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[Por Sara Berbel ]

Libertad frente a igualdad: un falso debate

Por Sara Berbel Sánchez y Maribel Cárdenas Jimenez

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“Y ojalá que a esta misma hora, que bien pudiera ser la del alba, alguien pueda seguir hablando -aquí y allí o en otra parte cualquiera- acerca del nacimiento de la idea de libertad.” María Zambrano


Nada hay más hermoso que pensarse libres. Los seres humanos, desde que tenemos conciencia de serlo, hemos soñado con el libre albedrío, a pesar de que ese sueño con frecuencia ha generado dolor, sacrificio y muerte. Porque la libertad no es un concepto unívoco. Para Platón significa una República donde cada uno de los ciudadanos desarrolle su ser social y en cambio Hildegarda de Bingen la reclama para poder escribir desde su ser de mujer. Christine de Pizan la concibe desde una ciudad basada en las relaciones entre mujeres y, sin embargo, Nietzsche, al proclamar la muerte de Dios, vincula la libertad a la soledad de la existencia; Virginia Woolf considera que sin un espacio propio y un sueldo periódico no existe suficiente libertad para escribir buena literatura, mientras que Mary Wallstonecraft equipara la libertad a un derecho de ciudadanía. Y no olvidemos las palabras del poeta que tantas mujeres han hecho suyas: ”Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien/ cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío”.

Algunas pensadoras feministas han iniciado, hace ya algunos años, un camino conceptual que se aleja de la defensa de la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres en aras de la exigencia de libertad. El 7 de marzo de 2004, con motivo de la celebración del Día Internacional de las Mujeres, la Dra. Birulés pronunció una excelente conferencia en el Palau de la Generalitat sobre las mujeres y la política en la que trataba de mostrar los límites de la concepción que asimila la igualdad de derechos con la libertad política, al tiempo que afirmaba “La emancipación de las mujeres, o sea, el hecho de que hayamos accedido a la condición de sujetos de derecho no comporta ni ha comportado la libertad femenina”. Abundaba en la tesis de Rivera Garretas quien, ya en 1996, había escrito que “una interpretación que vea a mujeres y hombres desde dentro del marco de la igualdad de los sexos, no deja lugar a la libertad en la relación madre-hija” (en referencia, naturalmente, a la libertad femenina).

Posteriormente, hemos tenido oportunidad de escuchar argumentos parecidos en diversos foros de la vida política catalana, muestra de que se trata de un discurso que ha calado, como mínimo, en algunas de nuestras representantes políticas. El temor a la generación de una ciudadanía homogénea, a que las diferencias sean minimizadas o directamente aniquiladas, en definitiva, la alerta ante la posibilidad de que la igualdad inhiba la libertad, son el eje central de muchas intervenciones. El respeto y admiración que nos merecen las mujeres que defienden estos planteamientos, de quienes nos sabemos discípulas y deudoras en buena parte de nuestro pensamiento, nos ha impulsado a escribir este artículo en el que esperamos aportar algunas reflexiones que enriquezcan el debate.

Libertad para ser

La conquista de la libertad ha sido un valor presente en la mayoría de movimientos de emancipación social y política que los seres humanos hemos protagonizado a lo largo de la historia: la revolución francesa y norteamericana, de corte más liberal, el movimiento espartaquista o la revolución de octubre, dentro de la tradición marxista, son una muestra de ello. Este deseo de libertad ha estado presente de forma especial en la historia de las mujeres, bien haya sido sumándonos o incluso liderando gran parte de los procesos revolucionarios antes aludidos, aunque esta presencia se haya silenciado históricamente, o bien protagonizando uno de los movimientos sociales que más ha transformado la esfera social y relacional en los dos últimos siglos: el movimiento feminista.

