Prisioneras entre muros cambiantes. A menudo, cuando pienso en la situación de las mujeres, me vienen a la mente esas palabras de Cernuda [2] (aunque, como pueden figurarse, él no las decía refiriéndose a nosotras). Hemos derribado en muy poco tiempo enormes y variados muros: legales, mentales, espaciales, profesionales… pero comprobamos que algunos se vuelven a reconstruir un poco más allá, con otra forma y con otros materiales.
No estoy negando nuestros enormes avances -pues hacerlo equivaldría a olvidar los velos, ataduras, prohibiciones, sometimientos en los que vivíamos no hace tanto- pero forzoso es constatar que seguimos prisioneras entre muros cambiantes, algunos de los cuales parecen inamovibles.
Descorazona ver cómo continúan los asesinatos de mujeres, cómo la violencia y las agresiones no cesan, como caen redes de pedófilos (lo cual significa que se renuevan constantemente), cómo la prostitución sigue pujante, moviendo millones de euros y gozando del beneplácito y complacencia de buena parte de la opinión pública.
Puesto que nadie medianamente coherente ignora que somos seres construidos, preciso es preguntarse por los mecanismos que fabrican el caldo de cultivo necesario para que pervivan y se reproduzcan tantas y tales tropelías y salvajadas. El patriarcado sigue vivo y en él se cimenta una estructura simbólica y un universo imaginario que educan en el convencimiento de que las mujeres somos seres de menor cuantía, seres al servicio del varón. A su servicio en todos sentidos: desde la comida hasta la cama. Desde el nacimiento hasta la muerte (incluida la muerte por asesinato).
¿Y cuál es el papel del relato de ficción audiovisual en todo esto? Fundamental.
En primer lugar por la importancia que tiene en nuestro mundo. Recordemos las casi cuatro horas de televisión que consumimos la día (y la televisión no es la única pantalla que ocupa nuestra vida). Pero su trascendencia no radica solamente en el tiempo que le concedemos sino en la influencia que sobre nosotros ejerce. Basta con que los medios aireen cualquier acontecimiento, personaje o fenómeno para que cobre una importancia desmesurada, sin relación directa con su valor o con su incidencia real en nuestras vidas. Si le conceden importancia a un asunto, sabemos que nos van arrastrar en esa espiral de “interés”. E inversamente, lo que los medios audiovisuales silencian u ocultan no existe. Comparemos la mortalidad de la gripe aviar o la gripe NH1N1 con la que ocasiona la malaria, por ejemplo y comparemos el lugar mental y emocional que ambas enfermedades han ocupado en nuestro mundo. Pues igual ocurre con todo.
No podemos olvidar, además, que los relatos mediáticos en general y los audiovisuales en particular no se limitan a mostrar. Forzosamente (al margen incluso de cuáles sean las intenciones explicitas y conscientes de sus creadores) generan un punto de vista, una posición moral, simbólica y emocional sobre lo que muestran (o sobre lo que silencian). Y, por último, hemos de tener en cuenta que el lenguaje audiovisual goza de una enorme capacidad para situarnos en el lugar de la representación, para construir puntos de vista, para asignarnos un determinado lugar en el mundo creado. Son, por lo tanto, potentes artefactos de educación sentimental.
En cualquier caso, el impacto que en nosotros produce un relato, su capacidad para condicionar nuestra manera de ser y estar en el mundo, nada tiene que ver con el hecho de que sea verdad o mentira, ficción o realidad (esto de “realidad” hay que ponerlo entre comillas pues no se debe confundir lo real con la realidad que, siempre, es una construcción humana). Lo que importa de un relato es su poder, su capacidad para ser fuente de realidad. Pensar: “Bah, es sólo cine, entretenimiento. Sabemos poner las cosas en su sitio y distinguir”… resulta de una nefasta ingenuidad. Comparen el impacto que puede tener a la hora de enfrentarnos a nuestros miedos, nuestras esperanzas, nuestros deseos, cualquier film fantasioso (tipo Crepúsculo, Matrix, Spiderman y otros Supermanes, elfos o trasgos) con esta verdad: un triángulo equilátero tiene tres lados iguales.
Pues bien, en el 90% de las ficciones que llegan a nuestras pantallas el protagonismo está acaparado por figuras masculinas. De modo que el primer mensaje que nos lanzan es éste: los varones son los seres que importan, los que de verdad encarnan el significado de lo humano.
