Karl MARX: Capítulo VI de EL DIECIOCHO BRUMARIO DE LUIS BONAPARTE
Y esta burguesía extraparlamentaria, que se había
rebelado ya contra la lucha puramente parlamentaria y literaria
en pro de la dominación de su propia clase y traicionado
a los caudillos de esta lucha, ¡se atreve ahora a acusar
a posteriori al proletariado por no haberse lanzado por
ella a una lucha sangrienta, a una lucha a vida o muerte! Ella,
que en todo momento sacrificó su interés general
de clase, su interés político, al más mezquino
y sucio interés privado, exigiendo a sus representantes
este mismo sacrificio, ¡se lamenta ahora de que el proletariado
sacrifique a sus intereses materiales, los intereses políticos
ideales de ella! Se presenta como un alma cándida a quien
el proletariado, extraviado pro los socialistas, no ha sabido
comprender y ha abandonado en el momento decisivo. Y encuentra
un eco general en el mundo burgués. No me refiero, naturalmente,
a los politicastros y majaderos ideológicos alemanes. Me
remito, por ejemplo, al mismo Economist, que todavía
el 29 de noviembre de 1851, es decir, cuatro días antes
del golpe de Estado, presentaba a Bonaparte como el «guardián
del orden» y a los Thiers y Berryer como «anarquistas»,
y que el 27 de diciembre de 1851, cuando ya Bonaparte había
reducido a la tranquilidad a aquellos anarquistas, clama acerca
de la traición cometida por las «ignorantes, incultas
y estúpidas masas proletarias contra el ingenio, incultas
y estúpidas masas proletarias contra el ingenio, los conocimientos,
la disciplina, la influencia espiritual, los recursos intelectuales
y el peso moral de las capas medias y elevadas de la sociedad».
La única masa estúpida, ignorante y vil no fue nadie
más que la propia masa burguesa.
Es cierto que en 1851 Francia había vivido una especie
de pequeña crisis comercial. A fines de febrero se puso
de manifiesto la disminución de las exportaciones respecto
a 1850, en marzo se resintió el comercio y se cerraron
las fábricas, en abril la situación de los departamentos
industriales parecía tan desesperada como después
de las jornadas de febrero, en mayo los negocios no se habían
reavivado aún; todavía el 18 de junio, la cartera
del Banco de Francia, con su aumento enorme de los depósitos
y su descenso no menos grande de los descuentos de letras, revelaba
el estancamiento de la producción; hasta mediados de octubre
no volvió a producirse de nuevo una mejora progresiva en
los negocios. La burguesía francesa se explicaba este estancamiento
del comercio con motivos puramente políticos, con la lucha
entre el parlamento y el poder ejecutivo, con la inestabilidad
de una forma de gobierno puramente provisional, con la perspectiva
intimadora del segundo domingo de mayo de 1852. No negaré
que todas estas circunstancias ejercían un efecto deprimente
sobre algunas ramas industriales en París y en los departamentos.
Sin embargo, esta influencia de las circunstancias políticas
era una influencia meramente local y sin importancia. ¿Qué
mejor prueba de esto que el hecho de que la situación del
comercio comenzase a mejorar precisamente hacia mediados de octubre,
en el momento en que la situación política empeoraba,
en que el horizonte político se oscurecía, esperándose
a cada instante que cayese un rayo del Elíseo? Por lo demás,
el burgués de Francia, cuyo «ingenio, conocimientos,
penetración espiritual y recursos intelectuales» no
llegan más allá de su nariz, pudo dar con la nariz
en la causa de su miseria comercial en todo el tiempo que duró
la Exposición Industrial de Londres. Mientras en Francia
se cerraban las fábricas, en Inglaterra estallaban las
bancarrotas comerciales. Mientras en abril y mayo el pánico
industrial alcanzaba su apogeo en Francia, en abril y mayo el
pánico comercial alcanzaba el apogeo en Inglaterra. La
industria lanera inglesa sufría quebrantos como la francesa,
y otro tanto ocurría con la manufactura de la seda. Y si
las fábricas algodoneras inglesas seguían trabajando,
no era ya con las mismas ganancias que en 1849 y 1850. No había
más diferencia, sino que en Francia la crisis era industrial
y en Inglaterra comercial; que, mientras en Francia las fábricas
se cerraban, en Inglaterra se extendía su producción,
pero bajo condiciones más favorables que en los años
anteriores, que en Francia la que salía peor parada era
la exportación y en Inglaterra la importación. La
causa común que, naturalmente, no ha de buscarse dentro
de los límites del horizonte político francés,
era palmaria. Los años de 1849 y 1850 fueron años
de la mayor prosperidad material y de una superproducción
que sólo se manifestó como tal a partir de 1851.
