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Paula Sánchez Perera: “El estigma puta representa una batalla crucial para los feminismos”

Viernes 25 de agosto de 2023

La filósofa e investigadora recoge en ‘Crítica de la razón puta’ cómo los debates en torno a la abolición o no de la prostitución dejan otras cuestiones en la oscuridad y desoyen las vulneraciones de derechos que se producen.

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La investigadora Paula Sánchez Perera. DAVID G. P.

Cristina Barrial 24 AGO 2023 El Salto

Hay tesis doctorales que pasan más desapercibidas y otras que ponen patas arriba la vida de la propia autora. Todo un viaje. Paula Sánchez Perera (Lanzarote, 1988) es filósofa, activista que colabora con el Colectivo de Prostitutas de Sevilla (CPS) y profesora de instituto. Hace unos meses adaptó la tesis en la que estuvo trabajando durante cinco años a un ensayo titulado Crítica de la razón puta. Cartografías del estigma (La oveja roja, 2023). En esas páginas hace explícito su propio proceso crítico y su posición, una presencia transparente, muy alejada de esa anhelada y ficticia objetividad. El debate sobre la prostitución está truncado, afirma, y esa imposibilidad descansa sobre una relación de poder alimentada por el estigma. Así que su libro va de eso, de qué es el estigma, de cómo opera en lo estructural y en lo cotidiano, de cómo se organizan las trabajadoras sexuales para hacerle frente. Tiene mérito por muchos motivos, pero uno de los más relevantes es que investiga con y para, no sobre. Un faro para ese conocimiento académico que rehuye del extractivismo y se arrima a la incidencia social y política.

En Crítica de la razón puta el estigma en la prostitución es el hilo conductor de tu investigación. Rescatas la noción de Gail Pheterson del estigma como un prisma, una metáfora que permite explicar que, al igual que el prisma desintegra la luz y deforma la realidad, el estigma también actúa desviando la atención sobre cuestiones concretas, dejando otras áreas sociales en la penumbra. ¿Cuáles son esas cuestiones siempre presentes en el debate clásico y cuáles son las que se invisibilizan?

Los debates sobre este asunto acaban tarde o temprano girando exclusivamente sobre dos cuestiones: si existe o no libertad de ejercicio y cuál es el papel de los consumidores. Por ejemplo, sobre la ausencia de una libertad laboral sustantiva, el debate está truncado porque este no es un rasgo distintivo de la prostitución, sino una constante para la clase obrera en el patriarcado capitalista. El trabajo no es una opción, sino una coerción estructural. La clase obrera está obligada a vender su fuerza de trabajo para sobrevivir. Una trabajadora del hogar, una rider o una camarera de piso no dejan de estar trabajando porque no tuviesen un amplio abanico de opciones. El problema es que para que ese argumento llegue a buen puerto se mistifica el trabajo. Es decir, de repente se interpreta que llamar a algo trabajo supone darle una connotación positiva o defenderlo y bueno, eso para los liberales tiene un pase, pero desde una perspectiva de izquierdas el trabajo es el contexto de la explotación, sobre todo cuando se desarrolla en condiciones de criminalización parcial y clandestinidad forzosa. En el último tiempo se ha generalizado una tergiversación de la teoría marxista que dice que una cosa es vender la fuerza de trabajo y otra ser mercancía. No es verdad, no son términos dicotómicos: a la mercancía humana se le llama fuerza de trabajo.

Estas dos cuestiones, que llamo refracciones del estigma por lo del prisma, son fundamentales y no las desdeño, les dedico todo un bloque en el libro discutiendo cada uno de los argumentos. El problema es que esta agenda del debate deja a las restantes dimensiones del estigma en la oscuridad y fundamentalmente se desoyen las vulneraciones de derechos que se producen en nuestro contexto. Es decir, no hay espacio para debatir y analizar cómo la ausencia de derechos laborales les impide el acceso a la vivienda o cómo la falta de padrón obstaculiza la adquisición de la tarjeta sanitaria. No hay espacio para visibilizar y denunciar las sanciones que se les interponen desde ordenanzas municipales y la Ley mordaza, o cómo muchas de las situaciones de vulnerabilidad que se instrumentalizan de manera amarillista en el debate proceden en realidad de la Ley de Extranjería. Todo esto entre una larga lista de vulneraciones que documenté durante los años que realicé intervención social.

