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Mundo árabe / Arabia Saudí

 

Arabia Saudí, una sociedad en quiebra

El uso fraudulento del Islam por la familia reinante y la crisis económica alimentan el malestar social en el país

Ignacio Gutiérrez De Terán
Arabista, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid
(
Artículo publicado en el núm. 40 de Nación Árabe, Primavera de 2000)

Los recientes sucesos de Nachrán (sudoeste del país) confirman una vez más la fragilidad del tejido social imperante en el reino saudí, donde la aplicación de una concepción desafortunada de los fundamentos religiosos, la vigencia de una legislación laboral harto restrictiva y la generalización de la crisis económica llevan alimentando desde hace ya tiempo el malestar de amplios sectores de la sociedad. En el ámbito religioso, la displicencia, traducida a menudo en hostigamiento, con la que las autoridades religiosas tratan a las comunidades no adscritas al rito sunní oficial no constituye un hecho aislado: con la excepción de los miembros de la dilatadísima familia real y adláteres, todos los ciudadanos saudíes, en especial las mujeres, han de rendir cuentas a un ambiente de opresión moral que ha acabado haciéndose insoportable. La peculiar legislación saudí en materia laboral ha permitido la proliferación de un substrato social integrado por cientos de miles de trabajadores extranjeros que viven en un régimen de cuasi explotación. La crisis económica crónica de los últimos años ha reducido el nivel de bienestar material y despertado el temor de los saudíes ante un futuro que presienten incierto. Y, por si fuera poco, cada día son más quienes rechazan la permanencia de las tropas norteamericanas en la zona, casi una década después de la Guerra del Golfo, y se preguntan si el Gobierno no se habrá convertido en rehén irredimible de los designios de Washington. Sin embargo, la monarquía saudí, pieza destacada desde su entronización en la estrategia británica primero y norteamericana después para Oriente Medio, parece más preocupada en atildar su imagen en el exterior, gastando millonadas para que no se hable de sus lacras y delegando en Washington la defensa de sus intereses, que en emprender reformas políticas y sociales profundas que permitan la gestación de una sociedad homogénea e igualitaria.

Nachrán, capital administrativa de la provincia del mismo nombre cercana a Yemen, se vio sacudida a finales de abril pasado por violentos enfrentamiento entre la policía y parte de la población. Las autoridades de la provincia se apresuraron a señalar que los disturbios se debían a una simple cuestión de alteración del orden público y que toda la polémica se centraba en la figura de un súbdito yemení al que se había ordenado detener en su casa con la acusación de "estancia ilegal" y superchería. Evidentemente, un acontecimiento de estas características no habría bastado para propagar el nombre de Nachrán y sus setenta mil habitantes si no fuera porque las informaciones provenientes de diversos sectores apuntaron que los enfrentamientos se produjeron entre el cuerpo de seguridad de la policía religiosa, encargada de velar por el cumplimiento de las leyes islámicas saudíes, y miembros de la comunidad ismaelí (rama de la chía que sólo reconoce siete imames legítimos). Rechazando la versión oficial, fuentes ismaelíes y medios de información extranjeros afirmaron que unas siete personas habían muerto (otras estimaciones menos contenidas elevaron la cifra a cuarenta) al irrumpir los policías en una mezquita ismaelí con la intención de clausurarla y confiscar los libros religiosos de la comunidad. Según estas mismas fuentes, los altercados desembocaron en la quema de numerosos coches y decenas de arrestos. Como es habitual en Arabia Saudí en casos como éste, la opacidad informativa oficial dio pie a múltiples rumores que los silencios y tibios desmentidos no consiguieron acallar.

 

Las convulsiones comunitarias

Por un lado, la facilidad con la que diversos medios de comunicación occidentales aventaron el suceso "hasta que se puso en marcha la operación de sordina informativa reservada para las cuestiones saudíes delicadas" pone de manifiesto el morbo generado por la cuestión religiosa en los países islámicos. Pero, por otro lado, confirma la intransigencia de las autoridades saudíes en materia religiosa, aunque en el caso concreto de los ismaelíes de Nachrán las estrictas disposiciones del rito wahhabí sunní hayan servido de simple excusa para camuflar un asunto que tiene mucho de político.

