Xarxa Feminista PV

Violencia e identidad, Alexandra Bochetti. Seminario de Mujeres Grandes

Jueves 9 de junio de 2005

VIOLENCIA E IDENTIDAD

INTRODUCCIÓN

Alexandra Bochetti nos plantea en este artículo varias cuestiones referentes a las relaciones entre violencia e identidad.Su punto de partida es el diferente dolor que sentimos las mujeres cuando una de nosotras es maltratada o asesinada a manos de un hombre.Para explicar este plus de dolor que tenemos las mujeres alude al "equipaje de más" que llevamos debido a nuestra propia condición de ser mujer.

Lo primero de todo, quiero agradeceros vuestra invitación. Le doy las gracias a la asociación Mujeres Grandes, que ha organizado estas jornadas y que ha demostrado tenerme en tanta estima y albergar tales expectativas como para hacer que mi intervención clausurara este ciclo de encuentros. Y en particular le doy las gracias a Lola Ausina, que tiene siempre un tal poder de convicción sobre mi persona que de hecho aquí estoy. Os digo esto porque, en toda mi actividad política y de investigación, jamás he aceptado participar en un debate sobre la violencia, ésta es para mí la primera vez que lo hago. La primera vez que enfrento este tema en público. Os explicaré más adelante las razones de mi reticencia.

La verdad es que, una vez, sí que participé en un curso de formación para mujeres que tenían que comprometerse a trabajar en una casa de acogida para mujeres maltratadas. Pero entonces hablé ante todo del cuidado de sí mismas que estas mujeres debían desarrollar, de la cautela y de la atención que ellas, que habían elegido ese trabajo tan duro, difícil y triste, debían tener hacia sí mismas para prepararse y afrontar tanto dolor. Hablé ante todo de la felicidad, no porque la felicidad sea algo que pueda recomendarse o que pueda ser objeto de un esfuerzo de buena voluntad, sino porque puede ser deseada y por tanto buscada. Y esa búsqueda puede orientar, puede encontrar un estilo, un estilo de vida. Esas mujeres debían izar la vela y recoger ese soplo de viento generado por el muy humano deseo de ser felices, de amar y de ser amadas. Les recomendaba que no se dejaran tentar ni superar por aquellos otros vientos más impetuosos que la imagen de la violencia, de la humillación, del dolor, de la falta de amor provocarían en torno a ellas. ¿Por qué digo esto?

Porque su trabajo las expondría inevitablemente al riesgo de la transitividad de la humillación. De hecho el “sentido” de una mujer maltratada no se queda en su cuerpo, en su historia personal, en la materialidad de su persona, sino que, por el contrario, se expande hasta dar sentido a las demás, a las demás mujeres, a todas nosotras. Si se golpea, o se maltrata, o se viola o se mata a una mujer, algo nos hiere también a nosotras, nos golpea y nos humilla también a nosotras. Esto lo sentimos con claridad cuando leemos una noticia de este tipo en los periódicos. Claro que sentimos compasión, como por otra parte quizá también la sientan la mayoría de los varones, pero para nosotras, es inútil que lo queramos negar, hay un dolor aún mayor, más profundo y secreto, un dolor especial.

¿De qué es signo este dolor especial?

Es signo de que en la relación entre los sexos hay algo que va más allá de las personas de carne y hueso, algo “impersonal” que nos atañe a todos. Ahora bien, hay que decir que existe una dimensión impersonal en todas las relaciones humanas, también en las relaciones entre una mujer y otra mujer, también en las relaciones entre un varón y otro varón. Ninguno de nosotros está ahí por entero a los ojos de los demás, y nadie está ahí por entero a nuestros ojos. Cada uno de nosotros, en cierto sentido, es un prisionero de su propia historia, educación, ambiente y experiencia. Y, por lo tanto, cada uno de nosotros mira a los demás con ese equipaje.

Pero esto es aún más verdadero en lo que respecta a las relaciones entre los sexos, esto es, cuando un hombre mira a una mujer y cuando una mujer mira a un hombre. Es mucho más verdadero porque, en este caso, hay un equipaje de más, y este equipaje de más, en lo que respecta al ser hombre o mujer, corresponde a lo simbólico, o mejor dicho, al plano simbólico de representación de la cultura a la que pertenecemos.

