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[Por Alicia Puleo ]

Lo personal es político: el surgimiento del feminismo radical. Kate Millet

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1. Origen y principales rasgos del feminismo radical

"Lo personal sigue siendo político. La feminista del nuevo milenio no puede dejar de ser consciente de que la opresión se ejerce en y a través de sus relaciones más íntimas, empezando por la más íntima de todas: la relación con el propio cuerpo" 1. Con estas palabras, Germaine Greer, una de las feministas más leídas en todo el mundo, subraya la necesidad de retornar a una de las convicciones más profundas y revolucionarias de un movimiento de liberación que ha cambiado la faz de las sociedades modernas.

Muchas preguntas formuladas por mujeres audaces hace más de treinta años siguen siendo ajenas a la mayor parte del colectivo femenino: ¿Nuestros deseos, fantasías, decisiones, temores e ideales estéticos sobre el propio cuerpo nos pertenecen o son el producto de un sistema de relaciones entre los sexos que nos oprime? ¿Otro mundo es posible, en el que no exista la constante dominación masculina que no desaparece (y en ocasiones incluso se incrementa) entre los idealistas contestatarios, llámense de izquierdas, okupas o antiglobalización? ¿Hasta qué punto el conocimiento es neutro y objetivo o ha sido configurado con un sesgo masculino? ¿Cómo puede conquistarse la verdadera libertad?

Las nuevas generaciones tienen, quizás, cada vez más difícil la tarea de desentrañar la lógica de los lazos opresivos porque la tendencia de las sociedades de consumo es acercarse a lo que he llamado "patriarcado de consentimiento" al tiempo que se alejan del modelo coercitivo del antiguo "patriarcado de coerción"2. La represión es suplantada por una aparente libertad en la que los propios individuos, en este caso las propias mujeres, se esfuerzan denodadamente por alcanzar las metas prefijadas del sistema (cánones de estética, seducción, éxito, etc.). Ya no se apela a la prohibición. Basta con el consentimiento no informado o alienado, el desesperado anhelo que cierra los ojos ante las desventajas del modelo preconizado por los medios de comunicación. Tampoco se discrimina por sexo en las leyes. Simplemente se deja actuar la inercia estructural, apenas erosionada por enfáticas políticas de igualdad, no por ello menos necesarias para reducir los desastrosos efectos de la doble jornada, del desigual estatus y acceso a los recursos de hombres y mujeres, etc.

Conviene, pues, volver a reflexionar sobre la dimensión política de nuestros cuerpos y nuestras vidas. No por casualidad una de las vías de investigación del feminismo radical de total actualidad es el estudio sobre mujeres y salud del Colectivo de Mujeres de Boston llamado Nuestros cuerpos, nuestras vidas 3. El feminismo radical, en sus diversos grupos, se origina en los movimientos contestatarios de los años sesenta del siglo XX. En su teorización del sexo como categoría social y política, el modelo racial es clave para analizar las relaciones de poder entre hombres y mujeres. Si, como había demostrado la crítica al racismo, la relación entre las razas es política, la conclusión será que también lo es la relación entre los sexos. La emergencia del Black Power como inicio de las políticas de la identidad en Norteamérica marcó de manera decisiva la militancia feminista. También en Europa, las teorías que circularon al calor de los movimientos de descolonización fueron muy influyentes (Fanon y Menmi, particularmente). En Francia, desde finales de los sesenta, destacan los trabajos pioneros de la feminista radical materialista Colette Guillaumin sobre la relación conceptual entre racismo y sexismo4. Guillaumin, con sus agudos análisis, se dedicó a combatir la tendencia tradicional a naturalizar y ontologizar los rasgos identitarios que resultan de la relación dialéctica de dominación.

En EE.UU., cristalizó como resultado de la insatisfactoria respuesta dada a las reivindicaciones feministas de las militantes en el Movement, nombre que recibían dos organizaciones: SNCC (Students Nonviolent Coordinating Committee), agrupación antirracista fundada por estudiantes negros y blancos en 1960) y SDS (Students for a Democratic Society), fundada en el mismo año por demócratas, social-demócratas y anticomunistas que privilegiaban el análisis de la dominación psicológica y cultural sobre el de la explotación económica. En ambas organizaciones, las mujeres habían conseguido tener una experiencia política pero terminaron encontrando los mismos prejuicios y la inmemorial división del trabajo que los jóvenes daban por superados en tales círculos contestatarios. La ruptura entre los sexos se produce de forma clara en 1967, durante la National Conference for New Politics cuando las resoluciones de los grupos de discusión de las mujeres apenas fueron consideradas por la presidencia de la convención. Jo Freeman y Shulamith Firestone, futuras líderes feministas, pidieron, entonces, para las mujeres el 51 % de representación en los votos por constituir el mismo porcentaje de la población. Solicitaron también que la convención condenara los estereotipos sexistas vehiculados por los medios de comunicación, el matrimonio, las leyes de propiedad y divorcio y que se manifestara a favor de la información anticonceptiva y del aborto como formas de control de sus propios cuerpos por parte de las mujeres. La presidencia rechazó la petición, aduciendo no tener tiempo para debatirla. Evidentemente, no consideraba esos temas suficientemente "revolucionarios" e "importantes". Tras esta decepción, el grupo de Chicago publicó un manifiesto titulado To the Women of the Left que llamaba a la secesión, inspirándose en la actitud tomada por los afroamericanos del SNCC que el año anterior habían abandonado el ideal integracionista, acusando a los compañeros blancos de paternalismo. El separatismo del feministas radicales surge, pues, de una de las muchas experiencias históricas de decepción con respecto a causas políticas emancipatorias que han negado el reconocimiento y la reciprocidad a las mujeres.

Esta nueva forma de feminismo se define como radical porque, según la etimología de este término, se propone buscar la raíz de la dominación. Será radical en su teoría y también en sus formas intempestivas, tan propias de la época que lo vio nacer, años en que circulaba por las calles de New York el manifiesto Scum 5 de Valérie Solanas, texto subversivo insólito y único en que se mezclan lucidez y locura.

