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Una de las grandes deficiencias que tienen los círculos libertarios en Colombia ha sido la falta de sistematicidad, de trazar objetivos y poder evaluar su cumplimiento en un futuro, así sea para hallar los puntos clave donde empiezan a generarse los errores o aciertos de nuestras posturas. Precisamente, la parte de balances es importante para ello, y no se le ha dado la importancia suficiente, por un lado, por guardar estos análisis en los círculos más íntimos militantes, o simplemente quedan en el aire y no logramos aterrizarlos, para su comunicación y debate, dejando morir en el olvido interesantes análisis que se quedan en una conversación informal. Aquí, un breve y humilde aporte a esa labor que parece que, desde diferentes ópticas y miradas, ya venimos dando en el país. Por supuesto, no se intenta hacer un trabajo personal de reflexión, sino de recoger muchos apuntes que se han construido colectivamente en esas informalidades, pero que a lo mejor con un poco de mayor difusión podemos conectar nodos para caminar con una paso más firme y ligero.

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Que deja el año viejo:

Un año violento para el pueblo:

Lo primero es realizar un balance de lo que fue el 2017. Por un lado, y bajo una lupa puesta en las manos de los movimientos sociales y las desfavorecidas del país, el anterior año fue de los más trágicos en una guerra perpetua que, parece ser, la elite no quiere acabar contra las pobres. Los saldos oficiales de lideres sociales asesinados fluctúan entre los 100 y 1301, aunque desde diferentes organizaciones de derechos humanos advierten que el número es mayor2, sobre todo si tenemos presente los asesinatos de defensores de derechos humanos, ex-combatientes de la insurgencia, activistas medioambientales y familiares o personas cercanas a todos estos. En ese aspecto, esto no es otra cosa que la consolidación de una estrategia de la elite santista, que a pesar de su retórica pro-paz, su estructura militar, burocrática y partidista se encuentra aún sumida dentro de la lógica guerrerista más retrograda: las amenazas, torturas y desapariciones siguen siendo pan de cada día.

Al cierre del 2017, un ejercicio certero desde el campo libertario, y en general de la izquierda, es empezar a asumir la posición oficial del gobierno respecto al tema: de un lado, actores como la fiscalía, el senado o el propio presidente no se refieren al tema más que como un “efecto secundario” de los diálogos, reduciendo las denuncias a un par de cortas palabras y pasando de agache con uno que otro paño de agua fría; pero de otro lado, el ejército, ministerio de defensa y las bancadas ultra-derechistas son más ofensivas en sus discursos, bien disminuyéndolos a simples líos de faldas y problemas de linderos (como lo expresa el jefe de las fuerzas armadas Luis Carlos Villegas) o justificándolos en cierto grado, incluso, actuando en aparente descordinación con lo planteado desde una posición derechista más “progresista” en tema de resolución social de los conflictos, que son solo palabras frente a la reorganización de las fuerzas armadas para el 2018, con un altísimo grado de establecimiento de batallones microfocalizados y fuerzas de tarea especializadas, dentro del llamado “Plan Estratégico Militar de Estabilización y Consolidación ‘Victoria’”3, redoblando el pie de fuerza en lugares donde históricamente la violación de derechos humanos ha sido una constante. Esto no es una mera táctica de desatinos oportunistas o palabras mal ubicadas: es el discurso oficial que construye y mantiene el régimen respecto al genocidio en la Colombia profunda de quienes se organizan en defensa de los intereses de las personas de abajo. Es importante superar el discurso que ha optado la centro-izquierda y los jefes políticos de la antigua insurgencia y hoy partido político legal de las FARC, donde a pesar de la abierta guerra declarada desde los mandos altos militares con su mirada puesta en otro lado, mantienen bajo la política de “cordialidad” y “no darse duro contra el enemigo” un discurso de “respeto y admiración”, incluso de ingenuidad, hacia el aparato militar-paramilitar del Estado (como en el saludo de Timochenko a las fuerzas militares, desconociendo que la lógica contrainsurgente de estas ni siquiera ha menguado4).

Ante esto, diferentes organizaciones campesinas, indígenas y afro han optado por, de un lado, no confiar en el supuesto copamiento estatal de las zonas antes controladas por las FARC, porque o bien las fuerzas militares entran con un sentimiento revanchista y de venganza (como la región de la Macarena), o simplemente dejan abiertas las puertas a la entrada de grupos paramilitares. La comunidad de paz de San José de Apartadó es una muestra clara de ello: en vísperas del fin de año, 4 paramilitares fueron detenidos por la comunidad cuando cumplían la misión de asesinar a uno de los líderes sociales del territorio, y a pesar de las advertencias que ya se habían hecho, el discurso del ejército y la gobernación de Antioquia es que dichos sicarios políticos eran “bandidos comunes” que iban a robar un supermercado, a pesar de las múltiples pruebas, y finalmente fueron dejados en libertad5. Esto no solo refuerza lo que ya se ha venido diciendo, sino que nos muestra la respuesta natural de las comunidades frente a la avanzada paramilitar de los territorios, en consonancia con la omisión (pero no inacción) del Estado: si bien la mayor parte de los movimientos sociales no están dispuestos a replicar la guerra bajo las lógicas que impartían en antaño las insurgencias, la defensa del territorio de las comunidades es algo que ya no puede descansar el manos del gobierno y son los mismos pobladores organizados quienes van, generalmente de manera pacifica pero contundente y organizada, desarmando a grupos paramilitares, militares e incluso a insurgencias que desafían el poder popular construido por las mismas comunidades, esto último vislumbrado sobre todo en el caso del extremo militarismo del EPL (supuestamente maoísta) en el Norte del Cauca.

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Y lo anterior en el año 2017 fue historia, de abajo y sin grandes titulares, que sin embargo va marcando unos antes y después en determinadas veredas, resguardos y municipios: el desarme del ejército en Corinto (Cauca), las incautaciones al Ejército Popular de Liberación y disidencias de las FARC en Caloto y Toribío (Cauca), la captura de paramilitares en Apartadó (Chocó), el establecimiento de nuevas guardias campesinas, afros y populares en departamentos como Cauca, Tolima, Valle y Putumayo, la unión multicultural en defensa del territorio en el Catatumbo y Chocó, entre otras experiencias similares. En conclusión: de forma espontánea, a pesar de las equivocadas lecturas de aquella izquierda seducida por el discurso santista, el pueblo va cada vez asumiendo la defensa de su territorio, cosa que tarde o temprano chocará contra el monopolio de la fuerza terrateniente y gamonal que se mantiene en el país, tal como ha venido pasando por ejemplo en Túmaco. No sobra anotar que en esta parte el anarquismo militante ha estado más o menos ausente, y se requiere entender la lógica de la territorialidad como un eje fundamental programático para una certera apuesta por el establecimiento de proyectos políticos de carácter comunitarios y asamblearios, incluso, que abren las puertas hacia la discusión de Estado, el militarismo y la verticalidad dentro de los mismos movimientos sociales, sobre todo en un país como Colombia, donde las insurgencias han tenido una base social impresionante pero han impuesto su propio lógica a estas.

En el aspecto legislativo, a pesar de la supuesta esperanza que se asumían con los diálogos de paz, por ejemplo, respecto a participación política y distribución de la tierra, la ofensiva contra el pueblo no paró. Muchas de las zonas que se negociaron en La Habana y que se iban a dar a los antiguos guerrilleros, así como a familias sin tierra, se han embolatado en proyectos productivos que no han tenido plena financiación, repercutiendo incluso en el abandono de ex-combatientes de sus zonas veredales a causa de la desilusión6. Esto se suma a la ya avanzada de los ejércitos paramilitares anti-restitución, promovidos por terratenientes de diferentes regiones, mientras la legislación de entrega de tierras se encuentra lenta o su ejecución directamente frenada. En vía de ello, la supuesta apertura democrática negociada con las FARC fue pateada por el congreso de la república, no solo por la bancada de extrema-derecha sino por la desidia dentro de los mismos partidos oficialistas, quienes con macabras jugadas legislativas tumbaron la propuesta de entregar 16 curules a los movimientos de víctimas de los municipios que más sufrieron el rigor de la guerra en el país. Como se verá más adelante, a pesar de lo lamentable de la situación, da pie a experiencias democráticas en dichos territorios que pueden ser favorables a posturas libertarias, dada la desesperanza que invade a los movimientos agrarios que pierden cada vez más la fe en el supuesto camino trazado que dejó las negociaciones con la insurgencia, pero aumenta la confianza en la propia organización popular (un poco perdida en varios aspectos, bajo el establecimiento vanguardistas de algunas insurgencias, cuyo diálogo con los actores sociales si correspondía con una lógica militarista de arriba/abajo-ejército/pueblo).

Y a parte de la legislación meramente parlamentaria, dentro de los movimientos sindicales también queda un precedente gravísimo con respecto a la huelga de pilotos de Avianca, donde a pesar de ser una manifestación que contó con una fuerza increíble (siendo la huelga aérea más larga en la historia del país), finalmente fue declarada ilegal, por supuestamente, estar vinculada a la prestación de “servicios públicos”, a pesar de ser eminentemente operada por particulares, y peor aun, particulares históricamente aliados del paramilitarismo como el dueño de la aerolínea, el señor Eframovich. Esto marca un precedente dentro de un movimiento sindical que cada vez da más pasos atrás, por ejemplo, con la pasividad que se asumió el año pasado el paupérrimo aumento del salario mínimo (escenario que se repitió de nuevo para este año) y el ataque a los bolsillos de los pobres que significó la reforma tributaria; en suma, todo ello, parece que la da ciertas ventajas judiciales y de precedentes a la ya poderosa patronal de Colombia.

Las fuerzas alternativas:

En la arena de la izquierda, como se puede entender en un año preelectoral, el establecimiento de alianzas fue el derrotero. Quedan ya marcadas para la contienda electoral 3 posiciones: primero, una complicada alianza anti-corrupción del Polo Democrático, la Alianza Verde y Compromiso ciudadano, que recoge desde las posturas centro cercanas al derechismo civilista (Sergio Fajardo) hasta la izquierda socialdemócrata (Jorge Robledo); segundo, de la izquierda, encabezada por el controvertido Gustavo Petro (movimiento Progresistas) y Clara López (antigua líder del Polo Democrático que viró hacia el ministerio de Trabajo de Santos), secundados por varios movimientos, entre ellos la Unión Patriótica (paralela al Partido Comunista); y finalmente, el movimiento político de las FARC, que ha renunciado a las alianzas con la confianza de las 10 curules legislativas ya aseguradas en La Habana y que le apuestan a cierta relevancia electoral en la presidencia, y sobre todo, en la cámara de representantes desde las regiones donde ha tenido presencia o ganó simpatía con las movilizaciones en defensa de los diálogos de paz en el 2016.

También se hace necesario hacer un balance de las negociaciones entre el gobierno y el Ejército de Liberación Nacional, cuyo mayor logro en el año fue un cese al fuego para cerrar el mismo. Los avances han sido difíciles, de un lado, porque el ELN se ha fortalecido en regiones como el Cauca y Chocó, estratégicos por su pasado bajo el dominio de las FARC y que confrontan trincheras con el paramilitarismo, y de otro, porque dado los incumplimientos del gobierno con lo pactado con las FARC, el ELN no parece querer arriesgar, postura jalada por el sector considerado más “ortodoxo” e influenciado por el Frente de Guerra Oriental, que ha extendido su estrategia a otros frentes, aunque si bien, realmente el crecimiento dentro de una estrategia nacional es más bien corto respecto a lo que se esperaba con los “farianos” que no querían dejar las armas.