¿Qué es el plano simbólico de representación en lo que respecta a la diferencia sexual?

Desearía explicarme con palabras sencillas. El plano simbólico de representación es aquella fuerza que actúa sobre los sujetos incluso antes de que existan los sujetos. Hablo de “sujetos” porque esto es verdad para todos, tanto para las mujeres como para los hombres.

Así, cuando una niña llega al mundo, según el orden de la cultura a la que pertenece, encuentra ya preparado para ella el “sentido” de ser una mujer, de manera que ya la esperan aquí los espacios consentidos, papeles sociales, valores que deberá hacer suyos, expectativas, independientemente de sus cualidades, actitudes, capacidades y más adelante deseos. Todo el mundo se orienta hacia ella, para bien y para mal, teniendo bien presente que se trata de una niña y que será una mujer. En una palabra, tiene ya su parte asignada. Después su vida será lo que sea, quizá estará profundamente marcada por una resistencia a esa fuerza, o quizá por una obediencia a esa fuerza, o quizá mitad y mitad. Esto no lo puede decir nadie. En fin es la vida, la vida en su multiplicidad. No podemos decir más porque la vida de cada cual puede adoptar infinitos resultados. También la suerte, o el azar, determinan una vida....

Pero esa fuerza siempre estará en acción. También para los varones es así. También el niño encuentra ese plano de representación simbólica que le impone una parte aparentemente más solar, en realidad más oscura, también para él las obligaciones son pesadas: la obligación de la fuerza, de la valentía, del dominio, del poder y también de la violencia. Sí, de la violencia.

Veis, ese plano simbólico no siempre es posible leerlo en la vida de las personas, sin embargo lo leemos claramente en el relato de los orígenes, en la mitología, en las religiones, en el arte, en la organización del Estado, en los criterios de valor que una sociedad adopta. En la mitología, por ejemplo, la violencia de los hombres sobre las mujeres está muy presente. Os recuerdo que Júpiter es un violador. Y lo que es importante decir es que los mitos no son relatos inertes, tienen, en realidad, un función muy precisa, producen realidad social, sirven, de hecho, para dar sentido y para autorizar gestos y comportamientos.

La violación en la guerra es una acción consentida o, más aún, prescrita, es la prueba definitiva e inapelable de la derrota de una de las partes y de la victoria de la otra. Os he hablado de Júpiter, que podría parecer lejano, pero podría recordaros hechos mucho más próximos de nosotros: la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil vuestra y la nuestra, la guerra entre bosnios y serbios, por nombrar sólo hechos próximos en el tiempo y en el espacio. Los soldados rusos, en el transcurso de su avance victorioso sobre Alemania, violentaron a dos millones de mujeres. Frente a estos datos, que sólo ahora comienzan a contarse, hay que decir que a los varones se les mata en el cuerpo, a las mujeres se las mata también en el alma. A las mujeres bosnias las dejaron embarazadas los serbios por desprecio, para que también sus cuerpos fueran ocupados por el enemigo. ¿Os acordáis? Eso fue hace unos pocos años, en la civilizada Europa.

Todas esas mujeres infelices no han pasado a la historia, aún cuando tuviesen un nombre. Han sido violadas tan sólo por ser mujeres. Claro que tenían un nombre, tenían una historia personal, afectos, casa, hijos, padres y esperanzas.

Y también los hombres que violaron carecen de nombre, y también ellos habrán tenido una historia, afectos, hijos, madres. No eran monstruos.

Ese anonimato explica lo que decía al comienzo, que en cada violencia que sufren las mujeres está presente una fuerza impersonal que se encuentra más allá de las personas, una fuerza que marca profundamente la relación entre mujeres y hombres. Y ese impersonal es la causa para las mujeres de aquel dolor especial y secreto al que me refería, que todas nosotras experimentamos de frente a la noticia de una mujer violada, golpeada o asesinada, cuando nos enteramos de esa noticia, que ciertamente esa mujer se llamaba Lola o María, que quizá también era culpable en alguna medida, pero que lo que se ha puesto en juego en esa situación ha sido una violencia demostrativa, excesiva, con raíces antiguas y profundas, que no la golpea sólo a ella, sino a todas nosotras en la gran parte que tenemos en común con ella: el ser mujer.

