Arabia Saudí, una sociedad en
quiebra
El uso fraudulento del Islam por la familia reinante
y la crisis económica alimentan el malestar social en el país
Ignacio Gutiérrez De Terán Arabista,
profesor de la Universidad Autónoma de Madrid (Artículo publicado
en el núm. 40 de Nación Árabe, Primavera de
2000)
Los recientes sucesos de Nachrán (sudoeste del país)
confirman una vez más la fragilidad del tejido social imperante en
el reino saudí, donde la aplicación de una concepción
desafortunada de los fundamentos religiosos, la vigencia de una legislación
laboral harto restrictiva y la generalización de la crisis económica
llevan alimentando desde hace ya tiempo el malestar de amplios sectores
de la sociedad. En el ámbito religioso, la displicencia, traducida
a menudo en hostigamiento, con la que las autoridades religiosas tratan
a las comunidades no adscritas al rito sunní oficial no constituye
un hecho aislado: con la excepción de los miembros de la dilatadísima
familia real y adláteres, todos los ciudadanos saudíes, en
especial las mujeres, han de rendir cuentas a un ambiente de opresión
moral que ha acabado haciéndose insoportable. La peculiar legislación
saudí en materia laboral ha permitido la proliferación de
un substrato social integrado por cientos de miles de trabajadores extranjeros
que viven en un régimen de cuasi explotación. La crisis económica
crónica de los últimos años ha reducido el nivel de
bienestar material y despertado el temor de los saudíes ante un futuro
que presienten incierto. Y, por si fuera poco, cada día son más
quienes rechazan la permanencia de las tropas norteamericanas en la zona,
casi una década después de la Guerra del Golfo, y se preguntan
si el Gobierno no se habrá convertido en rehén irredimible
de los designios de Washington. Sin embargo, la monarquía saudí,
pieza destacada desde su entronización en la estrategia británica
primero y norteamericana después para Oriente Medio, parece más
preocupada en atildar su imagen en el exterior, gastando millonadas para
que no se hable de sus lacras y delegando en Washington la defensa de sus
intereses, que en emprender reformas políticas y sociales profundas
que permitan la gestación de una sociedad homogénea e igualitaria.
Nachrán, capital administrativa de la provincia del mismo nombre
cercana a Yemen, se vio sacudida a finales de abril pasado por violentos
enfrentamiento entre la policía y parte de la población. Las
autoridades de la provincia se apresuraron a señalar que los disturbios
se debían a una simple cuestión de alteración del orden
público y que toda la polémica se centraba en la figura de
un súbdito yemení al que se había ordenado detener
en su casa con la acusación de "estancia ilegal" y superchería.
Evidentemente, un acontecimiento de estas características no habría
bastado para propagar el nombre de Nachrán y sus setenta mil habitantes
si no fuera porque las informaciones provenientes de diversos sectores apuntaron
que los enfrentamientos se produjeron entre el cuerpo de seguridad de la
policía religiosa, encargada de velar por el cumplimiento de las
leyes islámicas saudíes, y miembros de la comunidad ismaelí
(rama de la chía que sólo reconoce siete imames legítimos).
Rechazando la versión oficial, fuentes ismaelíes y medios
de información extranjeros afirmaron que unas siete personas habían
muerto (otras estimaciones menos contenidas elevaron la cifra a cuarenta)
al irrumpir los policías en una mezquita ismaelí con la intención
de clausurarla y confiscar los libros religiosos de la comunidad. Según
estas mismas fuentes, los altercados desembocaron en la quema de numerosos
coches y decenas de arrestos. Como es habitual en Arabia Saudí en
casos como éste, la opacidad informativa oficial dio pie a múltiples
rumores que los silencios y tibios desmentidos no consiguieron acallar.
Las convulsiones comunitarias
Por un lado, la facilidad con la que diversos medios de comunicación
occidentales aventaron el suceso "hasta que se puso en marcha la operación
de sordina informativa reservada para las cuestiones saudíes delicadas"
pone de manifiesto el morbo generado por la cuestión religiosa en
los países islámicos. Pero, por otro lado, confirma la intransigencia
de las autoridades saudíes en materia religiosa, aunque en el caso
concreto de los ismaelíes de Nachrán las estrictas disposiciones
del rito wahhabí sunní hayan servido de simple excusa para
camuflar un asunto que tiene mucho de político.