El balance a la derecha:

Finalmente, dentro del bloque dominante, el 2017 ha marcado la dinámica bajo la batuta pre-electoral también. Sin embargo, y contrario a otras veces, no son claras las alianzas, sobre todo por juegos de caudillismos y cálculos. El sector santista, que hasta ahora tenia cierto control político en el aparato estatal, entró en crisis tras la salida de Cambio Radical de la Unidad Nacional y los continuos escándalos de corrupción, lo que le ha puesto fecha de vencimiento a ese proyecto, que se ha dispersado sobre todo dentro del Partido Liberal, con la figura mediática de Humberto de la Calle, político tradicional que sin embargo ha recogido a una parte pequeña de la izquierda para su candidatura presidencial. La ultraderecha sin embargo está dividida: no ha podido consolidarse una postura entre los conservadores, el uribismo y sectores más independientes vinculados con el ultra-catolicismo, sobre todo porque no se han logrado consolidar los referentes y existen ciertas rupturas internas (como en el Uribismo, entre el sector ganador de la consulta de Iván Duque y el ala más radical de José Obdulio Gaviria); sin embargo, es muy probable que está alianza llegue a buen puerto, lo que deja en alerta tanto a la izquierda que está en disputa electoral como los movimientos sociales que han centrado su accionar en la movilización. Pero si el 2017 ha dado una sorpresa ha sido el lanzamiento al ruedo de Cambio Radical, un partido que venia acumulando casi en silencio un poderoso aparato electoral regional y fuerza política con la táctica del camaleón dentro del santismo, y que, con condiciones más propicias para lanzarse al ruedo solos, abandona el barco que durante 8 años ayudó a conducir. Vargas Lleras se lanza, si bien por firmas, con el aval de toda esa maquinaria con terrible fuerza en la costa Caribe y el centro del país, y a pesar de los escandalosos casos de corrupción de sus representantes electos, va en firme para una eventual segunda vuelta electoral en el 2018. Estas diferencias dentro de la derecha y los sonados casos de corrupción, hacen que una batalla entre izquierda y derecha se pueda dar, como no la ha habido desde el 2008 (y prácticamente nunca en la historia del país), aunque puede perderse la oportunidad con la división de la izquierda.

Un año que viene:

Elecciones y elecciones:

Como se ha hecho evidente, el reto coyuntural y táctico del 2018 será abordar el tema electoral. Claro, no bastará simplemente repetir de forma vacía la consigna anti-electoral de “el voto no sirve y la lucha sí”, si los sectores libertarios no evidenciamos, dentro del amplio espectro del campo popular, que efectivamente estamos a la altura histórica que requiere la lucha, y por sobre todo, que esa lucha da resultados. Así, el debate habrá que darlo desde las aristas que nos sean más favorables, que puedan recoger el amplio de los sentires de abajo pero que se puedan viabilizar en alternativas de resistencia, que trasciendan la coyuntura y se conviertan en un verdadero camino estratégico de mediano plazo.

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Queda claro también que una postura en el 2018 frente a las elecciones parte de una gran claridad política, ya que no es extraño (como pasó en el plebiscito del 2016), que el miedo a la avanzada derechista lleve a varias compañeras a votar o incluso hacer campaña abierta por algunas de las alternativas, y tal cual como lo repite la socialdemocracia cada 4 años, “hay que ganar porque es mucho lo que está en juego”. Precisamente, las alternativas de verdadera transformación se cierran si se piensa que dentro de la Coalición Colombia hay una propuesta que, si bien su punta de lanza es la lucha contra la corrupción, no logra consolidar un programa mínimamente antineoliberal y mucho menos anticapitalista; de otro lado, dentro de la lista de la decencia de Petro y Clara López, esta última representa un sector oportunista y peligroso infiltrado dentro de la izquierda, que ante los mínimos coqueteos burocráticos cede sus supuestos principios por un cargo de verdugo contra las de abajo, legislando contra las trabajadoras como lo hizo López en el ministerio de Trabajo; y finalmente, las FARC parecen ensimismarse cada vez más en ellas mismas, producto de equivocados cálculos políticos, donde la práctica (y ciertas posturas ambiguas) les terminarán acorralando a sumarse a la campaña de De la Calle, bien sea directamente o indirectamente, pues es muy difícil que alguna de las otras candidaturas “alternativas” les quiera recibir. Así, el reto es saber expresar estas desconfianzas en los movimientos sociales, si bien tampoco reduciendo el mensaje al “no votar”, ni tampoco colocándolo como barrera comunicativa. Una postura que nos puede ser de utilidad es no colocar la contradicción del voto-no voto, sino precisamente dedicar las fuerzas a articular las luchas, de un lado, para darle énfasis a que es ahí donde se resuelven de fondo los problemas y bajo los ritmos que se decidan abajo, y de otro lado, que puede prepararse para enfrentar un gobierno de derecha o mantener la independencia de un gobierno progresista. Para ello, es preciso recurrir al “encontrarse desde la lucha”, donde se hace necesario mantener las lógicas de articulación, lectura de actualidad y proyecciones de todos los escenarios, donde lo trascendental no sea el voto, sino la fuerza e independencia que tengan aquellos movimientos populares cuyas prácticas se han venido intersectando con las nuestras.

Una propuesta estratégica:

Esto se puede materializar aun más para el largo plazo con la ola de consultas populares medioambientales que se han dado en el país, y que han logrado ser punto de encuentro de movimientos sociales, procesos de pobladores, campesinos, indígenas, afros, ecologistas y colectivos independientes, y puede desafiar el modelo minero-energético a la vez que no deja perder todas las fuerzas en la dinámica electoral, muy a pesar de que no tengamos la fuerza suficiente para que ello termine pasando.

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Pero no es gratuito que se plantee la lucha contra la gran minería y la extracción de hidrocarburos como un punto de partida para dar un debate a nivel nacional, sino que precisamente recurrimos a aquello que ya nos hacia mención Murray Bookchin desde hace décadas: el capitalismo internacional va situando sus contradicciones cada vez más en declive del planeta contra el consumismo desenfrenado, donde una sociedad ecologista y libertaria no será ya una utopía de minorías militantes, sino una necesidad de supervivencia para los pueblos. Esto parece ser una preocupación central si analizamos coyunturas regionales en el año anterior, como los bloqueos al relleno sanitario doña Juana y el paro de la cuenca del río tunjuelo en Bogotá, así como las movilizaciones en defensa de los páramos en el Tolima o Santander, solo por citar unos ejemplos. No es de extrañar que esto se agudiza más con el escenario del posconflicto, donde las puertas de la mayoría de las grandes bioreservas nacionales quedaron abiertas tras la salida de las FARC como agentes armados, y que ya se ha saldado con el inicio del ecocidio en regiones como la serranía de la Macarena. Así, si lo pensamos, los conflictos socio-ambientales representan el nodo que puede articular diversas luchas, como las ya mencionadas respecto al ejercicio de control territorial de las comunidades (donde las guardias populares no solo tendrán que afrontar al paramilitarismo, sino también la entrada de multinacionales, si bien ambos aliados), y en la otra cara, recurre a un tema de importancia central para diversos movimientos sociales y personas desposeídas que aun se encuentran alejadas, por ignorancia o fastidio a la vieja izquierda, de la lucha popular, pero que tienen una preocupación ambiental. Esto además de ser un escenario donde resalta el abandono de las principales fuerzas de izquierda, quienes ahora enfilan militancia dentro de las urnas y que, como pasará en muchos casos, luego de salir “quemadas”, querrán volver a vincularse a las movilización más actuales y con resonancia. ¿Será una combinación territorial-medio ambiental la estrategia que marcará un trabajo libertario como actor político de peso en el país?

Primero, organizar la casa:

Pero para consolidar una estrategia de dicha envergadura, no falta con diversos colectivos o militantes libertarios dispersos, sino que se hace necesaria la articulación libertaria. No es de extrañar a estas alturas, que así como la izquierda y la derecha llegan al escenario pre-electoral divididas, con cierta mofa, podamos hablar de que las libertarias llegamos al escenario pre-anti-electoral también divididas, y casi que por las mismas razones de personalismos y falta de voluntad, pero también, para ser críticos, por la falta de criterio político para establecer una linea común de trabajo, muy insuficiente en anteriores espacios de encuentro. En ello, quedan dos retos:

Primero, lograr establecer esos “objetivos” en común, es decir, como mínimo, que en el 2018 podamos, en el encuentro de la lucha y desde abajo, establecer metas comunes a pesar de no caminar estrictamente juntas, lo que podría dar pasos para en un futuro no tan lejano lograr establecer al movimiento libertario como un referente dinámico e importante dentro del campo popular colombiano. Se hace necesario que los espacios de encuentro sean lo más aterrizados posibles, y recurran incluso a ciertas delimitaciones necesarias para no llevar los debates a la estratosfera: encuentros de territorio, juveniles, agrarios o de economías alternativas son centrales en esto, que dejen acumulados sistematizados para poder luego evaluar lo conseguido o perdido, sobretodo si queremos realizar análisis serios luego de las elecciones.

Segundo, es importante establecer una corriente de acción y pensamiento clara. Para ello, las labores de propaganda, agitación, de referencias y discursivas son aspectos fundamentales, que debemos darlas con concreción y sencillez, para resolver las necesidades reales con procesos prácticos realizables. Esto se puede fortalecer si como punto de partida colocamos las luchas que ya acompañamos como referentes para otras regiones del país, tales como la liberación de la Madre Tierra del Norte del Cauca o los ya mencionados conflictos socio-ambientales de Cajamarca o el Santander, incluso, poniendo a diálogar otras experiencias internacionales como el confederalismo democrático de Kurdistán. Una propuesta que ha surgido últimamente ha sido la del autonomismo comunitario, desde la cual se intenta plasmar ciertas prácticas que podríamos llamar “antiautoritarias” y que buscan desarrollarse dentro de los movimientos sociales para logran horizontes de transformación, con una apuesta que pretenda desarrollar las diferentes caras de la autonomía: económica (con una apuesta autogestiva de producción), cultural (acompañadas de procesos educativos populares y étnicos, por ejemplo), política (bajo la batuta del asamblearismo, la democracia directa y participativa, y principios como la rotatividad, revocabilidad y no centralidad) y pueda superar errores tradicionales de las fuerzas alternativas (con principios antipatriarcales, antiracistas y descentralización); todo esto bajo una perspectiva de abocamiento completo por la comunidad, proyectos que sin embargo solo se dan mientras halla un territorio sobre el cual asentar el proyecto, lo que nos conecta con lo planteado antes: la necesidad de la disputa y defensa del territorio.

Así, como punto de partida para el año que viene, debemos organizar las perspectivas y caminar la defensa del lugar que nuestros pies pisan, y solo con ello, plantear que necesariamente, solo la lucha dará los frutos que los de arriba nos han negado históricamente.

