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Caso Alves: la justicia asume el consentimiento

Viernes 23 de febrero de 2024

La Audiencia de Barcelona condena a cuatro años y seis meses de prisión al futbolista por violar a una joven en los baños de una discoteca. La sentencia reconoce el marco feminista del ‘solo sí es sí’

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Dani Alves, durante la lectura de la sentencia del 22 de febrero. / ACN

Adriana T. 22/02/2024 CTXT

El tribunal de la sección 21 de la Audiencia de Barcelona, compuesto por tres magistrados (una mujer y dos hombres), ha emitido esta mañana una sentencia –en la que la palabra ‘consentimiento’ aparece en 27 ocasiones–, por la que condena a cuatro años y seis meses de prisión al futbolista Dani Alves tras agredir sexualmente a una joven en los baños de una discoteca el pasado 30 de diciembre de 2022. La sentencia no es firme y Alves ya ha anunciado que recurrirá.

Dicho de otra manera: una mujer joven, que se hallaba feliz y voluntariamente de fiesta en el reservado de una discoteca en compañía de un futbolista millonario, famoso, con admiradores en todo el planeta, casado y además mucho mayor que ella, ha sido creída por la justicia al relatar que este la condujo hasta un baño donde la violó, la abofeteó y la insultó, pese a que no hubo testigos de la agresión.

La víctima, que en los últimos meses ha sido blanco de una lamentable campaña de acoso orquestada por la madre del futbolista, trató de renunciar inicialmente a la indemnización que le correspondía, probablemente asustada ante la posibilidad de que se creyera que su relato estaba motivado por intenciones espurias. Un tiempo después reconoció que la agresión le había producido secuelas psicológicas graves e iba a necesitar el dinero para poder acceder a un tratamiento reparador. Si hubiera sido atropellada en un paso de peatones nadie habría pensado que tenía que renunciar a la indemnización –que a menudo es además insuficiente para cubrir los costes del tratamiento de las secuelas– para ser creída en su relato.

En cualquier caso, no ha sido necesario que la joven haya renunciado a sus derechos legítimos. Algo está cambiando, al fin. La justicia –habitualmente ideada e impartida por hombres y mujeres privilegiados, machistas, profundamente sesgados y anquilosados en ideas rancias– empieza a entender cómo funciona el consentimiento. Y este no es, en absoluto, un logro menor.

Venimos de un paradigma punitivista descaradamente tramposo que exige a las mujeres una conducta de víctimas perfectas y una capacidad probatoria rayana en lo imposible, puesto que hablamos de crímenes y delitos que suelen producirse en la intimidad. Ese mismo marco punitivista acusa después a las mujeres de hundirles la vida a los hombres a los que denuncian, responsabilizándolas a ella de las condenas draconianas que impone la justicia cuando no le queda más remedio. Frente a ese sinsentido, emerge un nuevo planteamiento basado en el consentimiento, en el que ni las víctimas son perfectas, ni los agresores monstruos irrecuperables, sino solo mujeres que piden ser respetadas cuando dicen ‘no’ y hombres que han de responder por sus actos.

Todavía queda mucho camino por recorrer. En caliente, y con la sentencia recién salida del horno, muchas reacciones furibundas exigen más años de condena, o aseguran que el futbolista ha comprado parcialmente su libertad al disponer de dinero para indemnizar a su víctima.

Aunque así fuera, se nos olvida que hace muy poquitos años la mujer agredida ni siquiera se hubiera atrevido a denunciar, que la discoteca no habría contando con ningún protocolo para atenderla (como de hecho sí ocurrió) y que la sociedad –los medios de comunicación, los tertulianos, los forofos futboleros– no la hubiera creído con casi total seguridad. Se nos olvida que en caso de haber acudido a la justicia se habría visto cuestionada hasta la náusea y obligada a demostrar heridas físicas y psicológicas de toda índole. Tal vez habría sufrido, como sufrió la víctima de La Manada, que un detective la espiara durante meses para decidir si su vida se estaba tambaleando lo suficiente. Tal vez el juez le habría preguntado, como ocurrió durante el juicio por el asesinato de Nagore Laffage, si era muy ligona y solía subir alegremente al piso de alguien que acababa de conocer. Su vida –sus parejas, su profesión, sus ligues anteriores, sus noches de fiesta– habría sido expuesta con crueldad y usada como arma contra ella. Queda mucho camino por recorrer, sí, pero todo apunta a que, gracias al feminismo, por fin estamos caminando en la dirección correcta.

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