición o una porción de la misma al menos sólo puede decirse que su grado de fanatismo y bandolerismo queda un punto por debajo del de los talibanes. En todo caso, la CIA puede dar fe de la catadura de unos y otros puesto que ella desempeñó hace años un papel relevante a la hora de armarlos y adiestrarlos.

No es previsible, por lo tanto, que el impresionante despliegue de efectivos bélicos posterior a los atentados del 11 de septiembre desemboque en un simple ataque con misiles contra objetivos militares de muy poca entidad. Con la frivolidad y tendencia al show que les caracteriza cuando se trata de evaluar los derroteros de sus campañas bélicas, los dirigentes y analistas norteamericanos hablan sobre acciones de comandos e incursiones relámpago para atrapar a Osama bin Laden, el gran culpable contra el que nadie tiene pruebas fehacientes. Por supuesto, cualquier tipo de represalia que se decida, ataques selectivos, bombardeos indiscriminados o incursión terrestre, dejará un reguero de muertos y múltiples guerras civiles entre las facciones armadas deseosas de hacerse con el legado talibán. Pero, ¿bastará todo eso para saciar la sed de venganza de muchos norteamericanos y rehabilitar a una administración cuyos cuerpos de seguridad han fallado estrepitosamente a la hora de prevenir los atentados del 11 de septiembre?

Sobre lo primero, el desquite nacional dependerá del grado de orgullo patriótico que se desprenda de las acciones bélicas y la capacidad del ejército para efectuar su operación con el menor número de bajas posibles. El después de los atentados ha dejado ya buenas pruebas de un patriotismo que encierra una conclusión quizás hiriente para quienes alardean, en occidente y fuera de él, de contarse entre los colaboradores de los EEUU en esta lucha mundial contra el terrorismo: los norteamericanos, en periodos de crisis, creen con mayor firmeza todavía que ellos son los verdaderos protagonistas y salvadores de este mundo; que ellos se bastan para desfacer entuertos y que a los demás les queda un cometido marginal. Lo segundo puede deparar aún consecuencias mayores. Resulta extraño que un país como los EEUU, donde la seguridad es una obsesión, haya sufrido el mayor ataque terrorista de la historia. El protagonismo que estas instancias han querido recuperar en días posteriores no ha contribuido ha mejorar su imagen. Tanto el FBI como la CIA se lanzaron a difundir las identidades de los terroristas y sus vínculos con organizaciones islamistas mundiales con una rapidez pasmosa, y a las pocas horas ya todo el mundo hablaba sin tapujos de un ataque islámico radical alentado por Osama bin Laden.