Steven Crux
Enero 2018

3Para un análisis más detallado, se recomienda el Documento de análisis del PCC sobre cambios en política militar

Una de las grandes deficiencias que tienen los círculos libertarios en Colombia ha sido la falta de sistematicidad, de trazar objetivos y poder evaluar su cumplimiento en un futuro, así sea para hallar los puntos clave donde empiezan a generarse los errores o aciertos de nuestras posturas. Precisamente, la parte de balances es importante para ello, y no se le ha dado la importancia suficiente, por un lado, por guardar estos análisis en los círculos más íntimos militantes, o simplemente quedan en el aire y no logramos aterrizarlos, para su comunicación y debate, dejando morir en el olvido interesantes análisis que se quedan en una conversación informal. Aquí, un breve y humilde aporte a esa labor que parece que, desde diferentes ópticas y miradas, ya venimos dando en el país. Por supuesto, no se intenta hacer un trabajo personal de reflexión, sino de recoger muchos apuntes que se han construido colectivamente en esas informalidades, pero que a lo mejor con un poco de mayor difusión podemos conectar nodos para caminar con una paso más firme y ligero.

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Que deja el año viejo:

Un año violento para el pueblo:

Lo primero es realizar un balance de lo que fue el 2017. Por un lado, y bajo una lupa puesta en las manos de los movimientos sociales y las desfavorecidas del país, el anterior año fue de los más trágicos en una guerra perpetua que, parece ser, la elite no quiere acabar contra las pobres. Los saldos oficiales de lideres sociales asesinados fluctúan entre los 100 y 1301, aunque desde diferentes organizaciones de derechos humanos advierten que el número es mayor2, sobre todo si tenemos presente los asesinatos de defensores de derechos humanos, ex-combatientes de la insurgencia, activistas medioambientales y familiares o personas cercanas a todos estos. En ese aspecto, esto no es otra cosa que la consolidación de una estrategia de la elite santista, que a pesar de su retórica pro-paz, su estructura militar, burocrática y partidista se encuentra aún sumida dentro de la lógica guerrerista más retrograda: las amenazas, torturas y desapariciones siguen siendo pan de cada día.

Al cierre del 2017, un ejercicio certero desde el campo libertario, y en general de la izquierda, es empezar a asumir la posición oficial del gobierno respecto al tema: de un lado, actores como la fiscalía, el senado o el propio presidente no se refieren al tema más que como un “efecto secundario” de los diálogos, reduciendo las denuncias a un par de cortas palabras y pasando de agache con uno que otro paño de agua fría; pero de otro lado, el ejército, ministerio de defensa y las bancadas ultra-derechistas son más ofensivas en sus discursos, bien disminuyéndolos a simples líos de faldas y problemas de linderos (como lo expresa el jefe de las fuerzas armadas Luis Carlos Villegas) o justificándolos en cierto grado, incluso, actuando en aparente descordinación con lo planteado desde una posición derechista más “progresista” en tema de resolución social de los conflictos, que son solo palabras frente a la reorganización de las fuerzas armadas para el 2018, con un altísimo grado de establecimiento de batallones microfocalizados y fuerzas de tarea especializadas, dentro del llamado “Plan Estratégico Militar de Estabilización y Consolidación ‘Victoria’”3, redoblando el pie de fuerza en lugares donde históricamente la violación de derechos humanos ha sido una constante. Esto no es una mera táctica de desatinos oportunistas o palabras mal ubicadas: es el discurso oficial que construye y mantiene el régimen respecto al genocidio en la Colombia profunda de quienes se organizan en defensa de los intereses de las personas de abajo. Es importante superar el discurso que ha optado la centro-izquierda y los jefes políticos de la antigua insurgencia y hoy partido político legal de las FARC, donde a pesar de la abierta guerra declarada desde los mandos altos militares con su mirada puesta en otro lado, mantienen bajo la política de “cordialidad” y “no darse duro contra el enemigo” un discurso de “respeto y admiración”, incluso de ingenuidad, hacia el aparato militar-paramilitar del Estado (como en el saludo de Timochenko a las fuerzas militares, desconociendo que la lógica contrainsurgente de estas ni siquiera ha menguado4).

Ante esto, diferentes organizaciones campesinas, indígenas y afro han optado por, de un lado, no confiar en el supuesto copamiento estatal de las zonas antes controladas por las FARC, porque o bien las fuerzas militares entran con un sentimiento revanchista y de venganza (como la región de la Macarena), o simplemente dejan abiertas las puertas a la entrada de grupos paramilitares. La comunidad de paz de San José de Apartadó es una muestra clara de ello: en vísperas del fin de año, 4 paramilitares fueron detenidos por la comunidad cuando cumplían la misión de asesinar a uno de los líderes sociales del territorio, y a pesar de las advertencias que ya se habían hecho, el discurso del ejército y la gobernación de Antioquia es que dichos sicarios políticos eran “bandidos comunes” que iban a robar un supermercado, a pesar de las múltiples pruebas, y finalmente fueron dejados en libertad5. Esto no solo refuerza lo que ya se ha venido diciendo, sino que nos muestra la respuesta natural de las comunidades frente a la avanzada paramilitar de los territorios, en consonancia con la omisión (pero no inacción) del Estado: si bien la mayor parte de los movimientos sociales no están dispuestos a replicar la guerra bajo las lógicas que impartían en antaño las insurgencias, la defensa del territorio de las comunidades es algo que ya no puede descansar el manos del gobierno y son los mismos pobladores organizados quienes van, generalmente de manera pacifica pero contundente y organizada, desarmando a grupos paramilitares, militares e incluso a insurgencias que desafían el poder popular construido por las mismas comunidades, esto último vislumbrado sobre todo en el caso del extremo militarismo del EPL (supuestamente maoísta) en el Norte del Cauca.

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Y lo anterior en el año 2017 fue historia, de abajo y sin grandes titulares, que sin embargo va marcando unos antes y después en determinadas veredas, resguardos y municipios: el desarme del ejército en Corinto (Cauca), las incautaciones al Ejército Popular de Liberación y disidencias de las FARC en Caloto y Toribío (Cauca), la captura de paramilitares en Apartadó (Chocó), el establecimiento de nuevas guardias campesinas, afros y populares en departamentos como Cauca, Tolima, Valle y Putumayo, la unión multicultural en defensa del territorio en el Catatumbo y Chocó, entre otras experiencias similares. En conclusión: de forma espontánea, a pesar de las equivocadas lecturas de aquella izquierda seducida por el discurso santista, el pueblo va cada vez asumiendo la defensa de su territorio, cosa que tarde o temprano chocará contra el monopolio de la fuerza terrateniente y gamonal que se mantiene en el país, tal como ha venido pasando por ejemplo en Túmaco. No sobra anotar que en esta parte el anarquismo militante ha estado más o menos ausente, y se requiere entender la lógica de la territorialidad como un eje fundamental programático para una certera apuesta por el establecimiento de proyectos políticos de carácter comunitarios y asamblearios, incluso, que abren las puertas hacia la discusión de Estado, el militarismo y la verticalidad dentro de los mismos movimientos sociales, sobre todo en un país como Colombia, donde las insurgencias han tenido una base social impresionante pero han impuesto su propio lógica a estas.

En el aspecto legislativo, a pesar de la supuesta esperanza que se asumían con los diálogos de paz, por ejemplo, respecto a participación política y distribución de la tierra, la ofensiva contra el pueblo no paró. Muchas de las zonas que se negociaron en La Habana y que se iban a dar a los antiguos guerrilleros, así como a familias sin tierra, se han embolatado en proyectos productivos que no han tenido plena financiación, repercutiendo incluso en el abandono de ex-combatientes de sus zonas veredales a causa de la desilusión6. Esto se suma a la ya avanzada de los ejércitos paramilitares anti-restitución, promovidos por terratenientes de diferentes regiones, mientras la legislación de entrega de tierras se encuentra lenta o su ejecución directamente frenada. En vía de ello, la supuesta apertura democrática negociada con las FARC fue pateada por el congreso de la república, no solo por la bancada de extrema-derecha sino por la desidia dentro de los mismos partidos oficialistas, quienes con macabras jugadas legislativas tumbaron la propuesta de entregar 16 curules a los movimientos de víctimas de los municipios que más sufrieron el rigor de la guerra en el país. Como se verá más adelante, a pesar de lo lamentable de la situación, da pie a experiencias democráticas en dichos territorios que pueden ser favorables a posturas libertarias, dada la desesperanza que invade a los movimientos agrarios que pierden cada vez más la fe en el supuesto camino trazado que dejó las negociaciones con la insurgencia, pero aumenta la confianza en la propia organización popular (un poco perdida en varios aspectos, bajo el establecimiento vanguardistas de algunas insurgencias, cuyo diálogo con los actores sociales si correspondía con una lógica militarista de arriba/abajo-ejército/pueblo).

Y a parte de la legislación meramente parlamentaria, dentro de los movimientos sindicales también queda un precedente gravísimo con respecto a la huelga de pilotos de Avianca, donde a pesar de ser una manifestación que contó con una fuerza increíble (siendo la huelga aérea más larga en la historia del país), finalmente fue declarada ilegal, por supuestamente, estar vinculada a la prestación de “servicios públicos”, a pesar de ser eminentemente operada por particulares, y peor aun, particulares históricamente aliados del paramilitarismo como el dueño de la aerolínea, el señor Eframovich. Esto marca un precedente dentro de un movimiento sindical que cada vez da más pasos atrás, por ejemplo, con la pasividad que se asumió el año pasado el paupérrimo aumento del salario mínimo (escenario que se repitió de nuevo para este año) y el ataque a los bolsillos de los pobres que significó la reforma tributaria; en suma, todo ello, parece que la da ciertas ventajas judiciales y de precedentes a la ya poderosa patronal de Colombia.

Las fuerzas alternativas:

En la arena de la izquierda, como se puede entender en un año preelectoral, el establecimiento de alianzas fue el derrotero. Quedan ya marcadas para la contienda electoral 3 posiciones: primero, una complicada alianza anti-corrupción del Polo Democrático, la Alianza Verde y Compromiso ciudadano, que recoge desde las posturas centro cercanas al derechismo civilista (Sergio Fajardo) hasta la izquierda socialdemócrata (Jorge Robledo); segundo, de la izquierda, encabezada por el controvertido Gustavo Petro (movimiento Progresistas) y Clara López (antigua líder del Polo Democrático que viró hacia el ministerio de Trabajo de Santos), secundados por varios movimientos, entre ellos la Unión Patriótica (paralela al Partido Comunista); y finalmente, el movimiento político de las FARC, que ha renunciado a las alianzas con la confianza de las 10 curules legislativas ya aseguradas en La Habana y que le apuestan a cierta relevancia electoral en la presidencia, y sobre todo, en la cámara de representantes desde las regiones donde ha tenido presencia o ganó simpatía con las movilizaciones en defensa de los diálogos de paz en el 2016.

También se hace necesario hacer un balance de las negociaciones entre el gobierno y el Ejército de Liberación Nacional, cuyo mayor logro en el año fue un cese al fuego para cerrar el mismo. Los avances han sido difíciles, de un lado, porque el ELN se ha fortalecido en regiones como el Cauca y Chocó, estratégicos por su pasado bajo el dominio de las FARC y que confrontan trincheras con el paramilitarismo, y de otro, porque dado los incumplimientos del gobierno con lo pactado con las FARC, el ELN no parece querer arriesgar, postura jalada por el sector considerado más “ortodoxo” e influenciado por el Frente de Guerra Oriental, que ha extendido su estrategia a otros frentes, aunque si bien, realmente el crecimiento dentro de una estrategia nacional es más bien corto respecto a lo que se esperaba con los “farianos” que no querían dejar las armas.