Por eso las mujeres sabemos que la libertad no sólo quiere ser enunciada, sino que debe actuarse. Hemos intentado que dejara de ser una abstracción para poder encarnarla, quizás porque desde tiempo seculares nos había sido negada. Responsables de la culpa universal, sin poseer un alma, condenadas a la eterna minoría de edad, hijas de la desigualdad natural, incapacitadas para el pensamiento, para la política, para el arte, encerradas en la biología, las mujeres sabíamos bien que la libertad significaba la posibilidad de acceder al mundo, al reconocimiento y ejercicio de los derechos. Libertad para estudiar, para amar, para viajar, para decidir, para disentir, libertad para ser.

Para que la libertad deje de ser anhelo y llegue a ser posibilidad necesita de unas condiciones que permitan su desarrollo y entre éstas es imprescindible que se encuentren la justicia y la igualdad. La igualdad es un concepto que tiene una dilatada y agitada historia: nacida a la luz del igualitarismo político, tiene como finalidad combatir las desigualdades sociales y sus consecuencias. Conceptualmente se ha ido enriqueciendo gracias al debate político que ha suscitado: de la distinción entre igualdad formal y material hemos pasado a la distinción entre igualdad de oportunidades y de resultados. Si bien la igualdad por sí misma no necesariamente conlleva la libertad, sí que es su condición necesaria, ya que la libertad significa el triunfo sobre la necesidad, implica necesariamente poder elegir.

La igualdad no pretende la homogeneidad; éste es uno de los malentendidos contemporáneos en que se ha visto envuelto este concepto. Eliade (1999) sostiene que la diversidad otorga significado a la existencia. Partiendo de dicha premisa, la propuesta de la igualdad, como valor político, implica que estas diversidades presentes en la vida humana y social no deriven en desigualdades. Esta polémica también ha teñido el debate feminista, de manera que una de las grandes críticas a las que se ha enfrentado el feminismo de la igualdad es que se le atribuye que su desarrollo ha conducido a las mujeres a mimetizar los modelos masculinos, borrando toda diversidad sexual. Mucho se ha escrito al respecto, pero queremos tan sólo señalar que perseguir el objetivo de que las mujeres puedan elegir y acceder sin restricción a sus derechos de ciudadanía, no impide, bien al contrario, mantener una postura crítica y una revisión profunda del androcentrismo, aún presente en nuestras sociedades y proponer otras formas de estar en el mundo. Se trata, entre otros aspectos, de reconocer el derecho de las mujeres a acceder a todo espacio y lugar, incluso aquellos tradicionalmente masculinizados, aunque esto suponga aparentemente una de las paradojas de la libertad.

Este viejo debate entre libertad e igualdad ha estado presente en la filosofía, con discursos adscritos fundamentalmente a dos grandes paradigmas: el idealismo y el materialismo. Para el idealismo la libertad está unida a la razón, la extensión de la razón es una extensión del área en que se puede ejercer la responsabilidad y la libertad no puede extenderse sin un aumento de la comprensión, por eso Hegel enlaza la libertad con la razón. La conciencia devendrá, por tanto, el sujeto de la libertad. La cuestión es, tal como plantea el materialismo, que esta razón no es una razón trascendente, más allá del espacio y del tiempo, más allá incluso de la persona pensante, no nace de sí misma, ni de una voluntad divina sino que es fruto de unas estructuras sociales que la crean y recrean: la realidad se convierte en límite y posibilidad de la libertad.

Si a la luz de lo expuesto analizamos el desarrollo del propio discurso feminista, vemos que el pensamiento de la diferencia sexual significó la irrupción de un cambio de perspectiva, al tiempo que la proclamación de la muerte del patriarcado abría nuevos lugares de enunciación para las mujeres: "El patriarcado ha terminado. Ha perdido su crédito entre las mujeres y ha terminado. Ha durado tanto como su capacidad para significar algo para la mente femenina". La pregunta que se nos plantea es que, si bien algunas mujeres hemos dejado de sostener el patriarcado, eso no significa que el patriarcado haya muerto más allá de nuestras conciencias. Sin duda la primera subversión consiste en resignificar la realidad, en dejar de dar valor al patriarcado, pero necesitamos también que desaparezca de las casas, las fábricas, las creencias, las escuelas, las calles, las relaciones de todos y cada uno de los espacios cotidianos que transitamos las mujeres. Sólo así será posible la libertad femenina, para pensarnos y sobre todo para vivirnos en libertad.