Fíjense lo mal que suena lo anterior si lo verbalizamos. En efecto, gracias a nuestra lucha, hemos conseguido –y en pocos años- que un aserto de ese calibre nos parezca brutal y lo rechacemos. Los mensajes audiovisuales son actualmente mucho más brutales y, sin embargo, ante ellos nuestra capacidad crítica se muestra adormecida pues nos fallan los filtros racionales. No nos parece que “digan” nada o que digan las barbaridades que dicen. Y es que, más que decirlo, lo que hacen es darlo por hecho, crear un mundo donde “naturalmente” las cosas son así. Y por ello resultan tan eficaces.
Al centrar masivamente las historias en los varones, el relato audiovisual socialmente compartido nos predica que los varones saben, descubren, resuelven, van, vienen, hablan, actúan, se interrelacionan. En torno a ellos se organiza la trama. El espacio y el tiempo se segmentan según sus necesidades. El mundo les pertenece. Inversamente, niega a las mujeres el estatuto de sujetos. Les asigna el rol de seres vicarios, de menor cuantía, que existen en función de otros seres, los verdaderos protagonistas. Las mujeres quedan reducidas a una peripecia más de las que conforman la gran aventura viril. Aparecen cuando los varones tienen que vivir el capítulo erótico-amoroso. Son un parque temático al que el varón acude a solazarse.
A menudo la verdadera pasión, la verdadera historia, los núcleos significativos que importan discurren exclusivamente entre varones. Varones guapos o feos, buenos o malos, cobardes o valientes, pacificadores o guerreros, divertidos o siniestros… Todo tipo de seres que pueblan un mundo siempre masculino en que los personajes femeninos son anecdóticos y marginales. Pensemos en ISI&DISI, en La guerra de las galaxias, en Días de fútbol, en El señor de los anillos, en Naúfrago, en Mortadelo y Filemón, en Invictus, Celda 211, etc.
En definitiva, lo que importa, los verdaderos deseos -para bien y para mal- discurren entre hombres. Pero, cosa extraña, el deseo sexual se vive, sin embargo, con mujeres. Esta loca dicotomía tiene nefastas consecuencias. Crea una actitud neurótica y agresiva en el varón. En efecto, sentirse atraído por alguien que no merece tu estima genera irritación. Forzosamente se vive como una debilidad insoportable: “¿Cómo es posible que este ser de menor cuantía tenga un poder sobre mí?”.
Una masculinidad agresiva, misógina y homófoba
Esta construcción del mundo ficcional como un mundo de hombres donde sólo ellos importan y donde las mujeres no significan nada llega, a veces, a extremos delirantes. Así en El sargento de hierro (Clint Eastwood, 1986). Clint Eastwood interpreta a Tom Highway, sargento de artillería del cuerpo de Marines y veterano condecorado de varias guerras incluida la de Vietnam. La película nos lo muestra como soldado heroico, valiente, invencible en las peleas, honesto, exigente con los soldados y “simpáticamente” borrachín, pendenciero, asocial, machista, agresivo y arbitrario. Estos atributos son presentados en el film como positivos o, al menos como justificados. Así, por ejemplo, el excesivo consumo de alcohol se construye como un complaciente y festivo rasgo de virilidad. Igual ocurre con sus pendencias y agresividad pues tanto unas como otra aparecen emocionalmente respaldadas por el relato y, además, todos los personajes que le reprochan tales conductas son pusilánimes, antipáticos o cobardes cuando no una mezcla de la tres cosas.
Analicemos cómo empieza el film. Como telón de fondo a los títulos de crédito, vemos imágenes de varias acciones de combate donde intervienen marines. Esas imágenes se complementan con otras que nos muestran a soldados heridos ayudados de diversas maneras por sus compañeros. Las escenas, de marcado tono documental, están en blanco y negro y son presentadas como pertenecientes a guerras de la segunda mitad del pasado siglo donde han intervenidos tropas americanas. Su objetivo es familiarizarnos con el pasado heroico del protagonista.
La secuencia que nos interesa es la inmediatamente posterior a la que acabo de evocar. Es la primera del relato propiamente dicho y sirve para presentarnos al protagonista. Antes de hacerse visualmente presente, su voz ya ocupa el espacio narrativo, es, pues, el dueño del relato. ¿Y qué nos cuenta? Pues sus andanzas por los prostíbulos del Vietnam.
Sexo y ejército. Pero mientras que el ejército es una razón de ser, un constituyente esencial, el marco estructural -físico y mental- en el que se desarrolla el film, las mujeres no pintan nada. Son sólo “agujeros”: “Había una que tenía un chocho que era una maravilla”.
Y cuando -en contadas ocasiones en el trascurso de la película- se hace referencia a mujeres que no son prostitutas se señala bien la necesidad de que estén convenientemente acantonadas en una esfera que no se mezcle con la viril. Un hombre de verdad no puede, por ejemplo, contarle sus andanzas a su “Mami”. Si lo hace, queda ridiculizado por débil y aniñado.
