b. Lenta recuperación económica y reanimamiento de las luchas

Pero una vez reanudados los cauces normales del comercio mundial, y dado que la masa obrera había mermado por aniquilamiento físico en la guerra civil, en cuanto el aparato productivo se puso en movimiento, la escasa oferta de mano de obra existente presionó los salarios al alza casi sin necesidad de luchar, al tiempo que los suministros del extranjero en capital fijo, materias primas y auxiliares (combustibles) para la industria y el agro —respecto de las casi nulas exportaciones durante esos años—, repercutieron en un déficit creciente de la balanza comercial (relación entre exportaciones e importaciones), que en 1957 llegó a la cifra insostenible de 387 millones de dólares. El primero en acusar este déficit en sus arcas fue el Estado burgués español totalitario que dejó de pagar a sus trabajadores.

Hasta ese momento, Franco pensaba que la Falange era la única fuerza política con capacidad para resolver problemas sociales por la simple vía del escarmiento. Después de la guerra civil, los burócratas sindicales de ese movimiento, apoyados por el poder armado de las fuerzas del orden, sirvieron concienzudamente a su jefe disciplinando a la clase trabajadora y a los campesinos a través de los sindicatos corporativos. La adopción de semejantes estructuras políticas por parte del franquismo, a fin de conservar el equilibrio socioeconómico de la España anterior a 1931, llevaban consigo las semillas de su propia destrucción, si bien esto no fue evidente hasta después de 1969. Pero ante la huelga de tranviarios y estudiantes que comenzó el 14 de enero de 1957 en Barcelona, el “generalísimo” despertó de ese sueño simplista. Como siempre, su más fiel consejero, Carrero Blanco, le ayudaría a caer en la cuenta de que el déficit exterior de  387 millones de dólares, pedía una solución urgente que ya no fuera de compromiso.

La reactivación de la inquietud laboral se extendió a las cuencas mineras de Asturias, durante un largo ciclo conflictivo que hundió sus raíces en el cambio que el mercado del carbón había experimentado como consecuencia de la competencia de los combustibles líquidos. Ante el desmoronamiento de la, en su momento, obligada política autárquica, la patronal minera inició un proceso de reconversión en el sector, que incidió negativamente en las rentas de los trabajadores.

La primera réplica a los planes patronales se manifestó en enero de 1957 en La Camocha, al reducirse totalmente el rendimiento de los trabajadores durante varios días en demanda de una mayor retribución de los destajos. A esta reivindicación se sumó, además, el malestar general de los mineros por el incumplimiento de la legislación laboral y por la ineficacia de la representación sindical.

Paralelamente, en la cuenca del Nalón, algunos delegados sindicales venían transmitiendo, acompañados en ocasiones por comisiones de mineros, la inquietud laboral que suscitaba la desaparición de numerosas primas, restricción que se veía compensada por los incrementos salariales recogidos en la reglamentación que empezó a regir el 1 de noviembre de 1956. Este descontento se desbordó a raíz de que la patronal redujo el número de "guajes" (ayudantes de picadores), que motivaron reducciones de la producción en toda la cuenca.

Esta insatisfacción determinó que a partir del nueve de marzo de 1957, un grupo cada vez mayor de los picadores del Pozo María Luisa completaran la jornada sin haber extraído ni una sola pieza de carbón, resultando inútil la respuesta de la patronal advirtiendo que los salarios se abonarían en conformidad con el rendimiento, y posteriormente se repitió el fracaso de los sindicatos en paliar este conflicto entre los picadores del sector.

Tras el fracaso de los intermediarios, dos secciones de la Guardia Civil se emplazaron en las inmediaciones del pozo con la intención de forzar la reanudación de los trabajos, solución que siguió fracasando puesto que a pesar de que los mineros siguieron bajando al interior ninguno de ellos hizo caso de las herramientas de trabajo, aprovechando, además, la circunstancia para encerrarse en el pozo, decidiéndose a abandonarlo únicamente en el momento en que la patronal se avino a aumentar la retribución sin ejercer ningún tipo de represalias.