Hasta hace poco, Riyad prestaba una especial atención a los ismaelíes
del sudoeste, muchos de ellos pertenecientes a la tribu de los Yam, en forma
de generosas ayudas económicas, la concesión de la nacionalidad
saudí a ciudadanos yemeníes (prebenda nada sencilla de conseguir)
y facilidades para el acceso a puestos de relevancia en la administración.
Tradicionalmente, se había considerado a los ismaelíes de
Nachrán entre los sectores sociales más proclives al poder,
llegando a contar con un miembro en el Consejo de la Shura (órgano
consultivo). Además, un destacado prohombre de la comunidad, Ali
ben Muslim, es tenido por una de las personas más cercanas al rey.
No obstante, los últimos acontecimientos experimentados por los líderes
de la comunidad han conducido al Gobierno a aplicar una política
restrictiva con los ismaelíes. Según parece, Riyad estaba
recelosa de los movimientos de destacados representantes ismaelíes
que mantenían contactos fluidos con tribus del otro lado de la frontera
con Yemen y que, en alguna ocasión, habían dado la razón
a Sanaá en el conflicto fronterizo mantenido por Arabia Saudí
y Yemen por la provincia de Asir (sudoeste del país); de hecho, los
responsables saudíes llegaron a afirmar que agentes yemeníes
habían alentado los disturbios.
Con independencia de los condicionantes políticos, sí parece
demostrado que los ismaelíes de la zona venían padeciendo
de un tiempo a esta parte una presión especial por parte del estamento
religioso oficial. Un dirigente de la comunidad en Yemen acusó a
Riyad de ordenar operaciones de registro en domicilios ismaelíes
en Nachrán con el objeto de destruir cualquier libro, documento o
legado relacionado con las enseñanzas del grupo. Pero los excesos
cometidos contra los ismaelíes no son los únicos a los que
se ven expuestas las comunidades religiosas en virtud del opresivo código
wahhabí.
Los chiíes, quienes no han sido objeto de tantas consideraciones
como aquéllos, rara vez disponen de permiso para construir mezquitas
y apenas si tienen presencia en la administración y el ejército.
Poco después de los disturbios de Nachrán, ciertos informes
no contrastados hablaron de sucesos similares en la región oriental,
donde se concentran la mayor parte de los chiíes. Esta región
es la más delicada económica y socialmente hablando porque
alberga los principales pozos de petróleo y, por lo tanto, el mayor
número de técnicos occidentales, norteamericanos, y extranjeros,
a lo que se debe unir la presencia de la comunidad chií. A partir
de la revolución iraní en 1979, los chiíes saudíes
(unos 500 mil) han visto cómo la desconfianza hacia ellos ha aumentado
notablemente por parte de un poder que los considera una quinta columna
en potencia. En 1988, más de trescientos chiíes fueron expulsados
de una refinería en Chubeil (a orillas del Golfo Pérsico)
porque los chiíes "no son dignos de confianza"; en 1992,
una fetua (edicto religioso) emitida por la institución religiosa
oficial les consideraba heréticos y recomendaba que no se les emplease,
medida a la que siguió la detención de numerosos líderes
de la comunidad y la desaparición de una cantidad indeterminada de
personas. El levantamiento de elementos chiíes dos días después
de la controvertida "Revuelta de La Meca" en 1979 refleja con
claridad la relación dialéctica de buena parte de la comunidad
con el poder.
Las restricciones de culto también alcanzan a los cristianos residentes
en el país, en su mayoría filipinos, a los que no se permite,
lo mismo que a otros grupos religiosos como los sijs indios, erigir templos
ni celebrar sus ritos en público. Las autoridades hacen la vista
gorda con el personal diplomático de las embajadas europeas y algún
personaje extranjero relevante que celebran veladas religiosas en la semiclandestinidad;
sin embargo, los cristianos de a pie deben tomar medidas extremas para evitar
la deportación en caso de ser descubiertos en plena celebración
o con libros litúrgicos a la vista. Llevar una cruz colgada al cuello
puede implicar también una severa reprimenda por parte de los mutawwa`in,
cuerpo especial de seguridad moral que patrulla las calles en busca de infracciones
a la norma religiosa. La explicación de las autoridades para justificar
esta rotunda infracción de la normativa islámica sobre el
respeto a las creencias y ritos de los cristianos se ciñe, en primer
lugar, a la consideración de que Arabia Saudí es un territorio
santo y exclusivamente islámico. Algunos retoman ciertas tradiciones
orales de los primeros tiempos del Islam que vienen a decir que "no
han de coincidir dos religiones en la Península Árabe".
