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Dos artículos recientes sobre la realidad colombiana. Análisis sobre lo sucedido en el Catatumbo donde se llevan a cabo protestas campesinas, y una crónica sobre Pereira por José Antonio Gutierrez.

Catatumbo

La brutal respuesta que el Estado colombiano, capitaneado por Juan Manuel Santos, ha dado a la movilización legal, pacífica y constitucional de los campesinos en el Catatumbo, nos ha dejado francamente sin palabras. Desde luego que estamos familiarizados con este tipo de represión: el Estado viene desde hace seis décadas haciendo esto y cosas mucho peores en contra de las masas populares cada vez que, hastiadas de su marginalización y de los atropellos cotidianos que padecen, se alzan gritando “Basta”. Sin embargo, la persistencia de la protesta campesina que ha agrupado a alrededor de 15.000 personas, la militarización de la región, la represión feroz, han sido debidamente documentadas por un medio de comunicación popular, la Agencia Prensa Rural, que ha hecho una meticulosa y descarnada cobertura de estos eventos, que la mayoría de los medios o pasan de agache o muestran desde el ángulo de los poderosos. ¿Cómo no estremecerse al presenciar, ante las cámaras, el cobarde asesinato de un campesino que, jadeando, angustiado, gritaba que le habían dado un tiro certero al corazón, mientras se desangraba ante las cámaras? [1] Pocas imágenes en mi vida –y no he visto poco- me han arrugado el alma de esa manera.

¿Qué quieren los campesinos movilizados? La prensa oficial no explica nada. La editorial de hoy de El Espectador, por ejemplo, distorsiona lo que piden los campesinos diciendo que éstos piden que el gobierno, supuestamente, “restablezca la institucionalidad perdida” [2]. No, esto no es así. Las propuestas de los campesinos han sido emitidas en propuestas bastante claras y se han enfrentado a la oposición irreductible y soberbia del establecimiento:

1. Piden el establecimiento de una Zona de Reserva Campesina (ZRC), figura constitucional con base en la Ley 160 de 1994. Ellos han hecho todos los trámites pertinentes y lo único que ha impedido la declaración de la ZRC en el Catatumbo, es el veto ilegal del ministro de defensa que considera a esta zona como un área estratégica para su estrategia de contrainsurgencia.  Lucho Garzón, quien preside una comisión para dialogar con los manifestantes, también ha expresado su rotunda negativa a la declaración de la ZRC, la principal demanda del campesinado [3].

2. Piden que se pare la erradicación forzada de la coca, única fuente de subsistencia que tienen los campesinos en la zona, mientras no se les den alternativas viables.

3. Piden que se apruebe y se financia el Proyecto de Desarrollo Sostenible desarrollado por los propios campesinos que provee, precisamente, esas alternativas.

4. Piden fondos de emergencia para enfrentar la crisis alimentaria, porque no hay alternativas económicas y porque no se está sembrando cultivos de pan coger.

5. Piden un freno a la Locomotora Minera, que amenaza la existencia misma del campesinado en la región.

6. Piden que se termine la militarización de la región, que ha conllevado, como en todas las zonas de consolidación militar, toda clase de abusos y atropellos contra la población [4].

Las medidas que piden los campesinos son claras, ¿por qué entonces la citada editorial de El Espectador insiste que lo que urge es “presencia estatal”? No es sólo El Espectador. Casi todos los medios de prensa, repiten hasta el cansancio esa formulita trillada, que supuestamente lo explicaría todo, pero que no explica nada en realidad: el Catatumbo sufre de “ausencia de Estado”. Sólo Tatiana Acevedo, en una de las columnas más certeras que he leído en El Espectador, va a contravía de estas verdades incuestionables, al afirmar lo obvio:

el Catatumbo está hoy pleno de Estado. En Ocaña hay notarios. En Tibú, también. Y hay fiscales, cárceles, decenas de exagentes del DAS, oficinas, papelería membretada, sellos, huelleros, filas para asistencia social. Hay utensilios para la fumigación con glifosato, ICBF, helicópteros, consultores con contrato de prestación de servicios, caballería mecanizada, fuerza de élite ‘Vulcano’, ‘blanco legítimo’. Batallones de infantería, de artillería, de ingenieros, de servicios para el combate, de plan energético y de contraguerrillas (…) Hubo rehabilitación, Plan Colombia y (ahora) Consolidación (…) Miles de funcionarios públicos ejecutan billones para borrar hectáreas y flexibilizan normas, para promover actividades mineras o agroindustriales. Tras décadas de guerra, no es que el Estado no haga presencia, como reza el lugar común de toda noticia sobre el Catatumbo. Por el contrario, se fortalece un Estado colombiano (…) Quizá en vez de un sentimiento de abandono, hay uno de hastío y rabia por la forma en la que el Estado lo tomó.” [5]