Dicho esto, quiero concluir esta parte del discurso. Y la conclusión dura y difícil de aceptar es esta: la violencia de los hombres sobre las mujeres, en su parte impersonal, está profundamente inscrita, y por tanto autorizada, en las estructuras arquetípicas de la imaginación de la cultura a la que pertenecemos. Y esto es verdad más allá de los seres amados y conocidos, más allá de nuestros hijos adorados, de nuestros compañeros amados, de nuestros amigos queridos. La violencia y el sentimiento de poderío y de dominio, cuyo signo es la violencia, puede no aparecer en sus formas declaradas y excesivas, pero existe y aparece de todas maneras, quizá en formas aparentemente inocuas, se la pone en escena... como, por ejemplo, en el rito del matrimonio. Es el padre el que acompaña a la esposa al altar y se la entrega al joven varón que será su marido. Es un intercambio entre varones lo que se está poniendo en escena, al que asistimos, quizá conmovidas. Y además si no hubiera otros signos, está siempre la verdad de la lengua .

Si aquí hay un solo varón, la corrección lingüística me obliga a dirigirme a vosotras en masculino, pero vosotras entenderéis que el discurso vale también para vosotras. Mientras que si, por ideología, por corrección política hecha como gesto político, me dirigiese en femenino a un público en su mayoría mujeres, los pocos varones que me escucharan pensarían que lo que digo no va con ellos y se sentirían extraños al discurso.

Esto es para deciros que la negación de la subjetividad femenina, la negación de la mujer en su ser persona y la consiguiente cancelación de su presencia, cuenta, en un cierto modo, el imaginario de la cultura a la que pertenecemos. Muestra la violencia simbólica a la que las mujeres estamos sometidas.

Pero, hay que añadir una cosa importante, que una cultura debe encontrar siempre justificaciones a sus criterios de orden y de exclusión. Para ello hay trucos, quizá científicamente “trucos” no es la palabra, pero aclara bastante de todas formas. Existen trucos de la mente a los que se recurre para justificar la exclusión, el dominio y también la violencia. Para demostrar que aquella persona no es en realidad una persona, sino algo menos. Hay trucos. Para explicarme mejor, un truco usado por los nazis para suscitar odio y extrañeza hacia los hebreos consistía en representarlos y hacerlos ver como gusanos, como ratones, en suma como animales, sustrayéndoles su humanidad. Pues bien, pensad durante cuanto tiempo en nuestra cultura la mujer ha sido narrada y vista así, en su animalidad, en su ser más instinto que razón. Pensad en Eva, nuestra primera antepasada, en el relato de los orígenes que hace la religión a la que pertenecemos tanto si queremos como si no. Eva arrastra a Adán en la culpa. Eva rebelde por instinto y consecuentemente portadora de desgracia, causa de la pérdida de la felicidad. ¿Cómo no desconfiar, no someter, no controlar, no estar preparados para castigar a seres capaces de tanto?

Mujeres como animales, por tanto.

Me replicaréis “pero, ¿de qué tiempo estás hablando? Quizá de la Antigüedad, quizá de la Edad Media”. No, os estoy hablando tan sólo de antesdeayer. Pensad que en Italia las mujeres han tenido acceso a la Magistratura sólo en 1967. El motivo principal por el que se les impedía el acceso era que “no eran aptas para el juicio”, os ahorro los detalles porque da vergüenza incluso recordarlos. Ahora bien, si hay algo en nuestra cultura que separa en modo definitivo e inapelable a los hombres de los animales eso es fundamentalmente la facultad de juicio.