No obstante, con la excepción de Meca y Medina, los residentes cristianos
pueden moverse libremente por el reino, lo que demuestra que la cuestión
de las impurezas puede revisarse a la baja cuando se trata de mejorar el
nivel de producción; además, esta rigidez enfermiza contrasta
con el trato deparado a otras religiones en los países vecinos: en
Kuwait, los Emiratos o Bahrein hay templos cristianos; en Yemen, donde la
comunidad judía ha sido relevante hasta que entre 1949 y 1950 abandonaron
el país unos 43 mil rumbo a Israel, los pocos que quedan disfrutan
de libertad de culto.
Pero la coerción religiosa se hace también agobiante para
los mismos musulmanes sunníes, quienes conforman la gran mayoría
en el país y deben soportar las enojosas regulaciones del rito wahhabí.
Los picajosos mutawwa`in se encargan con sus largos bastones de hacer entrar
a los musulmanes errabundos por las calles en la mezquita a la hora del
rezo preceptivo, poniendo buen cuidado en que los comercios cierren durante
el mismo y no se produzca ni el más mínimo contacto entre
hombres y mujeres. Éstas, además, deben sufrir el veto impuesto
a su integración plena en el mercado laboral y una serie de prohibiciones
absurdas como la de conducir un automóvil. Lo peor para el ciudadano
saudí es que las restricciones que él está obligado
a soportar no abarcan a todos. Según una encuesta realizada por una
investigadora saudí de 1997 a 1999, buena parte de la juventud se
siente encorsetada por la aplicación férrea de los presupuestos
wahhabíes y mira con repulsa a las elites locales, formadas por los
miles de príncipes de Saúd y los potentados nacidos a la sombra
del petróleo. Unos y otros tienen un amplio margen de acción
y hacen de su capa un sayo tanto en sus palacios privados como en los casinos
y locales de lujo situados en los países vecinos. En consecuencia,
muchos ciudadanos tengan la impresión de que "todo lo que se
nos prohíbe a nosotros se les permite a ellos". Cuando, esporádicamente,
los ulemas hacen sentir a los Saúd su disconformidad con los excesos
de algunos príncipes, el rey Fahd y su séquito han optado
por buscar representantes religiosos más permisivos. Ahora bien,
a medida que pasa el tiempo y se agravan las contradicciones sociales la
tarea se complica. Además, la falsificación de las doctrinas
islámicas, ha propiciado la aparición de numerosos grupúsculos
opositores islamistas que forman en la clandestinidad sus núcleos
de acción y coinciden en la "hipocresía inmoral"
de los Saúd. Una de las acusaciones esgrimidas contra la familia
real se refiere al uso descarado del Islam como herramienta legitimadora
de las decisiones gubernamentales. En 1971 el rey Fahd creó el "Consejo
Supremo de los Ulemas", integrado por expertos nombrados por él
mismo. Estos ulemas constituyen la mayor instancia religiosa del país
y tienen como misión expresar el punto de vista de la Charía
(la ley canónica del Islam) sobre aquellas materias emplazadas por
las autoridades políticas. A pesar de que la propaganda oficial insiste
en la plena independencia de los ulemas, éstos deben cumplir ante
todo la función de sancionar las decisiones del poder en puntos tan
polémicos como la invitación a las fuerzas infieles de occidente
para desembarcar en el país y expulsar a las tropas iraquíes
de Kuwait.
El desequilibrio social
Si procediésemos a dividir a componentes de la sociedad saudí
según su estatuto como ciudadanos podríamos establecer tres
grupos: a) la elite, b) los ciudadanos saudíes y c) los extranjeros.
Estos últimos componen un tercio de la población total evaluada
en unos 20 millones de personas y están regidos por un sistema peculiar
de padrinazgo o sistema de fianza (kafala). Cuando el trabajador llega al
país, generalmente con su contrato de trabajo, quien lo ha contratado
(un individuo o una empresa) se queda con su pasaporte y le concede un salario
del que se deducen los gastos derivados del traslado. Al no disponer de
documentos de viaje, el empleado no puede salir del país ni tampoco
cambiar de trabajo. Está por completo en manos de su empleador, quien
puede decidir en cualquier momento su salida del país. Además,
ni el trabajador ni las empresas podían hasta fechas muy recientes
adquirir bienes inmuebles sin el concurso de un intermediario garantizador
(kafil) que debía representar a aquéllos ante el Estado.