A comienzos de este año, aún se la fomentó
de un modo especial con vistas a la Exposición Industrial.
Como circunstancias peculiares, hay que añadir: primero,
la mala cosecha de algodón de 1850 y 1851; luego, la seguridad
de una cosecha algodonera más abundante que la que se esperaba,
el alza y luego la baja repentina, en una palabra, las oscilaciones
de los precios del algodón. La cosecha de seda en bruto
había sido todavía inferior, por lo menos en Francia,
a la cifra media. Finalmente, la manufactura lanera se había
extendido tanto, desde 1848, que la producción de lana
no podía darle abasto y el precio de la lana en bruto subió
muy desproporcionadamente en relación con el precio de
los artículos de lana. Aquí, en la materia prima
de tres industrias del mercado mundial, tenemos, pues, ya triple
material para un estancamiento de comercio. Prescindiendo de estas
circunstancias especiales, la aparente crisis del año 1851
no era más que el alto que la superproducción y
superespeculación hacen cada vez que recorren el ciclo
industrial, antes de reunir todas sus fuerzas para recorrer con
vertiginosidad febril la última etapa del ciclo y llegar
de nuevo a su punto de partida: la crisis comercial general.
En estos intervalos de la historia del comercio, estallan en Inglaterra
las bancarrotas comerciales, mientras que en Francia se paraliza
la industria misma, en parte obligada a retroceder por la competencia
de los ingleses en todos los mercados, competencia que precisamente
en esos momentos se agudiza hasta términos irresistibles,
y en parte por ser una industria de lujo, que sufre preferentemente
las consecuencias de todos los estancamientos de los negocios.
De este modo, Francia, además de recorrer las crisis generales,
recorre sus propias crisis nacionales de comercio, que, sin embargo,
están mucho más determinadas y condicionadas por
el estado general del mercado mundial que por las influencias
locales francesas. No carecerá de interés oponer
al prejuicio del burgués de Francia el juicio del burgués
de Inglaterra. Una de las mayores casas de Liverpool escribe en
su memoria comercial anual de 1851:
«Pocos años han engañado más que éste
en los pronósticos hechos al comenzar; en vez de la gran
prosperidad, que se preveía casi unánimemente, resultó
ser uno de los años más decepcionantes desde hace
un cuarto de siglo. Esto sólo se refiere, naturalmente,
a las clases mercantiles, no a las industriales. Y, sin embargo,
al comenzar el año había indudablemente sus razones
para pensar lo contrario; las reservas de mercancías eran
escasas, el capital abundante, las subsistencias baratas, estaba
asegurado un año próspero; paz inalterada en el
continente y ausencia de perturbaciones políticas o financieras
en nuestro país; realmente, nunca se habían visto
más libres las alas del comercio... ¿A qué
atribuir este resultado desfavorable? Creemos que al exceso
de comercio, tanto en las importaciones como en las exportaciones.
Si nuestros comerciantes no ponen por sí mismos a su actividad
límites más estrechos, nada podrá sujetarnos
dentro de los carriles, más que un pánico cada tres
años.»
Imaginémonos ahora al burgués de Francia en medio
de este pánico de los negocios, con su cerebro obsesionado
por el comercio, torturado, aturdido por los rumores de golpe
de Estado y de restablecimiento del sufragio universal, por la
lucha entre el parlamento y el poder ejecutivo, por la guerra
de la Fronda de los orleanistas y los legitimistas, por las conspiraciones
comunistas del sur de Francia y las supuestas jacqueries
de los departamentos del Nièvre y del Cher, por los reclamos
de los distintos candidatos a la presidencia, por las consignas
chillonas de los periódicos, por las amenazas de los republicanos
de defender con las armas en la mano la Constitución y
el sufragio universal, por los evangelios de los héroes
emigrados in partibus, que anunciaban el fin del mundo
para el segundo domingo de mayo de 1852, y comprenderemos que,
en medio de esta confusión indecible y estrepitosa de fusión,
revisión, prórroga de poderes, Constitución,
conspiración, coalición, emigración, usurpación
y revolución. el burgués, jadeante, gritase como
loco a su república parlamentaria: «¡Antes
un final terrible que un terror sin fin!»