Hasta hace poco, Riyad prestaba una especial atención a los ismaelíes del sudoeste, muchos de ellos pertenecientes a la tribu de los Yam, en forma de generosas ayudas económicas, la concesión de la nacionalidad saudí a ciudadanos yemeníes (prebenda nada sencilla de conseguir) y facilidades para el acceso a puestos de relevancia en la administración. Tradicionalmente, se había considerado a los ismaelíes de Nachrán entre los sectores sociales más proclives al poder, llegando a contar con un miembro en el Consejo de la Shura (órgano consultivo). Además, un destacado prohombre de la comunidad, Ali ben Muslim, es tenido por una de las personas más cercanas al rey. No obstante, los últimos acontecimientos experimentados por los líderes de la comunidad han conducido al Gobierno a aplicar una política restrictiva con los ismaelíes. Según parece, Riyad estaba recelosa de los movimientos de destacados representantes ismaelíes que mantenían contactos fluidos con tribus del otro lado de la frontera con Yemen y que, en alguna ocasión, habían dado la razón a Sanaá en el conflicto fronterizo mantenido por Arabia Saudí y Yemen por la provincia de Asir (sudoeste del país); de hecho, los responsables saudíes llegaron a afirmar que agentes yemeníes habían alentado los disturbios.

Con independencia de los condicionantes políticos, sí parece demostrado que los ismaelíes de la zona venían padeciendo de un tiempo a esta parte una presión especial por parte del estamento religioso oficial. Un dirigente de la comunidad en Yemen acusó a Riyad de ordenar operaciones de registro en domicilios ismaelíes en Nachrán con el objeto de destruir cualquier libro, documento o legado relacionado con las enseñanzas del grupo. Pero los excesos cometidos contra los ismaelíes no son los únicos a los que se ven expuestas las comunidades religiosas en virtud del opresivo código wahhabí.

Los chiíes, quienes no han sido objeto de tantas consideraciones como aquéllos, rara vez disponen de permiso para construir mezquitas y apenas si tienen presencia en la administración y el ejército. Poco después de los disturbios de Nachrán, ciertos informes no contrastados hablaron de sucesos similares en la región oriental, donde se concentran la mayor parte de los chiíes. Esta región es la más delicada económica y socialmente hablando porque alberga los principales pozos de petróleo y, por lo tanto, el mayor número de técnicos occidentales, norteamericanos, y extranjeros, a lo que se debe unir la presencia de la comunidad chií. A partir de la revolución iraní en 1979, los chiíes saudíes (unos 500 mil) han visto cómo la desconfianza hacia ellos ha aumentado notablemente por parte de un poder que los considera una quinta columna en potencia. En 1988, más de trescientos chiíes fueron expulsados de una refinería en Chubeil (a orillas del Golfo Pérsico) porque los chiíes "no son dignos de confianza"; en 1992, una fetua (edicto religioso) emitida por la institución religiosa oficial les consideraba heréticos y recomendaba que no se les emplease, medida a la que siguió la detención de numerosos líderes de la comunidad y la desaparición de una cantidad indeterminada de personas. El levantamiento de elementos chiíes dos días después de la controvertida "Revuelta de La Meca" en 1979 refleja con claridad la relación dialéctica de buena parte de la comunidad con el poder.

Las restricciones de culto también alcanzan a los cristianos residentes en el país, en su mayoría filipinos, a los que no se permite, lo mismo que a otros grupos religiosos como los sijs indios, erigir templos ni celebrar sus ritos en público. Las autoridades hacen la vista gorda con el personal diplomático de las embajadas europeas y algún personaje extranjero relevante que celebran veladas religiosas en la semiclandestinidad; sin embargo, los cristianos de a pie deben tomar medidas extremas para evitar la deportación en caso de ser descubiertos en plena celebración o con libros litúrgicos a la vista. Llevar una cruz colgada al cuello puede implicar también una severa reprimenda por parte de los mutawwa`in, cuerpo especial de seguridad moral que patrulla las calles en busca de infracciones a la norma religiosa. La explicación de las autoridades para justificar esta rotunda infracción de la normativa islámica sobre el respeto a las creencias y ritos de los cristianos se ciñe, en primer lugar, a la consideración de que Arabia Saudí es un territorio santo y exclusivamente islámico. Algunos retoman ciertas tradiciones orales de los primeros tiempos del Islam que vienen a decir que "no han de coincidir dos religiones en la Península Árabe". No obstante, con la excepción de Meca y Medina, los residentes cristianos pueden moverse libremente por el reino, lo que demuestra que la cuestión de las impurezas puede revisarse a la baja cuando se trata de mejorar el nivel de producción; además, esta rigidez enfermiza contrasta con el trato deparado a otras religiones en los países vecinos: en Kuwait, los Emiratos o Bahrein hay templos cristianos; en Yemen, donde la comunidad judía ha sido relevante hasta que entre 1949 y 1950 abandonaron el país unos 43 mil rumbo a Israel, los pocos que quedan disfrutan de libertad de culto.