El feminismo radical se diferencia del feminismo liberal reformista que sólo (para escándalo de muchos, sin embargo, en aquel momento) pedía la integración de las mujeres en el mundo capitalista del trabajo asalariado y de la cultura. También se distingue de una izquierda patriarcal que no reconocía la legitimidad de las reivindicaciones de las mujeres y cerraba los ojos ante el poder masculino ilegítimo existente dentro de los mismos movimientos revolucionarios.

Cabe señalar que, además del tránsito por los movimientos de izquierda, existe un componente sociológico importante que distancia a las radicales del feminismo liberal: la edad. Sus militantes son jóvenes y solteras. De ahí que se trate de un movimiento más audaz que reivindica la sexualidad y el aborto, cuestiones que NOW no se había atrevido a tratar.

Aunque los ejes temáticos y la forma de abordarlos varía mucho entre las diferentes corrientes y las distintas teóricas radicales, destacaré algunos puntos comunes: la utilización del concepto de patriarcado como dominación universal que otorga especificidad a la agenda militante del colectivo femenino, una noción de poder y de política ampliadas, la utilización de la categoría de género para rechazar los rasgos adscriptivos ilegítimos adjudicados por el patriarcado a través del proceso de naturalización de las oprimidas, un análisis de la sexualidad que desembocará en una crítica a la heterosexualidad obligatoria, la denuncia de la violencia patriarcal, particular aunque no exclusivamente la sexual, y, finalmente, una sociología del conocimiento que será crítica al androcentrismo en todos los ámbitos, incluidos los de la ciencia.

El feminismo radical se separa de la izquierda tradicional por su atención a las relaciones de poder no originadas por la explotación económica. Así, por ejemplo, Anne Koedt, en Politics of the ego consideraba que la supremacía masculina tenía su origen en la necesidad masculina de obtener satisfacción psicológica del ego, lo cual, posterior y adicionalmente, tenía consecuencias económicas. La dominación precedía a la explotación. El análisis feminista radical de las relaciones entre los sexos se apoya en la definición amplia de política común en la New Left. El poder ya no reside sólo en el Estado o la clase dominante. Se encuentra también en relaciones sociales micro, como la pareja. Algunas teóricas, como Kate Millet, acudirán a Max Weber para la definición de dominio como posibilidad de imponer la voluntad propia sobre otros. Como recuerda Amelia Valcárcel6, a mediados del siglo XIX, el concepto de patriarcado cambia su signo (de positivo e idílico a negativo y explotador), pero sólo en los años sesenta-setenta del siglo XX, con el auge militante y el desarrollo teórico del feminismo, el patriarcado será concebido en términos de estructura de relaciones de poder. De esta manera, el feminismo radical, con su noción de patriarcado como sistema político es una respuesta a las posiciones de la izquierda que consideraba "el problema de la mujer", o "la condición de la mujer", como se solía decir en esa época, como algo secundario que se solucionaría automáticamente con la supresión del capitalismo.

El concepto de género fue introducido para distinguir los aspectos socio-culturales, construidos, de los innatos, biológicos (sexo). Desarrollado por el análisis feminista como un sistema de organización social basado en el control y la dominación sobre las mujeres, género no tiene un carácter meramente descriptivo como en algunos usos de la psicología o la antropología. Es un elemento crítico destinado a facilitar la desarticulación de las relaciones ilegítimas de poder. Ya he señalado que la tematización de la sexualidad separa al feminismo radical del liberal. Las feministas radicales no son las sufragistas puritanas del siglo XIX que pedían pudor a los hombres en vez de liberación sexual para todos en aquel ingenioso lema "votes for Women and Chastity por Men". Pero muchas de ellas denuncian la retórica de una revolución sexual definida en términos masculinos que, en palabras de Ann Koedt, traía más carne fresca al mercado del sexo patriarcal.

Aunque no suele reconocerse en la historia oficial de las ideas, el feminismo radical fue pionero en considerar la sexualidad como una construcción política (ver capítulo de Celia Amorós sobre Shulamith Firestone y capítulo de Kathleen Barry sobre el feminismo radical). Antes de que un pensador tan famoso y aclamado como Michel Foucault criticara la "hipótesis represiva" o creencia de que la sociedad se limita a reprimir la líbido, Kate Millett y otras pensadoras feministas radicales habían identificado la construcción patriarcal del deseo y del objeto del mismo. Algunas feministas radicales se manifestaron como heterosexuales, es el caso de Germaine Greer. Otras, como Kate Millett7 en 1970 en un reportaje del Time Magazine produjeron gran escándalo en su momento, introduciendo claramente el tema de la bisexualidad y el lesbianismo en el movimiento feminista.

Esta tematización crítica de la sexualidad dará origen a un feminismo lesbiano que considerará que el amor entre mujeres puede y debe ser un acto político de liberación. En base al ideal de una sexualidad igualitaria, rechazarán la pornografía y el sado-masoquismo entre lesbianas por considerarlos patriarcales y tenderán a identificar feminismo y lesbianismo. A diferencia de las lesbianas feministas que consideran su lesbianismo como una opción sexual entre otras, Sheyla Jeffreys, una de las teóricas del lesbianismo político, criticando que lo que considera tendencias esencialistas y liberales dentro del movimiento lésbico de los noventa, reivindica el “enfoque construccionista social radical que puede resumirse en el lema de los años 70 “Toda mujer puede ser lesbiana”8. Esta concepción llevará a Monique Wittig9 a afirmar las lesbianas no son mujeres porque “mujer” es una categoría que existe en relación al hombre. Las mujeres no son seres naturales sino productos políticos de la dominación. Por eso, las lesbianas, desde esta perspectiva, serán como los cimarrones, aquellos negros esclavos que huían de las plantaciones caribeñas y vivían escondidos en la floresta, libres y liberados de su condición. La polémica sobre la sexualidad dividirá profundamente al feminismo en los años ochenta, enfrentando a sus diversas tendencias en la caracterización de las identidades feminista y lesbiana, la cuestión de la ética sexual y el grado de coherencia exigible a la militancia feminista (ver capítulo de Raquel Osborne). El lema “lo personal es político”, muy fértil como punto de partida para un análisis de la vida cotidiana, dio lugar en ciertos sectores del movimiento a una interpretación rígida que terminaba invirtiendo los términos al introducir un único código de conducta y de estilo para la “verdadera feminista”. La preocupación obsesiva por estos aspectos terminaría por reducir lo político a lo personal.