Y a propósito de la violencia propiamente dicha, sólo en 1954 se abolió el “jus corrigendi”, esto es el derecho del marido a ejercer el poder correctivo en su relación con su mujer, poder correctivo que comprendía también la coacción física, en sustancia golpes y maltratos. Y el jus corrigendi se permitía a pesar de que un artículo de la Constitución hubiera establecido hacía ya tiempo la igualdad moral y jurídica de los cónyuges.

Y algo más. El delito de honor, por el que el marido que hubiese herido o asesinado a la mujer sorprendida en “flagrante adulterio” tenía derecho a una fortísima reducción de pena, se abolió tan sólo en 1981. Y a propósito de la desaparición, de la cancelación, hasta 1975 en Italia una mujer casada que tuviese un hijo con otro hombre no podía reconocerlo. En el registro civil el niño venía inscrito como “hijo de madre desconocida”, desconocida, por tanto desaparecida, cancelada, inexistente. Y a propósito del dominio y del control os digo algo más ligero que casi nos hace sonreír aunque sea de lo más significativo. Tan sólo en 1975 un marido ha dejado de tener el derecho de leer el correo de la mujer, antes de ese año tenía el derecho de hacerlo, aun cuando muchos hombres civilizados y educados, más civilizados que las leyes que los gobernaban, no lo hicieran.

Decir que la violencia está inscrita, está siempre latente en la relación entre hombres y mujeres es una cosa dura. Es algo que instintivamente querríamos cancelar, que inconscientemente querríamos olvidar o simplemente querríamos no creer en eso, apelando como testimonio a la experiencia de muchos hombres buenos y afables que hemos encontrado en la vida. Yo, por el contrario, creo que tendremos que aprender a mirar esta verdad, porque sólo mirándola con ojos secos y límpidos, sólo conociéndola y reconociéndola allí donde anida en signos pesados y ligeros, sólo así podrán cambiar las reglas del juego. Cuidado, cambiar no sólo para defendernos, las mujeres siempre se han defendido, sino para un proyecto más alto, que se dirige a todos los hombres y mujeres, para hacer que nuestras relaciones sean más civilizadas, más auténticas. Para sustituir poco a poco con la presencia recíproca real y material aquella parte impersonal toda llena de fantasmas, de la que os hablaba, que todavía hoy gobierna las relaciones entre mujeres y hombres. Esta es una gran obra, la de sustituir una idea de convivencia, idea en cierto sentido débil ya probada desde siempre, con una idea más fuerte, con la idea de compresencia, en la que dos subjetividades se hacen presentes una a otra en plena dignidad.

Para este proyecto las mujeres tienen un tesoro que aportar, acumulado en el curso de muchos siglos, que es su saber material generado por el hecho de haber visto a la humanidad siempre muy de cerca, en su esplendor y en su miseria, en sus perfumes y en sus malos olores. Veis, yo pienso que justamente lo que siempre ha sido considerado la esclavitud femenina, servir, cuidar, consolar, hacer nacer, ver morir, limpiar, hacer la comida, su trabajo oscuro en suma, lo invisible de la historia, es hoy un tesoro que aportar. Una mujer vuelve a casa después de ocho horas de fábrica o de oficina como un hombre, y como un hombre no es dueña de su trabajo, ni de lo que ha fabricado o hecho y que, como un hombre, no venderá lo que ha producido o participado en su fabricación y, como un hombre, no conocerá jamás al que compre ese objeto, ni verá jamás el rostro del que lo usará, en ese total desconocimiento de los modos y de las finalidades que no estén comprendidos tan sólo en el salario a fin de mes. Después de todo esto, una mujer vuelve a casa y está obligada a la enorme fatiga de lo que se llama doble jornada, y pone un plato en la mesa para su familia, limpia la casa, mete la ropa sucia en la lavadora. Os parecerá una paradoja pero es justamente eso lo que la salva, lo que no la hunde en esa soledad molecular que el tiempo presente ofrece a todos los no privilegiados. Un teórico italiano ha encontrado una hermosa definición para ese trabajo, lo ha llamado “trabajo vivo”. Pero si también este “trabajo vivo” apareciera un día a los ojos de la mujer, por cansancio extremo, o por ofensa extrema, como trabajo perdido o sin sentido, entonces es cuando llega la depresión y la locura, entonces aparece la violencia de las mujeres, la terrible violencia de las mujeres, que no se dirige al enemigo o al otro, sino que se dirige hacia los seres amados y hacia sí misma. Este, sin embargo, es un escenario extremo. Con esto os quiero decir que la mujer se sustrae a las trágicas reglas del capitalismo, este trabajo suyo no será nunca un trabajo alienado. Ese esfuerzo de más, paradójicamente, le da fuerza. Del mismo modo que, estoy segura, le ha dado fuerza en la historia para sobrevivir a tantas exclusiones, a las cancelaciones y violencias. Una mujer está fuera del capitalismo, el capitalismo no monetiza todo sino que de frente al trabajo de las mujeres no es capaz de hacerlo. La mujer, por tanto, es hoy ese sujeto capaz de cambio, tiene como os decía un tesoro, que otros no tienen, y que puede aportar para esto. Pero, ¿cuál ha sido, por tanto, la fuerza capaz de transformar el cansancio en un tesoro, cuál ha sido la fuerza de cambio?

