Domingo 31 de marzo de 2024
El proyecto criminalizador del trabajo sexual que impulsa el PSOE ignora las condiciones de vida de las mujeres reales y desplaza su actividad hacia lugares menos visibles, lo que aumenta el riesgo de violencia y abuso
Nuria Alabao 29/03/2024 CTXT
Este último ciclo feminista se ha desplegado con toda la ambigüedad de un movimiento interclasista que lleva en sí proyectos muy diferentes. No todo el feminismo es emancipatorio o está preocupado por las condiciones de vida de las mujeres reales que se escapan de sus discursos esencialistas, punitivistas o de sus proyectos de remoralización social. La mejor muestra: el proyecto de ley “abolicionista” de la prostitución que el PSOE ha rescatado de la última legislatura. Entonces no se llegó a aprobar, hoy no sabemos si es otra guerra cultural para evitar hablar de los casos de corrupción pendientes, porque los votos para que se apruebe no están garantizados: sus socios de gobierno se muestran mayoritariamente en contra. Los socialistas buscan el apoyo del PP, pero este partido todavía no se ha pronunciado con claridad.
Parece entonces que lo que les importa es agitar, enarbolar la bandera de la “preocupación” por las mujeres, reapropiarse del feminismo que una vez más consideran exclusivamente suyo y que han tenido que disputar con los nuevos partidos de izquierdas. En medio de sus guerras de poder quedan atrapadas mujeres tangibles, con problemas de carne y hueso; las mujeres más pobres, las migrantes sin papeles, las trans, las que no votan, las que no importan, las que no pueden consentir ni tienen agencia de ningún tipo, solo esperan “a ser salvadas”. Pero ninguna salvación encontrarán en las políticas abolicionistas que criminalizan todo su entorno, únicamente conseguirán más policías en sus puertas, más deportaciones, más control sobre sus vidas por parte de jueces, agentes de la autoridad o de servicios sociales. La policía nunca ha salvado a las pobres.
Junto con una oleada de nuevo puritanismo sexual, el feminismo menos emancipador y más esencialista –que ha conseguido hegemonizar este ciclo– ha impuesto su marco abolicionista. La prueba de que esta nueva ley supone un paso atrás es que varios de los elementos que propone fueron despenalizados por el propio Partido Socialista en el primer Código Penal de la democracia –el alquiler de espacios y el proxenetismo no coactivo– con el objetivo de acabar con las leyes franquistas. En el momento de mayor paridad en las instituciones, lo que estamos obteniendo de ese feminismo institucional son penas más duras, más cárcel y más policía como solución a todos los problemas sociales. Desde luego, nada de eso mejora la vida de las prostitutas.
La propuesta del PSOE propone una criminalización de todo el entorno del trabajo sexual: los que les alquilen espacios, las personas que tengan algo que ver con la organización del trabajo –los que reciban algún tipo de lucro por la actividad– y a los propios clientes. Según la ministra Redondo, incluso se quieren imponer penas contra “cualquier acción que impulse o promueva la prostitución”, un enunciado lo suficientemente ambiguo para que salten todas las alarmas. Es decir, aunque la ministra de Igualdad diga que no se va a penalizar a las mujeres, si todo lo que permite ejercer su trabajo resulta “criminal” es inevitable que acabe perjudicando a las prostitutas. Como dice Paula Sánchez, “la abolición es la teoría, la prohibición es la práctica”.
El ejemplo de la vivienda es muy claro. Aunque se supone que va contra los prostíbulos, en la práctica penalizar la cesión de espacios implica que se pueda perseguir a las que alquilan un piso juntas, alquilan habitaciones a otras compañeras o el uso de habitaciones de hoteles, como ya ha sucedido en Noruega. Muchas veces las trabajadoras sexuales viven en los mismos lugares donde ejercen, por lo que pueden ver dificultado todavía más el acceso a una vivienda.
¿Qué supone en la práctica el abolicionismo realmente existente?
Si esta ley fuese a acabar con los patrones permitiendo la autoorganización de las prostitutas quizás sería interesante, pero como no se cansan de repetir las trabajadoras sexuales organizadas, estas normas no estimulan el trabajo autónomo, lo penalizan también. Lo que sucederá –como ha pasado en otros países donde se han implementando políticas parecidas– es que la prostitución no desaparecerá, solo se desplazará a lugares menos visibles, es decir, más ocultos y peligrosos, lo que aumentará el riesgo de violencia y abuso. Muchas más acabarán deportadas, multadas o en la cárcel. La invisibilidad, además, refuerza el estigma y dificulta el acceso a servicios de salud, protección legal y apoyo social.
