Karl MARX: Capítulo VI de EL DIECIOCHO BRUMARIO DE LUIS BONAPARTE
La coalición con la Montaña y los republicanos puros,
a que el partido del orden se veía condenado, en sus vanos
esfuerzos para retener el poder militar y reconquistar la suprema
dirección del poder ejecutivo, demostraba irrefutablemente
que había perdido su mayoría parlamentaria propia.
La mera fuerza del calendario, la manecilla del reloj, dio el
28 de mayo la señal para su completa desintegración.
Con el 28 de mayo comienza el último año de vida
de la Asamblea Nacional. Ésta tenía que decidirse
ahora por seguir manteniendo intacta la Constitución o
por revisarla. Pero la revisión constitucional no quería
decir solamente dominación de la burguesía o de
la democracia pequeñoburguesa, democracia o anarquía
proletaria, república parlamentaria o Bonaparte, sino que
quería decir también Orleans o Borbón. Con
esto, se echó a rodar en el parlamento la manzana de la
discordia, que por fuerza tenía que encender abiertamente
el conflicto de intereses que dividían el partido del orden
en fracciones enemigas. El partido del orden era una amalgama
de sustancias sociales heterogéneas. El problema de la
revisión creó la temperatura política que
descompuso el producto en sus elementos originarios.
El interés de los bonapartistas por la revisión
era sencillo. Para ellos, tratábase sobre todo de derogar
el artículo 45 que prohibía la reelección
de Bonaparte y la prórroga de sus poderes. No menos sencilla
parecía la posición de los republicanos. Éstos
rechazan incondicionalmente toda revisión, viendo en ella
una conspiración urdida por todas partes contra la república.
Y como disponía de más de la cuarta parte de los
votos de la Asamblea Nacional y constitucionalmente eran necesarias
las tres cuartas partes para contar válidamente la revisión
y convocar la Asamblea encargada de llevarla a cabo, les bastaba
con contar sus votos para estar seguros del triunfo. Y estaban
seguros de triunfar.
Frente a estas posiciones tan claras, el partido del orden se
hallaba metido en inextricables contradicciones. Si rechazaba
la revisión, ponía en peligro el statu quo, no dejando
a Bonaparte más que una salida, la de la violencia, entregando
a Francia el segundo domingo de mayo de 1852, en el momento decisivo,
a la anarquía revolucionaria, con un presidente que había
perdido su autoridad, con un parlamento que hacía ya mucho
que no la tenía y con un pueblo que aspiraba a reconquistarla.
Si votaba por la revisión constitucional, sabía
que votaba en vano y que sus votos fracasarían necesariamente
ante el veto constitucional de los republicanos. Si, anticonstitucionalmente,
declaraba válida la simple mayoría de votos, sólo
podía confiar en dominar la revolución, sometiéndose
sin condiciones a las órdenes del poder ejecutivo y erigía
a Bonaparte en dueño de la Constitución, de la revisión
constitucional y del propio partido del orden. Una revisión
puramente parcial, que prorrogase los poderes del presidente abría
el camino a la usurpación imperial. Una revisión
general, que acortase la vida de la república, planteaba
un conflicto inevitable entre las pretensiones dinásticas,
pues las condiciones para una restauración borbónica
y para una restauración orleanista no sólo eran
no sólo eran distintas, sino que se excluían mutuamente.
La república parlamentaria era algo más que el terreno
neutral en el que podían convivir con derechos iguales
las dos fracciones de la burguesía francesa, los legitimistas
y los orleanistas, la gran propiedad territorial y la industria.
Era la condición inevitable para su dominación en
común, la única forma de gobierno en que sus interés
general de clase podía someter a la par las pretensiones
de sus distintas fracciones y las de las otras clases de la sociedad.
Como realistas, volvían a caer en su antiguo antagonismo,
en la lucha por la supremacía de la propiedad territorial
o la del dinero, y la expresión suprema de este antagonismo,
su personificación, eran sus mismo reyes, sus dinastías.