Antes de responder a esta pregunta, hay algo más que quiero añadir.

Nunca se cambia por buena voluntad. Un cambio tan grande, que tiene que ver con la estructura profunda de la sociedad, con su imaginario, con sus criterios de valor y con sus reglas, no puede ser nunca objeto de un programa. Una estructura cambia porque sucede algo, quizá incluso imprevisto e inesperado, de repente, en la vida o en las cabezas quizá de algunas, de pocas personas. En un principio puede parecer un cambio pequeño que sólo se refiera a la vida privada de algunos pocos. Pero, por el contrario, ese “pequeño hecho” puede desatar una reacción en cadena, capaz de remover la estructura en su totalidad. Todas las grandes revoluciones han tenido un origen semejante. Quizá ha sido una idea que ha aparecido en la cabeza de alguien la que de repente le ha dado sentido a unas condiciones materiales que no lo tenían, o un sentido diverso al que ya existía, o ha hecho ver lo que antes era invisible.

Es increíble la fuerza que puede tener una idea. Dicho esto, vuelvo a la pregunta. ¿Cuál es, en lo que respecta a la relación entre hombres y mujeres, la fuerza capaz de transformar la fatiga en un tesoro? ¿Cuál es la idea que promete cambio?

Veis, cuando oigo que el feminismo, el feminismo de mi generación, ha fracasado, me enfado siempre muchísimo. Me enfado siempre cuando oigo la opinión de que lo que ha hecho que las mujeres fueran hacia adelante han sido las leyes, y que, en lo que respecta a su libertad, lo que ha contado ha sido sobretodo el recorrido institucional. Es verdad que ha habido muchas conquistas institucionales, conquistas importantísimas de las que estamos en deuda con las mujeres que han trabajado para conseguirlas. Pero todo lo que se ha conseguido sobre el papel, en el terreno de los derechos, puede convertirse en letra muerta, si no está animado por un soplo, en este caso no por un soplo divino sino, por el contrario, muy humano. Y este soplo que da energía es efectivamente una idea nueva y fuerte, capaz de cambiar las reglas del juego. Esa idea, estoy segura, se encuentra hoy en la cabeza de todas las mujeres, es la idea de la felicidad. Es la idea del derecho-expectativa de felicidad. Como veis he usado una palabra doble -“derecho-expectativa”-, en realidad ni la una ni la otra son correctas, la palabra “derecho” es demasiado arrogante, la palabra “expectativa” es demasiado débil. Nos haría falta una tercera que, hoy por hoy, no logro encontrar. La idea de que una mujer tuviese que buscar en su vida la felicidad no existía. Las mujeres que habían hecho esto habían sido siempre outsiders, o sea proscritas, extrañas. Las mujeres que tenían deseos por fuera de los límites de lo consentido y que permanecían fieles a esos deseos han sido juzgadas mal, han sido juzgadas extravagantes, han sido juzgadas como mujeres masculinas y como mujeres fracasadas. O sea como dentro del mundo pero fuera del mundo, mujeres sin duda peligrosas. Hoy en día las cosas ya no son así. Cada mujer en la actualidad se siente en el derecho de buscar su felicidad. Y la autorización para hacerlo la dan sobretodo las madres a las hijas, incluso sabiendo que sus hijas se enfrentarán a profundas contradicciones, que tendrán que desenmarañar madejas enteras de deseos opuestos y que tendrán vidas ciertamente complicadas y fatigosas, pero al menos tendrán vidas auténticas. La búsqueda de la felicidad, de hecho, no nos garantiza la felicidad, pero ciertamente nos devuelve la verdad de nosotras mismas. Eso es un grandísimo cambio.