Este sistema aporta ingresos notables a numerosos saudíes que
se benefician de comisiones suculentas por acceder a garantizar las actividades
de esta empresa o de aquel empleado; empero, provoca protestas frecuentes
por parte de los inversores extranjeros, para los que el régimen
del kafala supone un escollo considerable. Aun así, el gobierno ha
anunciado hace poco su intención de mantener el sistema si bien introduciendo
algunas modificaciones. Las altas instancias saudíes sostienen que
se trata de una medida para proteger los intereses de los nativos, pero
lo cierto es que el sistema del kafala se ha convertido en una herramienta
de coerción laboral innegable. Además, muchos trabajadores
se encuentran al aterrizar en el país con que la tarea asignada no
se corresponde con lo estipulado en el contrato y algo similar cabría
decir del salario. También, el tráfico de mano de obra se
ha convertido en negocio lucrativo para los intermediarios que se dedican
a traerla desde su país de origen y cobrarle la consecución
de un permiso de residencia a precios elevados.
Por otra parte, la extensa colonia extranjera ha acabado convirtiéndose
en un asunto delicado ahora que la crisis económica se ha enseñoreado
del país. Las autoridades persiguen con más ahínco
que nunca la emigración ilegal y muestran menos flexibilidad a la
hora de conceder y renovar los permisos de residencia así como de
mantener algunos servicios sociales gratuitos. La razón de este procedimiento
es ante todo económica; sin embargo, la familia Saúd ha llevado
sus discrepancias políticas con los países vecinos al extremo
de utilizar a parte de la mano de obra foránea como objeto de castigo.
Así se hizo con palestinos y jordanos tras la Guerra del Golfo, si
bien el caso de los yemeníes fue el más llamativo. En venganza
por el apoyo prestado por Sanaá al bando iraquí, Riyad decretó
la expulsión de unos ochocientos mil yemeníes, a razón
de unos cuarenta mil por semana. Muchos de ellos vivían en el reino
desde hacía décadas o incluso habían nacido allí,
en las regiones que habían pertenecido en un principio a Yemen. La
salida de los yemeníes se compensó con la llegada de contingentes
provenientes de Egipto, cuyo gobierno había sustentado en todo momento
el bando saudí-occidental. Los egipcios ya se contaban antes de esa
fecha por cientos de miles y aportaban una parte considerable de la mano
de obra cualificada. No obstante, muchos se quejan de las regulaciones a
las que deben hacer frente y han protagonizado algún que otro altercado
con las fuerzas de seguridad.
Muchos extranjeros dicen vivir en un estado de desigualdad permanente
con los naturales saudíes. Otros dicen sentirse lisa y llanamente
discriminados por el "elitismo" de los saudíes hacia la
mano de obra forastera.
La arbitrariedad de las leyes locales ha fomentado sin duda esta impresión,
sobre todo en los aspectos tocantes a la aplicación de la Charía.
Al igual que ocurre en Estados Unidos con el desfase sintomático
entre los ajusticiados afroamericanos e hispanos por un lado y los blancos
por otro, en Arabia Saudí más de la mitad de los ejecutados
y mutilados anualmente son extranjeros aun cuando éstos representan
sólo un tercio de la población total. En los últimos
tiempos las decapitaciones se han triplicado (29 en 1998, 99 en 1999 y cerca
de cuarenta en lo que va de año) y con ellas el porcentaje de extranjeros
condenados. Dejando a un lado la brutalidad de este tipo de medidas, tan
nocivas para la imagen del Islam y los países árabes, la aplicación
de la Charía a la wahhabí revela la compartimentación
de la sociedad saudí. Sin duda, el menor nivel de vida y otras circunstancias
de orden social y cultural que afecta a los emigrantes, influyen en la proliferación
de actos delictivos susceptibles de la pena capital como el asesinato, los
atracos a mano armada, el tráfico de drogas o el consumo de éstas;
sin embargo, también es cierto que la indefensión jurídica
de los extranjeros, el nepotismo que impera en todos los ámbitos
de la sociedad saudí y la vigencia de las relaciones clientelistas
y tribales tienen mucho que ver en este fenómeno en un país
donde la arbitrariedad es norma. Si este desfase resulta notorio entre ciudadanos
saudíes y extranjeros, qué habría que decir de la familia
Saúd y adláteres, cuyos excesos reciben otra consideración
bien distinta entre otras cosas porque los miembros de aquélla controlan
todos los resortes del poder. Todos los puestos de importancia en los ministerios,
los gobiernos regionales y los organismos económicos ligados al Estado
están controlados por los príncipes saudíes, emparentados
por lo general con las tribus más influyentes del país.