De aquí la resistencia del partido del orden contra la
vuelta de los Borbones.
El orleanista y diputado Creton había presentado periódicamente,
en 1849, 1850 y 1851, la proposición de derogar el decreto
de destierro contra las familias reales. Y el parlamento daba,
con la misma periodicidad, el espectáculo de una asamblea
de realistas que se obstinaban en cerrar a sus reyes desterrados
la puerta por la que podían retornar a la patria. Ricardo
III había asesinado a Enrique VI con la observación
de que era demasiado bueno para este mundo y estaba mejor en el
cielo. Aquellos realistas declaraban que Francia no merecía
volver a poseer sus reyes. Obligados pro la fuerza de las circunstancias,
se habían convertido en republicanos y sancionaban repetidamente
la decisión del pueblo que expulsaba a sus reyes de Francia.
La revisión constitucional (y las circunstancias obligaban
a tomarla en cuenta) ponía en tela de juicio, a la par
que la república, la dominación en común
de las dos fracciones de la burguesía y resucitaba de nuevo,
con la posibilidad de una restauración de la monarquía,
la rivalidad de intereses que ésta había representado
alternativamente y con preferencia, resucitaba la lucha por la
supremacía de una fracción sobre la otra. Los diplomáticos
del partido del orden creían poder dirimir la lucha amalgamando
ambas dinastías, mediante una llamada fusión
de los partidos realistas y de sus casas reales. La verdadera
fusión de la restauración y de la monarquía
de Julio era la república parlamentaria, en la que se borraban
los colores orleanista y legitimista y las especies burguesas
desaparecían en el burgués a secas, en el burgués
como género. Pero ahora se trataba de que el orleanista
se hiciese legitimista y el legitimista orleanista. Se quería
que la monarquía, encarnación de su antagonismo,
pasase a encarnar su unidad, que la expresión de sus intereses
fraccionales exclusivos se convirtiese en expresión de
su interés común de clase, que la monarquía
hiciese lo que sólo podía hacer y había hecho
la abolición de dos monarquías, la República.
Era la piedra filosofal, en cuyo descubrimiento se quebraban la
cabeza los doctores del partido del orden. ¡Como si la monarquía
legítima pudiera convertirse nunca en la monarquía
del burgués industrial o la monarquía burguesa en
la monarquía de la aristocracia tradicional de la tierra!
¿Como si la propiedad territorial y la industria pudiesen
hermanarse bajo una sola corona, cuando ésta sólo
podía ceñir una cabeza, la del hermano mayor o la
del menor! ¡Como si la industria pudiese avenirse nunca con
la propiedad territorial, mientras que ésta no se decide
a hacerse industrial! Aunque Enrique V muriese mañana,
el conde de París no se convertiría por ello en
rey de los legitimistas, a menos que dejase de serlo de los orleanistas.
Sin embargo, los filósofos de la fusión, que se
engreían a medida que el problema de la revisión
iba pasando al primer plano, que hicieron de la Assemblée
Nationale su órgano diario oficial y que incluso vuelven
a laborar en ese momento (febrero de 1852), buscaban la explicación
de todas las dificultades en la resistencia y la rivalidad de
ambas dinastías. Los intentos de reconciliar a la familia
de Orleans con Enrique V, intentos que comenzaron desde la muerte
de Luis Felipe, pero que, como todas las intrigas dinásticas,
solamente se representaban, en general, durante las vacaciones
de la Asamblea Nacional, en los entreactos , entre bastidores,
más por coquetería sentimental con la vieja superstición
que como propósito serio, se convirtieron ahora en acciones
dramáticas, representadas por el partido del orden en la
escena pública, en vez de representarse como antes en un
teatro de aficionados. Los correos volaban de París a Venecia,
de Venecia a Claremont, de Claremont a París. El conde
de Chambord lanza un manifiesto en el que, «con la ayuda
de todos los miembros de su familia», anuncia, no su restauración,
sino la restauración «nacional». El orleanista
Salvandy se echa a los pies de Enrique V. En vano los jefes legitimistas
Berryer, Benoist d'Azy, Saint-Priest, se van en peregrinación
a Claremont, a convencer a los Orleans. Los fusionistas se dan
cuenta demasiado tarde de que los intereses de familia, de los
intereses de dos casas reales. Aunque Enrique V reconociese al
conde París como su sucesor (único éxito
que, en el mejor de los caso, podía conseguir la fusión),
la casa de Orleans no ganaba con ello ningún derecho que
no le garantizase ya la falta de hijos de Enrique V y en cambio
perdía todos los que había conquistado la revolución
de julio. Renunciaba a sus derechos originarios, a todos los títulos
que, en una lucha casi secular, había ido arrancando a
la rama más antigua de los Borbones, cambiaba sus prerrogativas
históricas, las prerrogativas de la monarquía moderna,
por las prerrogativas de su árbol genealógico. Por
tanto, la fusión no sería más que la abdicación
voluntaria de la casa de Orleans, su resignación legitimista,
la vuelta arrepentida de la Iglesia estatal protestante a la católica.