Bonaparte supo entender este grito. Su capacidad de comprensión
se aguzó por la creciente violencia de sus acreedores,
que veían en cada crepúsculo que los iba acercando
al día del vencimiento, al segundo domingo de mayo de 1852,
una protesta del movimiento de los astros contra sus letras de
cambio terrenales. Se habían convertido en verdaderos astrólogos.
La Asamblea Nacional había frustrado a Bonaparte toda esperanza
en la prórroga constitucional de su poder y la candidatura
del príncipe de Joinville no consentía más
vacilaciones.
Si hubo alguna vez un acontecimiento que proyectase delante de
sí una sombra mucho tiempo antes de ocurrir, fue el golpe
de Estado de Bonaparte. Ya el 29 de enero de 1849, cuando apenas
había pasado un mes desde su elección, hizo una
proposición en este sentido a Changarnier. Su propio primer
ministro, Odilon Barrot, había denunciado veladamente en
el verano de 1849, y Thiers abiertamente en el invierno de 1850,
la política del golpe de Estado. En mayo de 1851, Persigny
había intentado otra vez más ganar a Changarnier
para el golpe y el Messager de l'Assemblée había
hecho públicas estas negociaciones. Los periódicos
bonapartistas amenazaban con un golpe de Estado ante cada tormenta
parlamentaria, y cuanto más se acercaba la crisis, más
subían de tono. En las orgías, que Bonaparte celebraba
todas las noches con la swell mob de ambos sexos, en cuanto se
acercaba la media noche y las abundantes libaciones desataban
las lenguas y calentaban la fantasía, se acordaba el golpe
de Estado para la mañana siguiente. Se desenvainaban las
espadas, tintineaban los vasos, los diputados salían volando
por las ventanas y el manto imperial caía sobre los hombros
de Bonaparte, hasta que la mañana siguiente ahuyentaba
al fantasma, y el asombrado París se enteraba, por las
vestales poco reservadas y los indiscretos paladines, del peligro
de que había escapado una vez más. Durante los meses
de septiembre y octubre se atropellaban los rumores sobre un coup
d'état. La sombra cobraba al mismo tiempo color, como
un daguerrotipo iluminado. Si se ojean las series de septiembre
y octubre en las selecciones de los órganos de la prensa
diaria europea, se encontrarán textualmente noticias de
este tipo:» París está lleno de rumores de
un golpe de Estado. Se dice que la capital se llenará de
tropas durante la noche y que a la mañana siguiente aparecerán
decretos disolviendo la Asamblea Nacional, declarando el departamento
del Sena en estado de sitio, resturando el sufragio universal
y apelando al pueblo. Se dice que Bonaparte busca ministros para
poner en práctica estos decretos ilegales». Las correspondencias
que dan estas nociticas terminan siempre con la palabra fatal
«aplazado». El golpe de Estado fue siempre la
idea fija de Bonaparte. Con esta idea en la cabeza volvió
a pisar el territorio de Francia. Hasta tal punto estaba poseído
por ella, que la delataba y se le iba de la lengua a cada paso.
Y era tan débil, que volvía a abandonarla también
a cada paso. La sombra del golpe de Estado había hecho
tan familiar a los parisinos como espectro, que cuando por fin
se les presentó en carne y hueso no querían creer
en él. No fue, pues, ni el recato discreto del jefe de
la Sociedad del 10 de Diciembre ni una sorpresa insospechada por
la Asamblea Nacional lo que hizo que triunfase el golpe de Estado.
Si triunfó, fue, a pesar de la indiscreción de aquél
y a ciencia y conciencia de ésta, como resultado
necesario e inevitable del proceso anterior.
El 10 de octubre, Bonaparte anunció a sus ministros su
resolución de restaurar el sufragio universal; el 16 le
presentaron la dimisión, y el 26 conoció París
la formación del ministerio Thorigny. El prefecto de policía
Carlier fue sustituido al mismo tiempo por Maupas y el jefe de
la primera división, Magnan, concentró en la capital
los regimientos más seguros. El 4 de noviembre reanudó
sus sesiones la Asamblea Nacional. Ya no tenía que hacer
más que repetir en pocas y sucintas lecciones de repaso
el curso que había acabado y probar que la habían
enterrado sólo después de morir.