Esta intervención social que comentas formó parte del trabajo campo que nutre tu tesis doctoral. En el libro mencionas que cuando comenzaste a interesarte por este tema partías de una posición más abolicionista, pero que estar en contacto con la realidad de las trabajadoras sexuales fue uno de los momentos clave en tu cambio de postura.

La primera vez que escogí la prostitución como tema de investigación fue para un Trabajo Fin de Máster y entonces la postura que más que convencía era el abolicionismo. Como me licencié en filosofía, para aquel TFM me limité a leer libros y artículos académicos, pero, cuando decidí continuar en el doctorado, acepté la sugerencia de una profesora que había formado parte de la defensa y comencé a hacer trabajo de campo. Pensé, “bueno, quizás la realidad social de la prostitución tiene algo que enseñarme”. Y vaya si lo hizo, lo cambió todo. Comencé un voluntariado de intervención social, fundamentalmente en zonas de prostitución callejera de Madrid, como lo que la prensa llama la Colonia Marconi. Mi cambio de postura no fue cosa de un día, fue un proceso de varios años. En realidad, creo que se entiende mejor el libro si se contempla como una polémica contra mí misma, contra lo que antes creía y el proceso de réplica argumental que fui experimentando. En filosofía, cuando hablamos de pensamiento crítico, no nos referimos simplemente al afán de criticar todo aquello que socialmente permanece incuestionado, sino al ejercicio de someter a crítica las propias preconcepciones, prejuicios y cargas heredadas de nuestros contextos iniciales.

Como a mi teoría le faltaba calle, la calle confrontó mis argumentos. Primero, porque conocí de primera mano toda una serie de vulneraciones cotidianas que experimentaban y que apenas tenían cabida en el debate clásico, porque toda la violencia se asigna exclusivamente a la clientela. Aquella que ejercen las instituciones y los cuerpos policiales apenas se tiene en cuenta pero son sus quejas diarias, como los controles de extranjería, las sanciones, los abusos de poder, el hostigamiento, el desprecio del vecindario, las dificultades para conseguir la tarjeta sanitaria o alquilar, y las críticas sobre las alternativas que les ofrecen para el abandono, que quedan muy bien para justificar los proyectos de las ONG, pero que a la mayoría no les sacan de la calle. El “he hecho muchos cursos y sigo aquí” es habitual, también compaginar la prostitución con el empleo doméstico para completar ingresos. Creo que todo eso hizo que fuese desplazando el foco hacia las condiciones materiales de existencia como razón de ser de su vulnerabilidad en lugar de pensar única y exclusivamente en el sexo.

En segundo lugar, porque varias de ellas, con las que tenía más confianza y me permitía hacerles preguntas inquisitivas, fueron derribando muchas de mis preconcepciones sobre la nula capacidad de resistencia y decisión que creía que tenían frente al cliente. Se reían bastante de las chorradas que les preguntaba. Obviamente las derribaron porque lo permití, porque podía haberles asignado el estatus de alienadas y seguir cómodamente con mis esquemas para delante, pero a aquellas mujeres que yo asumía como víctimas en realidad me daban mil vueltas en términos de fortaleza, habilidades sociales, capacidad para negociar, leer a los demás…

También cuentas que tu estancia de doctorado en Buenos Aires fue otro de los momentos clave.

Cuando marché para Buenos Aires en el tercer año de doctorado yo estaba en crisis. Me asumía como una especie de abolicionista crítica o proderechos. Allí conocí los efectos de políticas antitrata, que no casaban en absoluto con sus aspiraciones e ideales abolicionistas, como documenta Amnistía Internacional en su informe. Además, conocí un argumentario diferente del prosexo, con el que a veces entraba en conflicto por el excesivo peso que asigna a la libertad y por su tendencia a analizar desde la represión de la disidencia sexual en lugar de hacerlo desde la noción de trabajo. En cambio, el punto de partida AMMAR, el sindicato de trabajadoras sexuales de allí, era la conciencia de clase, la crítica al capitalismo y la sindicalización como herramienta, más propio de un feminismo materialista que entonces sí, me permitió reformular los argumentos con los que antes no había estado de acuerdo.

