Ante esta situación, alega el autor, podríamos optar por hablar desde abajo. Y aunque no todos los poetas extranjeros hablan desde esa posición, ni todos los locales desde una posición altiva, lo cierto es que es imposible hablar desde la paridad –o incluso desde la humilde petición de ser escuchado y acaso reconocido- si no hay un desplazamiento básico, que es también disconformidad con lo hallado: el que nos sustrae de la familiaridad de la recepción. Podríamos entonces desprendernos de la ilusoria autoridad que nos arrogamos y asumir nuestra radical insuficiencia, sacudiendo las formas rígidas que nos abruman.
“Me he cansado de los poetas, los antiguos y los modernos; todos ellos se me antojan superficiales y mares poco profundos.
No pensaban suficientemente hondo, así que su sentir no descendía hasta los fondos.La contrapartida de la fascinación es la sumisión; cualquier idolatría genera una relación de desigualdad en la que el sujeto fascinado tiene una seria dificultad para salir de la perplejidad, del estupor, de la conciencia servil. Es verdad que este deslumbramiento –de los enamorados, los alumnos, los discípulos, los feligreses, los militantes- es sostenible en el tiempo sólo en la medida en que haya mitificación. El centramiento del Otro impide la construcción de una relación excéntrica, descentrada. Podríamos incluso diferenciar esa fascinación de la «admiración» que mantiene el reconocimiento de un don y, sin embargo, no renuncia a la labor de la crítica. La apuesta, pues, es evitar conceder a los otros la plenitud que nos negamos a nosotros mismos. Reconocer interlocutores valiosos, entonces, sin caer en el sueño de un sujeto pleno y omnipotente. Romper con la “somnolencia dogmática” decía Nietzsche, quien también insistía en que no hay buen discípulo si no es capaz de superar a su maestro.
Nunca se es suficientemente crítico y también hay que cuestionar nuestros cuestionamientos. No existe tal cosa como el “exceso de crítica”, porque impugnar o descalificar un texto no tiene nada que ver con la crítica. Ser suficientemente crítico significa que somos capaces de desmontar la autoridad del que habla. Que nos guste o no un poema es una contingencia, un accidente de nuestra biografía.[viii] Desde luego, no estoy defendiendo como pauta de legitimidad literaria el «mérito» individual –como suelen reclamar muchos de los ocupan posiciones subalternas- sino, más bien, señalando la inconsistencia de un criterio que, en nombre del mérito literario, apela de forma permanente a factores extra-literarios para seleccionar determinados textos como “publicables”. El valor literario de un poema, a pesar de esta forma de voluntarismo, no viene determinado por el “esfuerzo” individual.
[ix] La gravedad y magnitud del escándalo es tal que muy pocos cuestionan ya el hecho de que los beneficiarios (en muchas ocasiones, autores relativamente consagrados en un plano nacional) mantengan relaciones de parentesco y amistad con los jurados que asignan los premios. Una investigación empírica exhaustiva podría terminar corroborando que en el campo literario (no sólo español), los mecanismos habituales de promoción literaria no son otros que los mecanismos del amiguismo, el nepotismo y los mutuos intercambios de favores entre figuras que, a pesar de sus filiaciones ideológico-políticas, no dudan en “saltar” los límites éticos más básicos cuando así les conviene. Cuando la falta ética es una constante, lo que hay que cuestionar es también de otro orden: la carencia de regulaciones jurídico-institucionales apropiadas referentes a los concursos literarios (que facilita esta actuación ilegítima de los clanes) y, en ciertos casos, la dilapidación de los recursos públicos en premios completamente corrompidos.
[xvi] Si bien podríamos argumentar a favor de una «razón poética», lo que intento mostrar es que la «literatura» ha sido asociada históricamente con el campo de la locura. Aunque este vínculo en absoluto es fundante, que se haya efectuado esta lectura no es extraño, a raíz del fuerte cuestionamiento que el arte en general produce en torno a una racionalidad del dominio.
[xvii] Vale remarcar que, antes que una negación simple –que conduciría al «artisticismo»-, lo que intento reafirmar es un cierto pluralismo crítico, que permita el ejercicio efectivo de la crítica mutua.
[xviii] Contra la tesis de que la «poesía» no se deja subsumir por la categoría de «literatura», considero que tienen razón quienes sostienen exactamente lo contrario: aun si aceptáramos la reducción de lo literario al campo de la ficción (lo cual no es avanzar demasiado, habida cuenta de la falta de especificidad del concepto de «ficción»), tendríamos que admitir que lo poético no puede desterrar cierto grado de ficcionalización: es el caso -por mencionar un solo ejemplo- de un poema en el que el “yo poético” no coincide con el locutor material del poema. La implicación directa es clara: deberíamos reintroducir aquello que queríamos expulsar de la composición poética, esto es, la categoría de «literatura».
[xxii] Cf., el ensayo de Derrida en VVAA, Deconstrucción y pragmatismo, Paidós, Argentina, 1998, especialmente, p. 160 y ss.
[xxiii] A esta altura, señalar que los poetas forman parte de una elite cultural es una verdad trivial que sólo avergüenza a quienes se saben indignos de semejante privilegio.
[xxvi] El olvido de las herencias no es más que vanidad intelectual. Una escritura fecunda siempre está precedida por lecturas de relieve de la tradición literaria (cuestión que peligra en una época marcada por la pereza intelectual). No podría resumirlo mejor que Steiner: “Las mejores lecturas del arte son arte” (Steiner, G., Presencias reales, Destino, Barcelona, 2002, p. 29).