Una de las peores groserías en este sentido, la enuncia El Espectador en su editorial cuando dice incluso que el paramilitarismo que azotó a la zona dejando más de 10.000 muertos, fue consecuencia de esa mítica “ausencia del Estado”. Está probado, hasta la saciedad, por investigadores serios como el padre Javier Giraldo que el paramilitarismo ha sido una estrategia de Estado, oficial, desde la década de los ’60 [6]. Como decía yo mismo en un artículo previo: “Donde ciertos observadores han equiparado de manera simplista el control paramilitar con la “ausencia del Estado”, es necesario aclarar que el paramilitarismo ha sido la expresión más extendida así como perversa del Estado, con poderes plenipotenciarios y dictatoriales.” [7]

Lo que se necesita no es más Estado, sino más derechos, más comunidad, más tejido social, más vida, menos represión. Pero al confundir los términos, los medios, a la vez que juegan al policía bueno, distraen la mirada de la opinión pública de lo que realmente está en juego en el Catatumbo.

En primer lugar, está en juego el pulso entre el modelo económico impulsado desde el Estado, que privilegia a los agro negocios y las inversiones minero-extractivas, y las necesidades de las propias comunidades que buscan un modelo de desarrollo sostenible para la región, y que, en ausencia de alternativas, buscan al menos ser capaces de sostenerse mediante el cultivo de coca, que es lo que tienen de momento.

En segundo término, está en juego la voluntad de paz real del gobierno, que va de la mano de la solución de los problemas estructurales que enfrenta sobretodo el campesinado, que constituye la base social de apoyo principal de la insurgencia. La paradójica situación de negociar en medio del conflicto, es muy cómoda para el gobierno de Santos, que puede tener en una mano la rama de oliva y en la otra el garrote. Como explicaba en un artículo reciente:

El gobierno de Santos busca modernizar, pero modernizar sin pueblo que pueda alterar el contenido neoliberal y oligárquico de su proyecto. Es por ello que el gobierno, mientras adelanta las negociaciones en La Habana, se encarga de reprimir, perseguir, encarcelar, desplazar, asesinar, bombardear y desaparecer a las fuerzas vivas que pueden hacer carne un acuerdo de modernización favorable a los intereses populares del campesinado. Al igual que los regímenes fascistas, nunca se ataca una medida legal progresista, sino que se ataca directamente al movimiento que la sustenta (…) El ataque sistemático y alevoso que estamos presenciando contra el movimiento campesino es un ataque frontal contra el proceso en La Habana” [8].

Para justificar esta represión, esta persecución y estos cobardes ataques, personeros de gobiernos, de las fuerzas represivas y el propio presidente, señalan a las manifestaciones de estar “infiltradas” por la guerrilla… ¡Cómo si a los campesinos no les sobraran razones para manifestarse! El tema en realidad es otro: es el trato militar, fundamentalmente represivo, que tradicionalmente da el Estado a la protesta social. La misma editorial de El Espectador reconoce que “Sin duda se trata de una zona de influencia guerrillera, pero también se trata de una región donde los campesinos piden soluciones que no son descabelladas”. A propuestas para nada descabelladas, el gobierno responde hiriendo a decenas de campesinos, algunos de ellos con amputaciones, asesinando a cuatro campesinos a bala, arrojando granadas de fragmentación, destruyendo las posesiones de los campesinos, incendiando ranchos, saqueando el comercio local.