Una retirada que, además, no la llevaría siquiera
al trono que había perdido, sino a las gradas del trono
en que había nacido. Los antiguos ministros orleanistas,
Guizto, Duchâtel, etc., que fueron también corriendo
a Claremont, a abogar por la fusión, sólo representaban
en realidad la resaca que había dejado la revolución
de julio, la falta de fe en la monarquía burguesa y en
la monarquía de los burgueses, la fe supersticiosa en la
legitimidad como último amuleto contra la anarquía.
Creyéndose mediadores entre los Orleans y Borbón,
sólo eran en realidad orleanistas apóstatas, y como
tales los recibió el príncipe de Joinville. En cambio,
el sector viable y batallador de los orleanistas, Thies, Baze,
etc., convenció con tanta mayor facilidad a la familia
de Luis Felipe de que si toda restauración monárquica
inmediata presuponía la fusión de ambas dinastías
y ésta, as u vez, la abdicación de la casa de Orleans,
en cambio correspondía por entero a la tradición
de sus antepasados el reconocer provisionalmente la república
esperando a que los conocimientos permitiesen convertir el sillón
presidencial en trono. Se difundió en forma de rumor la
candidatura de Joinville a la presidencia, manteniéndose
en suspenso la curiosidad pública, y algunos meses más
tarde, en septiembre, después de rechazarse la revisión
constitucional, fue públicamente proclamada.
De este modo, no sólo había fracasado el intento
de una fusión realista entre orleanistas y legitimistas,
sino que había roto su fusión parlamentaria,
su forma común republicana volviendo a despoblar el partido
del orden entre sus primitivos elementos; pero, cuanto más
crecía el divorcio entre Claremont y Venecia, cuanto más
se rompía su avenencia y más se iba extendiendo
la agitación a favor de Joinville, más acuciantes
y más serias se hacían las negociaciones entre Faucher,
el ministro de Bonaparte, y los legitimistas.
La descomposición del partido del orden no se detuvo en
sus elementos primitivos. Cada una de las dos grandes fracciones
se descompuso a su vez de nuevo. Era como si volviesen a revivir
todos los viejos matices que antiguamente se habían combatido
dentro de cada uno de los dos campos, el legitimista y el orleanista;
como ocurre como los infusorios secos al contacto con el agua;
como si hubiesen recuperado la suficiente energía vital
para formar grupos propios y antagonismos independientes. Los
legitimistas veíanse transpuestos en sueños a los
litigios entre las Tullerìas y el Pabellón Marsan,
entre Villèle y Polignac. Los orleanistas volvían
a vivir la edad de oro de los torneos entre Guizot, Molé,
Broglie, Thiers y Odilon Barrot.