Pero la confusión posterior confirmó la ineptitud de los servicios de seguridad: nombres de supuestos terroristas suicidas que, al poco, aparecían en otros lugares del mundo diciendo que ellos seguían con vida y no tenían nada que ver con actividades subversivas, detenciones de sospechosos que enseguida eran puestos en libertad, evidencias que no tardaban en revelarse como pistas falsas, etc. Más llamativo resultaba aún que las pesquisas posteriores revelaran que hombres fichados desde hacía tiempo por los servicios de inteligencia norteamericanos por sus vínculos con Osama bin Laden habían participado en los ataques. Muchos se preguntaron "¿cómo se explica que elementos conocidos por su peligrosidad hayan podido alquilar casas y coches, realizar numerosos vuelos dentro del país e inscribirse en cursos de pilotaje?" La celeridad con que se revelaron los nombres de los suicidas provocó sus suspicacias. Alguien llegó a sugerir que el único criterio seguido, inicialmente al menos, para definir la implicación de aquéllos habían sido sus nombres árabes. Por otra parte, y no se sabe si por razones que tienen que ver con un estado de histeria colectiva o con el artero propósito de preparar a la opinión pública para un ataque de gran envergadura contra los supuestos santuarios del terrorismo islámico, desde buena parte del mundo se dio a conocer que numerosos atentados suicidas con avión comercial habían estado a punto de producirse con anterioridad al de las Torres Gemelas y el Pentágono. Génova, Estrasburgo o la misma Madrid durante la Conferencia de Paz de 1991 iban a ser escenario de estos atentados que sólo la detención providencial de sus urdidores o las revelaciones de un "Estado islámico" pudieron evitar. Hasta un país en teoría alejado del radio de acción de los ataques islamistas contra intereses occidentales como Jordania dijo haber estado en un tris de sufrir una desgracia similar. Resulta alarmante que únicamente después de la tragedia del 11 de septiembre hayamos tenido conocimiento de esos intentos fallidos y más que los servicios secretos y autoridades de los países implicados no hayan informado con detalle a sus homólogos norteamericanos de lo que podría haber sucedido. Además, a la vista de la precisión y efectividad de la acción, sorprende el fracaso de las abundantes intentonas anteriores. Otro detalle digno de mención es la participación entusiasta del Mossad en la tarea de difundir revelaciones a mansalva sobre las actividades subversivas de determinados grupos y estados reacios a los intereses israelíes. Como no podía ser menos a la vista de que la lista de países "indudablemente hostiles" a EEUU se va estrechando, la papeleta le ha tocado a Iraq, cuyo régimen comienza a sospechar que la escasa entidad de Afganistán puede resultar fatal para sus intereses. Al Mossad y otros tantos servicios secretos habría que preguntarles por qué saben tanto ahora y tan poco hace unas semanas.

Este afán por dar cumplida respuesta a la agresión en un plazo "razonable" de tiempo desvela la noción que los EEUU tienen de su cometido mundial así como su particular concepto de justicia. El mismo presidente Bush anunciaba en el tono biblicomesiánico que viene caracterizando sus alocuciones desde el 11 de septiembre que quienes no estén con ellos están con el terrorismo, lo cual aporta otra muestra del maniqueísmo reduccionista que se quiere aplicar a la cuestión. "Justicia Infinita", el nombre de la operación de castigo cuyos límites no han sido definidos, no necesita acotaciones.

Lo más preocupante de todo esto, visto desde una óptica exclusivamente europea, es la postura complaciente de este lado del Atlántico ante la parafernalia de violencia ilimitada que Washington piensa ejercer contra quien le venga en gana y sin esperar la anuencia de nadie. Que el secretario general de la OTAN afirme que su organización no tiene por qué recibir pruebas de los EEUU sobre los autores del crimen para poner en marcha el ya famoso artículo 5 o que el ministro de Exteriores español venga a decir que cualquier acción de Estados Unidos recibirá el apoyo de los aliados y tendrá su justificación reafirma la condición de seguidismo que los estados europeos han asumido en su relación con Washington así como su incapacidad para delimitar sus propios intereses internacionales. Si las potencias que dicen hacer del derecho y la racionalidad pilares de su comportamiento confunden solidaridad con sumisión y se niegan a reclamar indicios incriminatorios antes de castigar al culpable, se comprende la mofa con que las autoridades norteamericanas han recibido la propuesta talibán de entregar a Bin Laden a cambio de pruebas fehacientes sobre su culpabilidad. Sólo en deferencia a Pakistán, pieza clave del ataque contra Afganistán, la administración Bush se ha comprometido a avanzar datos -no clasificados por supuesto- que atestigüen la implicación de Bin Laden y aliviar así la delicada situación del general Perwaz Musharraf, máximo dirigente pakistaní. Éste se arriesga a un levantamiento popular si no consigue convencer a su población de los beneficios de la estrecha colaboración anunciada con Washington.