Las feministas radicales trabajaron profusamente el tema de la violencia. Susan Brownmiller, en Against our Will, realiza un estudio sociológico e histórico de la violación como política patriarcal. Esta obra muestra las potencialidades del enfoque del patriarcado como sistema para superar la visión anecdótica y patologizante de este delito. La violación no aparece como acto aislado de un individuo enfermo, sino como control patriarcal, particular toque de queda para todo el colectivo femenino que ve reducida su movilidad: habrá lugares y horarios en los que no se aventuran las mujeres decentes. Desde una perspectiva social, los fenómenos se entienden también por los resultados que producen. La radical materialista francesa Colette Guillaumin, por su parte, considerará la violación y el acoso sexual como expresiones de una apropiación colectiva definida como “pertenencia de la clase de las mujeres en su totalidad a la clase de los hombres en su totalidad”. Esta forma de apropiación entra en colisión en ocasiones con la apropiación privada representada por el matrimonio, institución en la que una mujer pertenece a un hombre determinado. Así explica Guillaumin la tradicional reticencia de la opinión pública y los jueces a condenar a los violadores si la víctima no demuestra ser una mujer “honesta” y el crimen cometido no es ofensa al honor del marido o, en su defecto, del padre o hermano.

La perspectiva de género permitirá al feminismo no sólo denunciar la discriminación y exclusión sexistas sino también realizar una revolución, aún inconclusa, en la sociología del conocimiento. La pertenencia de sexo, como anteriormente la de clase social, pasa a ser una variable a considerar cuando se analiza el sesgo del saber10. La feminista radical Catharine MacKinnon, en un pasaje de su libro Hacia una teoría feminista del Estado, se refiere al androcentrismo o sesgo masculino de la cultura, de manera sencilla y elocuente: “La fisiología de los hombres define la mayor parte de los deportes, sus necesidades de salud definen en buena media la cobertura de los seguros, sus biografías diseñadas socialmente definen las expectativas del puesto de trabajo y las pautas de una carrera de éxito, sus perspectivas e inquietudes definen la calidad de los conocimientos, sus experiencias y obsesiones definen el mérito, su servicio militar define la ciudadanía, su presencia define la familia, su incapacidad para soportarse unos a otros _ sus guerras y sus dominios _ define la Historia, su imagen define a dios y sus genitales definen el sexo” 11. El desarrollo de la crítica al androcentrismo ya en los setenta, como una más de las vertientes del revolucionario lema de los setenta “lo personal es político”, originará la búsqueda de una ginecología alternativa, menos agresiva e invasiva, más holista, que cristalizará en ese imprescindible manual ya citado Nuestros cuerpos, nuestras vidas y otras obras de similar inspiración12.

La sofisticada epistemología feminista que cuestiona actualmente el paradigma científico y tecnológico de la Modernidad occidental tiene sus orígenes en esa crítica radical al androcentrismo. La revelación del sesgo masculino de la cultura establecerá importantes puntos de contacto con el pacifismo y la ecología y dará lugar al surgimiento de una nueva corriente del feminismo: el ecofeminismo (ver capítulo sobre Ecofeminismo de este mismo libro).

En las líneas que siguen, me referiré a algunos aspectos de la obra de dos importantes figuras del feminismo radical: una de ellas norteamericana, Kate Millett, la otra australiana radicada en Gran Bretaña, Germaine Greer. Mientras que Sexual Politics, el libro que consagró a la primera, es un ejemplo del feminismo radical racionalista y constructivista, la evolución de G. Greer es representativa de algunos sectores del feminismo radical que, en su crítica al androcentrismo de la Modernidad, han terminado por idealizar rasgos y conductas originados por el patriarcado tradicional. La focalización en estas dos figuras no pretende agotar la riqueza y enorme variedad del feminismo radical. Como bien señala Alice Echols13, la heterogeneidad de puntos de vista existente en los setenta no se conoce si nos limitamos a una o dos de sus representantes. Pero esta relectura nos puede ayudar a recordar algunas de las ideas clave de este pensamiento que ha revolucionado la cultura occidental.

2. La “Política sexual” de Kate Millett (1934, St. Pauls, Minnesota)

En 1998, The New York Times incluyó a Kate Millett en la lista de los diez personajes que más han marcado el siglo XX. En efecto, Sexual Politics, publicado en 1969, es ya un clásico del feminismo y uno de los más sugerentes análisis de las relaciones de opresión entre los sexos. Un tercio de siglo más tarde, su lectura sigue siendo reveladora y muy aconsejable como introducción al estudio del sistema de género. Se trata de un libro que reúne crítica literaria, antropología, economía, historia, psicología y sociología. Esta intersección de saberes recuerda el estilo de la Escuela de Frankfurt que inspiraba los movimientos contestatarios de la época. A diferencia de los marxistas ortodoxos, los frankfurtianos no se limitaban a señalar la causalidad infraestructural sino que se interesaban por los componentes superestructurales, en un intento de alcanzar una visión interdisciplinaria que diera cuenta de la complejidad del fenómeno estudiado y recuperara el potencial revolucionario de la razón. La superación del economicismo permite el desarrollo de la noción de dominación, particularmente útil para la crítica a las relaciones de opresión de raza y sexo.

Política Sexual consta de tres partes. Antes de detenerme sobre la primera, que expone la teoría de la política sexual en sus aspectos ideológicos, biológicos, sociológicos, psicológicos y económicos, quiero hacer una breve referencia a las dos restantes. La segunda, titulada “Raíces históricas”, examina el período que se extiende entre 1830 y 1930, fase inicial de lo que la autora llama “revolución sexual”, Con esta última denominación se refiere a la primera ola del feminismo, nacida de las organizaciones antiesclavistas, al Women’s movement que se fijó como objetivos el acceso de las mujeres al sufragio, a la educación superior y al ejercicio de las profesiones liberales y otros empleos remunerados. Analiza también las polémicas que acompañaron a aquellas reivindicaciones. Recuerda la teoría de Ruskin de las naturalezas complementarias que justificaba las trabas a la educación de las mujeres en nombre de su función de “reinas” del hogar y la desmitificación de tales argumentos en la pluma del filósofo feminista John Stuart Mill. Asimismo, se detiene en los planteamientos de Engels sobre el origen del patriarcado, de la familia y de la prostitución para llevar a cabo una revisión de las posiciones marxistas. Con grandes nombres de la literatura de la época ejemplifica tres tipos de actitud frente a los cambios sociales puestos en marcha por aquel primer movimiento feminista: reacción sentimental y caballeresca en Los jardines de las reinas del citado Ruskin; realista y revolucionaria en Bernard Shaw, Virginia Woolf, Ibsen y Dickens; soñadora y ambivalente en Swinburne y Oscar Wilde. En este tercer tipo, el mito de la mujer fatal surgiría de la fantasía homosexual masculina14. Millett pasa después a ocuparse de la contrarrevolución que se produce en el período que va de 1930 a 1960. Centra su atención en el nazismo y el stalinismo como reacción de la política patriarcal ante el avance feminista. El psicoanálisis freudiano sería la oposición ideológica frente a ese mismo progreso de la libertad de las mujeres.