El sector revisionista del partido del orden, aunque discorde
también en cuanto a los límites de la revisión,
integrado por los legitimistas bajo Berryer y Falloux de un lado,
y de otro La Rochejaquelein, y los orleanistas cansados de luchar,
bajo Molé, Broglie, Montalembert y Odilon Barret, llegó
a un acuerdo con los representantes bonapartistas acerca de la
siguiente vaga y amplia proposición:
«Los diputados abajo firmantes, con el fin de restituir a
la nación el pleno ejercicio de su soberanía, presentan
la moción de que la Constitución sea revisada.»
Pero al mismo tiempo declaraban unánimemente, por boca
de su portavoz, Tocqueville, que la Asamblea Nacional no tenía
derecho a pedir la abolición de la república
que este derecho sólo correspondía a la cámara
encargada de la revisión. las tres cuartas partes de los
votos constitucionalmente prescritas. Tras seis días de
turbulentos debates, el 19 de julio fue rechazada, como era de
prever, la revisión. Votaron a favor 446, pero en contra
278. Los orleanistas decididos, Thiers, Changarnier, etcétera,
votaron contra los republicanos y la Montaña.
La mayoría del parlamento se declaraba así en contra
de la Constitución, pero ésta se declaraba, de por
sí, a favor de la minoría y declaraba su acuerdo
como obligatorio. Pero ¿acaso el partido del orden no había
supeditado la Constitución a la mayoría parlamentaria
el 31 de mayo de 1850 y el 13 de junio de 1849? ¿No descansaba
toda su política anterior en la supeditación de
los artículos constitucionales a los acuerdos parlamentarios
de la mayoría? ¿No había dejado a los demócratas
y castigado en ellos la superstición bíblica por
la letra de la ley? Pero en este momento la revisión constitucional
no significaba más que la continuación del poder
presidencial, del mismo modo que la persistencia de la Constitución
sólo significaba la destitución de Bonaparte. El
parlamento se había declarado a favor de él, pero
la Constitución se declaraba en contra del parlamento.
Bonaparte obró, pues, en un sentido parlamentario al desgarrar
la Constitución, y en un sentido constitucional al disolver
el parlamento.
El parlamento había declarado a la Constitución,
y con ella su propia dominación, «fuera de la mayoría»,
con su acuerdo había derogado la Constitución y
prorrogado los poderes presidenciales, declarando al mismo tiempo
que ni aquélla podía morir, ni éstos vivir
mientras él mismo persistiese. Los que habían de
enterrarlo estaban ya a la puerta. Mientras el parlamento discutía
la revisión, Bonaparte retiró al general Baraguay
d'Hilliers, que se mostraba indeciso, el mando de la primera división
y nombró para sustituirle al general Magnan, el vencedor
de Lyon, el héroe de las jornadas de diciembre, una de
sus criaturas, que ya bajo Luis Felipe se había comprometido
más o menos por él con motivo de la expedición
de Boulogne.
El partido del orden demostró, con su acuerdo sobre la
revisión, que no sabía gobernar ni servir, vivir
ni morir, ni soportar la república ni derribarla, ni mantener
la Constitución ni echarla por tierra, ni cooperar con
el presidente ni romper con él. ¿De quién esperaba
la solución de todas las contradicciones? Del calendario,
de la marcha de los acontecimientos. Dejó de arrogarse
un poder sobre éstos. Retó, por tanto, a los acontecimientos
a que se impusiesen por la fuerza, retando con ello al poder,
al que, en su lucha contra el pueblo, había ido cediendo
un atributo tras otro, hasta reducirse a la impotencia frente
a él. Para que el jefe del poder ejecutivo pudiese trazar
el plan de lucha contra él con mayor desembarazo, fortalecer
sus medios de ataque, elegir sus armas, consolidar sus posiciones,
acordó, precisamente en este momento crítico, retirarse
de la escena y aplazar sus sesiones por tres meses, del 10 de
agosto al 4 de noviembre.
El partido parlamentario no sólo se había despoblado
en sus dos grandes facciones y cada una de éstas no sólo
se había subdividido, sino que el partido del orden dentro
del parlamento se había divorciado del partido del orden
fuera del parlamento. Los portavoces y escribas de la burguesía,
su tribuna y su prensa, en una palabra, los ideólogos de
la burguesía y la burguesía misma, los representantes
y los representados aparecían divorciados y ya no se entendían
más.
