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Prostitución en rotondas: las invisibles de un negocio millonario

Lunes 18 de enero de 2021

La desaparición en la pista de Silla de una chica de 19 años aflora la vulnerabilidad de las mujeres mercantilizadas por mafias y chulos

Teresa Domínguez. València 16·01·21 |Levante.emv

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Un colchón mugriento rodeado de toallitas y condones usados al borde del Camí de la Marjal. | M. Ä. MONTESINOS

Son las cinco de la tarde. A las cuatro ya estaba. Y al mediodía. Y por la noche, ahí seguirá. Ella está de pie. Otras se sientan en sillas de plástico comidas por el sol. Alguna lleva tanto tiempo en esto que ha aprendido a cargar con una nevera para poder al menos comer o beber algo. En verano, una sombrilla y apenas algo de ropa, y en invierno, las botas y el plumífero. Y un paraguas, o la misma sombrilla del verano, pero ya ajada, si se tercia lluvia. Todas hacen acopia de toallitas y de botellas de agua. Así mantienen la higiene.

Es el escalón más bajo de un negocio que mueve al año casi 154.000 millones de euros en el mundo —el segundo más lucrativo, tras el narcotráfico—. En España, que ocupa el tercer puesto en el deshonroso ranking de los países con mayor consumo de prostitución del mundo, las ganancias que genera la mercantilización del sexo se estiman, según un informe de Havoscope, entre 12.000 y 18.000 millones al año.

Más datos. Alrededor de 100.000 mujeres y niñas entran cada año en los países de la Unión Europea como víctimas de trata con fines de explotación sexual y los escasos estudios sobre las cifras españolas hablan de entre 300.000 y 400.000 mujeres ejerciendo la prostitución en nuestro país, de las que —casi todas las asociaciones y análisis coinciden— más del 90 % están explotadas y sometidas.

Cada una de esas mujeres sujetas a trata y/o a explotación sexual están a la cola de la visibilidad social y económica. Y, salvo ocasiones u oenegés, hasta sanitaria. Las más invisibles de todas son las prostituidas en las rotondas, los márgenes de las carreteras a las afueras de las ciudades y los polígonos.

Es el máximo desamparo, al que se une otro factor más: ocupan los lugares más inseguros. Tanto, que su única protección física ante posibles desmanes de ‘clientes’ llega de la mano de los mismos que las prostituyen, sus proxenetas y controladores, cerrando el círculo de la dependencia hasta anular cualquier intento de liberación. Otro factor de invisibilidad: la inmensa mayoría son extranjeras y sin papeles.

Y, pese a ser las víctimas de esta espiral perversa, es en ellas en quienes se focaliza el esfuerzo de los ayuntamientos por ‘limpiar’ sus calles. En el caso de València, los lugares donde mayor número de mujeres en esta situación hay son la pista de Silla, la A3 hasta más allá de Riba-roja y las rotondas de Natzaret más próximas a la V-15. Las principales mafias de la prostitución callejera están integradas por delincuentes albaneses y, últimamente, rumanos. También nigerianos. Se disputan los últimos euros en la cola del monstruo de la prostitución.

En el caso de la pista de Silla, prácticamente todos los ayuntamientos de esa larga recta que enlaza la ciudad de València con la A-7 han aprobado ordenanzas para tratar de paliar la situación. Con escaso éxito, así que muchos han optado por ‘empujar’ literalmente a las mujeres hacia más allá incluso de su extrarradio, lo que, al fin y al cabo, supone invisibilizarlas aún más.

El lugar en el que era prostituida y desapareció Florina Gogos, la chica rumana de 19 años que lleva ocho días en paradero desconocido tras subirse a un coche pequeño y de color claro en la tarde del viernes, día 8 de enero, es uno de esos cul de sac. Una curva en el acceso desde la pista de Silla a la autovía de Albal y Torrent de la que parte el Camí de la Marjal, una pequeña carretera que se interna entre naranjos y campos de cultivo en l’Albufera. Hace más de dos décadas que lleva siendo ocupada por otras chicas como Florina.

Los ‘clientes’ suben a las mujeres en sus coches y se internan con ellas en los caminos de tierra que parten de la carreterucha. Los encuentros, breves casi siempre, se producen dentro de los coches o incluso entre los árboles. Cientos de preservativos y toallitas usadas, y hasta un viejo colchón mugriento, son testigos mudos de lo que pasa ahí cada día, a veces incluso desde por la mañana y casi siempre hasta bien entrada la noche. Una felación, 20 euros. Relación completa: 30 o 40. Con suerte, 50, lo mismo que les cobra el proxeneta por ‘permitirles’ usar el rincón de extrarradio de turno. Eso, a las que ya han sido desterradas por las mafias. Cuando aún están bajo el yugo de uno de esos grupos organizados, son las controladoras —habitualmente mujeres prostituidas que han ‘ascendido’ a jefas— quienes se ocupan de que las lleven a la ratonera y las traigan de vuelta al redil al final de cada jornada.

La mujer con la que empieza este reportaje, la que está de pie, es rumana, como muchas otras. Ronda la cuarentena y no ha conocido otro trabajo desde que la trajeron de su país, hace tanto que ni se acuerda. Tiene hijos. Necesita el dinero. Le advierto que se ande con ojo estos días. No sabía nada de lo sucedido con Florina. Me dice que no me preocupe, que está a salvo. Que no trabaja para nadie. Llega un coche. Un tipo, con malos modos, la mira con dureza y le pregunta, imagino, por mi presencia y el tiempo que lleva hablando. En rumano. Ella se lo explica en su lengua. El tipo me dirige una mirada fugaz, esboza una sonrisa que más parece una mueca y se va chirriando ruedas. «¿Y ese? ¿Quién es?», le pregunto. «Mi marido. Él me protege, por eso ha venido a ver...». Me despido y me voy. Ella se queda en la rotonda.

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