“Podemos” y el cuento de
la “demanda agregada”
<<El PEQUEÑOBURGUÉS, en una sociedad avanzada y,
como consecuencia necesaria de su posición social (intermedia), por una parte se hace socialista
y, por otra, economista; es decir, está deslumbrado por las magnificencias de
la alta burguesía y simpatiza con los dolores del pueblo. Es al propio tiempo
burgués y pueblo. Se jacta en el fuero interno de su conciencia, de ser
imparcial, de haber encontrado el justo equilibrio (…)
Semejante pequeñoburgués diviniza la CONTRADICCIÓN, puesto que la contradicción
es el núcleo de su ser. Él no es sino la contradicción social en acción. Él
debe justificar en la teoría lo que es en la práctica>>. (K.
Marx: “Carta a P. V. Annenkov”
28/12/1846. Lo entre paréntesis nuestro
01. Introducción
Votantes
en todos comicios típicos de la sociedad capitalista, son los que delegan
su poder, dominio o mando —que se supone detentan soberanamente sobre la cosa
pública—, en terceras personas llamadas “candidatos” que aspiran a ejercerlo,
y donde los elegidos pasan en virtud de ese mandato
por tiempo determinado, a actuar como representantes, delegados o consignatarios
de ese poder. Pero a unas elecciones les suceden otras. Y así, desde tal perspectiva
consuetudinaria de los electores, en virtud de ceder su voto mayoritario a
los electos elegidos, la primera persona del plural: “podemos” nosotros, resulta
que por arte de birlibirloque del prestidigitador, se trueca en un continuo y permanente: “pueden”
ellos.
¿Qué
es un consignatario? Según la Real Academia de la Lengua, es la persona acreedora,
cuyo deudor le cede una propiedad para que la administre y usufructúe hasta
la cancelación de la deuda. Ergo, en la llamada democracia representativa, los
electores votantes somos unos deudores a perpetuidad,
condenados a que otros ejerzan el poder sobre nosotros. ¿Qué les debemos los
electores a los políticos profesionales en quienes delegamos el poder? Esta
es una pregunta sobre la que todos, pero en este momento muy
especialmente los señores de la flamante formación política que se autodenomina
“Podemos”, a la luz de la realidad histórica debieran meditar más detenidamente.
Sobre
todo habida cuenta de que aspiran a gobernar, al parecer convencidos de que bajo el capitalismo, es posible que las instituciones públicas moderen los
desequilibrios económicos
propios del sistema y, por tanto, están en condiciones de revertir paulatinamente
la dinámica de la desigualdad social. Tal como sostuvieron en el pasado teóricos
diversos, desde Johann Karl Rodbertus
hasta Pierre Joseph
Prouhon, pasando por John
Francis Bray y Adolph Wagner.
John Maynard Keynes fue quien encarnó la más alta y reciente manifestación
de estas teorías reformistas, por quien estos jóvenes de “Podemos” —que aspiran
a desplazar del poder a la que ellos laman “casta política” bipartidista
en España—, han demostrado especial predilección. Entre 1924 y 1929, había
conseguido forjarse como un destacado teórico de la economía política, a imagen
y semejanza de su padre, John
Neville, un catedrático de
ciencias morales en la Universidad de Cambridge. Desde allí mismo en esos
años, ambos pugnaban por reanimar al partido Liberal inglés, el de los grandes
magnates capitalistas y aristócratas de cuna, que acababa de perder las últimas
elecciones a manos del Partido Laborista. A los dos les repudiaba imaginarse
militando en esta formación política pequeñoburguesa, de composición social
mayoritariamente obrera, clase hacia cuya situación les horrorizaba que la
vida pudiera deslizarles, al mismo tiempo que mostraban tener por ella esa
especie de hipócrita compasión piadosa, que hace al hábito cristiano de la
limosna. Así explicó John hijo la contradicción que compartió con su progenitor:
<<Para
empezar, se trata de un partido de clase y esa clase no es la mía. Si voy a
defender ventajas para una parte de la sociedad, sería a favor de la que yo
pertenezco. Cuando se trata de la lucha de clases, mi patriotismo local y personal,
como el de todos los demás, con excepción de ciertos seres celosos
desagradables, se unen a los de mi propio entorno. Puedo estar influido por lo
que me parece de sentido de justicia, pero la lucha de clases me encontrará siempre
del lado de la burguesía educada>>. (John Maynard Keynes,
1925: “¿Soy
un liberal?”
O sea, Keynes
nunca dejó de orientar su pensamiento, puntos de vista y posición política en
la vida, más que nada preocupado por satisfacer su interés personal arrimado a la
clase dominante de su tiempo. Así fue como pudo enriquecerse según los datos biográficos
que aporta Wikipedia. Pero proponiendo evitar que la balanza de esa “lucha de
clases” se incline demasiado por uno de los dos extremos, lo cual explica su identificación
con el concepto sui-generis de “burguesía
educada”. O sea, un concepto preñado de hipocresía social, a sabiendas de que bajo
crisis económicas ya superadas, la burguesía sólo ha podido trascender cada una
de ellas, cometiendo crímenes de alcance social que nunca antes pudo siquiera imaginarse.