Precisamente, con el fin de garantizar los mecanismos legales que faciliten la destrucción del movimiento campesino, que es, en última instancia, el único que puede hacer realidad los acuerdos que salgan de la mesa de negociaciones, es que se ha aprobado el fuero militar en el parlamento. De alguna manera, podríamos decir que la represión en el Catatumbo es el bautizo de esta nueva medida según la cual la población civil se convierte en un blanco legítimo del Ejército. Gustavo Gallón, en un agudo análisis de los alcances del fuero militar, plantea que:

si el soldado en armas mata a un civil, el proyecto de ley estatutaria señala que debe presumirse que lo hizo de buena fe, y la licitud o no de dicha muerte deberá valorarse (…) no según las normas de derechos humanos que prohíben matar civiles. El principio de proporcionalidad, como está definido en la ley, autoriza ‘causar daños a personas y bienes civiles’ siempre que no sean ‘manifiestamente excesivos frente a la ventaja militar concreta y directa prevista’. ¿La jurisdicción militar considerará excesivas las muertes de los dos manifestantes de Ocaña el pasado fin de semana?” [9]

La sangre no se lava. Es indeleble. Señor Santos: tiene usted sus manos untadas con la sangre de cuatro campesinos que reclamaban sus derechos más esenciales. Sus nombres son Dionel Jácome Ortiz, Edwin Franco Jaimes, Diomar Angarita y Hermidez Palacio. Para usted quizás sean meras estadísticas de un conflicto que todavía cree que podrá manejar como una partida de póker. Para nosotros no: ellos no son números, sino compañeros, hermanos, vecinos, padres, amigos, hijos, esposos y amantes, compadres, seres humanos a los que la brutalidad del Estado les arrebató la vida, poco después de que usted lanzara esos señalamientos como una auténtica pena de muerte sobre ellos y sobre todos sus compañeros. Nosotros no los olvidaremos. A esta altura, ya no es suficiente con la mesa de interlocución para solucionar algo que debió haberse solucionado hace años. Esta vez también tocará exigir justicia. Porque la vida de los campesinos no es moneda de cambio por reformas. Porque no estamos dispuestos a aceptar a un solo muerto más por la represión contra quienes piden lo justo. Porque la vida de los campesinos también vale. Porque el terrorismo de Estado ya no puede seguir en la impunidad, es por ello que exigiremos justicia contra los que dispararon y contra los que dieron la orden. A nivel regional, departamental y nacional. Caiga quien caiga.

José Antonio Gutiérrez D.

27 de Junio, 2013

[1] http://prensarural.org/spip/spip.php?article11199 (Ver 1:10)

[2] http://www.elespectador.com/opinion/editorial/articulo-430322-y-el-catatumbo

[3] http://www.elespectador.com/noticias/politica/articulo-430344-el-catatumbo-gobierno-no-aceptara-discusion-tiempos-diferidos

[4] Las razones y las propuestas de los campesinos agrupados en la Asociación Campesina del Catatumbo (ASCAMCAT), filial de FENSUAGRO, ha sido recogida en los siguientes documentos http://prensarural.org/spip/spip.php?article11149 y http://prensarural.org/spip/spip.php?article11099

[5] http://www.elespectador.com/opinion/columna-430320-el-estado-ha-estado

[6] http://www.javiergiraldo.org/IMG/pdf/Guerra_o_Democracia.pdf Ver página 26 y siguientes.

[7] http://anarkismo.net/article/21637

[8] http://anarkismo.net/article/25763

[9] http://www.elespectador.com/opinion/columna-430318-tacando-burro

Pereira, aterradoramente limpia

José Antonio Gutiérrez D.

 

Pereira, la obra perfecta que Dios,
A mi Colombia le dio,
Demostrándole su amor


Dicen que cada cual juzga la fiesta según como le fue en el baile. Pero cuando son unos poquitos los que organizan la música, y son tantos los que no pueden bailarla, los juicios personales están de más. La imagen de Colombia como el país más feliz del mundo ha sido promovida por un selecto círculo de gente que se ha beneficiado enormemente al lomo de las crecientes inequidades sociales; y los compradores de ilusiones abundan. Bajo la superficie de la cosmética “seguridad-prosperidad democrática” se agitan, empero, turbias aguas, repletas de figuras patéticas, miserables, en medio de una exclusión y marginalidad social apenas imaginables. A esas figuras se les ha erradicado del imaginario colectivo desde el momento en que unos cuantos gomelos y estirados decretaron que “Colombia soy yo”. Los “otros” quedaron relegados a una especie de limbo distópico, al cual apenas se puede dar un vistazo fugaz en la crónica policial, pero hacia el que no vale la pena fijar la vista por mucho rato.