Los legitimistas de provincias, con su horizonte limitado y su
limitado entusiasmo, acusaban a sus caudillos parlamentarios,
Berryer y Falloux, de deserción al campo bonapartista y
de traición contra Enrique V. Su inteligencia flordelisada
creía en el pecado original, pero no en la diplomacia.
Incomparablemente más funesta y más decisiva era
la ruptura de la burguesía comercial con sus políticos.
Ella no reprochaba a éstos, como los legitimistas a los
suyos, el haber desertado de un principio, sino, por el contrario,
el aferrarse a principios ya superfluos.
Ya he apuntado más arriba que, desde la entrada de Fould
en el Gobierno, el sector de la burguesía comercial que
se había llevado la parte del león en el Gobierno
de Luis Felipe, la aristocracia financiera, se había
hecho bonapartista. Fould no sólo representaba el interés
de Bonaparte en la Bolsa, sino que representaba al mismo tiempo
los intereses de la Bolsa cerca de Bonaparte. La posición
de la aristocracia financiera la pinta del modo más palmario
una cita tomada de su órgano europeo, el Economist
de Londres. En su número del 1 de febrero de 1851, la revista
publica la siguiente correspondencia de París:
«Por todas partes hemos podido comprobar que Francia exige
ante todo tranquilidad. El presidente lo declara en su mensaje
a la Asamblea Legislativa, la tribuna nacional le hace eco, los
periódicos lo aseguran, se proclama desde el púlpito,
lo demuestran la sensibilidad de los valores del Estado ante
la menor perspectiva de desorden y su firmeza tan pronto como
triunfa el poder ejecutivo».
En su número del 29 de noviembre de 1851, el Economist
declara en su propio nombres:
«En todas las Bolsas de Europa se reconoce ahora al presidente
como el guardián del orden».
Por tanto, la aristocracia financiera condenaba la lucha parlamentaria
del partido del orden contra el poder ejecutivo como una alteración
del orden y festejaba todos los triunfos del presidente sobre
los supuestos representantes de ella como un triunfo del orden.
Por aristocracia financiera hay que entender aquí no sólo
los grandes empresarios de los empréstitos y los especuladores
en valores del Estado, cuyos intereses coinciden, por razones
bien comprensibles, con los del poder público. Todo el
moderno negocio pecuniario, toda la economía bancaria,
se halla entretejida del modo más íntimo con el
crédito público. Una parte de su capital activo
se invierte, necesariamente, en valores del Estado que dan réditos
y son rápidamente convertibles. Sus depósitos, el
capital puesto a su disposición y distribuido por ellos
entre los comerciantes e industriales, afluye en parte de los
dividendos de los rentistas del Estado. Si en todas las épocas
la estabilidad del poder público es el alfa y el omega
para todo el mercado monetario y sus sacerdotes, ¿cómo
no ha de serlo hoy, en que todo diluvio amenaza con arrastra junto
a los viejos Estados las viejas deudas del Estado?
También a la burguesía industrial, en su
fanatismo por el orden, le irritaban las querellas del partido
parlamentario del orden con el poder ejecutivo. Después
de su voto del 18 de enero con motivo de la destitución
de Changarnier, Thiers, Anglès, Sainte-Beuve, etc., recibieron
reprimendas públicas, procedentes precisamente de sus mandantes
de los distritos industriales, en las que se estigmatizaba sobre
todo su coalición con la Montaña como un delito
de alta traición contra el orden. Si bien hemos visto que
las pullas jactanciosas, las mezquinas intrigas en que se manifestaba
la lucha del partido del orden contra el presidente no merecían
mejor acogida, por otra parte este partido burgués, que
exigía a sus representantes que dejasen pasar sin resistencia
el poder militar de manos de su propio parlamento a manos de un
pretendiente aventurero, no era siquiera digno de las intrigas
que se malgastaban en su interés. Demostraba que la lucha
por defender su interés público, su propio
interés de clase, su poder político,
no hacía más que molestarle y disgustarle como una
perturbación de su negocio privado.