La factura de la Guerra del Golfo
El descenso continuado de los precios del petróleo y los costes
onerosos de la Guerra del Golfo han supuesto un duro golpe para la economía
saudí. Entre 1997 y 1999, cuando el barril de crudo llegó
a la barrera de los diez dólares, muchos saudíes comprendieron
que los años felices del chupinazo petrolífero de los setenta
ya no volverían. Desde 1980 hasta el 99 el precio del barril ha caído
en más de veinte dólares. La Guerra del Golfo provocó
un repunte que, no obstante, no se mantuvo. En apenas quince años
la renta per cápita ha descendido en más de un 50%, mientras
que la población ha experimentado un aumento desacorde con el crecimiento
económico del país y el déficit público se ha
disparado.
A la tendencia derrochista de los príncipes saudíes (algunas
estimaciones los cifran en torno a los seis mil) y las generosas dádivas
concedidas por Riyad a determinados Estados para conseguir su apoyo o su
silencio, se unió a partir de 1990 la factura de la crisis del Golfo,
emitida a nombre de las monarquías petrolíferas de la región.
Riyad no sólo desembolsó decenas de miles de millones de dólares
para costear el establecimiento de las bases occidentales en la región
sino que también gastó millonadas en contratos millonarios
con las empresas de armamento norteamericanas (en 1997 más del 36%
del presupuesto nacional se dedicó a la compra de armas). Arabia
Saudí se ha visto obligada, asimismo, a aumentar las ayudas económicas
a los países árabes afines como Egipto y Siria, que se integraron
en la coalición internacional contra Sadam Husein.
Como quiera que el petróleo es el único sector económico
destacable del país (aporta más del 75% de los ingresos totales
y entre el 90 y el 95% de los ingresos derivados de las exportaciones),
las oscilaciones del precio del barril y la pujanza de energías alternativas
han conducido al reino a su situación actual. Riyad trata de afrontar
la crisis buscando otras fuentes de riqueza como el turismo, una práctica
hasta ahora inexistente en el país si se exceptúan las peregrinaciones
a Meca y Medina reservadas a los musulmanes. Según algunos cálculos,
se han invertido 6,66 mil millones de dólares desde 1995 para modernizar
las infraestructuras con el objeto de atraer a un número reducido
de turistas occidentales pero de gran poder adquisitivo. Al mismo tiempo,
se ha creado una serie de impuestos para reforzar las arcas del estado y
los príncipes han recibido la instrucción de adoptar un talante
más austero, aumentar sus inversiones en el país y renunciar
a ciertos privilegios como la exención del pago de los impuestos
sobre el teléfono y la electricidad. Sin embargo, parece que estos
planes no bastarán para rehabilitar la economía local mientras
no se acometan cambios estructurales de gran alcance, lo que equivale a
replantear por completo los fundamentos del Estado saudí y, con ello,
la estrategia global de los Saúd. Éstos, a pesar de todo,
siguen esperando que los precios se mantengan estables utilizando en la
medida de lo posible su influencia en el seno de la OPEP.
Esto ha creado una situación de incertidumbre en la sociedad que
afecta a todos los estamentos. Los universitarios saudíes ya no tienen
asegurado un puesto de trabajo como ocurría hace tan sólo
unos años (se calcula que el 50% de la población saudí
tiene menos de 18 años) y los extranjeros comienzan a plantearse
si el sometimiento a los estrictos códigos de conducta wahhabíes
y una vida condenada al sopor serán soportables cuando la situación
laboral se complique.
En este contexto, las contradicciones del sistema y la esquizofrenia
del discurso oficial se hacen más evidentes que nunca, en especial
en lo tocante a las relaciones con occidente y, más en concreto,
con EEUU. A pesar de que los responsables políticos y religiosos
aluden con insistencia a los peligros de occidente y la necesidad de preservar
al Islam de sus dañinas innovaciones, Arabia Saudí se ha convertido
en peón estratégico de primer orden para Washington. Aunque
las autoridades guardan silencio sobre el asunto, los norteamericanos gozan
de notables facilidades de movimiento y acción en sus bases de Dahrán
(este), Taif (norte), Jamís Muchet (sur) y Riyad. En estos reductos,
instalados en centros militares saudíes, los militares estadounidenses
tienen tal margen de maniobra que alguna de ellas, como la de Dahrán,
depende por completo del Pentágono. De ahí parten las operaciones
de vuelo en el espacio aéreo iraquí para vigilar las zonas
de exclusión en el sur, operaciones que costean los saudíes.