La tendencia política hacia el equilibrio
entre fuerzas económicas
que naturalmente tienden al desequilibrio. Esto es lo que fielmente reflejó
Keynes en su “Teoría General del empleo,
el interés y el dinero”. Un totum revolutum de su pensamiento apologético
entre estas tres categorías económicas, interesado en forzarlas políticamente
a que se concilien, para
impedir el inevitable proceso revolucionario
contenido en su contradicción natural,
históricamente irreconciliable. Todo ello para mantener indefinidamente
—como también anhelara Nietzsche—, el imposible y vano eterno retorno a lo mismo. Así es como Keynes demostró su predilección
político-estratégica por la burguesía. Y con tal finalidad, cayó en la deshonestidad
intelectual de omitir deliberadamente
explicar, qué es la ganancia
capitalista, en qué ámbito
de la economía se genera, cómo
y cuáles son históricamente sus necesarias consecuencias en el
curso de ese proceso.
Marx fue también de extracción social pequeñoburguesa.
Su padre, un abogado judío llamado Hirschel que había llegado a ser Consejero
de Justicia en Tréveris, corriendo
el año 1824 se bautizó reciclándose al cristianismo con el nombre de Enrique
Marx. Decidió ese cambio de fe cediendo a las presiones de la monarquía prusiana,
para conservar su empleo. Su hijo no siguió por ahí, sino que acreditó siempre
haber sido por completo ajeno al oportunismo pragmático de la conveniencia
personal. Si renegó de toda creencia religiosa y llegó a ser comunista, fue dejándose
llevar desde muy joven por su firme inclinación hacia el conocimiento de la
verdad científica, convencido de que la libertad es el conocimiento de la
necesidad, siguiendo la máxima de Prometeo: ¡¡Odio a todos los dioses!!
Muy al
contrario, Keynes orientó su intelecto según el culto oficial por el dios del
dinero bajo la forma del interés comercial. Escribió esa obra en respuesta a la
crisis económica mundial de 1929, desde la perspectiva política de su clase
social. Lo hizo, pues, como alternativa a las conclusiones de la teoría
marxista según la cual, las crisis económicas periódicas del capitalismo no tienen su causa en la esfera
de los intercambios, donde la
riqueza bajo la forma de valor económico circula,
sino donde se produce. Y orientando
su pensamiento según esta lógica
objetiva, llegó a la conclusión de que dichas crisis son cada vez más
frecuentes, dolorosas y difíciles de superar, cuyas consecuencias más y más insoportables,
acercan el horizonte de su inevitable
fin como sistema histórico de vida provisional.
Tras reconocerle a Marx el haber
demostrado que la teoría del equilibrio
económico permanente de la oferta y la demanda fue una ingenua y febril
imaginería de Jean Baptiste Say,
Keynes
hizo una crítica ideológica en toda regla a esa visión clásica del capitalismo.
Pero seguidamente se dedicó a “demostrar”,
que los desequilibrios típicos entre producción y consumo (oferta y demanda)
—según él la causa que conduce a las crisis periódicas— pueden evitarse fácilmente
apelando a medidas de política
económica implementadas por el Estado como prestamista de última
instancia.
Y para eso, tan arbitrariamente como
procediera el ingenuo Say en su momento, Keynes no ya tan ingenuamente decidió invertir el sentido de aquella
clásica relación entre oferta y demanda, suponiendo que no es la oferta de
productos la que provoca el estímulo a consumir y determina la demanda, sino al revés[1].
E insistió sobre semejante prejuicio en los tres primeros capítulos de su
famosa "Teoría general…" ya
mencionada.
Según él, esto es así porque los
individuos de condición social capitalista,
quienes como tales deciden invertir sus respectivos capitales dedicados a la
producción de riqueza con afán de ganancia, son guiados por una “percepción decisiva”:
la diferencia entre la tasa
de interés que pagan a los bancos por los préstamos que solicitan, y
la relativa mayor ganancia
que obtienen como resultado de invertir ese dinero en la producción para la
venta. Y dado que a más alta oferta
de dinero para préstamos menor tasa
de interés, desde esta perspectiva parece
como si la propensión a
invertir productivamente con ganancia, dependiera exclusivamente y en todo momento, de lo que sucede no en el ámbito de la producción, donde la ganancia se
genera, sino donde se negocia y realiza, es decir, en los mercados. Especialmente en el
mercado dinerario.