Pero la coerción religiosa se hace también agobiante para los mismos musulmanes sunníes, quienes conforman la gran mayoría en el país y deben soportar las enojosas regulaciones del rito wahhabí. Los picajosos mutawwa`in se encargan con sus largos bastones de hacer entrar a los musulmanes errabundos por las calles en la mezquita a la hora del rezo preceptivo, poniendo buen cuidado en que los comercios cierren durante el mismo y no se produzca ni el más mínimo contacto entre hombres y mujeres. Éstas, además, deben sufrir el veto impuesto a su integración plena en el mercado laboral y una serie de prohibiciones absurdas como la de conducir un automóvil. Lo peor para el ciudadano saudí es que las restricciones que él está obligado a soportar no abarcan a todos. Según una encuesta realizada por una investigadora saudí de 1997 a 1999, buena parte de la juventud se siente encorsetada por la aplicación férrea de los presupuestos wahhabíes y mira con repulsa a las elites locales, formadas por los miles de príncipes de Saúd y los potentados nacidos a la sombra del petróleo. Unos y otros tienen un amplio margen de acción y hacen de su capa un sayo tanto en sus palacios privados como en los casinos y locales de lujo situados en los países vecinos. En consecuencia, muchos ciudadanos tengan la impresión de que "todo lo que se nos prohíbe a nosotros se les permite a ellos". Cuando, esporádicamente, los ulemas hacen sentir a los Saúd su disconformidad con los excesos de algunos príncipes, el rey Fahd y su séquito han optado por buscar representantes religiosos más permisivos. Ahora bien, a medida que pasa el tiempo y se agravan las contradicciones sociales la tarea se complica. Además, la falsificación de las doctrinas islámicas, ha propiciado la aparición de numerosos grupúsculos opositores islamistas que forman en la clandestinidad sus núcleos de acción y coinciden en la "hipocresía inmoral" de los Saúd. Una de las acusaciones esgrimidas contra la familia real se refiere al uso descarado del Islam como herramienta legitimadora de las decisiones gubernamentales. En 1971 el rey Fahd creó el "Consejo Supremo de los Ulemas", integrado por expertos nombrados por él mismo. Estos ulemas constituyen la mayor instancia religiosa del país y tienen como misión expresar el punto de vista de la Charía (la ley canónica del Islam) sobre aquellas materias emplazadas por las autoridades políticas. A pesar de que la propaganda oficial insiste en la plena independencia de los ulemas, éstos deben cumplir ante todo la función de sancionar las decisiones del poder en puntos tan polémicos como la invitación a las fuerzas infieles de occidente para desembarcar en el país y expulsar a las tropas iraquíes de Kuwait.

 

El desequilibrio social

Si procediésemos a dividir a componentes de la sociedad saudí según su estatuto como ciudadanos podríamos establecer tres grupos: a) la elite, b) los ciudadanos saudíes y c) los extranjeros. Estos últimos componen un tercio de la población total evaluada en unos 20 millones de personas y están regidos por un sistema peculiar de padrinazgo o sistema de fianza (kafala). Cuando el trabajador llega al país, generalmente con su contrato de trabajo, quien lo ha contratado (un individuo o una empresa) se queda con su pasaporte y le concede un salario del que se deducen los gastos derivados del traslado. Al no disponer de documentos de viaje, el empleado no puede salir del país ni tampoco cambiar de trabajo. Está por completo en manos de su empleador, quien puede decidir en cualquier momento su salida del país. Además, ni el trabajador ni las empresas podían hasta fechas muy recientes adquirir bienes inmuebles sin el concurso de un intermediario garantizador (kafil) que debía representar a aquéllos ante el Estado.