Nuestro último viaje a Pereira, después de largos años de ausencia, nos reveló una ciudad agreste, segregada, descompuesta, ajena, violenta. Una ciudad que, pese a todo lo que pueda escribir, no nos es indiferente, pues en ella viven personas a las que queremos y las cuales hacen parte de nuestra familia, pese a todo. Personas que, a veces, han tomado opciones de vida radicalmente distintas a las nuestras, en medio del limitadísimo número que tenían para escoger. Escribir este artículo no es fácil; lo hago para desahogarme de un cierto malestar que me quedó de la visita, de un cierto sabor amargo que no me abandona. Los nombres personales han sido cambiados para proteger la identidad y la dignidad de las personas acá descritas, las cuales son pisoteadas todos los días; no es necesario pisotearlos también aquí.

“Vea, que Pereira está muy bonita, está muy limpia”, nos decían amigos de la comunidad colombiana acá en Irlanda, clasemedieros unos, charangas resucitadas otros. Cada vez que escucho la palabra “limpio” en relación con Colombia me dan escalofríos. En cualquier otro lugar del mundo, decir que una ciudad está limpia puede ser algo positivo; en Colombia esta palabra tiene una connotación extraordinariamente violenta.

Nos conecta con la práctica de la limpieza social, que tuvo uno de sus laboratorios urbanos en esta ciudad, precisamente. Según Carlos Eduardo Rojas, en “La Violencia llamada Limpieza Social” (CINEP, 1996) fue en Pereira donde, en 1979, se formó el primero de los autodenominados “escuadrones de la muerte” para hacerse cargo de los llamados “desechables”, es decir, seres humanos que en su opinión no tienen derecho a existir (comunistas, homosexuales, vagabundos, borrachos callejeros, jíbaros, prostitutas, etc.). En su primer año de vida, que fue el más letal, cayeron cerca de 300 personas. Muchos de ellos aparecían con el cráneo acribillado y sus manos atadas en la espalda, con carteles que tenían leyendas como “yo fui atracador”. El respaldo de la policía a estos escuadrones de la muerte, se evidenció cuando la Procuraduría en 1991 sancionó a medio centenar de policías pereiranos por su participación en estas campañas de “limpieza social”.

Hoy en día la limpieza social prosigue igual que entonces, con la misma complicidad cuando no aquiescencia de la fuerza pública. Hace unos años hubo un escándalo por un video ( http://www.youtube.com/watch?v=cfW2AnGZex8 ) en que se veía a la policía bogotana de verdadera fiesta, echando a un camión a vagabundos; entre risas, decían que más allá los matarían, mientras cargaban neumáticos (¿para incinerar los cadáveres?). No sé qué habrá pasado con ellos, pero me imagino que nada bueno. En la perla del Otún estas redadas son cosa cotidiana.

Las bandas paramilitares y sicariales actualmente se disputan el control de los centros de la economía mafiosa en la ciudad, y en el camino, caen todos los “desechables” (prostitutas, jíbaros) que no están en sus redes de control. En ese proceso, se dan la mano con una fuerza pública que también considera “desechables” a otros habitantes de la ciudad: gamines, vagabundos, alcohólicos, sindicalistas, comunistas, etc. Esto en nada ha cambiado por la remoción de algunos policías hace 22 años. Estas prácticas son alimentadas y estimuladas por fuerzas más profundas que unos cuantos agentes policiales. Ya los “desechables” no aparecen con carteles: sencillamente se los “traga la noche” y sus cadáveres desaparecen en las corrientes del río La Vieja.

Pasamos por el Parque del Lago, en la 21. “En esa pileta la gente echaba monedas para que los gamines se arrojaran al agua por ellas… eso les parecía gracioso”. ¿Dónde están esos “gamines” ahora? ¿Dónde se han ido? Pereira está bien limpia es verdad. En todo el centro, carteles de la policía mostraban imágenes de borrachos tirados en la calle o chupando bóxer, con leyendas llamando a no permitir esta clase de escenas en “nuestra” ciudad. Estos carteles transmiten en criollo el decreto 716 emitido en septiembre del año pasado por la alcaldía, según el cual se prohíbe a los vagabundos dormir en la calle, bajo la excusa de que la ciudad tiene que estar “bonita”. El ejercicio de entender la miseria y el abandono social que lleva a personas a ese lamentable estado brilla por su ausencia; lo preocupante, para las autoridades, no son las circunstancias por las que esas personas existen, sino que se les vea. Por ello es que paracos y fuerza pública se dan la mano en la “noble” tarea de mantener “nuestra” ciudad limpia. Implícito, en esa clase de mensajes, está buscar la legitimación de la limpieza social. Es un ejemplo de relaciones públicas y de estrategias de comunicación de masas bastante siniestro.