El balance a la derecha:

Finalmente, dentro del bloque dominante, el 2017 ha marcado la dinámica bajo la batuta pre-electoral también. Sin embargo, y contrario a otras veces, no son claras las alianzas, sobre todo por juegos de caudillismos y cálculos. El sector santista, que hasta ahora tenia cierto control político en el aparato estatal, entró en crisis tras la salida de Cambio Radical de la Unidad Nacional y los continuos escándalos de corrupción, lo que le ha puesto fecha de vencimiento a ese proyecto, que se ha dispersado sobre todo dentro del Partido Liberal, con la figura mediática de Humberto de la Calle, político tradicional que sin embargo ha recogido a una parte pequeña de la izquierda para su candidatura presidencial. La ultraderecha sin embargo está dividida: no ha podido consolidarse una postura entre los conservadores, el uribismo y sectores más independientes vinculados con el ultra-catolicismo, sobre todo porque no se han logrado consolidar los referentes y existen ciertas rupturas internas (como en el Uribismo, entre el sector ganador de la consulta de Iván Duque y el ala más radical de José Obdulio Gaviria); sin embargo, es muy probable que está alianza llegue a buen puerto, lo que deja en alerta tanto a la izquierda que está en disputa electoral como los movimientos sociales que han centrado su accionar en la movilización. Pero si el 2017 ha dado una sorpresa ha sido el lanzamiento al ruedo de Cambio Radical, un partido que venia acumulando casi en silencio un poderoso aparato electoral regional y fuerza política con la táctica del camaleón dentro del santismo, y que, con condiciones más propicias para lanzarse al ruedo solos, abandona el barco que durante 8 años ayudó a conducir. Vargas Lleras se lanza, si bien por firmas, con el aval de toda esa maquinaria con terrible fuerza en la costa Caribe y el centro del país, y a pesar de los escandalosos casos de corrupción de sus representantes electos, va en firme para una eventual segunda vuelta electoral en el 2018. Estas diferencias dentro de la derecha y los sonados casos de corrupción, hacen que una batalla entre izquierda y derecha se pueda dar, como no la ha habido desde el 2008 (y prácticamente nunca en la historia del país), aunque puede perderse la oportunidad con la división de la izquierda.

Un año que viene:

Elecciones y elecciones:

Como se ha hecho evidente, el reto coyuntural y táctico del 2018 será abordar el tema electoral. Claro, no bastará simplemente repetir de forma vacía la consigna anti-electoral de “el voto no sirve y la lucha sí”, si los sectores libertarios no evidenciamos, dentro del amplio espectro del campo popular, que efectivamente estamos a la altura histórica que requiere la lucha, y por sobre todo, que esa lucha da resultados. Así, el debate habrá que darlo desde las aristas que nos sean más favorables, que puedan recoger el amplio de los sentires de abajo pero que se puedan viabilizar en alternativas de resistencia, que trasciendan la coyuntura y se conviertan en un verdadero camino estratégico de mediano plazo.

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Queda claro también que una postura en el 2018 frente a las elecciones parte de una gran claridad política, ya que no es extraño (como pasó en el plebiscito del 2016), que el miedo a la avanzada derechista lleve a varias compañeras a votar o incluso hacer campaña abierta por algunas de las alternativas, y tal cual como lo repite la socialdemocracia cada 4 años, “hay que ganar porque es mucho lo que está en juego”. Precisamente, las alternativas de verdadera transformación se cierran si se piensa que dentro de la Coalición Colombia hay una propuesta que, si bien su punta de lanza es la lucha contra la corrupción, no logra consolidar un programa mínimamente antineoliberal y mucho menos anticapitalista; de otro lado, dentro de la lista de la decencia de Petro y Clara López, esta última representa un sector oportunista y peligroso infiltrado dentro de la izquierda, que ante los mínimos coqueteos burocráticos cede sus supuestos principios por un cargo de verdugo contra las de abajo, legislando contra las trabajadoras como lo hizo López en el ministerio de Trabajo; y finalmente, las FARC parecen ensimismarse cada vez más en ellas mismas, producto de equivocados cálculos políticos, donde la práctica (y ciertas posturas ambiguas) les terminarán acorralando a sumarse a la campaña de De la Calle, bien sea directamente o indirectamente, pues es muy difícil que alguna de las otras candidaturas “alternativas” les quiera recibir. Así, el reto es saber expresar estas desconfianzas en los movimientos sociales, si bien tampoco reduciendo el mensaje al “no votar”, ni tampoco colocándolo como barrera comunicativa. Una postura que nos puede ser de utilidad es no colocar la contradicción del voto-no voto, sino precisamente dedicar las fuerzas a articular las luchas, de un lado, para darle énfasis a que es ahí donde se resuelven de fondo los problemas y bajo los ritmos que se decidan abajo, y de otro lado, que puede prepararse para enfrentar un gobierno de derecha o mantener la independencia de un gobierno progresista. Para ello, es preciso recurrir al “encontrarse desde la lucha”, donde se hace necesario mantener las lógicas de articulación, lectura de actualidad y proyecciones de todos los escenarios, donde lo trascendental no sea el voto, sino la fuerza e independencia que tengan aquellos movimientos populares cuyas prácticas se han venido intersectando con las nuestras.

Una propuesta estratégica:

Esto se puede materializar aun más para el largo plazo con la ola de consultas populares medioambientales que se han dado en el país, y que han logrado ser punto de encuentro de movimientos sociales, procesos de pobladores, campesinos, indígenas, afros, ecologistas y colectivos independientes, y puede desafiar el modelo minero-energético a la vez que no deja perder todas las fuerzas en la dinámica electoral, muy a pesar de que no tengamos la fuerza suficiente para que ello termine pasando.

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Pero no es gratuito que se plantee la lucha contra la gran minería y la extracción de hidrocarburos como un punto de partida para dar un debate a nivel nacional, sino que precisamente recurrimos a aquello que ya nos hacia mención Murray Bookchin desde hace décadas: el capitalismo internacional va situando sus contradicciones cada vez más en declive del planeta contra el consumismo desenfrenado, donde una sociedad ecologista y libertaria no será ya una utopía de minorías militantes, sino una necesidad de supervivencia para los pueblos. Esto parece ser una preocupación central si analizamos coyunturas regionales en el año anterior, como los bloqueos al relleno sanitario doña Juana y el paro de la cuenca del río tunjuelo en Bogotá, así como las movilizaciones en defensa de los páramos en el Tolima o Santander, solo por citar unos ejemplos. No es de extrañar que esto se agudiza más con el escenario del posconflicto, donde las puertas de la mayoría de las grandes bioreservas nacionales quedaron abiertas tras la salida de las FARC como agentes armados, y que ya se ha saldado con el inicio del ecocidio en regiones como la serranía de la Macarena. Así, si lo pensamos, los conflictos socio-ambientales representan el nodo que puede articular diversas luchas, como las ya mencionadas respecto al ejercicio de control territorial de las comunidades (donde las guardias populares no solo tendrán que afrontar al paramilitarismo, sino también la entrada de multinacionales, si bien ambos aliados), y en la otra cara, recurre a un tema de importancia central para diversos movimientos sociales y personas desposeídas que aun se encuentran alejadas, por ignorancia o fastidio a la vieja izquierda, de la lucha popular, pero que tienen una preocupación ambiental. Esto además de ser un escenario donde resalta el abandono de las principales fuerzas de izquierda, quienes ahora enfilan militancia dentro de las urnas y que, como pasará en muchos casos, luego de salir “quemadas”, querrán volver a vincularse a las movilización más actuales y con resonancia. ¿Será una combinación territorial-medio ambiental la estrategia que marcará un trabajo libertario como actor político de peso en el país?

Primero, organizar la casa:

Pero para consolidar una estrategia de dicha envergadura, no falta con diversos colectivos o militantes libertarios dispersos, sino que se hace necesaria la articulación libertaria. No es de extrañar a estas alturas, que así como la izquierda y la derecha llegan al escenario pre-electoral divididas, con cierta mofa, podamos hablar de que las libertarias llegamos al escenario pre-anti-electoral también divididas, y casi que por las mismas razones de personalismos y falta de voluntad, pero también, para ser críticos, por la falta de criterio político para establecer una linea común de trabajo, muy insuficiente en anteriores espacios de encuentro. En ello, quedan dos retos:

Primero, lograr establecer esos “objetivos” en común, es decir, como mínimo, que en el 2018 podamos, en el encuentro de la lucha y desde abajo, establecer metas comunes a pesar de no caminar estrictamente juntas, lo que podría dar pasos para en un futuro no tan lejano lograr establecer al movimiento libertario como un referente dinámico e importante dentro del campo popular colombiano. Se hace necesario que los espacios de encuentro sean lo más aterrizados posibles, y recurran incluso a ciertas delimitaciones necesarias para no llevar los debates a la estratosfera: encuentros de territorio, juveniles, agrarios o de economías alternativas son centrales en esto, que dejen acumulados sistematizados para poder luego evaluar lo conseguido o perdido, sobretodo si queremos realizar análisis serios luego de las elecciones.

Segundo, es importante establecer una corriente de acción y pensamiento clara. Para ello, las labores de propaganda, agitación, de referencias y discursivas son aspectos fundamentales, que debemos darlas con concreción y sencillez, para resolver las necesidades reales con procesos prácticos realizables. Esto se puede fortalecer si como punto de partida colocamos las luchas que ya acompañamos como referentes para otras regiones del país, tales como la liberación de la Madre Tierra del Norte del Cauca o los ya mencionados conflictos socio-ambientales de Cajamarca o el Santander, incluso, poniendo a diálogar otras experiencias internacionales como el confederalismo democrático de Kurdistán. Una propuesta que ha surgido últimamente ha sido la del autonomismo comunitario, desde la cual se intenta plasmar ciertas prácticas que podríamos llamar “antiautoritarias” y que buscan desarrollarse dentro de los movimientos sociales para logran horizontes de transformación, con una apuesta que pretenda desarrollar las diferentes caras de la autonomía: económica (con una apuesta autogestiva de producción), cultural (acompañadas de procesos educativos populares y étnicos, por ejemplo), política (bajo la batuta del asamblearismo, la democracia directa y participativa, y principios como la rotatividad, revocabilidad y no centralidad) y pueda superar errores tradicionales de las fuerzas alternativas (con principios antipatriarcales, antiracistas y descentralización); todo esto bajo una perspectiva de abocamiento completo por la comunidad, proyectos que sin embargo solo se dan mientras halla un territorio sobre el cual asentar el proyecto, lo que nos conecta con lo planteado antes: la necesidad de la disputa y defensa del territorio.

Así, como punto de partida para el año que viene, debemos organizar las perspectivas y caminar la defensa del lugar que nuestros pies pisan, y solo con ello, plantear que necesariamente, solo la lucha dará los frutos que los de arriba nos han negado históricamente.