Y su debilidad tiene desagradables consecuencias: fastidia ese maravilloso plan de “follar” sin descanso. Así, la “Mami” se lo cuenta a su vez a un congresista. Como el congresista es un “maricón que tiene el culo tan dado de sí que…” etc. etc. a los soldados se les prohíbe frecuentar los burdeles.
Si nos fiamos de lo que nos enseña el cine, el cuerpo de marines es disciplinado hasta lo absurdo. Cientos de filmes nos muestran que deben obedecer órdenes por salvajes e irracionales que sean. Salvo, claro está, si lo que se les dice es que no vayan de “putas”.
Entonces, por el contrario, han de ser “graciosamente insubordinados” y redoblar sus visitas a los prostíbulos. No quiero caer en la prolijidad de contar la escena pero sí es preciso resaltar que en la pelea que se desata a continuación (contra un “malo” que casualmente es feo, gordo y hortera), ambos se acusan una y otra vez de ser maricones. Asombra tanta obsesión. Ahora bien, viendo la película observamos que toda ella se desarrolla entre hombres. Acaparan el espacio visual y narrativo.
Son los que importan, los que se entienden para bien o para mal unos otros, los que se ayudan o se oponen. Sospechamos que ante tal borrado sistemático de las mujeres los varones -consciente o inconscientemente- se dan cuenta de que esa obsesión monotemática por el mundo masculino, puede resultar “sospechosa” y se curan en salud remachando de manera terca: “Maricón tú, no yo, yo follo sin parar con mujeres”. ¿Mujeres? Y aquí volvemos a lo que dijimos antes: no son mujeres, son agujeros o incordios (madre y ex esposa).
¿Qué mundo es este que nos construye la ficción audiovisual? ¿qué educación nos trasmite y, sobre todo, les trasmite a los varones? Yo personalmente estoy convencida de que para hacer avanzar el feminismo habría que actuar en la educación emocional de los y las jóvenes. Proyectar esta escena en clase y analizarla para ver qué tipo de masculinidad se propone, poniendo de manifiesto su brutalidad en general y su misoginia en particular.
Una mirada que prostituye a las mujeres
Como dije en otro lugar [3] “Josep Vicent Marqués señaló [4] que: “La paradoja de la heterosexualidad del varón está en que no le gustan las mujeres como personas”. Desear y despreciar al tiempo es una locura y constituye fuente importante de agresividad masculina hacia las mujeres pues resulta humillante sentirse ligado –es decir, “debilitado”- por el deseo hacia quien no te merece interés alguno, hacia quien consideras un ser de menor cuantía, marginal y, por lo tanto, despreciable. O mejor dicho, cuyo único interés reside en su cuerpo. En efecto, cuando se analizan las representaciones gráficas, visuales y audiovisuales que se hacen de las mujeres se comprueba que se las construye como cuerpos deseables y poco más. Cuerpos en su materialidad más alicorta, cuerpos que no encarnan ningún otro significado, cuerpos que se agotan en sí mismos”.
Así se explica la representación recurrentemente fragmentada del cuerpo femenino. No volveré sobre ello puesto que ya otras publicaciones me detuve en examinar este procedimiento de la construcción de la mujer como espectáculo [5]. Aquí sólo quiero recordar que tal segmentación reduce el cuerpo femenino a una colección de partes clasificadas en función del placer voyeurista masculino, destruyendo así la individualidad de las mujeres. Ese tipo de mostración rompe la dinámica del relato, no se inserta en ninguna necesidad dramática, ni hace avanzar la historia, ni explica nada. Su mensaje está dirigido a la más ramplona y tópica configuración del deseo masculino heterosexual: “Aquí tienes unos minutitos de regalo para que disfrutes viendo nalgas, pechos, muslos, boca. Sí, claro, pertenecen a una mujer pero lo que nos importa no es ella, sino estos apetitosos trozos de su cuerpo”. Como quien va a una carnicería a comprar chuletas de cordero para su posterior consumo. Así, y como analicé en otro lugar [6], en Pretty woman (Garry Marshall, 1990) al finalizar la presentación del protagonista masculino, sabemos muchas cosas sobre él: es inteligente, poderoso, culto, arrasador e irresistible. Los hombres lo admiran y lo buscan para hacer negocios con él; las mujeres quisieran ser su “elegida”. Hasta sabemos quién es su abogado, su chófer, una de sus ex novias; sabemos que se acaba de morir su padre… Al terminar la presentación de ella sólo sabemos que está formada por el ensamblaje de una impresionante colección de partes eróticas, que no tiene para pagar el alquiler porque gana poco y su única amiga lo dilapida. Él es un individuo completo, ella es un cuerpo fragmentado.
