Xarxa Feminista PV

Pro derechos

Viernes 3 de diciembre de 2021

Solo la despenalización total garantiza derechos laborales, permite cooperativas, mitiga la explotación, impide la trata, frena el acoso policial, y cambia la autopercepción de las trabajadoras: ya no somos escoria

​​Amaya Olivas Díaz 29/11/2021 CTXT

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magen de la manifestación de prostitutas en Barcelona (2012). SERGIO UCEDA

“…Se espera que las mujeres de la clase obrera se nieguen todo a sí mismas. ¿Por qué tengo que aguantar yo a una feminista de clase media que me pregunta por qué no hago cualquier cosa, incluso limpiar retretes, antes que convertirme en stripper? Qué hay de liberador en limpiar las cagadas de otras personas?”

Nicky Roberts, trabajadora sexual, 1980.

El viernes 26 participé como invitada en el II Congreso de OTRAS. Ya saben, el primer sindicato de trabajadoras sexuales al que tanto le ha costado ver reconocida su libertad sindical. Sí, ese que ha sido silenciado en tantas jornadas.

El discurso abolicionista, pretendidamente construido sobre una defensa cerrada del derecho de la dignidad de las mujeres, olvida la dimensión violenta de un sistema en el que, en mayor o menor medida, “todas nos prostituimos”. Las camareras en Estados Unidos no pueden cobrar un mayor salario sin realizar gestos que les aseguren propinas; las kellys realizan jornadas agotadoras para dejar impolutas habitaciones en las que nunca podrán dormir; los migrantes construyen casas que no podrán habitar; las temporeras sufren abusos que apenas pueden denunciar.

Lo que sí constituye una afrenta a la dignidad es hablar en nombre de otras personas y expulsarlas del debate. Como explica Nancy Fraser, la falta de reconocimiento supone negar la categoría de interlocución plena y participación en la interacción social a consecuencia de patrones de interpretación y evaluación previamente establecidos que constituyen al otro como alguien comparativamente indigno de respeto o estima. Negar la representación de las trabajadoras las conduce a una suerte de “carencia de marco”, negando su entrada en la comunidad política y convirtiendo a las mismas en personas sin derechos.

Esos patrones de interpretación beben de una concepción de cierto “feminismo radical” nacido en las décadas de los años 60 y 70, que hoy parecen resurgir con fuerza. Caracterizado por el esencialismo, este feminismo considera a la sexualidad como una suerte de cultura de la violación ontológica para las mujeres, en la que estas serían sistemáticamente dominadas, realizando una fortísima censura contra la pornografía y la prostitución, y equiparando la venta de los servicios sexuales con la venta del propio “yo”. De ahí vienen tantas afirmaciones que escuchamos a menudo, como que “la mujer que vende su cuerpo vende su propia alma”.

Putas Insolentes es un libro que da voz a los daños que las trabajadoras sexuales experimentan en su oficio. Las autoras no exaltan la figura del cliente, no discuten sobre si el sexo es bueno o malo, no cuentan sus historias personales ni desarrollan análisis abstractos sobre la industria del sexo, la prostitución, y el capitalismo. Se centran en las situaciones concretas de malestar y discriminación con las que se encuentran estas trabajadoras relacionándolas con las legislaciones y políticas públicas existentes.

Las trabajadoras sexuales son las feministas originarias en el sentido de haber realizado luchas y huelgas a lo largo de toda la historia de la humanidad, como respuesta a condiciones opresivas, cuidando las unas de las otras, lo que constituye uno de los mayores fundamentos de la labor política. Durante el confinamiento, este colectivo fue de los pocos que no recibió prestación pública alguna. Sobrevivieron gracias a sus propias colectas, compartiendo exiguos recursos.

Las trabajadoras sexuales son las feministas originarias en el sentido de haber realizado luchas y huelgas a lo largo de toda la historia de la humanidad

Me gustaría poner de relieve varios argumentos en defensa de la postura “pro derechos”, que se desgranan en el mencionado ensayo, y que nos hacen reflexionar de forma valiente y rigurosa sobre una realidad muy compleja.

Comprender que decir que la prostitución es trabajo no significa sostener que sea un buen trabajo o que no debamos criticarlo. Lo que importa es que constituye una manera mediante la cual las personas consiguen los recursos que necesitan. Efectivamente, el sistema capitalista funciona sobre la base de aumentar los beneficios de los empresarios pagando siempre menos por el trabajo de los asalariados. Y la izquierda, por tanto, lo que debe defender es la rectificación de poder entre unos y otros, garantizando los derechos laborales, haciendo menos desigual el desequilibrio intrínseco a tal relación. Pero hemos de tener claro que cuando se criminaliza algo, el capitalismo sigue teniendo lugar en ese mercado. Las políticas punitivistas no van a eliminar el trabajo sexual: solo van a conseguir situar a la parte más vulnerable en un espacio de mayor opacidad, violencia, y discriminación.

Cuando estudiamos los distintos modelos existentes, alcanzamos rápidamente la conclusión de que a mayor prohibición, más daño se produce para las trabajadoras: impedir que presten servicios juntas, o abocarlas a estar solas en las calles, les conducirá a patronos que obtendrán mayores ganancias por su trabajo, y se verán obligadas a disminuir sus esenciales “estrategias de seguridad” a la hora de elegir al cliente, o a la forma de negociar con este cuestiones esenciales.

Solo la despenalización total garantiza derechos laborales, permite cooperativas, mitiga la explotación, impide la trata, frena el acoso policial, y cambia la autopercepción de las trabajadoras: ya no somos escoria, ya somos ciudadanas. El modelo neozelandés lo ha conseguido, y en grandísima parte porque las redactoras de la ley son las propias implicadas. Todo lo contrario de lo que sucede en el Estado español.

El enfoque punitivo que recorre la reforma del proyecto de la ley de libertades sexuales y al que parte de la izquierda feminista parece haberse adscrito de forma emocionada hace ya décadas, prohíbe, entre otros aspectos, la tercería locativa. Esta conllevará el castigo de quien alquile una habitación o un piso en el que pueda ejercerse la prostitución: ello dificulta el acceso de las mujeres a la vivienda, y criminaliza al arrendador, o a prostitutas que conviven y comparten piso.

Degradar aún más el estándar de protección de los derechos fundamentales y sociales de estas trabajadoras se coloca en las antípodas de cualquier política progresista seria.

Hablen con ellas.


Amaya Olivas es magistrada del Juzgado Social 1 de Madrid.

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