La posición de la autora con respecto a las teorías de Freud se inscribe en la línea abierta por Simone de Beauvoir y produjo agrias discusiones en un período caracterizado por el interés revolucionario en la conjunción de marxismo y psicoanálisis. Cuatro años más tarde, la feminista socialista Juliet Mitchell se opondrá a las críticas que Sexual Politics hacía al maestro vienés. En el frecuente y encomiable _ aunque no siempre posible _ esfuerzo por interpretar un dogma patriarcal contenido en algún texto “sagrado” en un sentido favorable a las mujeres, Psicoanálisis y feminismo, de J. Mitchell, sostendrá que Millett no comprende a Freud porque se mueve en un empirismo que no acepta la existencia del inconsciente. Las críticas feministas a las nociones de “envidia del pene” y “complejo de castración” ignorarían, según Mitchell, las leyes del inconsciente, el deseo y la fantasía y creerían que, en el niño, el principio de realidad está desarrollado desde el nacimiento. En su intento de rehabilitar a Freud y de unir feminismo y psicoanálisis, Mitchell afirmará, contra la interpretación de Millett, que el psicoanálisis es sólo una descripción de la sociedad patriarcal, no una recomendación. Sería meramente descriptivo y no normativo. Ofrecería un arma más contra el patriarcado en vez de ser, como lo definía Millet, una política reactiva frente a los avances del sufragismo. Por mi parte, considero que con Freud estamos aún muy lejos de los desarrollos de psicoanálisis feminista que la teoría de las relaciones objetales hizo posible después. Basta una simple lectura de los comentarios epistolares de Freud sobre las propuestas igualitarias de John Stuart Mill o el análisis atento de algunos fragmentos de su obra para dar la razón a Kate Millett en cuanto a su talante adverso con respecto al sufragismo15. No sería la primera ni la última ocasión en que la ciencia funciona como discurso de legitimación del orden social entre los sexos.

En la tercera parte de la obra que nos ocupa, Millett presenta “Consideraciones literarias” sobre D. H. Lawrence, Henry Miller, Norman Mailer y Jean Genet, autores con cuyos pasajes eróticos había dado “Ejemplos de política sexual” en el primer capítulo. Al hilo de este retorno millettiano a los novelistas iniciales, me centraré ahora, como ya anunciara, en la "Teoría de la política sexual" expuesta en la primera parte. El propósito de Millett es hacer una caracterización del patriarcado, aunque reconoce modestamente que, por tratarse de un comienzo de la investigación, sólo podrá tratarse de “unos cuantos apuntes” que conformarán un trabajo “tentativo e imperfecto”16.

Al hilo del comentario de El Balcón de Jean Genet, Millett avanza una tesis fundamental del feminismo radical: el patriarcado es el sistema de dominación básico sobre el que se asientan los demás (de raza, de clase) y no puede haber una verdadera revolución si no se lo destruye. El patriarcado es definido como “política sexual”, entendiendo por política “el conjunto de estratagemas destinadas a mantener un sistema”17 o “el conjunto de relaciones y compromisos estructurados de acuerdo con el poder, en virtud de los cuales un grupo de personas queda bajo el control de otro grupo18”. Nuestra leader feminista añade que la política ideal excluye la dominación y ordena la sociedad de acuerdo a “principios agradables y racionales” pero que, hasta el presente, la política real no ha sido otra cosa que dominación.

La relación entre los sexos es, pues, política. Es una relación de poder. Tal como ya he señalado para el conjunto del pensamiento feminista radical, la emergencia del discurso de emancipación de los afroamericanos y de los movimientos anticolonialistas impregna el conjunto del análisis. Utilizando las categorías emancipatorias de la época, Millett afirma que las mujeres son colonizadas por el imperialismo masculino, sufren una “colonización interior” más sutil y, por tanto, más arraigada que otras. Vemos, pues, que aquí se cumple la tesis de Celia Amorós que sostiene que el discurso del oprimido u oprimida sólo puede construirse a través de la resignificación 19. Así como los cuadernos de quejas de las ilustradas reclamaban igualdad en la Francia revolucionaria de 1789 denunciando a la nueva “aristocracia masculina” que excluía a las mujeres del espacio democrático inaugurado tras la abolición de los privilegios de la nobleza, Kate Millett ve en la socialización patriarcal una “colonización” y, como tal, una maniobra ilegítima de dominación.

A diferencia de algunas tendencias diferencialistas posteriores del feminismo radical que evolucionarán hacia un análisis limitado al mundo de lo simbólico (ver capítulo de Raquel Osborne sobre el feminismo cultural), Millett no reduce la dominación patriarcal a una domesticación psicológica de las mujeres. New York Radical Women20, el grupo al que pertenecía Millett, mantenía la llamada línea pro-women que consideraba que las condiciones materiales impiden una verdadera elección a las mujeres, castigando a las rebeldes con soledad, empobrecimiento y privación sexual. Millett señala que los hombres poseen todos los resortes del poder: no sólo controlan la ideología del sistema (ciencia, arte, religión, filosofía), sino también la industria, las finanzas, el ejército, la policía y el gobierno.