Es cierto que muchas veces el abolicionismo se escuda en ese argumentario prosexo para señalar que las trabajadoras sexuales organizadas hablan de la prostitución en términos de empoderamiento, ridiculizándolas. Sin embargo, en tu libro hay una selección de fragmentos de entrevistas a mujeres que ejercen el trabajo sexual que evidencian que ellas hablan de empoderamiento en otros términos.

Es la falacia del hombre de paja. Es decir, no están discutiendo con lo que la posición proderechos defiende, sino con una caricatura que han diseñado y que es tan endeble que se derriba por sí sola. Cuando hacen esa afirmación de “dicen que la prostitución es empoderante”, como ocurre con muchas otras, aparece sin referencia. ¿Por qué? Porque en realidad ninguna referente ni organización de trabajadoras lo ha dicho, pero a fuerza de repetirlo el auditorio se lo cree. También gana fuerza porque las fuentes de información hegemónicas les pertenecen, y son esas relaciones de poder las que organizan el debate mismo.

Por otro lado, es un problema generalizado el hecho de que el concepto de empoderamiento se haya tergiversado y pervertido desde su sentido original, y en ello tuvieron mucha responsabilidad las agencias de cooperación para el desarrollo. Hoy se interpreta empoderarse como experimentar un incremento de poder, hacerse fuerte, pero eso no es lo que quiere decir. El empoderamiento ocurre cuando colectivos marginalizados, sin poder político, toman conciencia de su opresión y se organizan para proponer cambios estructurales que reviertan su situación. Entonces, el empoderamiento es un ejercicio simultáneamente individual y colectivo. Nadie se empodera solo y ningún sujeto privilegiado puede hacerlo. Por tanto, lo que les empodera es la organización política colectiva y es un empoderamiento fundamentalmente frente a su estigma internalizado, que hasta entonces les decía: tú eres mala, tú te has deshonrado, tú eres una delincuente, tú no te mereces lo mismo que las demás… y entonces comprenden, yo soy una trabajadora y merezco el mismo trato y derechos que el resto de las trabajadoras.

Es difícil catalogar como víctima a una puta que se reivindica como trabajadora y reclama sus derechos. En tu libro afirmas que “la víctima es incuestionable, cuanto mayor sea su herida sexual, mayor respeto, escucha y simpatía condensa”. Ser esa víctima ejemplar es un mandato.

Como explica Doezema, en nuestro siglo los protocolos internacionales se limitaron a mencionar a la prostitución forzada, a la trata, para garantizar que las víctimas accedan a condiciones de reparación. En la medida en que se habla de prostitución forzada, se entiende implícitamente que hay otro tipo que no lo es y esa queda fuera de la cobertura de derechos. Es decir, a un lado están las víctimas, que acceden sobre el papel a derechos, y al otro lado las trabajadoras sexuales, que quedan fuera de ese acceso precisamente porque se obstinan en que decidieron ejercer. Como no se victimizan, no se les perdona haber vendido su honra en términos patriarcales, de modo que se las considerará corresponsables de la violencia que sufran. Como las que se revindican como trabajadoras no pueden ser buenas víctimas, entonces les queda personificar el resto de los significados históricos del estigma de la prostitución: mala mujer, pecadora, delincuente. En el siglo XIX Lombroso desarrolla su teoría sobre el delito femenino y le pone por nombre prostitución, de modo que esta se convierte en el arquetipo de la delincuencia con cara de mujer. Esa relación con la criminalidad es la que abona el terreno para que las difamaciones que tildan a las activistas de ser el lobby proxeneta sean fructíferas. Por eso no hacen falta pruebas, basta con acusar y el estigma hace el resto.

Pero el mandato de ser víctimas honrosas nos afecta a todes, no solo a las trabajadoras sexuales.

