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Sahara

 


Díptico sarraceno

Alfonso Bolado

El pasado mes de abril se cumplieron 400 años de la expulsión de los moriscos de la Península (ibérica), considerados inasimilables, y en nombre de la uniformización religiosa. Hoy día, la historia puede repetirse con otra minoría musulmana: un millón y medio de árabes de Israel corren el riesgo de ser expulsados del país con argumentos similares y para preservar la seguridad interior y exterior

Página Abierta nº 202-203, Julio-Agosto 2009

Moriscos
La Expulsión de los moriscos de Vicente Carducho

1: Los moriscos de 1609

Pues no queréis dar en la cuenta ni arrancar de vuestro
endurecido coraçón esa infernal y maldita secta de Mahoma,
sabed que oy ha nacido en España el príncipe que os ha de
echar de ella.
(Padre Vargas, 1578, con motivo del  nacimiento del  futuro Felipe III)

Las conmemoraciones de hechos históricos son ambiguas:  por una parte permiten rememorar acontecimientos que se tenían olvidados o poco presentes; por otra, sirven para adornar el presente con las –supuestas– glorias del pasado, o bien para hacer un acto de contricción que muchas veces no compromete a nada y permite volver a abordar el pasado con la conciencia histórica tranquila. Una modalidad nueva es la revisionista que, en términos generales, retoma las visiones más decididamente reaccionarias bajo un barniz de aparente sentido común –el cual parece últimamente el refugio gallináceo de estos puntos de vista–, como se ha hecho con la Revolución francesa o con la Guerra Civil española.
El pasado 9 de abril se cumplieron cuatrocientos años del decreto de expulsión de los moriscos; una fecha que compite en relevancia con la del 22 de septiembre, cuando el virrey de Valencia, marqués de Caracena, publicó el decreto de expulsión en dicho reino, o la del día 30 del mismo mes, cuando se inició el embarque de los moriscos valencianos rumbo al norte de África. A ellos siguieron los moriscos de Aragón y Andalucía en 1610 y, posteriormente, los de Castilla.
Hasta 1614 habían sido expulsados cerca de 300.000 moriscos; la capacidad organizativa que demostró la monarquía pone de relieve la importancia que otorgaba a la operación; sin embargo, también se desarrolló de la manera más inhumana. Como se les permitió llevarse todo lo que podían cargar consigo, fueron objeto de todo tipo de tropelías: el cronista Fonseca afirma haber visto caminos sembrados de moriscos muertos. Para muchos de los que llegaron a embarcar, la situación no fue mucho mejor: algunos tuvieron que pagar cantidades abusivas por el pasaje, otros fueron simplemente saqueados y muchas veces arrojados por la borda. Asimismo, a su llegada al Magreb, como narra el cronista Luis Cabrera de Córdoba, muchos fueron mal recibidos: se los acusó de ser españoles, o cristianos, y su situación pudo llegar a ser extraordinariamente penosa, una noticia que añadió aflicción a la arbitrariedad.
Triste colofón para uno de los hechos más infames de una historia, la española, rica en ellos.

Gran expulsión de moriscos

¿Fin de una época?