Según Millett, el patriarcado se rige por dos principios: el dominio del macho sobre la hembra y del macho adulto sobre el joven. Por lo demás, su diversidad es enorme, se adapta a diferentes sistemas económico-políticos (feudalismo, democracia occidental, socialismo real…) y es universal. Aunque suele recurrir a la fuerza (violaciones, excisión, prohibición del aborto, prostitución, reclusión, velo, etc.), el patriarcado se apoya sobre todo en el consenso generado por la socialización de género. Sexual Politics afirma la interrelación entre estatus, temperamento y rol. El primero, o componente político, es el determinante de los otros dos que son, respectivamente, los elementos psicológico y social. La familia moderna con sus roles diferenciados para hombre y mujer tiene un importante papel en la reproducción de estos componentes del sistema. A diferencia de las explicaciones tradicionales sobre los sexos y de algunas teorías feministas que parten del primado de lo psicobiológico, para Millett el temperamento se halla determinado por el estatus. El sistema patriarcal produce sus individuos, produce género. Nuevamente surge la comparación con los análisis del racismo. Millett cita estudios que demuestran que los rasgos atribuidos a negros y mujeres son similares: inteligencia inferior, instintivismo y sensualidad, hipocresía; y que también son parecidas las estrategias del oprimido en cada caso: actitud de insinuar o implorar, técnicas de influencia que explotan los puntos débiles del opresor, deseo de dominio oculto tras el aparente desamparo o la supuesta ignorancia. Concluye, entonces, que el colectivo femenino exhibe características psicológicas propias de las minorías discriminadas. La interiorización de los valores patriarcales impide la autoestima ya que las mujeres se menosprecian y subestiman a las demás. Como los miembros de otros grupos oprimidos, las que han tenido éxito y han destacado en el terreno profesional o artístico, suelen declararse “femeninas”, entendiendo por ello “antifeministas”, para subrayar su aceptación del orden patriarcal. De esta manera, se transforman en útiles coartadas del patriarcado para negar la discriminación de género.

En su análisis de la política patriarcal, Millett examina la imagen de la mujer en el mito y la religión como lo hiciera anteriormente Simone de Beauvoir (ver trabajo de Teresa López Pardina en este mismo libro). Sostiene que no es la “alteridad” de la mujer la que crea las relaciones patriarcales. Por el contrario, las relaciones patriarcales hacen de la mujer la Otra sobre la que se proyectan significaciones de impureza y malignidad. Para ejemplificar este fenómeno, alude a la generalizada interpretación de la menstruación como impureza en diferentes pueblos primitivos y a las figuras de Eva y Pandora que consagraron la identificación de la mujer con el pecado y el sexo en la tradición griega y judeocristiana.

Concluye esta caracterización del patriarcado con una observación sobre lo que la autora considera la mayor dificultad que enfrenta el feminismo: “Tal vez la mayor arma psicológica del patriarcado consista simplemente en su universalidad y longevidad. Apenas existen otras formas políticas con las que se pudiera contrastar o con relación a las cuales se pudiera impugnar"21 Pero, el mensaje final es optimista. Sugiere que un signo de la posibilidad de cambio es la existencia del análisis crítico, de la discusión contemporánea y hasta de los mismos discursos reactivos sexistas.

Kate Millett, considerada como la autora del libro feminista más importante después de El Segundo Sexo, hoy en día continúa su antigua labor artística como fotógrafa, pintora y escultora y dedica parte de sus energías a luchar por la conservación de los inmuebles del siglo XIX amenazados por la especulación en New York. Gracias a los beneficios económicos de Millet Farm, su enorme vivero de pinos de Navidad, mantiene una comunidad estival que funciona como taller de creación para jóvenes mujeres artistas (Women’s Art Colony Farm).

Aciertos y derivas de Germaine Greer

Germaine Greer (Melbourne, Australia, 1939), autora de ensayos feministas de desigual valor que siempre han sido auténticos best-sellers internacionales, saltó a primera línea del movimiento de liberación de las mujeres de los años setenta del siglo XX por una obra en la que denunciaba la profunda misoginia patriarcal: The Female Eunuch (1970). En este libro, argumenta que nuestra ideología está fundada en la bipolaridad de los sexos a pesar de que la naturaleza no la ofrece de manera tan clara. ¿Por qué esta bipolaridad es más marcada en los humanos? La respuesta es rotunda: los roles sexuales no dependen de la biología, son creaciones sociales. Greer llega a examinar el esqueleto y las formas del cuerpo femenino a la luz de las modificaciones sufridas por el modo de vida distinto de ambos sexos, la esclavitud a los dictámenes del gusto masculino según la época y la clase social y los simbolismos sexuales asociados al vello y a la cabellera. El Eterno Femenino que ataca con acidez es el Eunuco Femenino, un ser producido por la cultura patriarcal: joven, sonriente, lampiño, de expresión seductora y sumisa. Este Eunuco Femenino es el resultado de un largo condicionamiento que comienza en la cuna. La "civilización" reprime la energía e independencia de ambos sexos pero, debido a la discriminación, este proceso afecta más a las niñas. Greer cita a la ilustrada Mary Wollstonecraft que ya en las postrimerías del siglo XVIII había denunciado la permanente vigilancia y represión que pesa sobre la infancia femenina. Las resistencias a la castración son vencidas en las niñas con golosinas, muñecas y vestidos. Pero el golpe de gracia llega en la pubertad, momento en que se exige a las adolescentes la represión de sus impulsos eróticos al tiempo que descubren que son miradas despreciativamente como objetos sexuales. Como Simone de Beauvoir, y tras ella Eva Figes y Kate Millett, entre otras teóricas feministas, Greer ataca el biologicismo de las teorías freudianas sobre la mujer. Señala que el fundador del psicoanálisis y sus seguidores consideraron que el masoquismo femenino tenía un fundamento biológico sin pensar en la posibilidad de disminuir la agresividad del mundo varonil y devolver la sexualidad a las mujeres. El diagnóstico no admite réplicas: el psicoanálisis es una metafísica pero se lo considera una ciencia. El ideal de abnegación del estereotipo de mujer-madre elaborado por Hélène Deutsch no puede corresponder al de una persona porque remite a un ser sin existencia propia. La mística de la mujer-madre encubre la realidad de que las mujeres que renuncian a todo por la maternidad y el matrimonio son justamente las que más decepcionadas y tiránicas se muestran después. El altruismo que se predica a las mujeres es impracticable, ya que implica la negación del propio yo. El amor no puede ser identificado con este sacrificio sin pervertirse. La mujer exige la seguridad a cambio de su autonegación en el matrimonio. Pero, entonces, realiza un comercio, no un sacrificio. Incluso peor, se trataría de un engaño porque nunca han tenido un yo propio. Esta será la situación, señala la autora, mientras la subsistencia de la mujer dependa del matrimonio.