Steven Crux
Enero 2018

3Para un análisis más detallado, se recomienda el Documento de análisis del PCC sobre cambios en política militar

Una aproximación teórica e histórica desde lo libertario; pinceladas frente al conflicto colombiano y la nueva etapa para la lucha

A Antonio Camacho Rugeles, Beatriz Sandoval Sáenz, Nicolás Neira y Augusto Tihuasusa, compañeras libertarias acalladas por el Estado en medio de esta guerra, cuyo único delito fue atreverse a pensar y luchar por un mundo nuevo. Y como a ese mundo nuevo, a ellas también las llevamos en nuestros corazones…

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Parte I: Génesis e historia

Introducción:

Para nadie es un secreto que durante la actual coyuntura de diálogos de paz y su implementación que vive el país, las anarquistas hemos brillado por la ausencia de perspectivas y propuestas que se exterioricen más allá de las conversaciones informales o una retórica fuera de las necesidades del momento. Ya se encuentra en fase de implementación el desarme e incorporación a la vida civil (y electoral) de la insurgencia de las FARC, quienes negociaron desde hace 5 años con el gobierno en cabeza de Juan Manuel Santos, además de que en ese tiempo se ha explorado (por lo menos con cierto optimismo) un proceso similar con el ELN que ya empieza a caminar, lo que significaría que las dos mayores guerrillas del país se encontrarían en la misma dinámica pero a otros tiempos, quedando en vilo una eventual negociación similar con el EPL.

Esta ausencia de propuestas no debemos dejar de mirarla desde una actitud que lea el actual estado del movimiento libertario en nuestro país, que a pesar de encontrarse en realce y con nuevas inclinaciones a influir en el vector social, aun adolece de una terrible dispersión, producto tanto de una desunión de estrategias y tácticas como de terribles patologías de sectarismo y personalismos. Así pues, la carencia de referentes teóricos frente al tema, como una inconstante lectura de coyuntura, nos han dificultado la tarea de encontrarnos para pensarnos la dinámica de negociaciones, el conflicto en si mismo y, aunque sea como mínimo, una serie de propuestas de corto y mediano plazo frente a un eventual éxito de los diálogos y los cambios que traerán para las de abajo, para las víctimas de la guerra y el reacomodamiento de las fuerzas armadas que quedan en disputa, tanto de derecha como de izquierda.

El presente texto se sitúa como un aporte, aunque corto y quizás limitado, a la necesidad que tenemos los sectores antiautoritarios de suplir esta deuda histórica y política que tenemos hace un par de años con las luchas en el país, que son atravesadas por un conflicto social y político que inició hace más de 5 siglos, pero que se materializó con una guerra civil de baja intensidad que lleva carcomiendonos un poco más de 50 años. No ahí que dejarlo de ver este como un aporte personal: muchas compañeras pueden tener su visión, más o menos lejana o cercana, sobre ciertos puntos, pero este texto quiere pretender ser una síntesis subjetiva de, con la mayor de las humildades, una suerte de conversaciones, definiciones y decisiones de quienes hemos venido acumulando desde abajo una nueva alternativa libertaria para estas tierras.

Una aproximación teórica:

Para las anarquistas, el origen de la miseria, el hambre, la desigualdad, la falta de oportunidades y los otros problemas inherentes a la sociedad actual empiezan con la imposición autoritaria en las sociedades humanas. Aunque parece un comentario simple, realmente no lo es: Examinar en que punto de la historia surge la autoridad como forma de relación social jerárquica (algunas la compaginan con el nacimiento del Estado, del patriarcado o de las elites religiosas) es realmente complejo, así como calificar este punto en una definición sólida. Valga hacer la claridad, de la que ya nos advierte Bakunin, que no es lo mismo autoridad en términos de autoritarismo o de influencia, lo que nos desvela que el problema de la desigualdad jerárquica en las sociedades no nace con la aparición de “autoridades” espirituales o “sabias” ancianas, sino con el principio de autoridad, es decir, con la puesta encima de las demás de cargos a un nivel socio-económico y político, haciendo referencia a la génesis del Estado y el patriarcado, que no maduran en todas las sociedades tribales, pero en las que si, se transforman rápidamente en lo que llamamos la gestión de la desigualdad.

Esta autoridad administrativa, o que en los términos más propios del anarquismo social se refiere a la autoridad como jerarquía, es la generadora de las problemáticas sociales: Al crear una diferenciación entre quienes tienen la capacidad de decidir por las que no (gobernantes-gobernadoras, respectivamente), la sociedad a su vez asume la desigualdad como principio regidor de las relaciones sociales, que se vincula directamente con el ordenamiento de los privilegios. Este privilegio organizado es lo que derivará directamente en el Estado que nos hereda la tradición greco-romana, que no es otra cosa que la administración territorial de las oportunidades, los derechos o la falta de ellos.

El nacimiento del Estado se da con una mayor organización de la autoridad, que se liga fundamentalmente con la religión, el poder militar y la concentración de recursos en pocas manos. Bakunin estudia profundamente su relación con la iglesia y el poder divino, al punto de calificar al Estado como “hermano menor de la iglesia”, lo que muestra la imposibilidad de hacerle un “momentum” al estudio de los problemas de la gestión pública como si no se relacionaran con los aspectos económicos, culturales e incluso psicosociales. Pero una definición concreta de Estado, en los términos más sencillos posibles, hay que buscarla en la edificación de los modernos Estados-nación, que son la construcción, a partir de la abstracción, de la patria y su difícil solidificación en un cuerpo administrativo, jurídico y militar. No es de extrañar, por lo menos en la gran parte de la periferia mundial, que cualquier consolidación de un Estado pasa por una época de crisis, guerra civil o pugna social interna, donde el principal objetivo es el aniquilamiento de las raíces culturales y territoriales internas bajo la estandarización de una serie de símbolos que no representan más que la necesidad de organizar el globo bajo la lógica de las elites gobernantes y no de los pueblos.

Esta consolidación del Estado pasa además por un aspecto profundamente importante: la construcción de una economía capitalista. No es de extrañar que los Estados donde vivimos nacieran de la mano con revoluciones políticas en Europa y Norteamerica hace un par de siglos, mientras existía a la par una revolución tecnológica que repercutía en los modelos de producción, quedando no solo reemplazado parcialmente el feudalismo como sistema económico, sino la antigua nobleza clerical como casta administrativa, dando paso a una burguesía comerciante y banquera, que sin embargo se mezcla con sus predecesores, creando tanto modelos capitalistas semi-feudales como monarquías burguesas en muchas partes del mundo. El Estado moderno, así pues, no se puede consolidar sino es con la consolidación misma del capitalismo moderno, bien sea en cualquiera de sus papeles: como exportador de materia prima, como ofertor de servicios (tal es el caso del joven Singapur), como comerciante de altas tecnologías, como potencia económica militar, siendo el caso de Israel, o en muchos de los casos, bajo economías clandestinas y criminales como en nuestro país. Entonces, la elitización de la sociedad, que descansa sus decisiones políticas en un sector gobernante minoritario, viene de la mano con la desigualdad económica y la fabricación de grandes cinturones de miseria: los empresarios son potencialmente gobernantes y viceversa. Aquí, el conflicto armado adquiere sus dos aristas que, tarde o temprano, diferentes guerras a lo largo del mundo adquieren: es un conflicto social, pero también político.

No solo significa darle la razón a los coroneles prusianos cuando señalaban que la guerra es la continuación de la política por otros medios, sino que la política estatal (y con ella la economía capitalista) es la continuación de la guerra por otros medios, bien sea con los dispositivos de control, el conflicto armado de baja intensidad o la explotación de la inseguridad. En esta premisa podríamos pecar si señalamos que el destino de toda sociedad es la guerra civil, a menos de que se cedan libertades básicas a un aparato ordenador de todo, garante de la seguridad y poseedor del monopolio de la violencia, como lo es el Estado; pero haciendo la salvedad, no nos equivocaríamos más bien si, y bajo la experiencia de los siglos, nos atrevemos a señalar que ningún Estado consolidado ha hecho llegar la paz con su fuerza, sino que por el contrario, su construcción ha iniciado cruentas guerras civiles, étnicas y políticas a lo largo del mundo. La peor de las pesadillas de Hobbes se materializaba en el mayor de sus sueños; la creación del Estado soberano es la fuente de la guerra civil entre humanos. Más bien, y sin temor a equivocarnos, podemos señalar que no solo la construcción del Estado descansa bajo el conflicto armado, sino que nunca es capaz de terminarlo, solo de redireccionarlo, pues el Estado se encuentra en permanente construcción y consolidación, no como caso particular sino como concepto general. La guerra es eterna, y con ella las economías que promueve (la apertura de mercados, la caída de precios, la elaboración de crisis, etc), sí los Estados (y también las uniones ínter-estatales como la Unión Europea) aparecen, desparecen, se modifican y se dividen permanentemente, dentro de la estrategia actual de “balcanización” que pareciera aumentar el caos sistémico y con ello mantiene dinámico el capitalismo.

Y he aquí la razón que explica la guerra contemporánea, pero que también, nos puede dar luces de nuestra paz revolucionaria, que no pasa por otra cosa que el fin definitivo de las guerras. Como apunta el EZLN: el primer objetivo de un ejército revolucionario es desaparecer.

La guerra de los cien años de soledad:

Precisamente, la construcción del Estado colombiano nace de una guerra de independencia que, más allá de la retorica bolivarista sobre el ejército libertador, se da por la puja entre una metrópolis europea en constante crisis y una burguesía criolla cada vez más capaz de asumir las riendas de una nueva patria. Es de señalar que el primer intento independentista de 1810, impulsado por intelectuales que llamaron a una independencia cívica, fue aplastado por el terror español, dando pasó luego a la época de los militares (Bolívar y Santander), que se saldaron con la victoria en 1819.

Esta nueva república, ya como lo señalábamos arriba, perseguía la construcción de un Estado que, si o si, para garantizar control económico regional tenia que pasar por el desconocimiento de las territorialidades propias que se habían fraguado. No solo de los ancestrales pueblos indígenas, que de una u otra manera fueron traicionados en su confianza luego de luchar mano a mano con los criollos, sino de los palenques y cimarrones afros y de la cultura propia establecida en las periferias de Bogotá, Caracas y Cartagena. Construir este Estado, bajo banderas e himnos artificiales para la mayoría del país, tenia que pasar por la dominación de las disidencias culturales que no se identificaban con los intereses de los centralistas. Esto dio paso a sucesos como la navidad sangrienta en Pasto de 1822, donde las tropas de Bolívar aniquilaron no solo a los fortines pro-españoles del suroccidente del país, sino a una cultura regional que se identificaba más con Quito que con Bogotá, así como la persecución racista contra los pardos de la costa Caribe bajo ordenes de los padres de la nueva patria.