En el patriarcado, a los hombres se les exige probar que son hombres, pero a las mujeres cis lo que nos toca probar es que somos buenas, que no somos las putas que el pecado original dice que somos. Por eso cuando sufres violencia sexual te toca probar una reputación moral intacta que te libre del juicio de que te merecías la violencia por puta. Por eso también en la historia del feminismo hemos accedido a derechos o bien como víctimas o bien como excelentes morales, pero no porque se nos otorgara el derecho a la transgresión, al mal, en el mismo rango que un hombre. Ya he dicho que hasta el XIX no se entiende por qué las mujeres cometen delitos y que ese delito, ese mal, lleva el nombre de prostitución.

Por supuesto, todo esto también está emparentado con una cultura punitivista con la que el Estado neoliberal se desentiende de sus funciones de redistribución, abordando y limitando las demandas de justicia social a las de la justicia penal. Llevamos unas décadas observando cómo se desplaza el foco del análisis estructural de la opresión para colocarlo en los individuos, en la relación víctima y victimario con la que opera la lente penal. De nuevo, esto no es algo que se restrinja a la cuestión de la prostitución, lo vemos también, por ejemplo, en la lucha contra el cambio climático cuando el foco se centra en los consumidores en lugar de en las empresas y factores estructurales.

Este cambio de foco y endurecimiento penal tiene un impacto directo sobre las vidas y los cuerpos de las trabajadoras sexuales. Cuando se habla de la situación legal de la prostitución en España, se tiende a decir que permanece en la “alegalidad”. ¿Cómo definirías el modelo legislativo español?

Como un híbrido de modelos jurídicos. Tenemos un modelo distinto en función del nivel normativo al que atendamos. A nivel penal, España es abolicionista desde el edicto franquista de 1956 hasta nuestros días. A partir de 1995 nuestros códigos penales han comprendido diferentes grados de abolicionismo, pero siempre han considerado a la prostituta como una víctima cuyo consentimiento es irrelevante y han tipificado el lucro de la prostitución ajena, sin distinguir el lucro coactivo de la relación laboral.

Si continuamos descendiendo hasta el alterne y la tercería locativa, estas se encuentran reconocidas por jurisprudencia social desde los años 80. Y no solo lo vemos en la concesión de licencias a los clubes que realiza la administración, sino en la propia legalización de la patronal que dictaminó el Tribunal Supremo en 2004 durante el caso Mesalina. A nivel de alterne, España es reglamentarista porque controla a la prostitución zonificándola a unos espacios donde la tolera. Allí las mujeres trabajan como falsas autónomas para “empresarios” cuya capacidad potencial para imponer las condiciones es unilateral y absoluta y frente a los cuales no pueden ni siquiera denunciar la explotación laboral. Finalmente, en el último escalafón que es el callejero, la prostitución está prohibida por las ordenanzas municipales y la Ley mordaza que sanciona a los clientes de manera explícita, pero también a las trabajadoras de manera encubierta, habitualmente por desobediencia a la autoridad. Ojo porque nuestras medidas administrativas se inspiran en el modelo nórdico, que como demuestra el informe de Amnistía Internacional en Noruega o el de Médicos del Mundo Francia, lo que consiguen es desplazarlas hacia espacios de trabajo clandestinos regentados por terceros.

¿Cuáles son las consecuencias de este modelo híbrido?

La clandestinidad forzosa y la criminalización. En el libro lo documento a través de dos casos de estudio: la lucha de las AFEMTRAS contra la Ley mordaza en el polígono de Villaverde y los procesos judiciales de Evelin Rochel contra su club de alterne. Las feministas proderechos no partimos de la reivindicación de la libertad de ejercicio como hacen los regulacionistas, que actualmente los lidera la patronal del alterne en una plataforma que instrumentaliza y coapta el discurso de las trabajadoras del sexo activistas. Nosotras partimos de las vulneraciones de derechos, es decir, de los efectos y las consecuencias de las políticas en lugar de las aspiraciones y los ideales que persiguen, porque pueden ser loables, pero en la práctica se demuestra que sacrifican a las mujeres reales y concretas en aras de defender a la “mujer” en abstracto.