El primer puesto que había perdido en su lucha con el poder
ejecutivo era el ministerio. Y no tuvo más remedio que
confesar solemnemente esta pérdida, aceptando como plenamente
válido el simulacro de ministerio de Thorigny. La comisión
permanente había recibido con risas al señor Giraud,
cuando éste se presentó en nombre de los nuevos
ministros. ¡Flojo era el ministerio para medidas tan fuertes
como la restauración del sufragio universal! Pero se trataba
precisamente de no sacar nada adelante en el Parlamento,
sino de sacarlo todo contra el Parlamento.
El mismo día en que reanudó sus sesiones, la Asamblea
Nacional recibió el mensaje en que Bonaparte exigía
la restauración del sufragio universal y la derogación
de la ley de 31 de mayo de 1850. Sus ministros presentaron el
mismo día un decreto en este sentido. La Asamblea rechazó
inmediatamente la proposición de urgencia de los ministros,
y el 13 de noviembre la propuesta de ley, por 355 votos contra
348. De este modo, volvió a romper una vez más su
mandato, volvió a confirmar una vez más que había
dejado de ser la representación libremente elegida del
pueblo, para convertirse en el parlamento usurpador de una clase,
confesó una vez más que había cortado por
su propia mano los músculos que unían la cabeza
parlamentaria con el cuerpo de la nación.
Si el poder ejecutivo, con su propuesta de restauración
del sufragio universal, apelaba de la Asamblea Nacional al pueblo,
el poder legislativo, con su proyecto de ley sobre cuestores había
de fijar el derecho de la Asamblea Nacional a requerir directamente
el auxilio de las tropas, a crear un ejército parlamentario.
Al erigir así al ejército en árbitro entre
ella y el pueblo, entre ella y Bonaparte, al reconocer al ejército
como poder decisivo del Estado, tenía necesariamente que
confirmar, de tora parate, que había abandonado ya desde
hacía mucho tiempo su pretensión de mando sobre
el ejército. Cuando, en vez de requerir inmediatamente
a las tropas, debatía sobre su derecho a requerirlas, revelaba
la duda en su propio poder. Al rechazar la ley de los cuestores,
conversaba abiertamente su impotencia. Esta ley fue desechada
con una minoría de 108 votos; la Montaña decidió,
por tanto, la votación. Se encontraba en la situación
del asno de Buridán, no ciertamente entre dos sacos de
pienso, sin saber cuál sería mejor, sino entre dos
tandas de palos, sin saber cuál sería peor. De un
lado, el miedo a Changarnier; de otro, el miedo a Bonaparte. Hay
que reconocer que la situación no tenía nada de
heroica.
El 18 de noviembre se propuso una enmienda a la ley sobre las
elecciones municipales presentada por el partido del orden, en
la que se disponía que los electores municipales no necesitarían
tres años de domicilio, sino uno solo, para poder votar.
La enmienda se desechó por un solo voto, este voto resultó
inmediatamente ser un error. Escindido en sus fracciones enemigas,
el partido del orden había perdido desde hacía ya
mucho tiempo su mayoría parlamentaria propia. Ahora ponía
de manifiesto que en el parlamento no existía ya mayoría
alguna. La Asamblea Nacional era ya incapaz para tomar acuerdos.
Sus elementos atómicos ya no se mantenían unidos
por ninguna fuerza de cohesión; había gastado su
último hálito de vida, estaba muerta.
Finalmente, algunos días antes de la catástrofe,
la masa extraparlamentaria de la burguesía había
de confirmar solemnemente una vez más su ruptura con la
burguesía dentro del parlamento. Thiers, que como héroe
parlamentario estaba contagiado preferentemente de la enfermedad
incurable del cretinismo parlamentario, había maquinado
después de la muerte del parlamento una nueva intriga parlamentaria
con el Consejo de Estado, una ley de responsabilidad con la que
se pretendía sujetar al presidente dentro de los límites
de la Constitución. Así como el 15 de septiembre,
en la fiesta en que se puso la primera piedra del nuevo mercado
de París, Bonaparte había fascinado a las dames
de Halles, a las pescaderas, como un segundo Masniello (claro
está que una de estas pescaderas valía en cuanto
a fuerza efectiva, por 17 burgraves), del mismo modo que, después
de presentada la ley sobre cuestores, entusiasmaba a los tenientes
obsequiados en el Elíseo, ahora, el 25 de noviembre, arrebató
a la burguesía industrial, congregada en el circo para
recibir de sus manos las medallas de los premios por la Exposición
Industrial de Londres. Reproduciré la parte significativa
de su discurso, tomada del Journal des Débats.