Muchos estadounidenses se preguntan, no se sabe bien con cuánto de prurito retórico, cómo puede haber gente que les odie hasta el extremo de cometer una barbaridad como la de las Torres Gemelas. La nebulosa de grandeza y autosatisfacción que conforma la psique del ciudadano medio estadounidense les impide comprender que los ideales de democracia, igualdad y progreso que según ellos representan los EEUU son motivo de mofa en buena parte del planeta. La alusión a la barbarie, el fanatismo y el odio irracional que alegan algunos o el choque de culturas y civilizaciones que aducen otros suelen conformar la respuesta más socorrida, lo cual esconde a su vez uno de los vectores que guían los criterios de interpretación de no pocos norteamericanos, a saber, que buena parte de lo que pasa en este mundo se debe a que los malos desean acabar con las fuerzas del bien.

El problema de estos ciudadanos reside, entre otras cosas, en su incapacidad para imaginarse a numerosos ciudadanos del llamado Tercer Mundo preguntándose por qué los EEUU permiten e incentivan su misera y su postración; por qué apoyan a gobiernos represores y corruptos que conculcan los principios democráticos y por qué sus televisiones, cines y radios desprecian a religiones y culturas que son tan respetables como cualquier otra. Al menos, deberían explicarle a un ciudadano iraquí, desnutrido, enfermo y asqueado, por qué debe seguir padeciendo las más brutales sanciones de la historia moderna diez años después de terminado el episodio que dio lugar a las mismas. El problema de los súbditos de estos imperios absortos en su grandeza es que reclaman la atención de los demás para sus desdichas y muestran un desprecio absoluto por los terrores que su gobierno causa o contribuyea causar. Aunque parezca terrible, cientos de miles de habitantes de este mundo no sienten demasiada lástima cuando ven a un estadounidense caer muerto por muy inocente que sea. Muchos de los suyos han caído también directa o indirectamente por los EEUU o sus testaferros de muerte en forma de estados satélites y regímenes subsidiarios y, sin embargo, la generalidad de los estadounidenses no ha mostrado gran pesar. Al contrario, y esto no es menos terrible, han llegado a justificar, en Palestina por ejemplo, el asesinato de la población civil a manos de un ejército armado generosamente por su Administración.

Esta insensibilidad puede deberse a un exceso de cinismo, de ceguera, insensibilidad o, más probablemente, al aturdimiento producido por una propaganda global que ha atontado a los habitantes de EEUU y, por extensión, a los de Europa. Mañana, cuando la maquinaria ultramoderna de su ejército haya arrasado este o aquel país y una vez que los pilotos de los cazas ultrarápidos y ultramortíferos hayan hablado en directo por televisión y en plena acción de castigo del soberbio espectáculo de luz y sonido generado por los bombardeos, muchos estadounidenses se irán satisfechos a su cama convencidos de que se ha dado un lección que nunca olvidarán a quienes hostigan los principios máximos de la civilización y ponen en duda que América es grande. Probablemente no repararán en que bajo las ruinas dejadas por los "daños colaterales" en Afganistán o vete a saber dónde yacen personas que no valen ni más ni menos que los muertos de las Torres Gemelas, el Pentágono o Pittsburg; que sólo porque los canales de televisión no retransmitan su dolor ni entrevisten a sus familiares ni nos hablen de qué iban a hacer o dejar de hacer ese día dejan de ostentar el triste rango de víctimas inocentes. "Qué grande es América" exclamarán satisfechos peatones y automovilistas,"qué lección de justicia" dirán los analistas y políticos al alimón y todos tan contentos. Pero ¿quién se acordará de la víctimas de tanta grandeza y lección magistral? Sólo, años después, cuando alguien se inmole en un avión, una oficina o una estación de trenes otro alguien sugerirá tímidamente que, a lo mejor, se trata de uno de esos niños que deambulaban errantes por entre las ruinas de Kabul o vete a saber dónde. Deambulaba y al tiempo su mirada seguía el rastro de un caza poderoso a bordo del cual un piloto hacía orgulloso el signo de la victoria (America is great!). Una mirada que más que odio albergaba un desprecio... infinito.