Durante las jiras de Bonaparte, los dignatarios burgueses de las
ciudades departamentales, los magistrados, los jueces comerciales,
etc., le recibían en todas partes casi sin excepción,
del modo más servil, aun cuando, como hizo en Dijon, atacase
sin reservas a la Asamblea Nacional y especialmente al partido
del orden.
Cuando el comercio marchaba bien, como ocurría aún
a comienzos de 1851, la burguesía comercial se enfurecía
contra todo lo que fuese lucha parlamentaria, por miedo a que
el comercio perdiese el humor. Cuando el comercio marchaba mal,
como ocurría constantemente desde fines de febrero de 1851,
acusaba a las luchas parlamentarias de ser la causa del estancamiento
y clamaba por que aquellas luchas se acallasen para que el comercio
pudiera reanimarse. Los debates sobre la revisión constitucional
coincidieron precisamente con esta época mala. Como aquí
se trataba del ser o no ser de la forma de gobierno existente,
la burguesía se sintió tanto más autorizada
a reclamar a sus representantes que se pusiese fin a esta atormentadora
situación provisional, ella entendía precisamente
su perpetuidad, el aplazar hasta un remoto porvenir el momento
de tomar una decisión. El statu quo sólo
podía mantenerse por dos caminos: prorrogar los poderes
de Bonaparte o hacer que éste dimitiese constitucionalmente
y elegir a Cavaignac. Una parte de la burguesía deseaba
la segunda solución y no supo dar a sus representantes
mejor consejo que callar, no tocar el punto candente. Creía
que si sus representantes no hablaban, Bonaparte se abstendría
de obrar. Quería un parlamento-avestruz, que escondiese
la cabeza para no ser visto. Otra parte de la burguesía
quería que Bonaparte, ya que estaba sentado en el sillón
presidencial, continuase sentado en él, para que todo siguiese
igual. Y le sublevaba que su parlamento no violase abiertamente
la Constitución y no abdicase sin más rodeos.
Los Consejos generales de los departamentos, representaciones
provinciales de la gran burguesía, reunidos durante las
vacaciones de la Asamblea Nacional, desde el 25 de agosto, se
declararon casi unánimemente en pro de la revisión,
es decir, en contra del parlamento y a favor de Bonaparte.
Más inequívocamente todavía que el divorcio
con sus representantes parlamentarios, ponía de
manifiesto la burguesía su furia contra sus representantes
literarios, contra su propia prensa. Las condenas a multas exorbitantes
y a desvergonzadas penas de cárcel con que los jurados
burgueses castigaban todo ataque de los periodistas burgueses
contra los apetitos usurpadores de Bonaparte, todo intento por
parte de la prensa de defender los derechos políticos de
la burguesía contra el poder ejecutivo, causaban asombro
no sólo de Francia, sino de toda Europa.
Si el partido parlamentario del orden, con sus gritos pidiendo
tranquilidad, se condenaba él mismo, como ya he indicado,
a la inacción, si declaraba la dominación política
de la burguesía incompatible con la seguridad y la existencia
de la burguesía; destruyendo por su propia mano, en la
lucha contra las demás clases de la sociedad, todas las
condiciones de su propio régimen, del régimen parlamentario,
la masa extraparlamentaria de la burguesía, con
su servilismo hacia el presidente, con sus insultos contra el
parlamento, con el trato brutal a su propia prensa, empujaba a
Bonaparte a oprimir, a destruir a sus oradores y sus escritores,
sus políticos y sus literatos, su tribuna y su prensa,
para poder así entregarse confiadamente a sus negocios
privados bajo la protección de un gobierno fuerte y absoluto.
Declaraba inequívocamente que ardía en deseos de
deshacerse de su propia dominación política para
deshacerse de las penas y los peligros de esa dominación.