David Brooks
Las imágenes de la ola de refugiados que inunda Europa se observan en todo rincón de este país, en las cenas se escuchan conversaciones muy informadas con los últimos detalles de los dramas que se viven, los tuits se intercambian entre personas muy conscientes para que todos, al instante, estén bien enterados, y finalmente el gobierno de Barack Obama anuncia su enorme gesto humanitario y generoso de que aceptará a 10 mil sirios el próximo año.
Mientras tanto, el viernes pasado se marcó el 14 aniversario de la fecha que ha dejado tan profunda huella en este país: el 11 de septiembre. Las dos columnas de luz que alcanzan el cielo brotan desde donde estaban las Torres Gemelas, mientras miles de turistas se congregan alrededor del sitio para observar el monumento/fuente/hoyo y la peregrinación de los familiares de los fallecidos; se inauguró un monumento más para recordar la fecha en el sitio donde cayó el avión en Pensilvania ese día, y también se marcó la fecha en el Pentágono.
Han pasado 14 años del acto que desató una guerra infinita y que ha cambiado para siempre este país y, a la vez, destruido a otros con invasiones, intervenciones, bombardeos, el armamento y financiamiento de milicias, misiones de asesinato a control remoto por drones,el estrangulamiento económico y secuestros y desapariciones en nombre de la guerra contra el terror justificada por algo que ahora se llama 11-S.
Los refugiados huyen justo de esos países destruidos en nombre de la libertad, la democracia y los derechos por Estados Unidos y varias naciones europeas, aunque el discurso oficial y los medios aquí no suelen hablar de este círculo. Es como si todos estuvieran viendo alguna catástrofe natural, como si ellos no tuvieran nada que ver, como si las guerras fueran espectáculos y los ciudadanos estadunidenses y europeos fueran invitados sólo como observadores.
Aún es difícil entender –aunque sí se puede medio explicar– cómo fue que estos observadores permitieron que pasaran 14 años en los cuales sus gobiernos devastaron países enteros y aterrorizaran a millones de madres, padres, hijos, artistas, músicos, obreros, estudiantes, niños, o sea, gente con sueños, amores y preocupaciones igualitos a los suyos. No es que todos lo permitieran, muchos expresaron su oposición, pero el punto es que no los suficientes y así, y por ello, otros siguen sufriendo múltiples 11-S y sus nombres no son recordados en las ceremonias del aniversario.
De hecho, durante todo este tiempo se ha buscado que la memoria social sea suprimida por la oficial, la cual omite asumir responsabilidad por la devastación de los países de donde ahora huyen millones, los refugiados de las bombas y balas de Washington y Londres, entre otros.
Esta supresión de la memoria ha llegado a tal nivel que los políticos aquí parecen no tener ninguna urgencia patriótica para rescatar a los rescatistas de ese día. Más de 70 mil residentes de todas partes de este país (incluidos inmigrantes) respondieron a esa tragedia. Por ejemplo, recuerdo que un hombre de Kentucky vio por televisión la noticia, fue al banco a retirar sus modestos fondos, se subió a su coche y manejó sin descansar más de 12 horas, llegó a Nueva York, ciudad que jamás había conocido, pidió direcciones a la zona cero y de inmediato se sumó a una fila de voluntarios buscando sobrevivientes entre los escombros humeantes de las torres. Comentó que muchos de su brigada no hablaban inglés, sino varios idiomas, pero afirmó que todos se entendían, que ese día: todos éramos iguales, todos éramos hermanos.
Unos 33 mil de esos rescatistas voluntarios junto con cientos de bomberos y de gente de primeros auxilios padecen enfermedades hoy día vinculadas con su trabajo en las tres zonas impactadas el 11-S. Se trata de unos 3 mil 700, entre ellos mil bomberos, con cánceres vinculados a su trabajo en las áreas del desastre, reporta el New York Times. Sin embargo, por ahora, el Congreso no ha procedido a renovar los programas federales de asistencia a estos héroes. Pero eso sí, parece haber un presupuesto ilimitado para operaciones militares por todo el mundo.
Noam Chomsky, en entrevista con La Jornada tres días después de los atentados del 11 de septiembre, comentó que los hechos eran un gran triunfo para la derecha en todo el mundo –desde Bush y su gente en Estados Unidos, sus socios en Europa e Israel, hasta los fundamentalistas de derecha en el mundo árabe– y que los costos serían pagados por los palestinos, los pueblos pobres y oprimidos y la izquierda progresista en todo el mundo. Eso quedó más que comprobado en los hechos.
Y parece que 14 años y las olas de refugiados, los ríos de sangre y de lágrimas, el eco ensordecedor de gritos y la imagen de un niño muerto en una playa aún no son suficiente. Casi todos los precandidatos presidenciales –con la notable excepción de Bernie Sanders– no dejan de repetir cómo y cuándo emplearán la fuerza militar contra diversos enemigos, y compiten para presentarse como el más macho (o macha, dado las dos mujeres en el concurso). O sea, proponen más de lo mismo de estos últimos 14 años.
Aquí no hay falta de información –vía medios tradicionales, redes sociales, videos, investigaciones, filtraciones– sobre las consecuencias de las políticas de guerras, de las violaciones de derechos humanos y libertades civiles y más dentro y fuera de este país durante los últimos 14 años desde el 11-S.
Michael Moore, al presentar su nuevo documental, Where to invade next (aunque la sorpresa es que no se trata de lo que se supone por el título, sino de cómo adoptar políticas sociales europeas en Estados Unidos), comentó que no necesitamos ver otro documental más que dice qué tan de la chingada está eso, o qué tan de la chingada está lo otro. Necesitamos dejar de sentarnos e inspirarnos sobre lo que sí podemos hacer.
Pero para eso, tal vez ya no se requiere de mayor información, sino sólo que ya no se pueda aguantar tanto.
A veces es inaguantable ser observador en y de este país.