Esa ha sido la ganancia del feminismo de mi generación, ganancia enorme, que ha alcanzado a todas las mujeres, sean o no feministas. Esa es una revolución tan grande que a veces pienso que la reanimación actual tan violenta de las religiones, su presencia tan obsesiva en la sociedad, la confrontación entre el cristianismo y el islamismo, se deben sobretodo a esto. Porque el principal argumento de contienda, manifiesto o no manifiesto, es el cuerpo de las mujeres, es su control. De hecho, las mujeres ocupan una posición tan central en toda la sociedad que un cambio de ellas representa una verdadera revolución para todos y una amenaza no sólo para el orden constituido y para las reglas de la convivencia existentes, sino para el imaginario que subyace. La búsqueda de la felicidad de las mujeres es un auténtico y verdadero ataque al corazón del sistema, un auténtico y verdadero ataque a la violencia simbólica. Pero, ¿qué ha producido esta idea fuerte y nueva? ¿Quizá los bailes y los cantos de las feministas? Porque en los relatos que se hacen se banaliza el feminismo también de esta manera, con la imagen de las mujeres ménades, volviendo de nuevo al terreno de la mitología. O si no, se cuenta como un movimiento para adquirir mayores derechos, un movimiento contra los hombres y sus privilegios. E realidad, no ha sido nada de todo esto, de los hombres se habló poco o nada, no eran objeto de atención. Ha sido en cambio una gran experiencia de relación consigo mismas a través de la palabra de las demás, ha sido un gran esfuerzo de verdad recíproca en la búsqueda de los deseos que fueran dignos de ser llamados tales. Hemos intentado no escondernos nada, la miseria de nuestros miedos, de nuestras incertezas, de la escasa valentía, la miseria de sentirse sin autoridad alguna. Y sobretodo hemos tenido la valentía de mirar y de decir lo que jamás antes habíamos mirado y dicho, hemos mirado y hemos sabido decir nuestra complicidad en todo lo que nos parecía penoso en nuestra vida de mujeres. Ese fue el gran descubrimiento. Nos hemos visto, por primera vez, como cómplices de nuestra opresión, responsables de nuestra condición, responsables de nuestro silencio ontológico, como dirían los filósofos. Se nos ha hecho evidente, de repente, esta verdad capaz de poner patas arriba el punto de vista desde el cual mirábamos el mundo, a saber, que el poder, para ser poder, siempre es un pacto, un pacto firme entre quienes lo ejercitan y quienes sólo son sus objetos. Se nos ha hecho evidente que el poder simbólico no podría ejercitarse sin la contribución de quienes lo sufren.

Llegar a pensar así ha significado perder la inocencia de la víctima. Hemos perdido aquel refugio, aquella madriguera, aquel apestoso trastero que hasta ese momento nos había parecido una casa digna, muy digna. La inocencia, ya no nos sentíamos inocentes. Y esto, puede parecer paradójico, nos ha puesto en las manos al mundo. Si también nosotras éramos responsables de lo que éramos y de lo que no éramos, hacer algo mejor dependía sobretodo de nosotras. De aquí ha nacido la idea/deseo de la búsqueda de la felicidad. No había que buscarse ya un lugar en el mundo, porque el mundo era ya nuestro lugar, por el hecho mismo de haber nacido. Porque no se puede llegar al mundo como extranjeras, aun cuando en realidad todo estaba organizado para hacérnoslo creer.