El acueducto, símbolo del progreso de Pereira, domina el escenario urbano, se yergue por encima de las miserias en que habitan los pereiranos más empobrecidos, miserias que cada invierno se lleva el río Otún. “Selección natural”, dirán los más cínicos, que aún se hacen eco de las desacreditadas teorías del darwinismo social. Al final del acueducto, se entra a Dosquebradas, plaza fuerte paramilitar, otrora del “Frente Héroes y Mártires de Guática”, del Bloque Central Bolívar de las AUC, hoy del Grupo Cordillera, territorio donde los carteles mafiosos son la única ley visible. Acá “Macaco”, el hijo del carnicero, superó a su padre en el arte de matar y descuartizar, y se convirtió en el hombre fuerte de la localidad.

Allá abajo, al lado del río, las casas que no se lleva el río las tumban, en otras ocasiones, los policías con el argumento de “liberar espacio público” ocupado por las urbanizaciones improvisadas. De día el ESMAD está metiendo bolillo y gases, de noche sus socios secuestran y desaparecen. Ya se sabe, hay que conservar a Pereira limpia.

Al borde del acueducto, desde Dosquebradas, se aprecia físicamente la estratificación social de Pereira: abajo, los “desechables”, arriba, los pereiranos de bien. Entre medio, los que viven día tras día la ansiedad de descender al infierno, y ven frustradas sus aspiraciones de ascender al paraíso.


Llegamos finalmente donde el tío Chucho, en el barrio el Japón. Los muchachitos en casa todos tienen lombrices y muchos no saben ni leer ni escribir. Las muchachas no quieren estudiar ni trabajar: se gastan las remesas que les llegan de algún pariente en España, haciéndose el pelo, manicuras, maquillándose, en la esperanza de que algún día las coja alguien con plata (de la buena o de la mala, da igual que al final todos están untados de lo mismo). Es lo que han aprendido con las narco-novelas y la cultura mafiosa que ha capturado por asalto el imaginario de los estratos populares, que ven en esta cultura su única posibilidad de acceder a los bienes de este paraíso terrenal. Esa cultura de la Pereira mafiosa que ha moldeado el lenguaje y los cuerpos de los muchachos y las muchachas -en las tiendas de ropa, hasta los maniquíes tienes tetas rellenas de silicona- la cual el periodista Juan Miguel Álvarez aborda en un libro de reciente aparición llamado “Balas por Encargo”. La mafia es el único punto de encuentro entre los miserables y las clases dominantes en una de las sociedades más estratificadas y excluyentes del mundo. En ella se mezclaron los más miserables del lumpen proletariado, con cacaos, policías, gamonales, políticos y otros respetables. Hoy el centro comercial Antonio Correa, llamado así por uno de esos capos de la mafia pereirana, se alza en medio del centro de Pereira como testimonio de esta simbiosis de la mafia con la elite.

Acá Pereira no se ve limpia. Los combos de bazuqueros están en todas las esquinas y con la lluvia, las calles se convierten en lodazales. Acá todos bailan el “Baile de los que sobran”: entre el desempleo (que según cifras oficiales ronda el 15%, pero que con seguridad es por lo menos el doble) y la pobreza, son parte de esos millones de seres humanos que el sistema capitalista no necesita como productores y que son demasiado pobres como para ser consumidores. La violencia es una cosa cotidiana: Brayan, nieto de Chucho, apenas un adolescente, apareció hace un par de semanas con 9 puñaladas en la cabeza. Alguien le cogió el culo a su hermana en una fiesta y su madre lo despertó para que fuera a chuzar al perro aquel. El que volvió chuzado fue él. Pero eso es pan de cada día. El año pasado hubo alrededor de 167 homicidios en Pereira, siendo ésta la principal causa de muerte en la ciudad.