Como vemos, en esta primera obra que la hizo famosa, Greer recogía la tradición ilustrada que afirmaba que la maternidad no es destino y que las mujeres deben salir al ámbito de lo público y construir su identidad ejerciendo la autonomía. También pertenece a esta tradición su paradigma del amor. Afirma que, para amar, el yo no debe sentirse degradado. Cuanto más nos respetamos, más amamos a los amigos. Sentimos amor por lo que es similar a nosotros. Entre hombres y mujeres se han enfatizado las diferencias y, por ello, los varones aprecian más a varones de otras razas y lugares (se reconocen iguales) que a las mujeres de su entorno. La realización de la igualdad entre los sexos permitirá que el ideal platónico del amor entre iguales incluya también la heterosexualidad22.

Pero, junto a la temática ilustrada, el feminismo de Greer recoge las teorías de Marcuse. Este filósofo compartía la tesis fundamental de Dialektik der Aufklärung según la cual la razón instrumental había dominado la naturaleza externa pagando por ello el precio del sometimiento paralelo de la propia naturaleza del hombre. Según esta perspectiva, era necesaria una reconciliación con la naturaleza, abandonando, como ya planteara Nietzsche, el errado camino civilizatorio de la negación de los instintos de vida. Marcuse comparte con Wilhem Reich la creencia en los poderes liberadores de la sexualidad aunque haya matizado sus afirmaciones a través del concepto de "desublimación represiva" o utilización de la sexualidad como un medio más de control con vistas al mantenimiento del sistema social capitalista.

Fiel a la teoría de la sexualidad revolucionaria del freudo-marxismo, Greer critica la represión de la sexualidad femenina favorecida por las feministas liberales del movimiento NOW (National Organisation for Women) temerosas de un ámbito que presenta peligro para las mujeres. Rechaza el matrimonio y propone la promiscuidad. La mujer, sostiene, debe ser sexualmente activa. NOW comete un error al creer, en aras de la liberación, conviene que las mujeres repriman su sexualidad y se limiten a salir del hogar, desarrollándose laboral y culturalmente. Siguiendo la tónica común en la progresía de la época, fuertemente inspirada en las críticas de Wilhem Reich a la deformación de los instintos en la estructura capitalista, Greer sostiene que la sexualidad es práctica revolucionaria y provee de energía para descubrir y crear. La ancestral represión sexual que sufre el colectivo femenino es correlativa de todas las demás formas de represión que le son impuestas.

Ahora bien, en relación a la conceptualización de los sexos, el pensamiento frankfurtiano contenía un núcleo profundamente ajeno a la tradición ilustrada. Aunque había llamado la atención sobre la dominación del hombre sobre la mujer y había mostrado su relación con el sometimiento de los judíos, la clave de su pensamiento al respecto no era precisamente igualitarista. Muy por el contrario, manifestando lo que he considerado una "nostalgia del suelo ontológico"23 similar a la que Heidegger mostrara respecto a los campesinos y tan agudamente le criticara Adorno, ve en la mujer a la Naturaleza que no ha sido deformada aún por el Logos dominador y considera que debe mantenerse fuera de los ámbitos de poder para preservar el último lazo no explotador que el hombre mantiene con el mundo orgánico. Así, Horkheimer coincide con Nietzsche en afirmar que, con la obtención de la igualdad de derechos, las mujeres perderían lo más valioso que poseían, aquello que las distinguía de los hombres: "su pensamiento no cosificado ni meramente pragmático"24. Esta concepción esencialista olvida que, cuando en el momento de crisis de la razón, el yo varonil de la angustia existencial vuelve sus ojos hacia la mujer-naturaleza creyendo encontrar en ella la anhelada inmediatez, ésta no es tal, sino la contrapartida de la constitución de su propio sujeto, un producto formado por los elementos rechazados e hipostasiados de su propia humanidad.

En 1974, en una conferencia titulada "Marxismo y feminismo", Marcuse traduce estas convicciones a sus particulares desarrollos teóricos: las mujeres poseen las cualidades de Eros, aquellas cualidades aptas para enfrentarse a la sociedad patriarcal basada en el principio de ejecución. Por lo tanto, pedir la igualdad económica, social y cultural es un error y alcanzarla sería un fracaso. El colectivo femenino se integraría al sistema al adoptar la competitividad y agresividad masculinas, perdiendo así su potencial subversivo. Las mujeres son lo Otro que posee la negatividad necesaria para la restauración de los valores de la vida y el reencuentro con la Naturaleza reprimida. Esta negatividad ha de ser preservada. Ya en El Eunuco femenino, Greer introduce algunas ideas que comparten esta visión frankfurtiana anclada en una antigua y tradicional naturalización de "la Mujer". Examina las afirmaciones de Weininger sobre la incapacidad femenina para disociar pensamiento y sentimiento, su supuesta tendencia animal a no diferenciar el ego de lo externo, su dificultad para seguir un discurso lógico, las teorías de Freud sobre la debilidad del super-yo en las mujeres y termina preguntándose si todas estas características no serán ventajas para vencer a Tánatos después de dos guerras mundiales. Para Greer, la fuerza de las mujeres reside en la ignorancia y la exclusión. A su juicio, las mujeres deberían explotar su capacidad de pensamiento lateral creativo, restos del pensamiento infantil y salvaje en contacto más estrecho con la realidad. La emancipación no debe ser adopción del rol masculino, pues, en ese caso ¿quién salvaría las facultades animales de compasión, empatía, inocencia y sensualidad? Las mujeres deberían crear una nueva forma de poder femenino. Greer no nos explica cómo ha de ser esa nueva forma. Sólo encontramos una breve indicación cuando advierte sobre la tentación de adoptar jerarquías masculinas y de formar una élite femenina en las estructuras políticas del movimiento feminista.