Por decirlo con pocas palabras: al imaginario masculino más tópico no le importan las mujeres como personas (aunque pueda usarlas). Por eso su mirada sobre ellas es una mirada que las cosifica, que las convierte en meros receptáculos del placer ajeno, una mirada que no las ve y cuyo objetivo es complacer al varón. Una mirada que las construye, en suma, como seres prostituidos.
En consecuencia, el deseo masculino no requiere reciprocidad para realizarse. O, si se quiere formular de otra manera, diremos que el deseo femenino sólo puede expresarse en una formulación pasiva: ser deseada por el dueño del deseo. Si el dueño del deseo nos desea, ya vamos bien servidas y si, además, paga ¿qué más podemos querer?
Por otra parte, la aparición de personajes de mujeres que ejercen explícitamente la prostitución u otras variantes asimiladas (strip tease, por ejemplo) es abundantísima. En el análisis que realicé para mi libro Mujer, amor y sexo en el cine español de los 90 (anteriormente citado) comprobé que había muchos más personajes femeninos que se dedicaban a la prostitución o similares que a otra cualquier ocupación. En otro trabajo recientemente publicado [7]he vuelto a comprobar que, en los 26 filmes españoles más vistos entre 2000 y 2006 dirigidos por varones, el 30,8% de incluyen personajes “que van de putas”.
La consideración de que el cuerpo de las mujeres es una mercancía cuya compra-venta no tiene trascendencia y puede formar parte de las transacciones rutinarias entre varones está muy naturalizada en el cine. Así en El penalti más largo del mundo (García Santiago, 2005) el protagonista, portero de un equipo de barrio, debe parar un penalti. Para conseguirlo, ha de estar centrado, relajado y contento. Ahora bien, él anda un poco intranquilo y descentrado porque le gusta una chica y ésta no le corresponde. Todos los amigos intentan que la situación cambie. Si la chica no lo quiere, pues nada, que se acueste con él a cambio de algo. Es el propio padre de la chica quien intenta convencerla y le promete un vestido si accede. Ya comprendemos que es mucho más importante un penalti que el cuerpo de una mujer.
La prostitución como desenfreno sexual… femenino
Como hemos señalado, la cosificación, la anulación del sujeto femenino en tanto que ser humano, lo construye como ser prostituido al servicio del placer varonil. Además, la representación audiovisual mayoritaria elude el deseo de las mujeres que, o no importa o coincide maravillosamente con el deseo masculino. Ser deseada por el dueño del deseo, esa es la meta.
El relato escenifica de las más diversas maneras este supuesto. A menudo se disfraza de feliz coincidencia: a las mujeres –y ya desde chiquititas- les gusta hacerle a los hombres lo que a ellos también les gusta. Por ejemplo, en el corto La concejala antropófaga (que es un montaje más extenso de una escena de la película Los abrazos rotos, de P. Almodóvar,) se ilustra el entusiasmo de la tal concejala por la felación: cuenta con gran énfasis lo que le gusta “chupar pollas” (y pies, ese es el toque original almodovariano). Tanto le gusta y desde tan pequeñita (desde que su escasa altura le brindaba la gran suerte de tener la boca a la altura de las braguetas varoniles) que lamenta mucho que en su entorno no hubiera ningún pedófilo. O sea que pueden existir hombres “raros”.
Vaya ¡qué mala suerte! Se supone que nos tenemos que reír. Si somos “progres”, hemos de reírnos más puesto que la concejala es de derechas. Otras veces, las mujeres actúan, no por deseo, sino por amor. Puede que a ella no le guste “chupar pollas”, ni prostituirse pero que esté dispuesta a hacerlo como muestra de cariño. Así, como comenté en otro artículo a propósito de la película Rompiendo las olas (Lars von Triers, 1995) [8]: “Al principio del film, en la secuencia de la boda, queda meridianamente planteado qué se entiende por amor y por placer. Ella le dice: “Hazme el amor” y lo que para ella –y él- significa es: “Toma mi cuerpo y disfruta con él, que mi disfrute es que tú disfrutes”.
En el desarrollo de la escena queda claro que la idea de “hacer el amor” para nada incluye el placer ni el deseo de la protagonista o, si se quiere, incluye la idea de que el placer y el deseo de ella es sola y exclusivamente el deseo y el placer de él. Estamos, pues, ante un placer vicario que se define en relación al otro. Así, como dijimos antes, placer para las mujeres es dar placer.
Y si para dar placer hay que pasar por el sufrimiento e incluso la muerte, pues se pasa.