Antes mencionabas el giro punitivo y el feminismo no se escapa a este cambio de óptica. Al final, ofrece medidas rápidas, cortoplacistas, que pueden llegar a sonar bien, incluso a convencer, pero que no ahondan en las raíces estructurales. No son realmente transformadoras. Parafraseando a Fraisse, ¿cuál crees que es el lugar que ocupa la utopía en el movimiento proderechos?

La crítica de Fraisse me pareció pertinente, porque en apariencia solo luchamos por el acceso pleno a derechos de quienes ejercen la prostitución. Esta es una reivindicación instalada en el presente, así que Fraisse nos pregunta: ¿dónde está la utopía? Para mí, esta tiene mucho que ver con erradicar ese estigma, porque, aunque quienes sufran su dimensión estructural y lo encarnen sean las prostitutas, nos perjudica a todas.

Lo que el estigma puta castiga no es simplemente la promiscuidad. A todas nos han insultado con esa palabra en centenares de situaciones que no tenían nada que ver con el sexo, porque va mucho más allá, persigue controlar toda nuestra reputación, lo que ocurre es que en el patriarcado esa reputación está sexualizada. Como explica Guillaumin, las mujeres no tenemos sexo: somos un sexo. Fíjate como esa idea patriarcal por antonomasia se cuela en la metáfora de la venta del cuerpo de la prostitución, porque si vender servicios sexuales es igual a vender tu cuerpo, a venderte a ti misma, lo que se está queriendo decir es que las mujeres somos un sexo, que ese sexo es el núcleo de toda nuestra identidad y, lo que es peor, el almacén de nuestra dignidad.

El castigo que nos tiene reservado ese estigma se activa cuando trasgredimos los roles de género cruzando la jerarquía hacia el otro lado. Al igual que el insulto de maricón aparece cuando un hombre se feminiza, puta cae sobre ti cuando tratas de tener sexo en lugar de serlo o buscas apropiarte de libertades masculinas, de algún rasgo de autonomía. Su castigo va desde la violencia simbólica (el chiste, el aislamiento, la humillación, etc.) hasta la violencia sexual. El estigma representa una batalla crucial para los feminismos justamente porque es la clave de bóveda de la violencia sexual. Y es que, por mucho que coexista con el fetiche de la puta, la masculinidad hegemónica sigue disciplinando a las mujeres que marca como tales. Porque seguimos teniendo que renunciar a la indemnización económica cuando nos violan para resultar respetables y no putas, que es justamente lo que corea un estadio de fútbol entero cuando denuncias a tu violador: se lo merecía, por puta.

Precisamente lo que hacen las putas feministas es impugnar políticamente la voz del estigma. Si estudié este tema fue porque en el fondo estaba tratando de entender mi propia herida, mis propias experiencias de violencia sexual, y me pasé años proyectando en las trabajadoras mi trauma. Paradójicamente fueron ellas las que me dieron herramientas para cuestionarlo, para decir: oye no, no eres un sexo, por eso ni te han destruido ni te han roto. No es casualidad que tantísimas víctimas de violencia sexual hayamos encontrado consuelo leyendo Teoría King Kong de Despentes, para muchas de nosotras fue terriblemente sanador el capítulo de la violación. Porque frente al mantra de que somos un sexo su reverso, lo que ellas encarnan, es el derecho al mal, a la transgresión, a cometer riesgos y sobrevivir al abuso, a todo lo que está expresado en la frase “sola, borracha, quiero llegar a casa”.

¿Cuál sería entonces la mejor herramienta para caminar hacia esa utopía?

La sororidad, pero una sororidad radical. Esa que entiende que la guerra intrafeminista que divide a las mujeres en una jerarquía de buenas y malas es otra expresión del estigma. No se trata de defender la prostitución, se trata de practicar el feminismo con las trabajadoras sexuales, de asumir sin mistificaciones que absolutamente ninguna mujer se encuentra afuera de colaborar y resistir en una institución patriarcal. De hecho, la que más mujeres asesina en el mundo se llama matrimonio. Todas estamos peleando contra el mismo monstruo con distinto rostro y la batalla se gana a fuerza de ampliar márgenes de autonomía y derechos, hasta que lleguemos, por supuesto, a la abolición del trabajo.

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