De esta presencia norteamericana nada se dice en los abundantes medios
de comunicación nacionales e internacionales dependientes de los
Saúd. Pero la cobertura internacional prestada a los atentados de
Riyad y al-Jobar en 1996, donde murieron más de veinte norteamericanos,
y la importancia concedida al cometido saudí como garante de los
intereses de EEUU en la región demuestran que las bases militares
ocupan un lugar destacado en las relaciones bilaterales. Y muchos saudíes
sospechan que la presencia norteamericana es ante todo un mensaje disuasorio
para quienes pudieran pretender desestabilizar el régimen desde dentro
y fuera del país.
Otro punto llamativo en el fraudulento discurso de los Saúd se
refiere al petróleo mismo. Desde hace tiempo, Riyad trata de convencer
a sus súbditos de que es ella quien decide y decreta los destinos
de sus reservas petrolíferas, que a pesar del espectacular aumento
de la producción habido en los últimos años siguen
constituyendo el 25% de las reservas mundiales. La nacionalización
de la compañía Aramco en 1988, rebautizada Saudi Aramco bajo
la presidencia del propio rey Fahd, sirvió de excusa para hablar
de la definitiva saudización del petróleo. Sin embargo, Washington
conserva un gran margen de influencia. Su embajador interviene directamente
en las grandes decisiones y los asesores norteamericanos de la empresa son
quienes acaban llevando las conversaciones con los representantes de las
compañías extranjeras que, por lo general, son norteamericanas.
Por lo tanto, la dependencia saudí de EEUU es casi total, incluso
en el ámbito mediático. Arabia Saudí mantiene una considerable
influencia en los medios de comunicación árabes, pero su imagen,
las pocas veces que es objeto de un análisis razonable, sigue bajo
mínimos en los occidentales. De vez en cuando, éstos retoman
el discurso sobre el antediluvianismo del reino y su desprecio para con
los derechos humanos. La polémica suscitada en torno al último
informe de Amnistía Internacional (AI) ha demostrado una vez más
que las campañas mediáticas contra Arabia Saudí, centradas
una y otra vez en el asunto de la Charía y la situación de
las comunidades religiosas y los trabajadores extranjeros, alcanzan gran
intensidad durante unos días y luego, sorpresivamente, desaparecen.
Para Washington, el problema no estriba en si los datos aportados por AI
son ciertos o falsos sino en la forma de aprovecharse de este tipo de denuncias
para vigorizar su presión sobre Riyad y obligarle a hacer más
concesiones. Con motivo del informe, unos congresistas norteamericanos,
conocidos por sus simpatías hacia Israel, exigieron a Riyad una serie
de medidas para mejorar el expediente del reino en materia de derechos humanos.
El rey Fahd y su cohorte, especialmente sensible ante todo lo que se dice
sobre su gobierno en los ámbitos políticos e informativos
norteamericanos, movió enseguida sus piezas y consiguió, con
gran celeridad, que Washington y los países occidentales retornasen
a su política cínica de hacer la vista gorda respecto de los
derechos del ciudadano saudí.
Pero los motivos de nerviosismo saudí no acaban ahí, puesto
que abarcan la médula de su relación con los norteamericanos:
el petróleo. Riyad sigue siendo el primer proveedor de EEUU con 1,228
millones de barriles diarios (datos de febrero del 2000); no obstante, la
diferencia con respecto al segundo exportador, Canadá, se ha reducido
y, lo que es más preocupante para Riyad, Iraq ha triplicado su participación
(de 254 mil a 719 mil barriles de un mes a otro). Conforme a su conocida
política del palo y la zanahoria con los aliados regionales, Washington
ha venido a recordar al régimen saudí que su permanencia depende
en primera y última instancia de los designios norteamericanos, que
no están dispuestos a permitir veleidades con el precio del petróleo
como las surgidas hace poco en el seno de la OPEP, y que contemplan, en
caso de que sea necesario mantener los precios en un nivel aceptable para
Washington, la suelta definitiva en el mercado petrolífero de un
Iraq cargado de cuentas pendientes. |