Siguiendo tal planteamiento, cuando más tarde él le pide que “haga el amor con otros”, se entiende que le está pidiendo que haga con otros los que antes hacía con él: poner su cuerpo a disposición de diversos varones –los que sean, da igual y éste es un agravante- para que ellos disfruten usándolo, a fin de que su amante esposo también disfrute, en una cadena en la que, vuelvo a repetir, el único deseo y placer que queda excluido es el de ella. La protagonista de este film, como ama a su esposo (suprema justificación para que las mujeres acepten cualquier tropelía y salvajada) hará lo que él le pide aunque tenga que vomitar, ser despreciada, lastimada e incluso asesinada. Grandioso.”
Si no se tiene en cuenta el deseo ni el placer de las mujeres, se da carta blanca al varón para plasmar su propio deseo e imponerlo. Y así, por ejemplo, las escenas de sexo de las películas repiten machaconamente este mensaje: al orgasmo femenino se llega sólo con la penetración y dura lo que dure el orgasmo masculino. O sea, el coito es el alfa y la omega y su variante es la felación. Punto [9].
Más ampliamente, se postula que la mujer “naturalmente” ha de disfrutar con lo que el varón disfrute. De ahí que se construya a los personajes femeninos que ejercen la prostitución como seres llenos de “entusiasmo vocacional por el oficio”. Muestran alegría, dinamismo, ganas de vivir. En oposición, los personajes femeninos “decentes” son desagradables, fastidiosos, irritantes, ruines.
Esa dicotomía aparece en muchos y variados filmes. Desmontando a Harry(Woody Allen, 1997), Ochocientas balas (Álex de la Iglesia, 2002) o Airbag (Bajo Ulloa, 1997), por citar sólo algunos ejemplos. Las mujeres de estos filmes se distribuyen en dos bloques bien delimitados: “las decentes” que son arpías, brujas, castradoras e insufribles y las prostitutas que son generosas, divertidas, que no incordian, que dan placer a los personajes masculinos sin plantearles ningún requerimiento o problemática. Y que llevan su entusiasmo tan lejos que terminan enamorándose del cliente (Airbag) o proponiendo “servicios” gratis a viejos y niños (Ochocientas balas). Hay ciertas excepciones: puede aparecer alguna jovencita que no se dedique a la prostitución y que, sin embargo, sea guapa, sumisa, complaciente y que tampoco incordie, aunque nunca te puedes fiar del todo (Desmontando a Harry).
Según el cine, la prostitución se ejerce por impulso vocacional irresistible. En Pelotazo nacional(Ozores, 1993) las mujeres se dedican a la prostitución por vicio y lujuria incontenibles. Quieren follar y como sus maridos no están a la altura de tanto desenfreno, ellas se ven obligadas a prostituirse para colmar sus ardores. Obsérvese que no recurren al procedimiento más obvio: echarse uno o varios amantes expertos y bien mandados que le hagan lo que ellas quieran. No, eso es cosa de hombres. A las mujeres lo que las satisface es que un tipo cualquiera les haga lo que él desee. Ellas no crean un guión para sus deseos porque su deseo es someterse al guión que escribe el varón. Y puede objetarse: “Bueno, es que Ozores…”. Pues lo mismo hace Buñuel en Belle de jour (1967). Como analicé en otro lugar [10]: “La protagonista -encarnada por Catherine Deneuve- tiene fantasías masoquistas y ¿cómo las realiza? No pidiéndole al marido la incorporación de rituales sadomasoquistas en su relación sexual, ni –si él se negara- buscando a un apuesto y bien mandado joven para que “la maltrate” en un guión controlado por ella misma, sino haciéndose prostituta a tiempo parcial. Es decir, poniéndose a disposición de los hombres que lleguen al prostíbulo para hagan con ella lo que quieran.
Es una realización cuanto menos extraña ya que, como señala Jutta Brückner [11]: En el seno del imaginario se realizan experiencias que no quieren o no pueden hacerse realidad porque conducen a zonas que son el límite mismo de toda experiencia. La imaginación calma los deseos fantásticos, no los deseos reales. Cuando las mujeres soñaban (y sueñan) con sujeción sexual no es por deseo, por ejemplo, de ser violada en el sucio pasillo de una casa sino por deseo de verse totalmente sumergida y perdida en sus propios deseos. [12]
Pero la película de Buñuel no lo entiende así. Es decir, no lo entiende así en el caso de la protagonista, sí lo entiende así en el caso del cliente masoquista –eminente profesor de universidad- que también gusta de ser humillado y castigado. Porque él, al contrario que ella, sí distingue perfectamente entre deseos imaginarios y plasmación de esos deseos. No deja, pues, su cátedra y se pone a servir a una marquesa tiránica que lo humille y maltrate realmente. En la realización de su fantasía sadomasoquista, él no dimite de su poder. Al contrario: elige pareja, vestuario, guión, tiempo y modos. Es decir, el cliente no quiere la realidad, quiere la fantasía, quiere una puesta en escena masoquista en la que él lleve las riendas. Quiere una representación de la que él sea el director. Pero la diferencia de planteamiento según que se hable de hombres o de mujeres es un esquema muy recurrente y base misma de todo relato patriarcal.