«Con éxitos tan inesperados, me creo autorizado a
decir cuán grande sería la República Francesa
si se le consintiese defender sus intereses reales y reformar
sus instituciones, en vez de verse constantemente perturbada,
de un lado, por los demagogos y, de otro lado, por las alucinaciones
monárquicas. (Grandes, atronadores y repetidos aplausos
de todas las partes del anfiteatro.) Las alucinaciones monárquicas
entorpecen todo progreso y todo desarrollo industrial serio. En
lugar de progreso, no hay más que lucha. Vemos a hombres
que antes eran el más celoso sostén de la autoridad
y de las prerrogativas reales y que hoy son partidarios de una
Convención solamente para quebrantar la autoridad nacida
del sufragio universal. (Grandes y repetidos aplausos.)
Vemos a hombres que han sufrido más que nadie de la revolución
y la han deplorado más que nadie, y que provocan una nueva,
sin más objeto que encadenar la voluntad de la nación...
Yo os prometo tranquilidad para el porvenir, etc.» («Bravo»,
«Bravo», atronadores «Bravo».)
Así aplaude la burguesía industrial con su reclamación
más servil el golpe de Estado del 2 de diciembre, la aniquilación
del parlamento, el ocaso de su propia dominación, la dictadura
de Bonaparte. La tempestad de aplausos del 25 de noviembre tuvo
su respuesta en la tempestad de cañonazos del 4 de diciembre,
y la mayoría de las bombas fueron a estallar en la casa
del señor Sallandrouze, en cuya garganta había estallado
la mayoría de los vítores.
Cuando Cromwell disolvió el Parlamento Largo, se dirigió
solo al centro del salón de sesiones, sacó el reloj
para que aquél no viviese ni un solo minuto más
del plazo que le había señalado y fue arrojando
del salón a los diputados uno por uno con insultos alegres
y humoristas. El 18 Brumario, Napoleón, con menos talla
que su modelo, se trasladó, a pesar de todo, al Cuerpo
Legislativo y le leyó, aunque con voz entrecortada, su
sentencia de muerte. El segundo Bonaparte, que por lo demás
se hallaba en posesión de un poder ejecutivo muy distinto
del de Cromwell o Napoleón, no fue a buscar su modelo en
los anales de la historia universal, sino en los anales de la
Sociedad del 10 de Diciembre, en los anales de la jurisprudencia
criminal. Roba al Banco de Francia 25 millones de francos, compra
al general Magnan por un millón y a los soldados por 15
francos a cada uno y por aguardiente, se reúne a escondidas
por la noche con sus cómplices, como un ladrón,
manda asaltar las casas de los parlamentarios más peligrosos,
sacándolos de sus camas y llevándose a Cavaignac,
Lamoriciére, Le Flô, Changarnier, Charras, Thiers,
Baze y otros, manda ocupar las plazas principales de París
y el edificio del Parlamento con tropas y pegar, al amanecer,
en todos los muros, carteles estridentes proclamando la disolución
de la Asamblea Nacional y del Consejo de Estado, la restauración
del sufragio universal y la declaración del departamento
del Sena en estado de sitio. Y poco después, inserta en
el Moniteur un documento falso, según el cual influyentes
hombres parlamentarios se han agrupado en torno a él en
un Consejo de Estado.
Los restos del parlamento, formados principalmente por legitimistas
y orleanistas, se reúnen en el edificio de la alcaldía
del 10 distrito y acuerdan entre gritos de «¡Viva la
república!» la destitución de Bonaparte, arengan
en vano a la masa boquiabierta congregada delante del edificio
y, por último, custodiados por tiradores africanos, son
arrastrados primero al cuartel d'Orsay y luego empaquetados en
coches celulares y transportados a las cárceles de Mazas,
Ham y Vincennes. Así terminaron el partido del orden, la
Asamblea Legislativa y la revolución de febrero. He aquí
en breves rasgos, antes de pasar rápidamente a las conclusiones,
el esquema de su historia.
I. Primer período. Del 24 de febrero al 4 de mayo de 1848. Período de febrero. Prólogo. Farsa de confraternización general.
II. Segundo período. Período de constitución de la república y de la Asamblea Nacional Constituyente.
III: Tercer período. Período de la república constitucional y de la Asamblea Nacional Legislativa.