La medida de la libertad.

La libertad no es un concepto estático ni neutro del que se deriven políticas unánimemente aceptadas. El concepto de libertad negativa, defendido desde el liberalismo, propugna el respeto por el ámbito privado de decisión, la libertad de que el Estado no interfiera en la actividad de cada persona más allá de un límite claro y pactado. Se trata de la defensa de la libertad individual por encima de cualquier otro valor social o político. Éste es el tipo de libertad al que se alude cuando no se tiene en cuenta la igualdad de oportunidades. Porque, ciertamente, estamos convencidas de que la libertad no es posible bajo diversas condiciones. En tanto que la libertad formal radica simplemente en la ausencia de coerción (la no-dominación), la libertad real se define como la capacidad de hacer aquello que se desea en la vida. Es decir, la libertad formal es condicional en el sentido de que necesita recursos para llegar a ser una libertad real. Desde una posición ideológica de izquierdas no podemos obviar los condicionantes sociales y culturales que impiden la libertad de los seres humanos, y es por ello que nos sumamos al republicanismo al afirmar que las personas no son libres si no tienen garantizadas las condiciones materiales de existencia. Si una mujer acepta un trabajo asalariado precario porque es responsable de su familia y no tiene otra opción, no es realmente libre, aunque aparentemente nadie la haya obligado a hacerlo. De la misma forma, podríamos pensar que la decisión de ejercer la prostitución es libre en aquellos casos en que no medie tráfico de personas pero, sin embargo, no lo es desde el momento en que se practica por no tener opción a otros empleos o por necesidades económicas. Muchas mujeres que sufren maltrato a manos de sus parejas permanecen junto a ellas durante años por el temor a la incapacidad de obtener recursos materiales y psicosociales para ellas y sus hijas e hijos.

Pensamos, por tanto, que es deseable una superación de la dicotomía entre libertad positiva y negativa entendiendo la libertad como la posibilidad de que las personas puedan llevar adelante el proyecto de vida que deseen. Para ello deviene imprescindible conseguir una igualdad de oportunidades en el acceso a los bienes, materiales y sociales, de nuestra sociedad. Resulta evidente que los recursos están repartidos desigualmente, por más que las socialdemocracias occidentales hayan intentado equipararlos. Las mujeres acceden a peores puestos de trabajo, cobran un 30% menos que sus compañeros varones por igual tarea, asumen la mayoría de contratos temporales y a tiempo parcial, con la pobreza a medio y largo plazo que conllevan y son además las protagonistas de las listas de desempleo ya que el paro, no lo olvidemos, es un problema eminentemente femenino. Por otra parte, realizan las tareas domésticas y de cuidado de las personas sin reconocimiento monetario ni social, reinan en la economía sumergida, tienen dificultades para acceder a puestos de dirección políticos, empresariales y culturales y ostentan el triste privilegio de ser 7 de cada 10 pobres que hay en el mundo, según los últimos datos proporcionados por la ONU.

No podemos cerrar los ojos a esta situación y suponer que la igualdad de derechos aceptada legislativamente concede de facto iguales oportunidades a todas las personas. Hace muchos años que los varones consiguieron igualdad de derechos en el ámbito legislativo y ello no comportó igualdad de oportunidades para ellos. De ser así, no habrían sido necesarios los partidos de izquierda en las sociedades occidentales. Queda claro, por tanto, que no pueden asimilarse ambos conceptos. Debemos reivindicar una ampliación decisiva de los recursos externos orientada por un principio de equidad que exija un reparto igualitario de los bienes. Sólo así podrá lograrse una igualdad de oportunidades para llevar a cabo los proyectos de vida que hayamos escogido autónomamente y que, naturalmente, no deben ser objeto de ningún tipo de evaluación moral externa puesto que pertenecen al ámbito, esta vez sí, de lo privado. Se trata, precisamente, de lograr la mayor aproximación entre los derechos y la capacidad de ejercerlos.

