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Escribir la historia del arte en femenino

Martes 5 de marzo de 2024

La ausencia de mujeres artistas de los grandes museos y de la historiografía artística hace urgente una nueva lectura ampliada e inclusiva que reconozca su papel y el valor de su mirada

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’Confidencias crepusculares’, Cecilia Beaux (1888) MUSEO THYSSEN

Beatriz Silva 3 de marzo de 2024 elDiario.es

El cuadro La nodriza y Julie, de Berthe Morisot, marcó un hito dentro del movimiento impresionista porque rompió en 1879 todas las convenciones de la construcción pictórica. Es excepcional por la composición, los colores y la estrategia del modelado, que parece adelantarse al fauvismo. Pero lo es sobre todo por el tema escogido. En la imagen vemos como la nodriza de la hija de Morisot, Angele, alimenta a la pequeña Julie. A primera vista podríamos pensar que se trata de una reinterpretación del viejo tema de La Virgen y el Niño pero no es así. La obra retrata una escena de trabajo. La madre no es la verdadera madre, es una nodriza y no alimenta al bebé por instinto maternal sino a cambio de un salario.

Lo más normal es que esta escena la hubiera representado un hombre (habían pocas artistas en activo a fines del siglo XIX) pero lo hizo una mujer. Una mujer artista que retrata a otra mujer amamantando una criatura que no es suya, no por instinto sino por dinero, algo insólito y único en la historia de arte. Esta obra existe porque la realizó una mujer que era consciente que la maternidad y los cuidados están lejos de la imagen idealizada que han dado tradicionalmente las artes. Sólo una mujer era capaz de reconocer que amamantar puede ser también un intercambio económico en el que dos mujeres obtienen un beneficio, una recibe un sueldo y la otra, pinta un cuadro que podrá vender. Como señala la historiadora Linda Nochlin, en La nodriza y Julie, tanto la leche como la pintura son productos que se producen o se crean para el mercado con fines lucrativos. Es una obra que se atreve a ahondar en lo que no había hecho ninguna otra antes, la relación incómoda entre maternidad, trabajo y dinero.

Berthe Morisot fue una de las principales exponentes del impresionismo pero su nombre no se nos viene a la mente de la misma manera que los de Claude Monet o Auguste Renoir. Para la mayoría de personas que visitan los grandes museos, el nombre de Tamara Lempicka es también desconocido. No tienen en la retina ninguna de sus obras a pesar que en el París de los años 20’ sus obras se cotizaban diez veces más caras que las de Pablo Picasso y era más conocida. La ausencia manifiesta de mujeres artistas de los grandes museos y de la historiografía artística, tal y como se ha escrito en el último siglo, es algo que pasa desapercibido para el gran público y de lo que se sigue hablando poco a nivel académico.

La exposición Maestras, organizada recientemente por el Museo Thyssen en Madrid, ha representado un esfuerzo por poner de manifiesto este borrado que las mujeres han experimentado en la historia del arte. Viene a sumarse a una decena de exposiciones que se han venido organizando en distintos países desde los años 70’ en las que, a través de la selección de las obras, pero también de conferencias y simposios, se intenta constatar que el papel de las mujeres en la historia del arte no siempre ha sido invisible. Hubo épocas, como el periodo de entreguerras en Europa, en que las mujeres tuvieron un rol protagónico como creadoras y un papel primordial en el desarrollo de los grandes movimientos artísticos de la modernidad, como el cubismo y el surrealismo. Nombres como el de Mela Muter, Tamara de Lempicka, Sonia Delaunay o Tarsila do Amaral, estuvieron en el epicentro de un movimiento que utilizó todo tipo de materiales y soportes para crear y en los que sus vidas y sus cuerpos se convirtieron también en herramientas para reinventar. Escenas de sexo, de masturbación o de maternidad se hicieron desde la mirada femenina e influyeron a generaciones enteras de artistas.

Esta efervescencia creativa se vio interrumpida con la llegada de la Segunda Guerra Mundial que abrió un periodo que restringió la visibilidad de las mujeres e hizo que cayeran en el olvido, no sólo ellas sino también las que les antecedieron. Desde los años 70’, han ido surgiendo, sin embargo, iniciativas para visibilizar a las artistas borradas y mostrar por qué su mirada es imprescindible pero también irreemplazable. Éstas denuncian la necesidad de hacer una relectura de la historia del arte, no sólo en clave interpretativa sino para darles el lugar que les corresponde en los museos y galerías donde su ausencia sigue siendo manifiesta.