Naturalmente, este clima era insostenible, y para evitar futuros conflictos la Gran Colombia desaparece y da lugar a tres nuevas repúblicas. Pero de nuevo, esto no finaliza el conflicto; es más, en la nueva república de Colombia se suceden guerras civiles, una tras otra, que parecen no terminar. El ingeniero y astrónomo Julio Garavito en sus estudios sobre ciencias actuariales en Colombia crea una ecuación matemática para seguros agrarios donde se establece que en Colombia, luego de la independencia, cada 10 años había una guerra civil que duraba aproximadamente un año, dato que se cumple a cabalidad dentro de las teorías estadísticas y le servía a las empresas para otorgar seguros a agricultores1, lo que entre otras cosas, nos adelanta que el conflicto en Colombia ha sido siempre eminentemente rural. Estas guerras, primero entre centralistas y federalistas, y luego entre conservadores y liberales (herederos respectivamente, por supuesto, de los primeros), sumieron al país en una violencia como ninguna otra en la región. Quizás la guerra más famosa de estas fue la de los mil días, que además tuvo como ingrediente extra la injerencia del naciente imperio de los Estados Unidos, quien pujó para garantizar la independencia de Panamá, alejada geográfica y políticamente por el Darién de las disputas internas de los colombianos, con el fin de luego construir el canal interoceánico, obra culmine de la ingeniería imperialista.

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Luego de su independencia, Colombia sufrió cruentas guerras civiles durante casi un siglo. En la imagen, catedral de Bogotá afectada durante la lucha entre centralistas y federalistas de 1862.

Esta periódica guerra civil fue luego apaciguada con una virtual victoria conservadora, que inicia el periodo conocido como la “hegemonía”, donde los azules se hicieron con el poder hasta 1930 por más de 40 años, los últimos 20 con relativa tranquilidad sobre sus rivales los liberales. Si bien las capas populares, sobre todo de campesinos, indígenas y artesanos, habían hecho parte de la guerra del bando liberal cuando se mezclaban sus intereses de clase o del conservador cuando se apelaba a la tradición religiosa de los pobres, nunca lo habían hecho como fuerza propia medianamente organizada. Esto cambia para la década de los 20, sobre todo con el aparecimiento del anarcosindicalismo y socialismo revolucionario en variadas regiones del país. Desde la segunda mitad de la década de los 10 y hasta 1927-28, la hegemonía de los gremios de artesanos y el joven sindicalismo estaba bajo la orbita de los anarquistas, quienes tenían expresiones organizativas en ciudades como Bogotá y Neiva, pero también en lugares remotos como la zona bananera del magdalena o los pozos petroleros de Barrancabermeja.

Siguiendo la linea del anarcosindicalismo de revuelta de la región, este activismo obrero no era, de lejos, gremialista: tenia una fuerte actitud política e ideológica, que se manifestaba en análogos a lo que en otros países se conocieron como “huelgas de revuelta”, si bien con menor intensidad: se sucedieron paros obreros con enfrentamientos armados con la policía en Cartagena, Bogotá, Barranquilla, Santa Marta y Medellín, que en la mayoría de los casos se saldaba con grandes represiones pero con la victoria parcial de los trabajadores. Esta fuerza va adquiriendo cada vez más empuje, y poco a poco, en las regiones no andinas del país el anarquismo revolucionario va ganando empatía, mientras que en las ciudades centrales va perdiendo influencia ante el naciente Partido Socialista Revolucionario, de cierta matriz marxista y luego convertido en el Partido Comunista, bajo la orbita de la Unión Soviética.

Esta fuerza social tenia que ser frenada de una vez por todas por la hegemonía conservadora, como bien lo hicieron sus pares en Iquique (Chile) y la Patagonia (Argentina). Entre el 5 y 6 de diciembre de 1928, soldados del ejército colombiano masacran a cientos (por no decir miles según ciertas cifras) de huelguistas bananeros del departamento costeño del Magdalena que habían tenido el apoyo del Grupo Libertario de Santa Marta, quienes llevaban casi un mes manifestándose contra condiciones precarias laborales impuesta por la estadounidense United Fruit Company. La masacre se da, como no puede ser de otra manera, por la amenaza estadounidense de invasión si el gobierno colombiano no protegía los intereses del imperialismo de la multinacional. Al parecer de muchos estudiosos de los movimientos sociales, este suceso marca el fin de la primera era del sindicalismo revolucionario en Colombia, pero no es otra cosa que el primer hito de la nueva era del conflicto social y armado en el país, que ya no solo es entre liberales y conservadores, sino que involucra al pueblo colombiano organizado, si bien con el precedente de desbaratar, por cerca de 70 años, a las tendencias anarquistas inmersas en los movimientos sociales.

Este hecho le pasa cuenta de cobro al partido conservador, que pierde su hegemonía en 1930 y abre paso a una sucesión de gobiernos liberales de carácter más social, atrapando al sindicalismo dentro de la jurisprudencia laboral y estableciendo cierta tranquilidad. Si bien la primera década del poder liberal se da con calma, la radicalización de un sector interno, que se identifica ambiguamente con el socialismo (si se quiere más “nacionalista” que marxista) y encabezado por el caudillo Jorge Eliécer Gaitán, comienza a preocupar a la elite conservadora e incluso a los sectores liberales de derecha. Luego de tensiones preelectorales y escaramuzas en regiones del país, el 9 de abril de 1948 inicia de nuevo una guerra civil con el asesinato de Gaitán en el centro de Bogotá, lo que estalla en una asonada popular llamada el “Bogotazo”, y que, a pesar de ser fuertemente reprimida por el ejército, se extiende como pólvora por todo el país: inicia la época de la violencia. Tras largos años de trabajo en sindicatos y gremios agrarios, el Partido Comunista logra entrar en la arena político-militar hasta ahora bipartidista, estableciéndose en zonas de influencia guerrillera con predominación liberal y montando una infraestructura de apoyo desde las ciudades. Esta época estuvo marcada por ser de las más sanguinarias del país, que se saldó con cerca de 200.000 muertes en unos pocos años y la fragmentación de la economía nacional.

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La muerte de Gaitán significó, primero, una insurrección general en la capital conocida como el “Bogotazo”, mientras los liberales empezaron a armarse en las zonas rurales del país contra el gobierno conservador, dando inicio a la época de “la violencia”, antecesor inmediato de la fundación de varias guerrillas.

Tras el gobierno del fascista Laureano Gómez, que era el líder del sector más godo del partido conservador, la paz pareciera restablecerse con el golpe de estado del general Rojas Pinilla, que se da tras un acuerdo entre liberales y conservadores no laureanistas, quienes saben que la guerra está desangrando el país y no parece apuntar a un horizonte favorable para alguno de los bandos, por el contrario, arruina la economía necesaria para luego aumentar sus arcas. Las guerrilleras liberales se desmovilizan y el conflicto armado se detiene temporalmente, si bien en muchos casos con el posterior asesinato de líderes rebeldes, tal como le pasó a Guadalupe Salcedo en las calles de Bogotá. Muchos estudiosos señalan que el conflicto moderno empieza precisamente con la violencia, pero siendo rigurosos históricamente, este lapso de la única dictadura en Colombia genera distancia con la situación política y militar que se daría luego.

Ya no siendo útil para las clases dominantes, y mostrando ciertas simpatías con una nacionalismo revolucionario, Rojas Pinilla abandona el poder para darle paso a lo que es la génesis de la actual guerra civil: el Frente Nacional. Por 16 años, y alternándose en el poder, liberales y conservadores por primera vez se ponen de acuerdo para gobernar el país e impulsar la economía ahora en seguridad contra la guerra civil, dejando por fuera no solo al creciente populismo de Rojas Pinilla (luego establecido en el partido Alianza Nacional Popular, ANAPO), sino a los sectores comunistas que se habían logrado atrincherar en regiones del sur-occidente y centro del país, dentro de las llamadas “repúblicas independientes”.

El Frente Nacional implicó una dictadura de dos partidos, que dejó por fuera cualquier forma de disidencia política que se encaminaba en la ruta electoral, bien sea por insuficiencia de fuerzas o abiertamente por fraude, como en 1970 sucedió con el triunfo del conservador Misael Pastrana sobre Rojas Pinilla. Esto hizo que los sectores contestatarios se radicalizarán en el país, sobre todo a partir de la luz de esperanza que en 1959 alumbró desde Cuba para los revolucionarios de América Latina. Así, y bajo la batuta de los manuales guerrilleros maoístas y foquistas, nació una nueva fuerza guerrillera. El Partido Comunista, muy al contrario de sus pares regionales estalinistas, se enfrasca en la teoría de que la resistencia armada podía llevar a la toma del poder, razón por la cual establece todo su apoyo a las repúblicas independientes, regiones campesinas donde el ejército aun no había podido establecer su monopolio y, de una u otra manera, se establecían servicios populares autorregulados. Si bien el Frente Nacional nace en 1958, el inicio de la guerra civil actual se da solo hasta que la balanza en disputa cede y sus partes entran en confrontación abierta en 1964, luego de una reestructuración de las fuerzas armadas legales apoyadas por el ejército norteamericano, curtido en la guerra contrainsurgente que mantenía en Vietnam.

Más de 15.000 soldados nacionales se enfrentaron a 50 guerrilleros mal armados en Marquetalia, república independiente más inclinada a la influencia comunista que liberal, establecida en el sur del Tolima. A pesar del cerco y el bombardeo con napalm, la fuerza guerrillera se desplaza hasta la vecina república independiente de Riochiquito, ubicada en el Cauca, dando nacimiento formal a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – FARC, y con ello, a la guerra civil que podemos rastrear hasta nuestros días. Esta guerra, diferente a las anteriores, se caracteriza porque los sectores comunistas y revolucionarios asumen abiertamente la guerrilla móvil como forma de resistencia y estructura militar, instaurando la disciplina de un ejército y asumiendo la lucha política ahora en la orbita de confrontación violenta. Aunque el mito fundacional del conflicto armado colombiano es Marquetalia, posteriormente nacen nuevas fuerzas guerrilleras con sus particularidades políticas y militares.

Las FARC era la guerrilla más mediática por entonces, se habían establecido en el sur-occidente y centro colombiano, dominando zonas tan estratégicas como el sumapaz (retaguardia rural de Bogotá). En el nororiente, otra de las regionales clave de los conflictos sindicales y agrarios de Colombia, estudiantes universitarios entrenados en Cuba crearon el Ejército de Liberación Nacional también para 1964, con una notable militancia proveniente del Movimiento Liberal Revolucionario, por entonces ala izquierdista del liberalismo, para luego beber de la creciente corriente cristiana de la teología de la liberación. El ELN se caracterizaba por la instalación de focos guerrilleros y una estrategia de conexión urbana, mostrado esto en su gran influencia en sindicatos petroleros y universidades por los años 70 y 80. De otro lado se encontraba el Ejército Popular de Liberación (EPL), brazo armado del Partido Comunista Colombiano – Marxista Leninista, escisión maoísta del Partido Comunista, que lograría establecer su lugar de influencia en el noroccidente, tanto en Medellín con en el Urabá, influenciando sindicatos bananeros; su estrategia se enfocaba más en la guerra popular prolongada, que buscaba el paso efectivo de guerrillas móviles a la guerra de masas, tal como lo planteaba Mao Tse-Tung. Finalmente en 1970 nace el Movimiento 19 de Abril, M-19, guerrilla muy particular que viene del seno de los seguidores de Rojas Pinilla y disidentes de las FARC, que se caracterizaba por su accionar mayoritariamente urbano, lo que la hizo muy mediática y con gran influencia en los futuros procesos de paz.

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Ubicación de las repúblicas independientes durante comienzos de los 60. La más representativa era la de Marquetalia, ocupada por el ejército en 1964, marcando el inicio de las FARC.