Cuando decíamos que iríamos a Pradera, en el Valle, todos nos repetían que eso era muy peligroso, que era zona roja, etc. Pero ahí, pese a la represión omnipresente, se encuentra uno con esperanza, con un tejido social -todos elementos ausentes en el entorno social que vimos en el Japón. Esta visión esquizofrénica refleja un discurso ideológico según el cual el pueblo organizado para reclamar sus derechos es más peligroso que los combos criminales; reflejo de la naturalización de la mafia y la criminalización de la protesta social. Es verdad que hay chispazos ocasionales de esperanza por aquí y por allá: un caballero que vendía vinilos usados en la calle y regalaba discos a los muchachitos para culturizarlos y “que dejen de escuchar tanto reguetón que tiene un mensaje muy maluco”; un barbero que estaba interesado en el proceso de paz para que el gobierno soltara la tierra a los campesinos; rayados aquí y allá de la Marcha Patriótica, que nos revelaban que aún hay resistencia, compañeros; ahí están los barrios Cuba y La Habana, los barrios Jaime Pardo Leal, Salvador Allende, José Martí, Primero de Mayo, Leningrado, Nueva Colombia, que son testimonio de aquella época anterior a la cocaína y la silicona, en que amplias capas poblacionales se comprometían con la revolución… ¡pero es tan difícil ver todo esto desde el Japón!

Alberto, un hombre que vivía en la casa con una de las hijas de Chucho, sin trabajo y sin capacidad de conseguir nada, estaba aplicando para la red de informantes. Inquisidor, me preguntaba mientras tomábamos una cerveza que si yo trabajaba en derechos humanos, que por qué así que los de “derechos humanos” se inclinan tanto hacia la subversión… Andaba viendo si decía algo que le podía dejar unos pesitos. Sólo le dije que buscara un modo más honesto para ganarse el pan que andar haciendo preguntas tan chimbas y molestando a la gente. Esa sensación de ser observado, espiado, evaluado, hizo que fuera en Pereira el lugar donde más respiré la inseguridad, porque claro, “para qué se mete uno en vainas”.

Pero bueno, Pereira, según dice la mitología oficial está seguro (ie, no hay guerrilla) y está limpio (ie, apenas se ven “gamines” en el centro). En medio de la descomposición social, uno no puede dejar de pensar que esto es en la práctica el proyecto social del gobierno, esta es la Pereira donde el Estado tiene control absoluto, control frecuentemente subcontratado a las bandas sicario-paramilitares, como corresponde a un régimen neoliberal mafioso y en armas. Una sociedad violenta, donde se crece en la violencia, y la esperanza no se hace ver, donde muchos no quieren pensar más allá del próximo invierno, por miedo a que el río les arrastre violentamente sus miserias. Esa violencia antropófaga, de pobres contra pobres no le molesta en lo más mínimo al gobierno. La única violencia que les molesta, es la violencia que puede poner en entredicho sus privilegios. La violencia que les molesta es, en pocas palabras, la violencia revolucionaria. Que los pobres se maten, se violen, se desaparezcan, se intoxiquen entre ellos: eso es orden, pues así no pondrán cuidado en cuestionar las injusticias que les rodean.

Luego terminamos en casa de John Jairo, un muchacho que había servido en el Ejército. Con cara de perro, nos miraba desde fotos colgadas en la pared en poses de Schwarzenegger, con fotomontajes de helicópteros a sus espaldas. En la parte superior de la imagen, la leyenda “Sólo temor ante Dios, Comando de la Muerte”. Nos comentaba que lo habían dado de baja por un incidente en Puerto Berrío. Había habido un ataque guerrillero en el cual murieron unos soldados; ellos después del ataque, vieron a un campesino viejito lavando su ropa en el río y le arrojaron una granada, reventándolo en mil pedazos. Lo contaba como quien habla de una película, sin que su rostro mostrara expresión alguna. Con frialdad absoluta, decía que el señor ese no era un guerrillero, que era un campesino de ahí que se les cruzó de malas, pero que como los campesinos apoyan a la guerrilla, entonces era legítimo matarlo. Sencillamente llevó a la práctica las doctrinas que se les enseñan a estos muchachos en los cuarteles. Finalmente, el caso terminó denunciado como “falso positivo” y lo dieron de baja, no por matar al viejito sino porque el asesinato trascendió a la opinión pública y hubo escándalo.