En los años ochenta, estos componentes romático-vitalistas darán lugar a una peligrosa deriva en su obra Sexo y Destino. La evolución (o, más precisamente, la involución) del pensamiento de Greer que presenta esta obra es sorprendente, aunque puede ser explicada como el despliegue de potencialidades inherentes a ciertas categorías ya presentes que toman fuerza y se desarrollan en las peculiares circunstancias históricas de la nueva década, caracterizada por el repliegue de la movilización contestataria y el retorno occidental a políticas y discursos más conservadores. La obra se publica en Londres en 1984 y pretende ser un alegato anti-imperialista y una crítica sin cuartel a la Modernidad. El tema central es el control de la natalidad, concebido como suicidio de la sociedad occidental y genocidio de las demás. Sostiene que la sociedad occidental moderna es profundamente hostil a los niños. Esta actitud se habría acentuado en la sociedad de consumo. Sex and Destiny se caracteriza por la total ausencia de análisis de género y la aparición de categorías sociobiológicas tanto para explicar las diferencias entre los sexos como las que separan a los países desarrollados de los del Tercer Mundo.

El análisis nos permite constatar una profunda contradicción epistemológica en esta nueva entrega de Greer: la utilización de criterios explicativos diferentes y excluyentes para los dos tipos de sociedad, la industrializada y la subdesarrollada. Para la primera, se acoge fundamentalmente a la teoría de la determinación infraestructural (los principios éticos y los derechos de los individuos reconocidos por la Ilustración no serían sino reflejo superestructural del desarrollo capitalista); para la segunda, adopta categorías biologicistas completadas con la sugerencia de una determinación superestructural. De esta manera, naturaliza y mistifica a los pueblos pobres. La citada contradicción epistemológica es coherente, en última instancia, con sus antiguos postulados marcusianos ya que, a sus ojos, nos encontraríamos ante dos tipos de sociedades irreductiblemente diferentes: una natural y otra deformada por la razón instrumental, realidades a las que corresponderían criterios distintos de análisis. Así, la vieja oposición de Mujer-Naturaleza y Hombre-Cultura se transforma ahora en Mujer-madre-Tercer Mundo y Hombre instrumental-Sociedad industrial.

La mistificación de la condición de mujeres y niños del Tercer Mundo no puede ser más completa. Todos los aspectos de las culturas tradicionales (ritos, vestimenta, diversiones, normas) son presentados como exteriorización de un profundo amor a la infancia (amor que se ha perdido en las sociedades modernas). Greer elude toda referencia a la cruda realidad de la infancia explotada, al tradicional infanticidio por descuido sistemático y a la mortalidad que en algunos pueblos afecta preferentemente a las niñas como método de control de la natalidad posterior al nacimiento a través de años de discriminación en la alimentación y en todo tipo de cuidados25. La desaparición de toda referencia al género se acompaña de la afirmación de la existencia de una especie de matriarcado en tales sociedades. En ellas, la mujer-madre tendría un rol fundamental ya que los hijos son un “recurso inapreciable”. Su papel central en el ámbito doméstico le impide envidiar la vida pública del hombre. El discurso diferencialista y esencialista de Greer muestra aquí características propias de lo que Celia Amorós ha llamado “feminismos helenísticos”26: reivindicación epicúrea del placer dentro de una renuncia estoica y una exaltación de la animalidad humana que recuerda la de los cínicos. La verdadera pareja erótica, madre e hijo, aparece totalmente satisfecha por los placeres del espacio privado. Se trata de una postura similar al pensamiento italiano de la diferencia sexual. Según Greer, para las mujeres de las sociedades tradicionales la maternidad no es opresiva y sólo un punto de vista etnocéntrico se obstina en creer que no se les da otras opciones o que amputaciones sexuales como la excisión o exigencias como la de llevar el velo son formas de opresión.

Frente a la mujer-madre del Tercer Mundo, último baluarte frente al avance imperialista y tecnológico occidental y última esperanza de detener la decadencia de la especie, las occidentales ostentan una triste figura: sólo son objeto sexual para el hombre. Se hallan muy lejos de la matrona de la familia extensa tradicional, amada y respetada más allá de su atractivo físico. El antiguo modelo patriarcal de la mujer-madre es resignificado por Greer, que lo interpreta unidimensionalmente, convirtiéndolo en un ejemplo de independencia femenina que contrasta con la dependencia psicológica del varón que sólo experimentaría la occidental moderna. En los países desarrollados, la mujer dependería enteramente de la aprobación masculina mientras que en las sociedades tradicionales reinaría en el espacio doméstico sin ataduras emocionales al marido, que no es allí más que un personaje secundario, una sombra insignificante al lado de la pareja primordial incestuosa materno-filial.

Para completar la evocación nostálgica de formas patriarcales más rígidas, la autora señala que las occidentales se hallan ahora obligadas a vivir su libertad sin la protección de padres, hermanos y maridos. La nueva mujer que ha rechazado su inscripción en los pactos patriarcales se halla sumida en la inseguridad, amenazada por la violencia sexual y condenada a la soledad en la vejez. El cuadro pintado por Greer exhibe tintes siniestros. No brillan en él los placeres de la autonomía por la que tanto se luchara. Afirma que la otredad femenina de las sociedades tradicionales es más ventajosa para las mujeres que el esfuerzo por alcanzar la igualdad occidental. Quien está verdaderamente reprimida es la mujer de la sociedad industrial que ha tenido que deformar su auténtico erotismo maternal, profundamente diferente al del hombre, para someterse a los dictados del desarrollo capitalista que le exigía algo contrario a su propia naturaleza: ser sexualmente activa.

