El 15 de noviembre de 2004 algo nuevo ha irrumpido en nuestra Democracia, tan poco participativa, tan de listas cerradas, tan endogámica, tan “partidocracia”... Su nombre: Pilar Manjón. Su autoridad: ser madre de un joven asesinado. Su majestad: un dolor sin límites. Su grandeza: representar, ella sí, a la ciudadanía, en su dolor, en su indignación soterrada, en su lógica realista, en su apuesta por la vida.
Esta verdadera portavoz de nuestro pensamiento crítico ha precipitado el punto de inflexión al que toda democracia debe llegar. El punto de inflexión que parte un proyecto político en dos: un antes y un después. El antes del poder a toda costa, y el después de una participación real en la libertad democrática.
En sus palabras y en su actitud he podido adivinar aquel grito de los años setenta que sólo el Movimiento Feminista se atrevió a formular: que lo personal era político. En su comparecencia nos ha dado la razón, una razón humana frente a tantas y tantas razones de estado que reducen la realidad a cifras, porcentajes, índices, efectos colaterales y abstracciones de todo tipo que las palabras de Pilar han revelado como aberraciones.
Hasta ese momento, las víctimas y sus más próximos pertenecían a lo privado, a un drama oscuro del que sólo podíamos compadecernos. Lo público, por el contrario, lo escenificaban los políticos con sus comisiones, sus peleas, sus pasiones, sus mentiras y verdades, su circo cotidiano, sus olvidos, frivolidades y odios enconados. Pero al tomar la palabra Pilar Manjón en el ámbito de un espacio público, sucedió lo nuevo: aquello personal e íntimo emergió como la más auténtica verdad política.
No sé si los políticos habrán caído en la cuenta de que ese acto revela el doble aspecto que sustenta nuestras sociedades: lo Real y lo simbólico. Lo Real, porque Pilar Manjón es madre, cuerpo alumbrador de una persona que a su vez era ciudadano en el entramado simbólico de una sociedad configurada con sus leyes, costumbres, cultura e ideología. Lo Real es precisamente lo olvidado por los políticos cuando frívolamente declaran una guerra a costa de las vidas que muchas mujeres han gestado; cuando fundamentan sus éxitos económicos en su ingeniería financiera y no en el trabajo oscuro de tantas y tantas mujeres que hacen posible la supervivencia de lo doméstico; cuando ellos mismos olvidan que son hijos antes que señorías.
Al igual que Antígona, Pilar ha proclamado su verdad ante los arcontes de la ciudad. Una verdad que no se basa únicamente en los vínculos del parentesco, sino en las leyes no escritas que nos afectan a toda la ciudadanía, y que proclaman que el amor, la vida y la alegría son valores mucho más importantes que los intereses partidistas, que las razones de estado, que una economía de mercado o los dígitos de la bolsa. Ha proclamado también que lo auténticamente serio de la política pasa por la existencia concreta y cotidiana de cada una y uno de nosotros.
En contraposición a la dignidad de la nueva Antígona, algún arconte hubo que ni siquiera atendió a las palabras de Pilar Manjón, que ni siquiera pudo mantener el tipo en la sala. Aquel sillón vacío de un tal Zaplana nos dio la medida de la miserable arrogancia de quienes jamás podrán entender nada de lo que ha sucedido, de lo que sufrimos aquel 11-M.
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