“La criminalización del trabajo sexual callejero ya ha empujado a muchas compañeras que ejercían en espacios públicos a recurrir a terceros, ya sean clubes de alterne o casas de citas”, explican en este artículo las activistas Kenia García y María Riot. Si prohibes todo lo que rodea al trabajo sexual, lo que haces es arrojar a las mujeres a los brazos de las mafias más despiadadas, las que pueden explotar la situación de ilegalidad para ejercer control sobre las trabajadoras sexuales, las que se mueven mejor en las sombras, las que tienen mayor capacidad de generar corruptelas policiales o políticas. El resultado: que una ley que dice perseguir a los proxenetas acabe reforzando sus versiones más coactivas, llevando a las mujeres a mayor clandestinidad y debilidad a la hora de negociar condiciones –ya sea con patronos o clientes–.
Metemos la prostitución bajo la alfombra, junto con todas las cosas que no nos gustan. Mientras, esas mujeres que tanto nos preocupan quedan también en las sombras, atrapadas en vidas peores, más duras y con más violencia, pero no las vemos. El proxenetismo no desaparecerá, quizás mute algo de forma o se disfrace de otras actividades. ¿Quiénes son los más interesados en que no sea considerado un trabajo? Los dueños de prostíbulos siempre han luchado en contra del reconocimiento de derechos que otorga a estas mujeres el marco laboral.
Disciplinar a las pobres criminalizando la prostitución
“Sencillamente no me resigno a aceptar que la prostitución es el infierno menos malo para las mujeres sin muchas opciones”, decía la diputada del PSOE, Andrea Fernández, en Twitter. Un ejemplo de cómo esta cuestión se trata principalmente como algo moral, que ofende en lo más íntimo a personas que jamás tendrán que elegir entre dedicarse al trabajo sexual o a otros trabajos mal pagados e hiperexplotados. En realidad, muchas trabajadoras sexuales vienen ya de trabajos de limpieza o similares –y a veces basculan entre estos y la prostitución–. Tienen otras opciones “más morales” pero no optan por ellas porque están peor pagadas –algunas tienen que mantener a familias enteras en sus países de origen– y les ofrecen menos autonomía –quizás crían a niños pequeños, algo muy difícil sin una red y sin dinero–. Otras están excluidas del sistema laboral formal por tener discapacidades o enfermedades crónicas o por ser mujeres trans. En muchos de estos trabajos feminizados y precarios tan dignos, pueden llegar a sufrir más humillaciones que en el trabajo sexual, algo que ni se puede imaginar una diputada del PSOE. Tampoco les exigimos imaginación, solo que hablen con las trabajadoras sexuales y conozcan sus realidades y sus demandas.
En realidad, la cobertura política o moral que pueda existir detrás de esta propuesta de ley es del todo irrelevante, lo importante es su resultado. En la práctica, estas políticas abolicionistas conllevan una agenda punitiva de endurecimiento penal, de disciplinamiento del trabajo de las más pobres y de reforzamiento de los controles migratorios, donde la criminalización de la prostitución constituye una herramienta más para la persecución de las migrantes. (Recordemos que ni siquiera se ha conseguido aprobar una regularización extraordinaria que pedía una ILP reciente.)
Esta no es una ley que piense en el bienestar de estas mujeres, sino que será utilizada para reforzar el control sobre ellas y obligarlas a aceptar condiciones de explotación en el ámbito doméstico, agrícola o textil. La verdadera solución es permitirles migrar legalmente y con derechos, no por la criminalización de su actividad. Las que consideran que es una situación indigna, que va en detrimento de todas las mujeres, ¿van a derogar la ley de extranjería para “abolir” la prostitución? ¿Van a dar acceso a todas estas mujeres a trabajos bien remunerados y con condiciones que les hagan innecesario optar por el trabajo sexual?
No nos engañemos. Por más que lo repita la ministra no se va a ayudar a estas mujeres. Como explican ellas mismas, los programas anteriores “para salir de la prostitución”, como el Plan Camino de la anterior legislatura, se emplearon en gran medida en campañas publicitarias o en ONG intermediarias que ayudaban a las mujeres a pedir el Ingreso Mínimo Vital u otros planes sociales para pobres, pero no les proporcionaban opciones laborales aceptables o recursos directos.
Si en este contexto no se puede acabar con los motivos que llevan a estas mujeres –y a algunos hombres– a prostituirse, al menos se debería despenalizar su actividad como estrategia de reducción de daños. Despenalizar sacaría a la policía y al sistema penal del cuello de las trabajadoras sexuales, aumentaría su autonomía sobre su actividad y haría que la prostitución fuera un trabajo más seguro y con menos violencia, o con más posibilidades de hacerle frente. ¿O van a seguir arrojando a mujeres reales a los pies de los caballos de la represión y la clandestinidad en aras de un ideal de igualdad de género abstracto?