Este sistema aporta ingresos notables a numerosos saudíes que se benefician de comisiones suculentas por acceder a garantizar las actividades de esta empresa o de aquel empleado; empero, provoca protestas frecuentes por parte de los inversores extranjeros, para los que el régimen del kafala supone un escollo considerable. Aun así, el gobierno ha anunciado hace poco su intención de mantener el sistema si bien introduciendo algunas modificaciones. Las altas instancias saudíes sostienen que se trata de una medida para proteger los intereses de los nativos, pero lo cierto es que el sistema del kafala se ha convertido en una herramienta de coerción laboral innegable. Además, muchos trabajadores se encuentran al aterrizar en el país con que la tarea asignada no se corresponde con lo estipulado en el contrato y algo similar cabría decir del salario. También, el tráfico de mano de obra se ha convertido en negocio lucrativo para los intermediarios que se dedican a traerla desde su país de origen y cobrarle la consecución de un permiso de residencia a precios elevados.

Por otra parte, la extensa colonia extranjera ha acabado convirtiéndose en un asunto delicado ahora que la crisis económica se ha enseñoreado del país. Las autoridades persiguen con más ahínco que nunca la emigración ilegal y muestran menos flexibilidad a la hora de conceder y renovar los permisos de residencia así como de mantener algunos servicios sociales gratuitos. La razón de este procedimiento es ante todo económica; sin embargo, la familia Saúd ha llevado sus discrepancias políticas con los países vecinos al extremo de utilizar a parte de la mano de obra foránea como objeto de castigo. Así se hizo con palestinos y jordanos tras la Guerra del Golfo, si bien el caso de los yemeníes fue el más llamativo. En venganza por el apoyo prestado por Sanaá al bando iraquí, Riyad decretó la expulsión de unos ochocientos mil yemeníes, a razón de unos cuarenta mil por semana. Muchos de ellos vivían en el reino desde hacía décadas o incluso habían nacido allí, en las regiones que habían pertenecido en un principio a Yemen. La salida de los yemeníes se compensó con la llegada de contingentes provenientes de Egipto, cuyo gobierno había sustentado en todo momento el bando saudí-occidental. Los egipcios ya se contaban antes de esa fecha por cientos de miles y aportaban una parte considerable de la mano de obra cualificada. No obstante, muchos se quejan de las regulaciones a las que deben hacer frente y han protagonizado algún que otro altercado con las fuerzas de seguridad.

Muchos extranjeros dicen vivir en un estado de desigualdad permanente con los naturales saudíes. Otros dicen sentirse lisa y llanamente discriminados por el "elitismo" de los saudíes hacia la mano de obra forastera.

La arbitrariedad de las leyes locales ha fomentado sin duda esta impresión, sobre todo en los aspectos tocantes a la aplicación de la Charía. Al igual que ocurre en Estados Unidos con el desfase sintomático entre los ajusticiados afroamericanos e hispanos por un lado y los blancos por otro, en Arabia Saudí más de la mitad de los ejecutados y mutilados anualmente son extranjeros aun cuando éstos representan sólo un tercio de la población total. En los últimos tiempos las decapitaciones se han triplicado (29 en 1998, 99 en 1999 y cerca de cuarenta en lo que va de año) y con ellas el porcentaje de extranjeros condenados. Dejando a un lado la brutalidad de este tipo de medidas, tan nocivas para la imagen del Islam y los países árabes, la aplicación de la Charía a la wahhabí revela la compartimentación de la sociedad saudí. Sin duda, el menor nivel de vida y otras circunstancias de orden social y cultural que afecta a los emigrantes, influyen en la proliferación de actos delictivos susceptibles de la pena capital como el asesinato, los atracos a mano armada, el tráfico de drogas o el consumo de éstas; sin embargo, también es cierto que la indefensión jurídica de los extranjeros, el nepotismo que impera en todos los ámbitos de la sociedad saudí y la vigencia de las relaciones clientelistas y tribales tienen mucho que ver en este fenómeno en un país donde la arbitrariedad es norma. Si este desfase resulta notorio entre ciudadanos saudíes y extranjeros, qué habría que decir de la familia Saúd y adláteres, cuyos excesos reciben otra consideración bien distinta entre otras cosas porque los miembros de aquélla controlan todos los resortes del poder. Todos los puestos de importancia en los ministerios, los gobiernos regionales y los organismos económicos ligados al Estado están controlados por los príncipes saudíes, emparentados por lo general con las tribus más influyentes del país.