La peculiar lectura que hace de Histoire de la sexualité de Michel Foucault le sirve para introducir una importante transformación en su propia reelaboración del sujeto revolucionario pulsional marcusiano. Si la revolución sexual de los años setenta no ha sido más que la culminación de un lento proceso de implantación de un dispositivo de sexualidad que construye un sujeto dócil y útil en el contexto de producción capitalista, la verdadera liberación no consistirá ya en la promiscuidad sexual y en la activa búsqueda del orgasmo que aconsejaba en The Sexual Eunuch. Ahora habla de “religión del orgasmo” definida como “nuevo opio del pueblo”27 favorecido por el capitalismo para incentivar el consumo. El individuo moderno que ha abandonado la familia extensa tradicional es un mero epifenómeno del desarrollo de las fuerzas productivas y el feminismo aparece como un aspecto más de la estrategia de control con la que se destruye el único bastión que podría defendernos de la explotación del capital28 . Para Greer, sexólogos como Masters y Jonson son culpables de un crimen imperdonable: haber tratado al cuerpo como una “máquina” para investigar qué fragmento debía ser estimulado (léase: aplicación de la razón instrumental que divide y mide) y haber transmitido al varón un saber de la manipulación del clítoris que ha permitido compatibilizar la sexualidad femenina con la masculina a costa de una adaptación y asimilación de la primera a la segunda. De esta forma, el orgasmo clitoridiano presentado por feministas radicales de los setenta como liberación con respecto al modelo de sexualidad masculino29 (aunque no por Greer que se había manifestado partidaria del orgasmo vaginal) es ahora reinterpetado por Greer como una estrategia más de control capitalista que consigue eliminar ese “irritante exceso de potencia orgásmica o inexcrutabilidad en la mujer”30. Y si antes había visto en la mujer liberada sexualmente al sujeto revolucionario pulsional no consumista, ahora lo ve en la mujer que asume su sexualidad auténtica, es decir, la maternidad, rechazando el imperativo social occidental de reemplazar los hijos por orgasmos. Dos obras posteriores nos permiten reconciliarnos en parte con Greer y encontrar, en los rasgos extemporáneos que le son propios, un retorno al feminismo. Me refiero a El cambio. Mujeres, vejez y menopausia (1991) y La mujer completa (1996). En el primero, casi quince años antes de que comenzaran a conocerse a través de los periódicos los peligros para la salud que entrañan las terapias hormonales sustitutorias, las denunció como peligrosa manipulación del cuerpo de las mujeres, instando a enfrentar la menopausia como un período de retorno a la libertad que poseíamos en la niñez, antes de adoptar la máscara de la seducción del Eterno Femenino. La mujer completa retoma la línea de El eunuco femenino en un retrato crítico de la sociedad del nuevo milenio. Resultan particularmente interesantes sus observaciones sobre la continuidad y la ruptura de la nueva ideología patriarcal contenida en las revistas británicas para adolescentes.

Balance final

Una vez pasada la época de la irrupción del feminismo radical, enfrentadas en ciertos temas clave y desorganizadas por la obsesión igualitarista que certeramente analizó Jo Freeman31, sus teóricas y militantes tomarán diferentes rumbos. Algunas, como las pertenecientes al New York Radical Feminist fundado por Anne Koedt y Shulamith Firestone en 1969, se acercarán al feminismo liberal que proponía reformas concretas, más fácilmente alcanzables que los grandes proyectos utópicos. Otras, desde la preocupación por la salud, el rechazo de la guerra y la protección de la Naturaleza, se encaminaron hacia el ecofeminismo (ver capítulo correspondiente a esta tendencia). Se crearon organizaciones y se diseñaron estrategias para luchar contra la violencia sexual y el tráfico de mujeres. Algunas teóricas exploraron una revalorización de virtudes y prácticas tradicionales femeninas, desembocando en feminismos de la diferencia que practicaron políticas de la identidad. Como he intentado mostrar, los recorridos posteriores hacia la exaltación de los roles femeninos tradicionales estaban ya en germen en algunas de las primeras obras. Como ha observado agudamente Celia Amorós, existe “una tensión entre la crítica al androcentrismo y las demandas de redistribución hechas en nombre de consideraciones de igualdad” y cuando la primera ocupa la totalidad del primer plano, se pierde el aspecto reivindicativo del feminismo32. La idea inicial de sororidad sostenida por el feminismo radical no resistió las críticas de las feministas negras, socialistas y postmodernas que insistieron en la pluralidad del colectivo femenino y en la existencia de relaciones de explotación no sólo entre los sexos sino entre las mismas mujeres. Se superó, así, cierta ingenuidad propia de los momentos de gran cohesión contestataria, al precio de una pérdida de la unidad y el impulso revolucionario.

Pero el debilitamiento y la gran fragmentación debida a todos estos factores, no nos debe hacer olvidar las extraordinarias aportaciones del feminismo radical y su enorme influencia en todo el espectro de posiciones feministas. Ya en el momento de su aparición, introdujo una necesaria dosis de audacia en las demandas del feminismo liberal. Más tarde, su idea de que el patriarcado es un sistema de dominación diferente al capitalismo dio origen a un feminismo socialista liberado de las tesis marxistas sobre “la condición femenina”. Así, Heidi Hartmann, por ejemplo, elaborará la idea de adaptación del patriarcado a los distintos sistemas de organización social, y en particular al capitalismo, en el que se producirían curiosos pactos patriarcales interclasistas con objeto de mantener la situación de subordinación de las mujeres (ver capítulo de Cristina Molina Petit). Generó un movimiento de salud y ginecología alternativas y ayudó a transformar nuestra visión de la sexualidad y la vida de las mujeres en una rotunda afirmación de autonomía. Todos los informes Hite, incluso los publicados en los noventa33, son deudores directos de sus intensas discusiones sobre el deseo y las prácticas sexuales. Asimismo, cuando Sally Cline34 en esa misma década, reivindica la posibilidad de un “celibato apasionado” como acto de libertad en un mundo consumista en el que la sexualidad ha sido convertida en una obligación, podemos percibir la continuidad de un pensamiento feminista radical que, a principios de los setenta, denunciaba el sesgo masculino de la revolución sexual.

En declaraciones realizadas en el año 2000, Kate Millett ya no se muestra tan optimista como en los setenta y sostiene que, en EE.UU., el movimiento feminista casi ha desaparecido y los derechos sociales y las libertades de las mujeres han sufrido un grave retroceso. Sin embargo, creo que una perspectiva histórica amplia nos permite concluir que las transformaciones producidas en el conjunto de de las sociedades occidentales confirman su hipótesis inicial: aunque el sistema patriarcal hunde sus raíces en los orígenes de la humanidad, el cambio es posible. Pero quizás sea mucho más lento y más sometido a corsi e ricorsi de lo que se esperaba en los felices sesenta y setenta.

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Lo personal es político el surgimiento del feminismo radical en


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