Cuando el día 25 se comunicó la resolución de los contratos laborales, se anunció la militarización del pozo y se realizaron varias detenciones, los mineros volvieron a encerrarse el día 26 al finalizar la jornada, siendo secundados inmediatamente por el resto de los trabajadores de la cuenca del Nalón. Mientras duró el encierro, las inmediaciones y las localidades adyacentes fueron escenario de frecuentes choques violentos, ya que la fuerza pública pretendía disolver cualquier concentración de personas. Grupos de mujeres e hijos de los mineros, se congregaron en tal número que pudieron interrumpir durante varias horas el tráfico, sembrando un clima de inquietud y de tensión en la región que ya no solo afectaba al sector hullero. Las manifestaciones y protestas se sucedieron, de forma intermitente, hasta el día 26, fecha en que los trabajadores encerrados abandonaron el interior del pozo.

El día 1 de abril se reanudaron los trabajos sin haber obtenido los mineros ninguna compensación; con todo, se empezaron a superar los temores que habían alejado a la minería asturiana de la creciente corriente de contestación laboral que venía emergiendo en diferentes focos del país desde el comienzo de la década. Este resurgimiento de "clase" quedó patente en la mayor participación obrera en las elecciones sindicales de 1957, y que permitió que por primera vez, algunos enlaces sindicales se hicieran eco del rechazo laboral y de la tensión en el sector.

Así, al comenzar 1958, en aquellas instalaciones hulleras donde mayor refrendo habian obtenido las candidaturas alternativas, los trabajadores del interior empezaron a abandonar sus faenas una vez cumplida la séptima hora de jornada. Tras persistir diez días en la misma actitud, las empresas afectadas resolvieron reducir la jornada al tiempo exigido, y por primera vez se obtuvo una reclamación.

Con este precedente los mineros perdieron el temor a las represalias y comenzaron una nueva huelga como respuesta al despido de ocho trabajadores del pozo María Luisa. Esta se puede catalogar como una huelga de solidaridad, pero en último término, también tuvo origen en reivindicaciones de carácter económico, ya que los ocho picadores habían iniciado un descenso del rendimiento como respuesta por la rebaja salarial. La paralización afectó a cerca de 20.000 trabajadores que por primera vez se pusieron de acuerdo para protagonizar una huelga, conocedores de que esto implicaba un acto ilegal de resistencia laboral.

Ante este desafío se clausuraron las explotaciones mineras afectadas, y se declaró en la zona el estado de excepción, suspendiendo durante cuatro meses los artículos 14, 15 y 18 del Fuero de los Españoles, que garantizaban la libertad para fijar su residencia, la inviolabilidad del domicilio y la obligación de entregar al presunto delincuente a la autoridad judicial antes de cumplir 72 horas de su detención. Esta declaración vino acompañada de una intensa actividad policial, reforzada con dotaciones de la Guardia Civil y de la Policía Armada, que se saldó con la detención de cerca de 300 huelguistas.

Aunque la situación laboral se fue normalizando paulatinamente tras la publicación de una nota por parte del Gobierno Civil, en la que se ordenaba la apertura de las instalaciones, las medidas represivas no cesaron. Muchos fueron desterrados, confinados a regiones empobrecidas donde se les negó la posibilidad de trabajar, fueron subsistiendo gracias a la aportación familiar y a la solidaridad de las organizaciones clandestinas.

Las secuelas de este conflicto contribuyeron en gran medida a alimentar el descontento laboral que se potenciaría en la década de los setenta. La aparición de comisiones de solidaridad, que recogían aportaciones de los mineros con destino a los represaliados, impidieron que se normalizasen las relaciones laborales.

Las huelgas de 1957 y 1958 en Asturias tuvieron una extraordinaria importancia en el marco general de la evolución histórica de la lucha de clases en la España franquista. Reflejaron el agotamiento del régimen capitalista autárquico y precipitaron la toma de decisiones que condujeron a un cambio radical en la política económica franquista, cuyo ejemplo más sobresaliente fue el Plan de Estabilización de 1959. Tras estos sucesos, fue preciso alterar el régimen de relaciones laborales, reguladas hasta entonces por la Ley de Reglamentaciones de Trabajo de 1942, que fue sustituida por la Ley de Convenios Colectivos del 24 de abril de 1958, elemento fundamental de aceleración de la lucha de clases y de que los trabajadores se tuvieran que plantear organizarse para poder negociar esos convenios. De aquí surgió el Sindicato clandestino de Comisiones Obreras.

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