La expulsión  no dejaba de ser el remate –ni siquiera el más brutal: algunos barajaron medidas que recuerdan la “solución final” de los nazis– de una situación que venía barruntándose mucho tiempo atrás, al menos desde la conquista de Granada (1492) y la desaparición del último reino musulmán de la Península. A los generosos términos de las capitulaciones, que no lo eran mucho más que la institución de la dimma que regulaba el estatuto de las minorías religiosas en el islam, siguió, a instancias del cardenal Cisneros, una política de aculturación –represión, aumento de tributos, conversión forzosa– con fines claramente asimilacionistas; la resistencia de los moriscos, a veces pasiva, en uso de la figura de la taqiya, o disimulo religioso, a veces activa, bajo la forma de bandolerismo o sabotajes, refleja una cierta cohesión de la comunidad, al menos en el plano local o regional, así como la vitalidad de su cultura.
Ya antes de la sublevación de los moriscos de las Alpujarras (1568-1570), cuyo aplastamiento a sangre y fuego supuso la dispersión de los moriscos granadinos por todo el reino de Castilla y la pérdida de la identificación población-territorio, se encontraba muy extendida la idea de que los musulmanes andalusíes eran inasimilables, a pesar de los esfuerzos, si bien muchas veces parecidos a una pura y simple represión que la Iglesia había desplegado. Se trataba de una situación sin duda derivada de la resistencia cultural, pero también del rechazo que provocaba el odio de los “cristianos viejos” hacia los “nuevos”, así como por la cada vez  más descarnada explotación económica y fiscal y la imposición religiosa. Pero, sobre todo, se trataba de la absurda y tiránica idea de “asimilación”, que puede ser aplicable a individuos –hubo moriscos, como don Alonso y don Pedro de Granada Venegas que formaron parte de la oligarquía urbana de Granada–, pero nunca a sociedades enteras.
De ese modo, la expulsión de los moriscos tuvo un doble sentido: el fin de la llamada “Reconquista”, con la erradicación de la huella etnológica, cultural y religiosa del islam, viejo de novecientos años en la Península, y el fin de cualquier pretensión de adoptar una política de tolerancia, que hubiera implicado una apertura mental enriquecedora de  la cultura cristiana y quizá impulsora de una razonable modernización de la sociedad. La expulsión de los moriscos no es el origen de la intolerancia y el clericalismo que han presidido buena parte de nuestra historia, pero sí es uno de sus símbolos más acabados. Y, desde luego, termina con el viejo mito de la convivencia entre cristianos y musulmanes y el papel de éstos como configuradores, más allá de algunos aspectos folclóricos, del “ser hispánico”.

Moriscos, racismo y xenofobia

En la mayoría de las reflexiones sobre los moriscos, las expresiones “racismo” y “xenofobia” han sido las más usadas para caracterizar la opinión de los españoles de la época sobre ellos; no cabe duda de que, desde una perspectiva contemporánea, ése fue, efectivamente, el sentimiento más extendido.
Sin embargo, es más difícil saber cómo se percibía la cuestión en aquellos momentos, en que los conceptos de raza no tenían las connotaciones sociológicas que iban a tener posteriormente. En ese sentido, la palabra “racismo” ayuda poco a entender las motivaciones de la monarquía e incluso de la mayoría de sus súbditos; más bien parece que los cristianos –a los que también animaba un sordo rencor por la laboriosidad de los moriscos, que en muchos casos les permitía vivir con mayor desahogo que el que disfrutaban sus vecinos cristianos– pensaban en términos religiosos; los moriscos eran herejes o, en el mejor de los casos, malos cristianos, y sus costumbres, vestimenta, etcétera, no eran sino manifestaciones de sus falsas creencias; también se los reputaba como malos súbditos, pues se suponía que sus fidelidades se encontraban más bien situadas en Estambul, cosa que en buena parte era cierta, y no sin razón.
Así pues, no cabe duda de que lo que más motivó al rey para decretar la expulsión fue la uniformización religiosa del país, una especie de versión castiza del principio cuius regio eius religio [De tal rey, tal religión], con el añadido de una enérgica intolerancia de tono católico y una referencia, falsa en aquellos momentos, a la seguridad interior y exterior. Esa búsqueda de la uniformización de la sociedad en torno a una creencia, frente al sistema de coexistencia propia de los sistemas “despóticos” orientales, da un tono “moderno” a una política que tiene muchos símiles contemporáneos, lo que, lejos de justificarla, simplemente muestra que la barbarie de la razón de Estado tiene una salud de hierro.
¿No hubo voces contrarias a la expulsión? Sí las hubo, y algunas de alta consideración social, como el confesor real fray Luis de Aliaga o los marqueses de Mondéjar. La aristocracia valenciana y aragonesa –reinos que tenían, respectivamente, un 33 y un 20% de población  morisca, en buena parte vinculada al régimen señorial– se opusieron a la expulsión, si bien por razones económicas; quedan por otra parte sectores de población que manifestaron su apoyo a la minoría por motivos religiosos, éticos, o meramente por compasión. Son unos sentimientos que reflejan con el mayor patetismo estos versos de Gaspar de Aguilar:

Cuántas pobres moriscas mal logradas

por ver los suyos de defensas faltos
con sus tiernos hijuelos abrazadas
se despeñaron de los montes altos.

Los versos no son muy buenos, pero muestran un intenso pálpito humano frente a la tragedia, y no es el único caso: Benito Arias Montano y el arbitrista Pedro de Valencia también elevaron su voz contra la expulsión. Aparentemente, el Gobierno no tomó ninguna medida contra los críticos.
Frente a ellos se alzaron fanáticos de la talla del padre Jaime Bleda, que consideraba que era moralmente lícito esclavizar a los moriscos, enviarlos a galeras o matarlos, o el patriarca de Valencia, José de Ribera. No debe olvidarse, de todos modos, que la mayor parte de la población era favorable a la medida; de ese modo, el rey pudo ofrecer una política que tenía apoyo popular y poco discutible en momentos en que la pobreza y las derrotas exteriores la hacían  conveniente.
Las consecuencias económicas de la expulsión fueron muy gravosas, sobre todo en Valencia; no sólo en el campo de la producción, sino también en el fiscal. A pesar de que se trataba de un porcentaje bajo, los moriscos constituían una parte significativa de la población activa, dado que entre los cristianos había una gran cantidad de personas inactivas: la nobleza, y todos los que aspiraban a esa consideración, el clero, buena parte de la burocracia estatal y local. Ello llevaría a reflexiones muy interesantes sobre los fundamentos económicos de las decisiones políticas y las complejas mediaciones entre el sistema de valores de una sociedad y su base material.
De todos modos, no conviene descartar, como afirma el hispanista británico John Lynch, que el rey quisiera debilitar (de paso) a la aristocracia aragonesa y valenciana. En ese sentido, la expulsión fue un golpe de mano con el que el Estado reveló una insospechada capacidad de intervenir en un país foral, por encima de los intereses, o los conflictos de intereses, de su cuerpo político.

2: Los palestinos de  2009

Y los musulmanes y los cristianos árabes son expulsados de
sus casas, de sus ciudades, de sus pueblos por la fuerza de
las armas... Al modo de lo que pasó en Andalucía, y peor.
(Manifiesto de los árabes de Palestina, 20 de julio de 1937)