Esta nueva guerra civil se enmarca en una estrategia gubernamental de clásica contrainsurgencia militar, que buscaba el aniquilamiento de las fuerzas guerrilleras bajo las premisas norteamericanas de la guerra fría. Sin embargo, la dimensión social que tenia el conflicto hizo imposible la derrota vía militar de las insurgencias, incluso luego de ofensivas tan violentas como la del Anorí contra el ELN en 1973, que deja con solo cerca de 40 guerrilleros a la organización, así como la creación del estatuto de seguridad de Turbay de 1978, que golpeó fuertemente al M-19 dejando casi un tercio de su estructura en la cárcel. A pesar de sus ataques, las bases sociales y las causas objetivas de la rebelión estaban intactas, lo que le daba facilidad a las insurgencias para recuperarse luego con una estrategia de trabajo político mientras volvían a rearmarse.

Esta dimensión social se pone de manifiesto en el paro cívico de 1977, donde el pueblo salió con entereza a las calles a enfrentarse a las fuerzas gubernamentales. La entonces cúpula militar señalaba que al pueblo solo le faltó fusiles para que el paro hubiera terminado con la toma del poder, destacando más bien la falta de eficiencia de las insurgencias para lograr llevar la coyuntura a puerto revolucionario. Esto marca también una época donde, de cierto modo, pareciera que el conflicto armado se encontraba sobre el conflicto social, intentando subordinarlo según la mayoría de las insurgencias, o en el mejor de los casos, alejándose estas de las organizaciones de masas. Esto sobre todo a razón del profundo foquismo de todas las insurgencias, quizás menos del M-19 y las guerrillas más pequeñas y regionales, mientras las grandes maquinarias insurgentes concentraron sus esfuerzos en un éxodo de cuadros de las ciudades a los campos, donde pretendían establecer vanguardias armadas que agudizarán las contradicciones, tal como sucedió en Cuba o Nicaragua, estrategia que a la larga nunca funcionó como se quiso por la equivocada comparación con la geografía Colombiana, mucho más grande.

La apuesta del Estado colombiano cambió en los años 80, luego de finalizado el periodo Turbay: ante la dificultad de finalizar la guerra por medios militares se negociaría la apertura democrática. Ello estaba en sintonía con la estrategia de negociación que se daba en Guatemala y El Salvador, donde las burguesías nacionales preferían ceder un poco de su poder a perderlo completamente, ya que el impulso que dio la revolución sandinista en 1979 daba muestras de que el socialismo por vía armada seguía siendo una posibilidad en América Latina. Esto, a su vez, permitió que las insurgencias volvieran a abrirse al pueblo colombiano a través de frentes sociales y electorales, particularmente la Unión Patriótica (Nacida las FARC), la coordinadora “A Luchar” y el Frente Popular. En los 80, la lucha política de masas volvió a dejar de lado la estrategia militar del mero control territorial. Sin embargo, los sectores fascistoides del ejército nacional y de la burguesía se encargaron de torpedear el proceso de paz, pero no para volver a la antigua guerra antiinsurgente, sino incorporando la estrategia proveniente desde la escuela de las Américas y luego de los escándalos de las dictaduras implantadas por el plan cóndor, llamada la “mano negra”, que era el uso de ejércitos cívico-militares financiados desde las elites millonarias y que ejecutaban la guerra sucia a sus anchas.

Así, a finales de los años 80, terrateniente regionales, mandos del ejército y con el apoyo de mercenarios israelíes y estadounidenses, fueron armando grupos paramilitares (presentados muchas veces bajo la formula legal de empresas de seguridad, “Convivir” como se conocerían) en bastas regiones del país, quienes se encargaban no solo de confrontar militarmente a los guerrilleros sino de masacrar a procesos populares que podrían simpatizar con sus ideales. Esto hizo que hacia finales de los 80 se presentará a una insurgencia dividida: por un lado el M-19, la mayor parte del EPL, así como un sector del ELN y todas las guerrillas más pequeñas (como la Autodefensa Obrera o el Partido Revolucionario de los Trabajadores) se habían desmovilizado, con un saldo que a la postre se convertiría en masacres y magnicidios; y de otro lado, las FARC y el ELN se encontraban ante un enemigo que no habían combatido, lo cual hizo que la guerra adquiriera ahora una nueva etapa de posiciones, con el añadido que significó el boom de la cocaína, que financió no solo ciertos grupos guerrilleros sino, sobre todo, a paramilitares y terratenientes locales que pasaron luego a ser narcotráficantes de renombre.

Los 90 podría bien ser la etapa donde la guerra de guerrillas pasó abiertamente a una guerra territorial clásica, tanto por el despliegue militar que logró las FARC (que llegaron a tener desde 1998 hasta el 2001 la mayor extensión geográfica y en tropas, sobre pasando los 20 mil miembros armados), como también por la avanzada paramilitar que se pretendía dar en el país desde la esquina del Urabá. Los mayores golpes militares de la insurgencia se pueden rastrear en estas época, así como también una nueva clandestinidad (luego de la masacre contra la UP) que le permitió ganar fuerza militar a costa de perder fuerza política, más por obligación que por decisión. Si bien la guerrilla en los 80 tuvo un componente social electoral, sería los 90 donde se militariza sus bases en nombre de una toma del poder que parecía estar a la vuelta de la esquina. Aunque los análisis varían, muchos estrategas militares del ejército señalaban empezando el gobierno Uribe, que si no hubiera sido por el Plan Colombia (financiado por los Estados Unidos), las FARC efectivamente estarían tomándose el poder a comienzos del nuevo siglo, con un ejército nacional sin capacidad de frenar el avance guerrillero.

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Durante el comienzo del nuevo milenio, las guerrilla tuvo su máximo despliegue, logrando cercar varias ciudades del país y dominando bastas zonas. Su retroceso solo fue posible con la intervención de Estados Unidos por medio del plan Colombia, que modernizó las fuerzas armadas legales.

Sin embargo, esta avanzada guerrillera que se manifestaba en lo táctico con el “cerco” a las ciudades, estableciendo zonas de dominio a pocos kilómetros de grandes urbes como Bogotá o Cali, o simplemente dominando zonas periféricas urbanas como en Medellín, fue detenida por una estrategia militar renovada. El ejército colombiano no solo se encontraba a finales de los 90 mal armado: además estaba desmoralizado. Por un lado, la modernización militar del Estado colombiano no se pudo haber dado si no es con las sumas de dinero inyectadas desde Estados Unidos a través del Plan Colombia; y de otro lado, la desmoralización se superó con una estrecha colaboración con los paramilitares, quienes ante cualquier derrota o desventaja en un territorio simplemente asesinaban decenas de campesinos o indígenas en retaliaciones, echando para atrás futuras avanzadas que podían contar con el apoyo de las masas. Sin embargo, con hacer retroceder las insurgencias no era suficiente, incluso teniendo ya una estructura nacional consolidada (las Autodefensas Unidas de Colombia), sino que además, producto de grandes ganancias del narcotráfico, había nacido un nuevo sector dentro de la burguesía nacional vinculado a terratenientes y narcos paisas y costeños que tenían como objetivo “refundar la patria”.

Así, en 2002, Álvaro Uribe logra llegar a la presidencia con una alianza electoral de sectores del conservadurismo y del liberalismo más godo, que en el plano de lo concreto no era otra cosa que burgueses urbanos aliados con el paramilitarismo terrateniente y narcotraficante. Esta toma del poder se pone de manifiesto en la parapolítica, fenómeno por el cual las AUC lograron dominar un tercio del parlamento colombiano, además ser dueños y reyes de prácticamente toda la zona Norte del país, siendo muchas tierras despojadas a campesinos, afros e indígenas por medio de sus grupos paramilitares. La estrategia de la extrema derecha, contrario a lo que opinan muchos intelectuales cercanos a su influencia, no fue una mera guerra contrainsurgente: era la toma del país de ese sector militarista y fascistoide. Por ejemplo no se explica porque ocurrieron despojos de tierras y masacres atribuidas a paramilitares en regiones donde la guerrilla no tenía presencia o era mínima, como en las regiones del Perijá donde ya se había logrado expulsar las insurgencias, pero hubo un gran despojo que favoreció a las multinacionales carboneras.

La guerra civil en Colombia pasó entonces por dos fases: la guerra paramilitar abierta de posiciones y la guerra antiinsurgente clásica, estando vinculadas respectivamente a los dos gobiernos de Uribe. Para el primer caso, del 2002 al 2005, se concentró en llevar a las FARC a las periferias del país, sacarlas de lugares estratégicos como la serranía del Perijá o el Urabá y efectuando las peores masacres conocidas del país, obligando a la insurgencia a pasar de nuevo a la guerra de guerrillas y de comandos pequeños; luego de culminada esta fase, las AUC hicieron un proceso de desmovilización, que en sí era una pantalla que disimulaba tensiones internas que se venían presentando en su cúpula, para luego pasar a la aparición de grupos neo-paramilitares con un carácter más descentralizado y dominados regionalmente por capos y políticos, más eficaces en el control territorial. En esta segunda fase, del 2006 al 2010, la estrategia militar, una vez retrocedidas las FARC, fue “dejar sin agua al pez”. A sabiendas de las dificultades para aniquilar definitivamente la insurgencia, los programas sociales del ejército se concentraron en desbaratar las bases populares en las cercanías a las ciudades, así como desmoralizar al enemigo con una fuerte propaganda para la dejación de armas y la incorporación a la vida civil dentro del programa de desmovilización, quedando las FARC relegadas a apartadas zonas del país, donde sin embargo, seguían teniendo fuerte influencia. Si se mira histórica y geográficamente, estas dos fases pueden parecer un “arrinconamiento” de las grandes estructuras de las FARC al sur del país, que empieza desde el Urabá, pasa por Medellín (luego de la operación Orión en el 2002), baja hacia el Valle del Cauca, Cundinamarca y los llanos, y encuentra su limite en el Macizo colombiano y la selva amazónica, región entre el Cauca, Sur del Tolima, Huila, Meta, Caquetá y Guaviare, zona de influencia de los más grandes bloques de las FARC, que hasta el día de hoy sigue siendo su bastión.

Todo lo anterior es para llegar a la última fase de la guerra, que es en la que nos encontramos (en la puerta de salida) y empieza desde el 2010, cuando Juan Manuel Santos sube al poder, bajo la tutela de Uribe y luego apartado de la misma. Dentro del análisis neoliberal que hace contempla que, aunque las FARC dominan zonas recónditas del país, es allí donde se concentran la mayor parte de recursos naturales de explotación minero-energética, por lo cual es necesario negociar, comenzando en un primer momento con el aniquilamiento de cabecillas (entre ellos Alfonso Cano, heredero de la comandancia mayor) para luego sentar a la insurgencia, debilitada pero no derrotada, a conversar. Este proceso de paz, si bien no significa el fin de la guerra civil, si es un reacomodamiento del conflicto armado. No solo porque la principal guerrilla del país se concentra en zonas veredales, dejando de cierta forma a la “intemperie” regiones de histórica presencia fariana, sino porque cambia la balanza. Esto tiene mucho que ver con la dicotomía en el bloque dominante, que de una parte busca la negociación con las insurgencia, detrás de objetivos económicos en regiones de explotación extractivista, y el otro polo que pretende de nuevo la paramilitarización del país: es el santismo contra el uribismo.