De tal modo, la continuidad del proceso productivo —que según Marx consiste
en crear riqueza con ganancia
creciente—, según Keynes depende de la creciente demanda efectiva de dinero prestado a crédito relativamente barato, es
decir, de su oferta disponible a tasas de interés por debajo de la ganancia, obtenida en cada proceso
productivo para los fines de incrementar
la demanda efectiva solvente. O sea, que para Keynes, el capitalismo no
consiste en acumular capital con ganancias crecientes a expensas de los
explotados, sino en aumentar el bienestar de la sociedad en su conjunto.
Pero siguiendo este razonamiento
apologético, Keynes observó que, en todo ese proceso, también intervienen los
individuos y familias en su doble condición de consumidores y ahorristas, quienes al contrario que los empresarios, tienden a contraer
su consumo para ahorrar con fines previsores de tiempos adversos. Y lo hacen cuanto
más elevadas sean las tasas de interés vigentes, pero sobre todo cuanto más vean
incrementar sus ingresos. Para Keynes, pues, el ahorro y la inversión son dos
actos independientes protagonizados por individuos
diferentes actuando según motivaciones también distintas y contradictorias.
Por tanto, nada garantiza que entre las dos variables económicas de la oferta y
la demanda de bienes y servicios, pueda operarse un ajuste automático ni
existir entre ellas un equilibrio permanente, que refleje la igualdad entre
producción y consumo. Y en esto no se alejó un ápice de la verdad científica.
Por ese derrotero teórico decidió el arbitrio
de invertir el sentido de la relación entre oferta y demanda, es decir, entre
las decisiones de producir y las de consumir, suponiendo que esta última determina
la primera y no al contrario. Como si económicamente pudiera demandarse algo
que no ha sido producido
[2]
. Y para seguir por ahí, debió proceder de la misma
forma torticera en que decidió eludir
lo que sucede con la ganancia como magnitud de valor
en el ámbito de la producción,
según progresa la fuerza
productiva del trabajo. Y el caso es que allí, según el progreso científico
técnico determina que un cada vez ménos número
de operarios puedan mover más medios de trabajo al mismo tiempo, la masa de
ganancia obtenida en cada proceso productivo, se pone en relación con su relativo
coste económico, contenido en los
factores que se gastan en el acto de producir riqueza. Relación que Marx sintetizó
en la fórmula matemática que llamó Tasa General de Ganancia Media, de cuyo
resultado variable dependen las decisiones que hacen a los ciclos económicos
periódicos, típicos del capitalismo en la sociedad moderna, sobre los cuales
hemos venido insistiendo desde 1997 y no volveremos una vez más aquí.
Dicho esto cabe preguntar: ¿Dónde está,
según Keynes, la posibilidad
de que el proceso tendente a incrementar la producción con ganancias crecientes
se interrumpa y malogre
periódicamente? En que se crea una situación, donde la demanda agregada de riqueza resulta ser insuficiente para
absorber todo el incremento de producto creado en cada período, es decir, que el
exceso de oferta en riqueza creada se explica, según Keynes, no ya por “la
percepción decisiva” de los empresarios, que relacionan la tasa de interés dinerario
vigente con la ganancia comercial, sino por el desequilibrio entre las
decisiones independientes entre ahorristas y empresarios que, según su
“razonamiento”, desemboca en las interrupciones periódicas violentas de la
producción durante las crisis.
De esta su conveniente y satisfactoria
elucubración, Keynes pudo concluir a modo de premisa fundamental: que las crisis económicas se producen por
el desequilibrio entre la oferta y la demanda de productos de consumo final. Situación
que se presenta cuando los individuos y las familias bajo condiciones de obtener
crecientes ingresos durante
la fase expansiva del ciclo económico,
tienden a incrementar sus ahorros, buena parte de los cuales colocan en los bancos
usufructuando la tasa de interés.
Una decisión que supuestamente provoca un descenso de la demanda para consumo,
desequilibrando su relación con la oferta de los empresarios, lo cual no menos
presuntamente, desalienta la propensión de los empresarios
industriales a invertir en la producción. Tal es la versión teórica de cuño subconsumista que ofreció Keynes
de las crisis económicas.
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[1] Una cosa
es afirmar en general, con Marx, que la oferta determina la demanda y otra, como sostenía Say, que la
oferta crea su propia demanda
en términos de igual magnitud.
[2] Es obvio
que la demanda de todo producto está implícita en lo que cada productor
proyecta previamente de él en su cabeza, cuánto y cómo. Pero otra cosa es el
acto de demandar, cuya magnitud está necesariamente condicionada por la oferta real como resultado de la producción; y aquí es necesario tener en
cuenta, que bajo el capitalismo por lo regular oferta y demanda jamás coinciden,
dada la anarquía típica de la
producción en este sistema de vida, donde cada productor o empresa particular,
decide su plan de producción independientemente
de los o las demás.