Perder la inocencia de las víctimas. Este era el punto al que quería llegar. Y es en este punto en el que me importa deciros lo que pienso en el fondo del corazón: es verdad que es culpable un hombre que maltrata a una mujer, pero también tiene culpa la mujer que se deja maltratar. La de la mujer, a mis ojos, es la culpa más grande. Y sobre eso es sobre lo que hay que trabajar, sobre las razones de esa culpa. Debemos saber ver y mirar la complicidad a menudo escandalosa que las mujeres tienen con los hombres, que quizá se oculta en falsas formas afectivas, en protecciones redundantes, en una coquetería miserable, en el placer de contemplar la fuerza, la jactancia, quizá por la ilusión de que esta fuerza pueda halagarnos o protegernos. Saber ver, mirar todo esto es una de las cosas más importantes que podemos verdaderamente hacer contra la violencia. No hay que pedir a los hombres que cambien, nosotras debemos cambiar y como consecuencia también cambiarán ellos. Las leyes pueden hacer poco para ello. Lo más está en nuestras manos.

A partir de esta posición, no siempre bien aceptada por las mujeres que me escuchan, comprenderéis por qué no he aceptado nunca hablar en público sobre la violencia. Porque siempre he tenido presente que se me pedía un discurso sobre la culpa de los hombres y sobre la inocencia de las mujeres, en definitiva se me pedía una gran ceremonia de autoconsolación. Pero , ¿qué creéis que se puede sacar de una actitud de este tipo? Pensarse como objeto pasivo de violencia no lleva a ninguna consecuencia, porque conocer siempre es una acción alegre. Todas y todos sabemos que la violencia existe y que sufrirla es horrible, pero la violencia quita la palabra, no la da.

Pensad en esto. ¿Cómo es que el tema de la violencia sobre las mujeres es el discurso más aceptado en las Instituciones, aquél sobre el cual se mueven sin fisuras todos los partidos políticos sobre el cual están dispuestos a dar dinero, a crear imagen? Se diría que están dispuestos a dar gran visibilidad a las mujeres sólo cuando ellas han sido ofendidas. ¿Por qué la violencia, digámonoslo, es el tema político por excelencia ligado a las mujeres? A mí me parece falsamente político. ¿Por qué? Porque la verdad es que las mujeres víctimas no le dan miedo a nadie, son la confirmación de que todo sucede como es lo habitual. Este discurso reiterado de la política institucional es en verdad el intento continuo de hacer coincidir la identidad de la mujer con la identidad de la víctima. Nada más tranquilizador. Normalmente se hace mucho por la violencia contra las mujeres, y se hace poco por las mujeres. Esto lo considero una especie de intento de homicidio.

Os tengo que decir que aprecio muchísimo el gesto de Zapatero de haber querido hacer su gobierno con el cincuenta por ciento de mujeres, su gesto no es sólo un gesto de justicia, es un gesto profundamente político que va derecho al corazón y a la mente de todas las mujeres. Este cincuenta por ciento no significa la benevolente acogida de las mujeres, sino que es una idea más fuerte, es la idea de la necesidad de la presencia femenina en el gobierno de un país formado por hombres y mujeres. Ha sido un gesto con un valor simbólico muy fuerte. Un gesto contra la violencia hacia las mujeres, capaz de deshacer la violencia simbólica, más eficaz que mil debates, mil manifestaciones, mil leyes de tutela. Ha sido, y lo repito, un gesto político por excelencia.

Y, a propósito de malas intenciones, me he enterado de que se quiere aquí introducir en la escuela algunos contenidos curriculares a partir de la violencia sobre las mujeres, que deberían enseñar el respeto recíproco entre futuros hombres y futuras mujeres. Nada más triste, ni más abocado al fracaso. Porque además el respeto recíproco no se enseña, lo que se puede hacer en verdad, lo único que se puede hacer, y que se debe hacer, es intentar suscitar el respeto de una misma, porque sólo quien tiene verdaderamente respeto de sí se hará también respetar. Pero hay también muchos grupos de mujeres, no sé aquí, pero desde luego en Italia, que se sitúan en la vía del victimismo. Tengo que decirosqueaprecio mucho su trabajo en su propia materialidad. Además son grupos que trabajan excelentemente acogiendo a mujeres maltratadas. Lo considero una buena cosa, pero quiero deciros con claridad que no lo considero trabajo político, esto es trabajo que logre un cambio real.

