Viernes 1ro de diciembre de 2023
CRISTINA FALLARÁS 29 NOVIEMBRE 2023 Público
El pasado 23 de noviembre, la Asociación de Mujeres de Guatemala publicaba un tuit en el que decía: "No se acabó. Para nosotras, "las otras", España no es otra. Y no lo será hasta que reconozca que el #racismo institucional y sistémico hace que las vidas de las mujeres migrantes estén en mayor riesgo de #feminicidio". Añadían un dato: "España 2023: El 42,3% de las asesinadas son mujeres migrantes".
Apenas cuatro días después de dicha publicación, un hombre asesinaba a su mujer y a la hija de ambos en el barrio madrileño de Carabanchel. La mujer era migrante. Tuvimos muchos datos a partir de entonces sobre la violencia judicial contra la madre asesinada, sobre el desamparo desde todos los ámbitos, sobre cómo el Estado las había dejado absolutamente desprotegidas. Poco o nada se reflexionó (en los medios de comunicación) sobre su condición de mujer migrante. Nunca se hace.
El 42,3% de las asesinadas... Busco otra cifra, porque las cifras son débiles si van solas, deben compararse para adquirir su verdadera dimensión. Según el INE, la población nacida en el extranjero supone un 15,5% de la población total. La diferencia entre el 42,3% y el 15,5% es un retrato de nuestra impunidad. La de una sociedad entera. Entre ambas cifras las fauces de un racismo estructural, el nuestro, mastican derechos, futuros, vidas, cuerpos. Los suyos.
Llamo a Tatiana Romero Reina, historiadora e investigadora feminista venida de México. Me dice por teléfono que "no lo miramos porque no lo vivimos". Eso es, pienso con vergüenza. Y añade: "Como dice Paul Preciado, si tú no ves la violencia es porque la ejerces". Eso es. Las mujeres migrantes viven las mismas violencias machistas, pero multiplicadas y agravadas hasta un límite que debería resultarnos insoportable, y sin embargo, o quizás por eso, no lo miramos, no las miramos.
No será porque no lo digan, lo publiquen, lo griten a los cuatro vientos. No queremos ver cómo el Estado les quita la custodia de sus criaturas a la menor posibilidad, cómo las madres pierden a sus hijos e hijas por el mero hecho de denunciar la violencia machista que sufren, cómo son castigadas por unas estructuras que las deshumanizan. Pienso en el Colectivo Madrecitas de Barcelona y su lucha sin cuartel. No queremos ver que su relación con el Estado está basada en la violencia, una violencia que se ejerce desde lo judicial, lo policial, lo sanitario, lo educativo... Todo.
Y ahora parémonos a pensar: ¿Cómo va a denunciar violencia machista una mujer si cabe la posibilidad, incluso la probabilidad, de que eso suponga perder ELLA a sus criaturas? ¿Cómo, si corre el riesgo de que la manden de vuelta a su país, sola?
Recuerdo cuando vi la foto de ambos en la prensa, asesino y asesinada. Algo se modificó en mí. Asumí que eran latinoamericanos, y no me pregunté más. Vivo en un país profundamente racista, y también lo soy, por mucho que me duela, que pelee contra ello, que me rebele. No me pregunté más. Sé que eso mismo que se modificó en mí cuando vi a la pareja, se modifica en el juez o la jueza habitualmente a la hora de enfrentar sus casos, pero a lo bestia, y la costumbre es actuar contra ellas. O no actuar en absoluto. Ese sistema judicial (el nuestro), policial (el nuestro), este Estado, el nuestro, que no solo desatendió a la madre y la hija asesinadas sino que permitió que su asesino viviera junto a ellas.
Ese algo que se modificó en mí, y que se modifica en la mirada del sistema a la hora de violentar a las mujeres migrantes, las modifica a su vez a ellas. Modifica su conciencia de sí mismas, de sus derechos, evidencia su desigualdad no solo ante la Ley, sino en todos los ámbitos, muy especialmente el económico. No solo modifica sus vidas, sino que puede quitárselas. Nuestro racismo, esa forma de no verlas, las mata. Deberíamos empezar a mirarlas. Cuanto antes.