Y así, como dije antes, en el cine, cuando un personaje varón desea tener muchos y variados encuentros sexuales, busca y elige -sobre todo elige- mujeres voluntarias o pagadas para hacer con ellas -o para que le hagan- lo que él quiera. Una mujer que desee la promiscuidad no actúa de la misma manera, no busca chicos apañados y obedientes que le hagan lo que ella desea (incluida una azotaina, por ejemplo). No, ella se pone a prostituirse en una esquina.”
Y es que somos prostitutas vocacionales. Como señala un personaje de la película Jamón, jamón (Bigas Luna, 1992): “Todas las mujeres lleváis una puta dentro”. A lo que cabría responder que se trata más bien de que muchos hombres (no todos, menos mal) llevan dentro un prostituidor, que sueña con convertir a todas las mujeres en prostitutas (y sin pagarles).
Además de prostituidas, contentas y entusiastas
Como vengo exponiendo, el relato audiovisual hace una acendrada, entusiasta y masiva propaganda de la prostitución. En todo tipo de películas y de muy diversas maneras. La banaliza casi siempre y la trata o evoca con complacencia y humor. En Torrente 3 (Santiago Segura, 2005) uno de los personajes comenta: “a pesar de que la prostitución me parezca absolutamente vejatoria para la mujer, si me invitas...”. Y sí, con las prostitutas hay que tener buen rollito pues no en vano son muy agradables y complacientes: “¡Cómo me gustan las guarrillas!” dice Torrente en Torrente 2 (2001). Pero tampoco hay que pasarse con los miramientos. De modo que, acto seguido, el mismo personaje comenta de una -y con ella delante-: “¡Mira que es fea, la joia, pero cómo chupa!”.
La inmensa mayoría de los filmes dirigidos por varones y que abordan el asunto tienen un denominador común: la prostitución es un oficio como otro cualquiera. Ya señalé en otro lugar [13]: “Aunque todos los estudios psicológicos concuerden en que el ser humano necesita en torno suyo un espacio y que la trasgresión de ese espacio se vive como agresión, en el cine parece que las prostitutas tuvieran una estructura psíquica diferente. Ellas no tienen esos reparos basados en fuertes esquemas psicológicos que deban violentar, tales como la intimidad, la inviolabilidad del espacio corporal que psicológicamente necesitamos y que sólo dejamos que traspase gente especial, la repugnancia a tocar (y no digamos nada a chupar) un cuerpo extraño, etc. El ejercicio de tal actividad no conlleva humillación, ni desvalorización, ni asco, ni sufrimiento de ninguna suerte, así es que, para pasar la noche en una acera esperando que cualquiera pida precio por “una mamada” no hay que recurrir a ningún tipo de estimulante ni droga legal o ilegal (Pretty woman, por ejemplo)”.
En cualquier caso, el frenesí vocacional de las prostitutas desborda cualquier otro. Así, si un “cliente” tiene un pene grande, la prostituta se muestra encantada, lo vive como un regalo extra. En El pacto de los lobos (Christophe Gans, 2001) un grupo de hombres van al burdel. Como el amigo del protagonista tiene una serpiente tatuada en el pecho, la prostituta que lo “atiende” piensa que se trata de un brujo y se asusta. Los remilgos se acaban cuando él muestra el maravilloso tamaño de su pene (¡ah, era ahí donde residía su embrujo!). Entonces ya surge una voluntaria que se supone lo haría incluso sin cobrar. Nadie en su sano juicio se atrevería a imaginar un comportamiento similar en cualquier otro trabajo: un profesor entusiasmado porque en vez de veinte tiene cuarenta exámenes que corregir, un empleado de mudanzas que al ver un enorme y pesado mueble sonríe extasiado…
La trata no existe
En medio de tan festivo panorama, la trata de mujeres no existe, claro está. Resulta curioso comprobar el foso entre la realidad que se percibe en cualquier lugar donde se ejerce la prostitución y los relatos audiovisuales que la muestran. En el primer caso, con una simple ojeada se comprueba que casi todas las mujeres son extranjeras. No vamos a pesar que las rumanas, brasileñas, paraguayas son vocacionalmente prostitutas (aunque, como estamos comprobando, la ficción audiovisual puede dar como cierta cualquier aberración).