Poco después de la toma de posesión como primer ministro (31 de marzo), Binyamin Netanyahu  proclamaba que  no sería posible un acuerdo de paz con la Autoridad Nacional Palestina hasta que ésta no reconociera la “identidad judía” del Estado de Israel. En esto coincidía con la visión de su ministro de Asuntos Exteriores, el ultrarreaccionario laico Avigdor Lieberman, cuyo partido, Yisrael Beiteinu, había quedado tercero en las elecciones de marzo y que consolidó un resultado ominoso: el triunfo de las opciones más declaradamente belicistas y antipalestinas. Que Kadima, el partido de Tzipi Livni y Olmert, responsable del incalificable ataque y destrucción de Gaza, fuera la alternativa “moderada” a Netanyahu y Lieberman ilustra las tendencias de la opinión en Israel.
La cuestión de la identidad judía es de una gravedad excepcional que, contrariamente a sus tomas de posición frente a Le Pen o el austriaco Haider, la Unión Europea contempla con la irritante benevolencia con que contempla todas las cosas de Israel. Al poner en el punto de mira esa posición, Israel recupera una vieja tesis de la derecha israelí; la idea de que el estado “natural” de los palestinos es uno árabe, por ejemplo Jordania, dado que para los israelíes no existe una identidad palestina.
La aceptación á contrecoeur por Netanyahu de la creación de un Estado palestino –aunque con tantas limitaciones que resulta inviable– podría hacer mucho más precaria aún la situación de los árabes de Israel, y no sólo por la previa aceptación del carácter judío de Israel.
¿Eso qué quiere decir? Pues sencillamente que los árabes de Israel (un millón y medio, el 20% de la población total del país) no sólo serían despojados de sus derechos de ciudadanía (limitados, por otra parte), sino que podrían ser expulsados del país a “su” estado propio, el palestino. Esta teoría de la “transferencia” (transfer) no es nueva, como tampoco lo es la de la “identidad judía” del Estado. Lo que pasa es que en estos momentos se reivindica abiertamente y sin matices y cuenta con mayoría social: un 50% de la población israelí es partidaria del transfer, un porcentaje que tendería a aumentar si se tiene en cuenta el ascenso del racismo y la xenofobia: un 75% de israelíes “no querría vivir” en un inmueble en el que vivieran árabes, porque –y aquí se desgranan todos los tópicos racistas– son una “quinta columna”, “inclinados a la violencia” e “incapaces de entender la democracia”. Y es que, como afirma Lieberman, “sin lealtad no hay ciudadanía”, o como se le “escapó” a Tzipi Livni: «Debo decir  a los ciudadanos palestinos de Israel: la solución a vuestras aspiraciones nacionales se encuentra en otro lado».
Esta acusación de deslealtad también se lanzó contra los moriscos cuatrocientos años atrás. Por supuesto, es difícil sentir lealtad hacia un Estado que discrimina y asesina: aún se recuerda entre los palestinos de Israel la matanza de Kufr Qasim (1956), en la que 48 campesinos fueron asesinados por no respetar un toque de queda que desconocían, y ha llevado a los árabes israelíes a frecuentes acciones de rechazo, que en ocasiones han sido reprimidas con muertes, y a dar su voto mayoritariamente a listas propias y a alianzas parlamentarias con la izquierda más radical, justamente la que pone más en cuestión el carácter judío del Estado.
La expulsión o transferencia de los árabes israelíes culminaría la judaización del territorio que configura el actual Estado de Israel. Se trata de uno de los episodios más siniestros y desconocidos de la historia contemporánea: la eliminación –después de la salida forzada de la población– de la huella palestina de aquel territorio, del que se borraron el paisaje urbano y rural, se arrasó prácticamente en su totalidad el parque de viviendas y se eliminó incluso la toponimia. Israel es un Estado nuevo, pero lo es por la meticulosa destrucción de cualquier huella de su pasado árabe.

¿Se repite la historia?

Resulta tentador especular con una repetición de la historia –aunque no fuera en clave de farsa, como afirmaba Marx– cuatrocientos años más tarde de la expulsión de los moriscos: en ambos casos se trata de una minoría musulmana que corre un riesgo de expulsión con argumentos que en última instancia remiten a la necesidad de liberar el país, en nombre de su unidad cultural y su seguridad interior y exterior, de elementos peligrosos por ser considerados refractarios a la cultura “nacional” y, en última instancia, gravemente desafectos; también en ambos casos se trata de poblaciones cuyo asentamiento en el territorio era más antiguo que el de sus ocupantes actuales, los cuales tuvieron que remitirse a una genealogía mítica, sea el reino visigodo o la Biblia, para justificar la preeminencia de sus derechos.
Se trata, sin embargo, de una tentación que debe resistirse: nada invita a considerar que la historia sea cíclica, excepto en una lógica poética. La historia fluye, como el río de Heráclito, de modo que sus aguas, aunque parezcan las mismas, siempre son distintas.
Menos aún se debería aceptar la lógica paranoica de pensar que los árabes son víctimas de una prolongada confabulación contra ellos por el hecho de ser árabes. Ellos, al margen de sus culpas históricas, como afirmaba hace casi un siglo Rashid Rida, no han tenido un destino peor que los negros africanos, los asiáticos o los amerindios; incluso el suyo ha sido ligeramente mejor. En cualquier caso, todos ellos han sido víctimas de la lógica de la codicia, con su corolario de militarismo agresivo y aculturación, impuesta por Occidente.
Eso sí, la historia debería enseñarnos como mínimo a no repetir los mismos errores, simplemente porque hacerlo pone de manifiesto la poca consistencia del avance moral de la humanidad. A veces, aspirar a creer en este avance parece un vano intento: la indiferencia con que la cristiandad contempló la expulsión de los moriscos es la misma con que Occidente contempla la situación de los palestinos.
                                 

