Olvidar la libertad

Santiago Alba Rico*

Texto elaborado por el autor para la web del 75º aniversario de la II República Española
(www.nodo50.org/republica)
Publicado > Madrid, 11 de abril de 2006

"Hubo que matar, desterrar o embridar a toda una generación para que un nuevo pueblo español empezase una nueva vida sin el recuerdo de la libertad. Apenas los españoles olvidamos la libertad, volvió el rey, nos perdonó de todo corazón y nos permitió votar incluso a los comunistas".

Acto de homenaje en el cementerio de Paterna a los que dieron su vida por defender la República española [Foto: Universidad de Valencia, 2005]

Lo que llamamos en España "transición democrática" oculta en realidad este paradójico y terrible acto de generosidad: después de 40 años de fusilamientos, desapariciones, torturas y represalias, los vencedores perdonaron a los vencidos; tras asesinarlos, golpearlos, encadenarlos y amordazarlos durante 40 años, los verdugos accedieron finalmente a perdonar a sus víctimas. No fue una casualidad quizás que se necesitaran precisamente cuatro décadas. Ese es el tiempo que los judíos vagaron por el desierto, episodio que el gran Ibn Jaldun, historiador tunecino del siglo XIV, explica en su Muqadima como una sutileza de Moisés: había que esperar a que muriera la generación que había vivido en Egipto para que un nuevo pueblo judío empezase una nueva vida sin el recuerdo de la esclavitud. En España ocurrió lo mismo pero al revés: hubo que matar, desterrar o embridar a toda una generación para que un nuevo pueblo español empezase una nueva vida sin el recuerdo de la libertad. Apenas los españoles olvidamos la libertad, volvió el rey, nos perdonó de todo corazón y nos permitió votar incluso a los comunistas.

España es post-moderna sin haber sido nunca moderna (o sólo la jornada de vida de una mariposa). España ha superado a Marx sin haber superado la monarquía. Soy un gran defensor de los reyes; no quiero hacerlos desaparecer sino conservarlos encerrados en los cuentos. También soy un gran defensor de los dioses; no quiero matarlos sino mantenerlos confinados en los mitos. La obra de Shakespeare, es verdad, no podría titularse El presidente Lear; no creeríamos en los poderes de Excalibur si la espada hubiese sido arrancada de la piedra por el brazo del Presidente Arturo y ningún niño esperaría jamás ningún regalo de los Presidentes Magos (del mismo modo que sin Dios la Biblia resultaría más bien sosa). Pero los cuentos tienen que defenderse de la realidad para preservar su potencia educativa como las constituciones tienen que protegerse de los reyes para que no se conviertan en ficción. Confundir un cuento y una constitución es tan insensato y peligroso como confundir las palabras y las cosas y querer luego saciar el hambre de los que piden pan repartiendo listas de quesos o recetas de cocina. Los reyes, que hacen verosímiles las leyendas, convierten en pura leyenda la democracia. Durante quinientos años ­salvo dos brevísimos parpadeos- España ha sido sólo un cuento; y hoy el cuento de España, y el mito de la Transición, sirve básicamente para mantener en el trono a un usurpador.

No se puede sobrevalorar la República como no se puede sobrevalorar el hecho de respirar. La República es sólo una Forma y en la última nuestra, tan corta y asediada, cupieron cuartelazos azules y rojos y gobiernos de todos los colores. Pero si se trata de política no cabe elegir entre una Forma y un Rey de la misma manera que, si se trata de respirar, no cabe elegir entre tener pulmones o tener un sombrero; o entre el oxígeno y las camisas de seda. La República no es una garantía, pero tampoco es una opción: es a la política lo que la atmósfera a la naturaleza. Es lo mínimo, como lo es el suelo bajo los pies; es normal como el aire; es trivial como una patata; es prosaica como un pañuelo con cuatro nudos para protegerse del sol. Eso es lo que queremos porque amamos los verdaderos cuentos y las verdaderas constituciones. Eso es lo que queremos porque ambicionamos absolutamente un gobierno prosaico. Eso es lo que queremos, además, porque en España es lo justo: el único pueblo español todavía soberano es ése, ya muerto, que en 1931 mandó a Alfonso XIII al exilio. Ningún desierto puede ilegalizar esa decisión; ningún cuento puede revocarla.

En la antigua república romana la majestas (término del que se deriva el castellano "majestad") indicaba la instancia suprema de la soberanía del pueblo y es tan triste como elocuente la evolución histórica del concepto. Seamos tolerantes: en el ámbito cultural, podemos seguir hablando de "reyes del deporte", "reinas de la belleza" y "príncipes de la elegancia"; pero en política, la democracia no admite ningún otro rey ni ninguna otra majestad que la voluntad de los ciudadanos. Esa modesta tontería es la República. Y luego ya veremos.

* Santiago Alba Rico (1960) es licenciado en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Entre 1984 y 1988 fue guionista del apartado "Los electroduendes" del programa La bola de cristal (TVE), experiencia  recogida en dos selecciones de guiones publicadas por le editorial Virus: Viva el mal, viva el capital y Viva la economía, viva la CIA. Ha  escrito numerosos ensayos de antropología, filosofía y política, entre los  que cabe destacar Dejar de pensar (Akal), Volver a pensar (Akal), Las reglas del caos (Anagrama), La Ciudad intangible (Hiru), El islam  jacobino (Hiru) o Torres más altas. En 1995 fue finalista del Premio  Anagrama de Ensayo. Desde hace dieciséis años vive en el mundo árabe y ha traducido al poeta egipcio Naguib Surur y al escritor iraquí Mohamed Judayr. Colabora desde hace años con Rebelión, así como con otros medios de prensa digitales y en papel.

Textos de Alba publicados en Rebelion.org 

 

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