No puedo dejar de pensar cómo el ejército se cargó a ese muchacho. Verdad es que se lo venían cargando de mucho antes: fue un niño golpeado, que creció en medio del abandono, al que su madre le quemaba el cuerpo con cigarrillos “pa’ que no joda la vida”. Creció en medio de esa violencia cotidiana que infecta el espacio más íntimo, ese refugio de la infancia que es el hogar. Es un muchacho que, pese a sus crímenes terribles e injustificables, nos causa una mezcla de espanto y compasión. En el ejército lo terminaron de convertir en un monstruo: violento, homicida, irresponsable, arrogante. Le enseñaron que matar campesinos está bien; y por cumplir con esa directiva, terminó de chivo expiatorio, como muchos otros, dado de baja mientras los que han impartido las órdenes siguen ahí, con medallas colgando de sus chaquetas. No pagó cárcel, pero es que casi que da igual, en medio de ese ambiente sórdido, desesperanzado, miserable, sin perspectivas, violento, su vida bien podría compararse con una pesadilla.

Terminó drogadicto: ahora se pasa el día durmiendo y luego por la noche se mete bazuco. Nadie sabe bien en qué trabajaba, pero algo de plata le llega a veces, cuando le hace “unas vueltas”, con una moto, a un caballero de Buga. Ahí lo ven por las tardes irse en la parrilla y ya no volver sino hasta el otro día, hediendo a trago y a ese olor a plástico quemado que tiene el bazuco. Parece que su nueva ocupación es una continuación lógica de la vida que había comenzado en las filas castrenses. Como dijo Víctor Hugo: a veces se comienza teniendo hambre y se termina convertido en Satanás.

Pereira está limpia, dicen. Es una ciudad modelo: modelo sí, pero de la descomposición social del mundo paisa, modelo del proyecto social de la oligarquía para los pobres, modelo de la cultura traqueta que se ha impuesto a la brava en tantos espacios urbanos marginales. A lo mejor hay otra Pereira de la esperanza que no vimos, sino insinuada a través de chispazos aquí y allá. Chispazos que nos recuerdan que nunca nada está del todo perdido, que la realidad es un terreno de disputa permanente. La Pereira que puso nombres a sus barrios y que hace pintadas en los muros de la ciudad por la noche, la Pereira que fue el epicentro de la lucha de los cafeteros en Marzo… esa Pereira sabemos que está ahí, insospechada, esperando a germinar.

Esta visita nos hizo más real y más palpable la máxima de Gramsci de que uno debe ser un pesimista del intelecto y un optimista del corazón, de la voluntad. La tarea de regeneración social que tenemos por delante quienes optamos por la alternativa socialista y libertaria no deja de ser titánica. Se trata no sólo de conquistar el derecho a la vida plena y digna, se trata de desafiar el peso de esa ideología neoliberal-mafiosa que nos aplasta, de reconstituir el tejido social, de poner a ese mundo patas pa’arriba, literalmente. Porque para esos muchachos y muchachas que hoy podrían poner precio a nuestras cabezas por unos cuantos pesos para financiarse el bazuco también tiene que haber futuro. De hecho, para ellos tiene que haber más futuro que para nadie, porque nunca lo han tenido. Ante ellos conceptos como “víctima” y “victimario” se vuelven dolorosamente borrosos.

Por ellos también luchamos cada día un poquito más, con un poquito más de amor y de fe. Gracias a ellos entendemos lo importante que es que quienes tenemos un compromiso con la transformación social seamos capaces de contagiar la esperanza; cuando no se tiene nada, ni siquiera la noción de que no se tiene nada, la esperanza vale mucho. De hecho, tener esperanza, aunque no se tenga nada más, lo es todo.



(*) José Antonio Gutiérrez D. es militante libertario residente en Irlanda, donde participa en los movimientos de solidaridad con América Latina y Colombia, colaborador de la revista CEPA (Colombia) y El Ciudadano (Chile), así como del sitio web internacional www.anarkismo.net.  Autor de "Problemas e Possibilidades do Anarquismo" (en portugués, Faisca ed., 2011) y coordinador del libro "Orígenes Libertarios del Primero de Mayo en América
Latina
" (Quimantú ed. 2010).