En julio de 2018, la National Gallery anunciaba la adquisición del Autorretrato como Catalina de Alejandría de la artista barroca italiana Artemisia Gentileschi. El comunicado constataba que la obra se convertía en la número veinte hecha por una mujer que se incorporaba a una pinacoteca que atesora más de 2.300 obras. No era una excepción. Entre las mil obras expuestas en el Museo del Prado sólo hay diez cuyas autoras sean mujeres y en el Louvre, sólo aparecen veinticinco referenciadas entre más de 3.600 pinturas. Los museos de Estados Unidos están un poco mejor pero aún así, el 87% de obras expuestas son de hombres (y casi todos blancos).

Son porcentajes difíciles de aceptar porque, aún considerando la situación de inferioridad que han sufrido las mujeres a lo largo de la historia en todos los ámbitos, han existido grandes maestras en todas las épocas. En la Italia del siglo XVII, la pintora Lavinia Fontana consiguió regentar su propio taller en Bolonia y Artemisia Gentileschi obtuvo un reconocimiento similar al de sus colegas masculinos. Las obras de Gentileschi no sólo competieron con las de Caravaggio sino que aportan una mirada del mundo más rica en muchos aspectos que sólo en los últimos años ha vuelto a ponerse en valor.

En Judit y su criada, una de las pinturas expuestas por el Thyssen que sirvió de reclamo a la exposición, Gentileschi retrata la escena bíblica en que Judit escapa con la cabeza de Holofernes después de haberle decapitado. La tensión de la escena y el silencio cómplice entre las dos mujeres muestra una comprensión de la condición femenina que difícilmente un hombre habría plasmado. Las obras de Gentileschi incorporan el tema de la violencia de género antes de que existiera como concepto, alterando los relatos mitológicos de moda en su época para visibilizar la fuerza de las mujeres que siempre son mostradas como protagonistas y nunca como víctimas, incluso en episodios como el de Susana y los viejos en el que se representa el acoso sexual que sufre una joven por parte de dos hombres mayores. Pero también han permitido abrir el foco hacia otras perspectivas, como el trabajo de la artista visual Gloria Oyarzabal a partir de Susana y los viejos, para acercarse a la trata de esclavas en Ghana que ha permitido descubrir el impacto del colonialismo en el concepto de mujer en África.

¿Por qué no se ha escrito hasta ahora sobre estas cosas?¿Cómo podemos reparar el olvido? Teóricas como Griselda Pollock dicen que reescribir la historia del arte no debería traducirse en crear una historia paralela de “grandes maestras” enfrentada a la historiografía hegemónica de los “grandes maestros”, sino en hacer una relectura que obligue a contemplar la existencia de otras narrativas y de localizar y dar reconocimiento a la obra de mujeres hasta ahora infravaloradas. Esto, bajo la perspectiva de que las mujeres son capaces de ver a las mujeres de otra manera y de ver el mundo de otra manera, tal y como demuestra Berthe Morisot con La nodriza y Julie. El amor, el matrimonio, el deseo, los roles sociales, la maternidad (la deseada y la no deseada) y la guerra son cuestiones que las mujeres han abordado de manera singular en todos los tiempos porque para ellas significan cosas diferentes. Sin embargo, los museos, las galerías y la historia del arte, están rebosantes de imágenes de madres, diosas, reinas y prostitutas que son protagonistas o hacen el papel de musas pero siempre en obras firmadas por hombres que esconden su papel como creadoras.

Artemisia Gentileschi fue la primera mujer en ser admitida en la Academia de las Artes del Diseño de Florencia y tuvo como mecenas a Carlos I y a la familia Medici. Y, aunque nunca se dice, el concepto de ready made no fue inventado por Marcel Duchamp sino por Elsa von Freytag-Loringhoven que en 1913 declaró un viejo anillo de metal como obra de arte en Ornamento duradero, la primera obra de “arte encontrado”. En casi todas las épocas han existido mujeres artistas que consiguieron reconocimiento pero no las conocemos porque hemos asumido las selecciones hechas por otros como las únicas posibles. Porque la mirada de la historia del arte se ha construido escondiendo que el arte se compone de muchas más historias, historias de mujeres pero también de personas de todos los continentes y de todas las razas que están aún por escribir y descubrir.

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