 

La factura de la Guerra del Golfo

El descenso continuado de los precios del petróleo y los costes onerosos de la Guerra del Golfo han supuesto un duro golpe para la economía saudí. Entre 1997 y 1999, cuando el barril de crudo llegó a la barrera de los diez dólares, muchos saudíes comprendieron que los años felices del chupinazo petrolífero de los setenta ya no volverían. Desde 1980 hasta el 99 el precio del barril ha caído en más de veinte dólares. La Guerra del Golfo provocó un repunte que, no obstante, no se mantuvo. En apenas quince años la renta per cápita ha descendido en más de un 50%, mientras que la población ha experimentado un aumento desacorde con el crecimiento económico del país y el déficit público se ha disparado.

A la tendencia derrochista de los príncipes saudíes (algunas estimaciones los cifran en torno a los seis mil) y las generosas dádivas concedidas por Riyad a determinados Estados para conseguir su apoyo o su silencio, se unió a partir de 1990 la factura de la crisis del Golfo, emitida a nombre de las monarquías petrolíferas de la región. Riyad no sólo desembolsó decenas de miles de millones de dólares para costear el establecimiento de las bases occidentales en la región sino que también gastó millonadas en contratos millonarios con las empresas de armamento norteamericanas (en 1997 más del 36% del presupuesto nacional se dedicó a la compra de armas). Arabia Saudí se ha visto obligada, asimismo, a aumentar las ayudas económicas a los países árabes afines como Egipto y Siria, que se integraron en la coalición internacional contra Sadam Husein.

Como quiera que el petróleo es el único sector económico destacable del país (aporta más del 75% de los ingresos totales y entre el 90 y el 95% de los ingresos derivados de las exportaciones), las oscilaciones del precio del barril y la pujanza de energías alternativas han conducido al reino a su situación actual. Riyad trata de afrontar la crisis buscando otras fuentes de riqueza como el turismo, una práctica hasta ahora inexistente en el país si se exceptúan las peregrinaciones a Meca y Medina reservadas a los musulmanes. Según algunos cálculos, se han invertido 6,66 mil millones de dólares desde 1995 para modernizar las infraestructuras con el objeto de atraer a un número reducido de turistas occidentales pero de gran poder adquisitivo. Al mismo tiempo, se ha creado una serie de impuestos para reforzar las arcas del estado y los príncipes han recibido la instrucción de adoptar un talante más austero, aumentar sus inversiones en el país y renunciar a ciertos privilegios como la exención del pago de los impuestos sobre el teléfono y la electricidad. Sin embargo, parece que estos planes no bastarán para rehabilitar la economía local mientras no se acometan cambios estructurales de gran alcance, lo que equivale a replantear por completo los fundamentos del Estado saudí y, con ello, la estrategia global de los Saúd. Éstos, a pesar de todo, siguen esperando que los precios se mantengan estables utilizando en la medida de lo posible su influencia en el seno de la OPEP.

Esto ha creado una situación de incertidumbre en la sociedad que afecta a todos los estamentos. Los universitarios saudíes ya no tienen asegurado un puesto de trabajo como ocurría hace tan sólo unos años (se calcula que el 50% de la población saudí tiene menos de 18 años) y los extranjeros comienzan a plantearse si el sometimiento a los estrictos códigos de conducta wahhabíes y una vida condenada al sopor serán soportables cuando la situación laboral se complique.

En este contexto, las contradicciones del sistema y la esquizofrenia del discurso oficial se hacen más evidentes que nunca, en especial en lo tocante a las relaciones con occidente y, más en concreto, con EEUU. A pesar de que los responsables políticos y religiosos aluden con insistencia a los peligros de occidente y la necesidad de preservar al Islam de sus dañinas innovaciones, Arabia Saudí se ha convertido en peón estratégico de primer orden para Washington. Aunque las autoridades guardan silencio sobre el asunto, los norteamericanos gozan de notables facilidades de movimiento y acción en sus bases de Dahrán (este), Taif (norte), Jamís Muchet (sur) y Riyad. En estos reductos, instalados en centros militares saudíes, los militares estadounidenses tienen tal margen de maniobra que alguna de ellas, como la de Dahrán, depende por completo del Pentágono. De ahí parten las operaciones de vuelo en el espacio aéreo iraquí para vigilar las zonas de exclusión en el sur, operaciones que costean los saudíes.