Veis, existe un enorme riesgo cuando nos enfrentamos al dolor, el riesgo de apasionarse con la idea de ser víctima, pero esta es una pasión triste,unapasiónquequita las fuerzas, y que nos hacehuir del mundo, y que nos encierra en la búsqueda de calor y de consuelo, arriesgándonos a pensar que esa es la vida verdadera. Digámonos la verdad, estaríamos muy preocupadas por un niño que nos estuviera siempre implorando consuelo. El consuelo es un buen pan, pero no basta. Cualquier buena madre empujaría a ese niño hacia el mundo, porque sabría perfectamente que tan sólo su consuelo no lo podría llevar muy lejos.

Os digo esto porque pienso que tendremos que dar más crédito a nuestra experiencia de madres, porque en esta experiencia hay una gran sabiduría que aportar a las cosas del mundo.

Por tanto, hay que empujar a las niñas al mundo, no creando amparos, sino creando fuerza, porque necesitarán mucha fuerza, y valentía. Hay que amar a las niñas con un amor especial, hay que contarles la extraordinaria historia de las mujeres que las han precedido, sus guerras silenciosas contra la suciedad, contra el hambre, el desorden. Hay que contarles la grandeza de los gestos repetidos hasta el infinito, la fuerza del trabajo de las mujeres recomenzado cada día. Y hay que decirles que hoy esa fuerza tiene que aportarse al mundo, para hacer que el mundo se parezca más a ellas, a sus deseos libres.

Esta es una tarea sobretodo de las madres, es su responsabilidad.

Contarle el mundo a una niña, que se nos acerca toda feliz es una tarea penosa, sin embargo hay que encontrar las palabras justas para hacerlo, con palabras cálidas no con palabras consolatorias, con la seguridad en las expectativas. Hacerles sentir que esperamos mucho de ellas. Y esto no es un truco, es la pura verdad. Por lo menos para mí es la pura verdad, porque es de las mujeres de quien espero un mundo mejor a pesar de todo.

Hay que estar atentas para que no se llene su corazón de resentimiento, porque también este resentimiento nos puede hacer perder el mundo. Para ello hay que contarles que la cordialidad y la cortesía del corazón han construido el mundo, lo mejor del mundo, más que la fuerza, más que la violencia, más que las guerras.

Existe verdaderamente una historia digna de serles contada a las niñas. Hay que aprender a contarla, esto es válido para nosotras. Nosotras somos las primeras que tenemos que saber salir del resentimiento.

Y tenemos que saber salir también de la gran tentación de razonar en términos de justicia. Tenemos que salir de la tentación de la justicia simétrica: tanto para ti, tanto para mí. La justicia simétrica es una aspiración baja para nosotras, desde el momento en que estamos diciendo que queremos mucho más.

Y tampoco tenemos que caer en la terrible tentación de querer suscitar compasión por nuestra condición, pensando desconsideradamente que la compasión pueda ser una vía, una puerta de entrada en el mundo. En realidad la compasión jamás ha abierto ninguna puerta, los compadecidos y las compadecidas siempre han sido excluidos y la compasión es la violencia de los débiles.

Esto que os he dicho son los criterios sobre los que tenemos que mantenernos para realizar una política capaz de enfrentar la violencia material y simbólica. Os los vuelvo a nombrar: educar a las niñas en la dignidad, saberles contar la historia del mundo a través de la experiencia de las mujeres y nosotras aprender a sentirnos orgullosas de esa experiencia, saber reconocer en la fatiga una gran obra de civilización, saber reconocer la complicidad, mantenerse alejadas del victimismo y de lo que sugiere el victimismo. No vivir en el resentimiento, no buscar la compasión de los demás. Y sobretodo trabajar en la propia felicidad. Esto es todo lo que os puede decir. Gracias por haberme escuchado.

Alexandra Bochetti

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