Lógico es deducir que la ejercen mujeres en situación de extrema necesidad.
Muchas de ellas abusadas, sometidas, esclavizadas. Pero, por supuesto, eso no se muestra. O se muestra muy pocas veces.
Un ejemplo raro es Lilya Forever (Lukas Moodysson, 2002). Excelente y durísimo film que nos cuenta cómo una adolescente rusa de 16 años, abandonada por su madre, se ve abocada a la prostitución para poder comer. Un día, conoce a un encantador chico que le promete un futuro mejor en Suecia. Así es como Lilya termina en la red de trata de mujeres. La película lo muestra sin concesiones y sin falso sentimentalismo.
Todo lo contrario de lo que hace el film Princesas (León de Aranoa, 2005). Éste plantea la propaganda moralizante de: “Rescatemos a la pobre emigrante y dignifiquemos la profesión cuando se ejerce libremente”. Ese rescate de la pobre emigrante no pasa, por supuesto, por la lucha contra la prostitución ni siquiera por la lucha contra la trata pues, si bien Zulema, la emigrante, se prostituye por necesidad y tiene que aguantar el maltrato de un tipo brutal que le promete papeles, no está sometida al control de ninguna mafia. Vino y se va siguiendo su albedrío. Depende de sí misma y de la generosidad de su amiga Caye. No estamos, pues, ante un tema de justicia ni de derechos humanos sino ante un tema de caridad. Es una lástima que las miles de mujeres de países del tercer mundo o de Europa del Este, obligadas a prostituirse, no tengan una Caye a su lado. Aunque ya me serviría de consuelo que León de Aranoa dedicara los ingresos que le genere su última película a hacer “obras de misericordia” y facilitara la liberación de algunas de las que están en nuestras calles, parques, puticlubs de carretera y pisos. En fin, Princesas ilustra la bonita teoría del libre albedrío, a saber: “No se debe obligar a nadie a ejercer de prostituta pero sí se trata de una opción personal ¿hay algo de malo?”. Y así, por contraste con Zulema, el personaje de Caye, se prostituye porque quiere. Tiene el capricho de pagarse una operación para agrandar sus mamas y se supone que este trabajo le resulta cómodo y adecuado. Hay que pasar por algún mal traguillo pero, bah, merece la pena. Por supuesto vender el cuerpo, la intimidad, el propio deseo, es algo tan leve, tan sin implicación alguna en los sentimientos, las emociones, la autoestima, que puede compaginarse con una vida totalmente convencional que incluya comida semanal en familia. Una vida cuya aspiración máxima sea encontrar a un hombre que la espere a la salida del trabajo (¿del burdel?).
Siempre pienso que los que plantean estas fábulas carecen de imaginación. No sé si Fernando León de Aranoa es capaz de pensarse a sí mismo en una acera, ofreciéndose a hombres y mujeres por igual (pues si no hay deseo, qué más da). Y no a hombres y mujeres guapísimos, sino a cualquiera de los que pueden pasar por una esquina, a los que hay decir tus tarifas (tantos euros por un griego, tantos por un francés...) e intentar negociar con ellos para que no las rebajen en exceso.
Películas que muestran la realidad
Ya mencioné Lilya Forever. Lukas Moodysson es un director exigente, que construye y maneja muy bien las claves narrativas de sus películas. Aquí la bajada a los infiernos más sórdidos de Lilya, una adolescente rusa, está contada con maestría. Su historia agrede tanto más cuanto que los espectadores y espectadoras comprendemos que está “basada en hechos reales”, por decirlo con las tópicas palabras.
Pero son pocos los films que sitúan su cámara y su punto de mira en la descripción de un contexto que suene a verdad y no a fantasía delirante y edulcorada. Otro de ellos es Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (Díaz Yanes 1995). La película muestra cómo muchos varones consideran a las mujeres objetos meramente utilitarios. Si es la suya, la “legítima”, la convierten en depositaria y guardiana de sus hijos, sus legados familiares y, por lo mismo, de su honor. En ese sentido, el símbolo máximo de la decadencia de una raza o un pueblo es que no pueda controlar a sus mujeres. Las que no son depositarias de esos bienes son putas, depositarías tan sólo de su semen y su desprecio.
Porque, en efecto, los varones que usan la prostitución desprecian profundamente a las mujeres que la ejercen ¿cómo, si no, podrían usarlas con tanto descaro y desparpajo? Las consideran poco más que animalitos obedientes que no pintan nada. Hasta el punto de que pueden estar presentes mientras los varones hacen los negocios más turbios. El personaje de Gloria vive esa total degradación hundida en el alcohol. La película cuenta su lenta y dolorosa recuperación para la vida. Recuperación que no es producto de una varita mágica sino que se basa en el propio esfuerzo y en la ayuda (ayuda que no caridad) exigente y cariñosa de otra mujer.