Esta etapa está en sintonía, junto como los demás momentos históricos del conflicto, con el contexto internacional: guerrillas importantes como el ETA vasco o el IRA irlandés renunciaron a la lucha armada, y los triunfos legales del socialismo del siglo XXI en Ecuador, Bolivia, Nicaragua y Venezuela parecían hablarle a las insurgencias colombianas, así como en su tiempo les habló la revolución cubana y la insurrección sandinista: podrían haber otros caminos más efectivos para el poder, si bien era necesario primero que la oligarquía abriera las puertas de la democracia representativa con garantías de no hacer la guerra sucia. Quizás bajo esa lógica el conflicto de las FARC comienza a cambiar para buscar su desmovilización militar e incorporación a la política legal.

Así se fortalece, y de nuevo desde el golfo de Urabá, otro ejército paramilitar reciclado de las falsas desmovilizaciones y bandas de narcotráfico locales, llamadas cínicamente Autodefensas Gaitanistas de Colombia, que vienen ocupando regiones antes dominadas por las FARC. Pero también ganan relevancia las insurgencias aun no desmovilizadas, sobre todo el ELN, que logra ocupar posiciones ex-farianas con relativa calma, y en menor medida el EPL, así como ciertas disidencias de las FARC no contentas con lo alcanzado en la mesa con el gobierno. Esto pone en aprietos de una u otra forma al Estado, no solo porque fue incapaz de ocupar militarmente la mayor parte de zonas de las FARC, sino porque ahora presenta una guerra abierta contra neo-paramilitares, que de una u otra manera, jalan desde dentro del ejército y la policía a su favor, y por otro, porque el ELN, que se pensaba se subiría con mayor facilidad al bus de la paz, sigue ganando fuerza en territorios estratégicos (y anteriormente más suyos que de las FARC) como en Arauca o el sur del Chocó.

Precisamente queda sobre la mesa pensarnos esta nueva etapa, donde los movimientos sociales han presentado un realce y la principal insurgencia deja las armas. Más allá de las críticas que se puedan hacer al proceso, es menester analizar la situación como una oportunidad para tener otros despliegues militantes, en nuestro caso libertarios, que puedan jugar dentro del tablero de la lucha de clases con otra fuerza para las de abajo, que puedan empoderarse más de sus habilidades y entiendan las repercusiones históricas y sociales que ha dejado el conflicto. Pero para ello, habría también que estudiar críticamente el conflicto del lado de la insurgencia, entender sus expresiones y posicionarnos como sujetos históricos en nuestro tiempo, buscando los aportes, los errores y las experiencia que deja medio siglo de guerra, labor que se hará en la siguiente parte de este texto.

Steven Crux
Junio 2017

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1 Garavito, J. Seguro agrícola, ensayo presentado al Congreso de Agricultores de 1911. Sobresale como dato extra, que Garavito intenta también adentrarse en el estudio de las causas de las guerras civiles, hallando una endeble economía que desfavorecía a las de abajo y políticas agrarias inefectivas para subsanar el hambre en los campos.

matanza-de-campesinos-e1352480353629El 29 de mayo de 1988, en la vereda Llana Caliente del Magdalena Medio Santandereano, fueron asesinados más de 50 campesinos por 240 militares del Batallón de infantería número 40  “General Luciano D’ElHuyar” ,quienes actuaron en conjunto con miembros del grupo paramilitar “Los Macetos” dirigido por exguerrilleros que desertaron de las filas insurgentes para apoyar a los militares en su guerra sucia contra organizaciones como: La Asociación Nacional de Usuarios Campesinos- Unión y Reconstrucción (ANUC-UR), ¡A luchar!, Unión Patriótica, el Frente Popular y la Coordinadora Popular del Magdalena Medio. Éstos hechos se reconocen como “La masacre de Llana Caliente” realizada con el objetivo de detener la movilización campesina que se venía presentando desde el 27 de mayo en San Vicente de Chucurí.

De acuerdo con el archivo de Masacres del Centro de Memoria Histórica, el ejército habría asesinado 13 campesinos; sin embargo, de acuerdo con testimonios de campesinos sobrevivientes a la masacre, como por datos recogidos por los investigadores de “Colombia Nunca Más”, las víctimas fueron muchas más, se estima que además de los 13 asesinatos, existieron otros 38 campesinos muertos cuyos cuerpos fueron desaparecidos; años después a pocos kilómetros, en el sitio conocido como Hoyo Malo, fueron hallados  más de 100 cadáveres fruto de la represión y persecución de militares de la brigada 40 que actuaron en conjunto con grupos paramilitares desde inicios de la década de los 80.

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Los paramilitares hicieron su arribo a San Vicente de Chucurí desde 1982, lo que corresponde al periodo histórico de formación de grupos paramilitares en todo el Magdalena Medio, estableciendo las bases de la estrategia de guerra sucia que se extendió por casi todo el país y que aún persiste en la persecución violenta y criminal de los movimientos sociales en Colombia. La primera organización paramilitar que apareció en San Vicente de Chucurí fue el grupo “Muerte A Secuestradores (MAS)”, financiado por terratenientes y entrenados por la fuerza pública. Del MAS poco a poco se desprendieron otros comandos paramilitares en la región como el grupo de sicarios “Los grillos” en 1982, “Los tiznados” y “Los justicieros del mal” en 1983, el grupo paramilitar autodenominado “El ejército de los pobres” en 1984 y finalmente “Los macetos” quienes realizaron las masacres de La Fortuna, Llana Caliente y Tres Amigos. Pese a que la violencia contra las organizaciones sociales inició desde principios de los 80, las acciones de muerte contra el movimiento campesino se intensifican después del Paro del Nororiente realizado el 7 y 9 de junio de 1987 que movilizó a más de 7500 campesinos de 20 municipios de Santander, y que alcanzó grandes movilizaciones en Bolívar, Cesar y Norte de Santander.

El Paro del Nororiente de junio del 87 fue convocado por la “Coordinadora Popular del Magdalena Medio” y tenía dentro de su pliego de peticiones reivindicaciones propias de comunidades campesinas que han sido abandonadas por el Estado. Las reivindicaciones eran muy diversas, tenía que ver con construcción de las vías a Bucaramanga y Barrancabermeja, la construcción del hospital El Carmen, planes de vivienda, la extensión de las redes de electricidad, acueducto y alcantarillado, aumento de la planta docente en colegios, medidas de protección medio ambiental frente a la explotación petrolera, respeto a la vida, a la libre movilización y a la no persecución del movimiento social. Las movilizaciones del 7 al 9 de junio paralizaron el nororiente colombiano, lograron repercusión nacional y obligaron al Gobierno Nacional y departamental a la realización de convenios con el movimiento campesino; sin embargo, luego de la movilización, se intensificó la violencia contra las organizaciones sociales y populares.

Casi un año después del Paro del Nororiente, el Estado no había cumplido con los acuerdos generados con el movimiento campesino, por lo que la Coordinadora Popular del Magdalena Medio, pese al clima de violencia que se vivía en la región, se vio obligada a reiniciar las movilizaciones para mayo de 1988, exigiendo al gobierno nacional el cumplimiento de los acuerdos. Desde las primeras movilizaciones del 87 los grandes medios de comunicación hegemónicos y el Gobierno Nacional declararon que las movilizaciones campesinas de Santander no eran sociales sino políticas, y que detrás del movimiento campesino se encontraban las organizaciones insurgentes. Con esto no solo se desconocieron las reivindicaciones campesinas y la autonomía del movimiento social, sino que también sirvieron como sentencia de muerte contra los activistas sociales que participaron en marchas y movilizaciones, ésta campaña de tergiversación del movimiento social se tradujo en la persecución y asesinato de campesinos por el Batallón de Infantería número 40 y grupos paramilitares.

El día 28 de mayo de 1988 el Ejército Nacional bloqueó las vías de acceso a San Vicente de Chucurí intentando detener más de 100 vehículos y 3000 campesinos que debían concentrarse en la cabecera municipal para marchar hacia Bucaramanga. El Teniente Coronel Rogelio Correa, quien dirigía los soldados del Batallón Luciano D’Elhuyar, dio la orden de cercar las vías con alambre de púas y hombres armados a los costados de la carretera, para evitar a toda costa el ingreso de los campesinos a San  Vicente de Chucurí. Sin embargo, el movimiento no dio marcha atrás y  a las 2 de la tarde intentaron cruzar las barreras del ejército. Ése mismo día el teniente correa se encontraba festejando sus cumpleaños y bajo los efectos del alcohol fue llamado para impedir a los manifestantes cruzar las barreras, fue allí cuando dio la orden al soldado Luis Suárez de disparar contra uno de los campesinos que intentaba cruzar los obstáculos, el soldado se negó a obedecer la orden por lo que Correa le disparó. Ante el asesinato del soldado, el paramilitar y escolta del teniente Correa Campos, Luis Uribe alias “Comandante Camilo”, detonó su arma contra el teniente causándole la muerte. De manera inmediata soldados y miembros del grupo paramilitar, iniciaron la oleada de disparos contra “El comandante Camilo”; luego del cruce de disparos, los militares decidieron atacar  la movilización, disparando contra los manifestantes por más de una hora y media, dejando más de 50 muertos, además de detenciones y apresamientos.

Mientras la balacera contra la movilización se extendía, algunos de los manifestantes se escondieron bajo los vehículos apostados al borde de la carretera, mientras que otros intentaron escapar del lugar de los acontecimientos, sin embargo muchos fueron apresados y los sobrevivientes fueron fotografiados y reseñados; siendo víctimas posteriores de persecución, hostigamientos y amenazas que más tarde dieron lugar a desapariciones. Luego, muchos de estos cuerpos fueron encontrados en la fosa común de Hoyo Malo en la Vereda Santa Rosa. Entre los manifestantes asesinados se encontraban los campesinos Arnulfo Ramírez Izaquita, Nelson Otero Martínez, Alfredo Ríos Barrios, Luis Enrique Sánchez Millán, Luis José Archila Plata, José Joaquín Zambrano Molina, Pablo Manuel Hernández Rodríguez, Esperanza Herrera Villa, José Natividad Velandia Prada, Raúl Antonio Gómez Chaparro, José Méndez, Wilson Botero y Clemente Quiroga.

A tan solo 2 meses de la masacre se formó un nuevo grupo paramilitar denominado “Comando Rogelio Correa Campos” en honor al Teniente Coronel que comandaba la Brigada 40 y al grupo paramilitar que actuó el día de la masacre de Llana Caliente. Durante el transcurso del 88 al 89, continuaron los asesinatos, desapariciones, torturas contra las organizaciones sociales y populares logrando la consolidación del paramilitarismo y la desarticulación de lo que fue un poderoso movimiento campesino.

Resistiendo al Olvido es un proyecto que busca recuperar la memoria de todos aquellos que, pese a las condiciones de violencia, continuaron luchando en busca del logro de las reivindicaciones de los sectores populares. El movimiento campesino de San Vicente de Chucurí enfrentó una estrategia de exterminio que duró más de una década, pese a este contexto de violencia, defendió sus  organizaciones y realizó poderosas movilizaciones que paralizaron el nororiente colombiano. Su memoria debe permanecer viva para que el pasado nos permita comprender los juegos de poder, los actores y las formas de dominación que han transitado hasta el presente, pero también para buscar caminos de dignidad y autonomía que nos permita construir un mejor futuro.