José Eugenio Stoute*
Revista Portada – Noviembre/Diciembre de 2015/ N° 25
El debate sobre la posibilidad y necesidad de una Asamblea Nacional Constituyente tiene una larga historia que se inicia con el Gobierno de Guillermo Endara. Ya entonces, en los albores de los gobiernos post invasión, existían corrientes que consideraron como una lamentable oportunidad perdida el no haberla convocado. Posteriormente, en el gobierno de Mireya Moscoso, y ante la crisis abierta por la escandalosa ratificación como magistrados de la Corte Suprema de Justicia, por la Asamblea de Diputados, de Alberto Cigarruista y Winston Spadafora, el Presidente en ese entonces de ese órgano del Estado declaro: “la crisis afecta por igual a los tres órganos del estado…..es la más grave en la historia de la institución legislativa…..y de no levantarse la inmunidad la totalidad de los legisladores, puede colapsar el órgano legislativo”. Seguidamente advirtió de un posible colapso institucional del régimen político, que sólo podría evitarse mediante lo que llamó “una modernización constitucional integral”.
El debate ha continuado, configurándose dos claras corrientes: quienes abogan por la convocatoria del poder Constituyente y los que defienden reformas más o menos importantes a la actual Constitución. El Presidente Varela incluyo en su programa electoral la necesidad de convocar una Constituyente Paralela, reafirmándose en ello incluso a inicios de su gobierno. Un año después dicha intención ha sido cancelada o cuando menos postergada en razón de que “no es el momento”, lo cual resulta cierto si consideramos que para ello requeriría del acuerdo de la Asamblea Nacional, y por su actual composición la misma podría desvirtuar cualquier reforma que la afectase o incluso provocar el rechazo del proyecto. Y ello sin entrar a especular sobre cuáles serían las reformas que propondría el gobierno Varela o cuáles serían las modificaciones sustanciales que se introducirían en una nueva carta constitucional.
Por otra parte, y tal como ha demostrado la larga historia de las constituyentes, estas han surgido como resultado de “factores de fuerza”, y, en nuestro caso, fuera del arco legislativo no existe de momento ninguna corriente con la fuerza necesaria para forzar su convocatoria. Por lo tanto hemos de concluir que no existe posibilidad de satisfacer la aspiración constituyente, al menos mientras permanezcan las actuales condiciones políticas.
Pero, al margen de su posibilidad, ¿la misma es necesaria? La pregunta es pertinente puesto que un asunto es su posibilidad y otro muy distinto su necesidad. En efecto, la necesidad de una constituyente emerge de la crisis instalada en el régimen político, que es algo que va mucho más allá de una crisis institucional. Si entendemos por régimen político el conjunto de las instituciones que regulan el ejercicio del poder y de los valores reales que les dan contenido, incluyendo la forma de selección de la denominada «clase política», tendremos que aceptar que lo que hoy está en crisis afecta al corazón mismo de la forma de gobernarnos. En Panamá, esta estructura organizativa está integrada por el órgano ejecutivo, el legislativo y el judicial, así como por el sistema de partidos consagrado en la Constitución, a lo que se suman las reglas del proceso eleccionario establecidas en el actual Código Electoral.
Una mirada al Poder Judicial nos alerta de su posible colapso. Solo hay que recordar sus más connotados escándalos, empezando por aquél Magistrado que, pese a existir pruebas más que suficientes de su corrupción, no fue posible su condena por no alcanzarse los votos necesarios en la Asamblea de Diputados. Posteriormente, la ratificación de dos Magistrados se logró mediante las compra escandalosa de los pocos votos legislativos que se necesitaban para ello, todo lo cual fue denunciado a viva sin voz sin que se evitara su toma de posesión. Bajo el gobierno de Martinelli otro Magistrado se vio obligado a renunciar por el repudio generalizado de la sociedad por sus escandalosas actuaciones dolosas. Y bajo el gobierno de Varela, un Magistrado ha reconocido su enriquecimiento ilícito, aceptando una condena de cinco años de prisión, para con ello librarse de acusaciones aún más graves. Y finalmente, otro Magistrado prefirió renunciar al cargo y someterse a la justicia ordinaria para evitar las consecuencias de un juicio parlamentario.
Por si fuera poco todo lo anterior, dos Magistrados, cada cual en su momento y en el ejercicio de su cargo, han denunciado públicamente actos de corrupción de sus pares, llegando incluso uno de ellos a reconocer que no quedaba otra salida que clausurar la Corte Suprema de Justicia. Si todo ello ocurre en el más alto tribunal de la Nación, resulta innecesario adentrarse en los vicios de todos conocidos que aquejan al resto del sistema, máxime cuando la mayoría de los jueces carecen de estabilidad, por lo que están sometidos al “mando y ordeno” de sus superiores jerárquicos.
Otro tanto acontece en la Asamblea de Diputados, órgano que por más visible acoge con mayor virulencia el generalizado repudio ciudadano. Solo recordar que durante el quinquenio pasado los 71 legisladores dispusieron de más de 400 millones de balboas que al día de hoy se desconoce su utilización pues ninguna autoridad les ha exigido un rendimiento de cuentas. Durante ese período, la Asamblea fue transformada en un verdadero circo en que los de los diputados de gobierno fueron convertidos en una mayoría de “obediencia perruna”, al decir de unos de nuestros prominentes intelectuales.
En el gobierno actual, el llamado “pacto legislativo”, si bien sirvió para viabilizar los nombramientos del actual Contralor y la Procuradora y otros cargos importantes y probos, más allá de eso se transformo un escandaloso vehículo de chantaje al Ejecutivo para la obtención de nombramientos en la estructura gubernamental y para plagar de funcionarios adeptos al partido en la institución legislativa.
En cuanto al Poder Ejecutivo, existe un amplio consenso en que deben ser recortadas sus facultades y establecidos controles y verdaderos contrapesos, puesto que en la actualidad dispone mayores poderes y menores controles que el propio Presidente de los Estados Unidos, lo que posibilita abusos, extralimitaciones y corruptelas. Electo el Presidente, este se autonomiza completamente de la sociedad, al extremo que gobierna como si no la representara.
El régimen electoral, que es responsable en parte de la escasa representatividad de la mayoría de los diputados, debe ser profundamente reformado, tanto en la variación de los actuales circuitos electorales, para así disminuir o paliar el cáncer del clientelismo, como posiblemente, quizá, en el establecimiento de una votación por lista a nivel nacional, utilizando para ello un sistema proporcional. Tómese en cuenta que en la actualidad existen curules ocupadas por diputados a los que se les comprobó la utilización ilícita de dineros del Estado en sus campañas.
Si bien a nuestro juicio no están dadas hoy las condiciones para la convocatoria de una Asamblea Constituyente, no por ello es menos cierto que existe una imperiosa necesidad de avanzar urgentemente por ese camino. La pérdida de representatividad de los órganos de gobierno, es más, podríamos afirmar que del régimen político, se traduce cada día notoriamente en una pérdida de legitimidad del propio sistema. O dicho de otra forma, el necesario consenso de los ciudadanos para ser gobernados es cada día más escaso, y prueba de ello son la multitud protestas diarias orientadas a satisfacer una deuda social que los ciudadanos entienden que deben buscarla por vías distintas a la de sus supuestos “representantes”.
*Analista político