Si partimos de la necesidad de una igualdad de oportunidades para asegurar una libertad real, es decir, una libertad que conduzca a la autorrealización, no se entiende el temor a la homogeneización. Nadie defiende que las personas sean iguales entre sí, cuestión que, por otra parte, sólo sería posible en un ejercicio de ciencia-ficción. Los seres humanos son tan diferentes, o tan iguales, como permiten sus características genéticas, sexuales y condicionamientos sociales y culturales. Precisamente, la igualdad de oportunidades permite escoger la vida que se desea sin imposiciones externas, autónomamente, y otorga la capacidad de ejercer la diferencia. Porque, no nos engañemos, en situación de pobreza, no hay espacio para la libertad. ¿Alguien puede aducir que la defensa, por poner un ejemplo, de una renta básica y universal de ciudadanía, inserta en las políticas de igualdad de oportunidades, menoscaba la libertad de las personas? Por el contrario, una asignación que permitiera a todas las personas liberarse de su dependencia económica no haría más que garantizar su libertad efectiva. La idea de igualdad sólo se puede interpretar en sentido relacional ya que no se trata de una característica aislada de ninguna persona sino del ser humano que vive en comunidad. Se trata, por tanto, de un valor que no pertenece a hombres o a mujeres de modo individual -como sí puede serlo la libertad- sino que se debe a la sociedad. Responde, en consecuencia, al deseo de justicia social que impulsa las políticas públicas de izquierda, sistemáticamente denostado por el pensamiento conservador a quien beneficia la permanencia de la desigualdad como modo de organización social. En último extremo, la igualdad de oportunidades va más allá de lo que su propio nombre indica, obligada a diseñar políticas que traten de manera desigual a los desiguales, precisamente para garantizar su libertad respetando sus diferencias.

Así pues, pensamos que el vínculo entre igualdad y libertad es estrecho, valioso y necesario, y que no debe romperse. Nuestras antecesoras francesas dieron su vida por los tres grandes valores, la igualdad, la libertad y la fraternidad, que deseaban para todos los seres humanos. En la actualidad, muchas mujeres se están sumando a movimientos estimulantes y valientes como “Ni putas ni sumisas”, iniciado por mujeres musulmanas de barrios obreros franceses, que reclaman ser ciudadanas de pleno derecho, al tiempo que denuncian la violencia, miseria y degradación de los suburbios parisinos, rompiendo fronteras simbólicas de tipo religioso, nacionalista, étnico y social. Son mujeres que llenan de contenido la exigencia de libertad, espejo en que nos miramos todas aquellas que deseamos un mundo en igualdad de oportunidades y efectivamente libre.

Cernuda, L.(1958). La realidad y el deseo. Madrid, Fondo de Cultura Económica. Birulés, F. (2004). Conferència “Les dones i la política”. Dia Internacional de les Dones 2004. Quaderns de L’Institut/ I. Institut Català de la Dona, Barcelona. Rivera Garretas, M.M. (1997). El fraude de la igualdad. Barcelona, Planeta. Eliade, Mircea (1999). Mito y realidad. Barcelona, Ed. Kairós. MacIntyre, A.(1982) Historia de la ética. Paidos Studio. Barcelona. Libreria de Mujeres de Milán (1996). El final del patriarcado. Barcelona, Ed. Llibreria de les Dones. Van Parijs, Philippe (1996). Libertad real para todos. Barcelona, Paidós.



2005-04


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