De esta presencia norteamericana nada se dice en los abundantes medios de comunicación nacionales e internacionales dependientes de los Saúd. Pero la cobertura internacional prestada a los atentados de Riyad y al-Jobar en 1996, donde murieron más de veinte norteamericanos, y la importancia concedida al cometido saudí como garante de los intereses de EEUU en la región demuestran que las bases militares ocupan un lugar destacado en las relaciones bilaterales. Y muchos saudíes sospechan que la presencia norteamericana es ante todo un mensaje disuasorio para quienes pudieran pretender desestabilizar el régimen desde dentro y fuera del país.

Otro punto llamativo en el fraudulento discurso de los Saúd se refiere al petróleo mismo. Desde hace tiempo, Riyad trata de convencer a sus súbditos de que es ella quien decide y decreta los destinos de sus reservas petrolíferas, que a pesar del espectacular aumento de la producción habido en los últimos años siguen constituyendo el 25% de las reservas mundiales. La nacionalización de la compañía Aramco en 1988, rebautizada Saudi Aramco bajo la presidencia del propio rey Fahd, sirvió de excusa para hablar de la definitiva saudización del petróleo. Sin embargo, Washington conserva un gran margen de influencia. Su embajador interviene directamente en las grandes decisiones y los asesores norteamericanos de la empresa son quienes acaban llevando las conversaciones con los representantes de las compañías extranjeras que, por lo general, son norteamericanas.

Por lo tanto, la dependencia saudí de EEUU es casi total, incluso en el ámbito mediático. Arabia Saudí mantiene una considerable influencia en los medios de comunicación árabes, pero su imagen, las pocas veces que es objeto de un análisis razonable, sigue bajo mínimos en los occidentales. De vez en cuando, éstos retoman el discurso sobre el antediluvianismo del reino y su desprecio para con los derechos humanos. La polémica suscitada en torno al último informe de Amnistía Internacional (AI) ha demostrado una vez más que las campañas mediáticas contra Arabia Saudí, centradas una y otra vez en el asunto de la Charía y la situación de las comunidades religiosas y los trabajadores extranjeros, alcanzan gran intensidad durante unos días y luego, sorpresivamente, desaparecen. Para Washington, el problema no estriba en si los datos aportados por AI son ciertos o falsos sino en la forma de aprovecharse de este tipo de denuncias para vigorizar su presión sobre Riyad y obligarle a hacer más concesiones. Con motivo del informe, unos congresistas norteamericanos, conocidos por sus simpatías hacia Israel, exigieron a Riyad una serie de medidas para mejorar el expediente del reino en materia de derechos humanos. El rey Fahd y su cohorte, especialmente sensible ante todo lo que se dice sobre su gobierno en los ámbitos políticos e informativos norteamericanos, movió enseguida sus piezas y consiguió, con gran celeridad, que Washington y los países occidentales retornasen a su política cínica de hacer la vista gorda respecto de los derechos del ciudadano saudí.

Pero los motivos de nerviosismo saudí no acaban ahí, puesto que abarcan la médula de su relación con los norteamericanos: el petróleo. Riyad sigue siendo el primer proveedor de EEUU con 1,228 millones de barriles diarios (datos de febrero del 2000); no obstante, la diferencia con respecto al segundo exportador, Canadá, se ha reducido y, lo que es más preocupante para Riyad, Iraq ha triplicado su participación (de 254 mil a 719 mil barriles de un mes a otro). Conforme a su conocida política del palo y la zanahoria con los aliados regionales, Washington ha venido a recordar al régimen saudí que su permanencia depende en primera y última instancia de los designios norteamericanos, que no están dispuestos a permitir veleidades con el precio del petróleo como las surgidas hace poco en el seno de la OPEP, y que contemplan, en caso de que sea necesario mantener los precios en un nivel aceptable para Washington, la suelta definitiva en el mercado petrolífero de un Iraq cargado de cuentas pendientes.