Bibliografía

A. Bolado

Los diversos acontecimientos de la historia de los moriscos han atraído la atención de muchos autores, incluidos los coetáneos. Así, existen documentos, algunos muy críticos, sobre la sublevación de las Alpujarras: la Historia del [sic] rebelión y castigo de los moriscos del reino de Granada, de Luis de Mármol Carvajal, escrita en 1600, o la Guerra de Granada hecha por el rey de España don Felipe II contra los moriscos de aquel reino... (1612); ambas obras se encuentran digitalizadas y, a pesar de que a veces la lectura resulta un poco difícil, contienen pasajes con descripciones muy veraces y conmovedoras. La estrofa de Gaspar de Aguilar que se cita en el texto corresponde a su poema La expulsión de los moriscos de España (1610) y también puede consultarse en Internet.
Del interés sobre los moriscos da fe un ejemplar estudio del siglo XIX: Condición social de los moriscos (1857), del bibliotecario Florencio Janer (editorial Maxtor, de Valladolid, tiene una edición facsímil de 2003). Sin embargo, la mayoría de estudios son actuales; entre ellos destaca el ya clásico de Antonio Domínguez Ortiz y Bernanrd Vincent Historia de los moriscos (Alianza, Madrid, 1984) y, junto a él, los de Joan Reglà Estudios sobre los moriscos (Ariel, Barcelona, 1980) y Julio Caro Baroja Los moriscos en el reino de Granada (Istmo, Madrid, 1980), que quizá no sea el primero, pero sí el más significativo de una gran cantidad de obras que tratan sobre esta minoría en distintos ámbitos geográficos (regionales y locales); uno de ellos, referido a un siniestro personaje que figura en el texto, hace un agudo análisis de la lógica que preside la actitud fanática: Jaume Bleda i l’expulsió dels moriscos valencians, de Vicent Escartí (Fundación Bancaja, Valencia, 2009).
Entre los estudios sectoriales, tiene particular interés la obra de Rodrigo de Zayas-Enríquez Los moriscos y el racismo de estado (Almuzara, Córdoba, 2006). Este año han salido, al hilo del aniversario, algunos títulos nuevos, como Expulsión de los moriscos, de Francisco Peralta (Corona del Sur, Málaga, 2009).
En el aspecto literario no podría dejar de citarse la obra teatral de Francisco Martínez de la Rosa, el político romántico cuyos contemporáneos llamaban “Rosita la Pastelera” por su supuesta proclividad a contemporizar con todos, Aben Humeya o la rebelión de los moriscos, escrita en francés y traducida por el mismo autor (el prólogo francés es más interesante que la obra, que no deja de ser una tragedia de sentimientos heridos); hay edición de Linkgua, Barcelona, 2008. También en este año de 2009 ha salido La mano de Fátima (Grijalbo, Barcelona) de Ildefonso Falcones, una obra que responde a los cánones del best seller, aunque el autor se ha tomado la molestia de documentarse con loable minuciosidad.