Monster (Patty Jenkins, 2004) gira en torno a la vida de una prostituta que vive sumida en un patético caos emocional y mental como consecuencia de los abusos sexuales que sufrió en la infancia. En la primera secuencia se nos narra cómo llega a la prostitución. Nos lo muestra como consecuencia de la profunda desestructuración psicológica que le generaron las agresiones sufridas cuando era niña.
Por último quisiera hablar de Miente (Isabel de Ocampo, 2009). Ganó muy merecidamente el Goya al mejor corto. Su directora demuestra un gran pulso narrativo y una gran inteligencia para la puesta en escena. Miente centra su historia en un personaje femenino prostituido por una de las muchas redes que se dedican a ello. Es una película de pocas palabras; sobria porque toda su fuerza se concentra en lo que muestra. La cámara sigue a su protagonista y no cae nunca en la tentación de “adornar” el relato. Así, por ejemplo, en la escena de la sodomización, el plano se centra exclusivamente en ella, en su cara, evitando cualquier otra mostración que pudiera servir de carnaza o que contaminara el horror con tintes “eróticos”. Al filmar la escena así, las imágenes nos dicen: “No estamos viendo un acto sexual sino una agresión sexual”. Isabel de Ocampo es joven, su carrera acaba de empezar y hemos de alegrarnos muchísimo de su aparición en el mundo de la creación audiovisual porque, como vengo argumentando, es esencial contar con propuestas que no se limiten a machacar una y otra vez los mismos tópicos sino que se atrevan a mirar de otra manera.
Como dijimos, la violencia contra las mujeres no es genética, sino trasmitida y aprendida (en buena parte a través de la ficción audiovisual). El hecho de que sea producto de entramados y construcciones históricas significa que es modificable. Podemos y debemos desracionalizar y deslegitimar la violencia machista. Urge hacerlo. Hemos de luchar en muchos frentes pero no cabe duda de que, para avanzar, nos será muy útil contar con ficciones audiovisuales que muestren otros puntos de vista, que eduquen en otras emociones, que nos faciliten (y faciliten a las nuevas generaciones) la elaboración de guiones de vida antipatriarcales.
Los relatos que masivamente se difunden hoy son especialmente dañinos y lesivos con la mitad de la humanidad y embrutecen y denigran a toda ella. Urge construir otras realidades humanas. Ya hemos avanzado mucho en pocos años y ya hay films que construyen otros puntos de vista. Yo personalmente confío, ante todo, en las directoras. Creo que ellas, cada vez más, reflejarán y darán eco a otras realidades, otras formas de ser hombres y mujeres que ya existen en la vida real. Animo, pues, a tod@s l@s lector@s a promover el cine realizado por mujeres.
[1] Donde habite el olvido, poema VII
[2] Donde habite el olvido, poema VII
[3] Aguilar 2010, op. Cit., pág. 146
[4] Marqués, Josep Vicent 1981. ¿Qué hace el poder en tu cama? Barcelona: Ediciones 2001, pág. 86
[5] Aguilar, Pilar (1998): Mujer, amor y sexo en el cine español de los 90, Madrid, Fundamentos, capítulo 6, págs. 113 a 137 y en Aguilar, Pilar (2010): “El cine, una mirada cómplice en la violencia contra las mujeres” en Ángeles de la Concha (coord.), El sustrato cultural de la violencia de género, Madrid, Síntesis, pag.241-276.
[6] Aguilar, Pilar (2004): ¿Somos las mujeres de cine? Prácticas de análisis fílmico, Oviedo, Instituto Asturiano de la Mujer.
[7] Aguilar, P. (2010): “La representación de las mujeres en las películas españolas: un análisis de contenido” en Fátima Arranz (Dir.), Género y cine en España, Madrid: Cátedra, pág. 211-274.
[8] “El cine, una mirada cómplice en la violencia contra las mujeres”, op. Cit. Pág. 249
[9] Nos estamos refiriendo a lo que se muestra en la mayoría de las películas lo cual no implica que se niegue la existencia (aunque escasa, eso sí) de otras variantes.
[10] “El cine, una mirada cómplice en la violencia contra las mujeres”, op. Cit. Pág. 258.
[11] Brückner, Jutta : « Pornographie. La tache de sang dans l’œil de la caméra ». Les Cahiers du Grif. 25. Pág. 122.
[12] La traducción es mía
[13] “La violencia sexual contra las mujeres en el relato audiovisual”, op. cit.
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