Karl MARX: Capítulo II de EL DIECIOCHO BRUMARIO DE LUIS BONAPARTE
Reanudamos el hilo de los acontecimientos.
La historia de la Asamblea Nacional Constituyente desde
las jornadas de junio es la historia de la dominación
y de la disgregación de la fracción burguesa republicana,
de aquella fracción que se conoce por lo nombres de republicanos
tricolores, republicanos puros, republicanos políticos,
republicanos formalistas, etc.
Bajo la monarquía burguesa de Luis Felipe, esta fracción
había formado la oposición republicana oficial
y era, por tanto, parte integrante reconocida del mundo político
de la época. Tenía sus representantes en las Cámaras
y un considerable campo de acción en la prensa. Su órgano
parisino, el National era considerado, a su modo, un órgano
tan respetable como el Journal des Débats; a esta
posición que ocupaba bajo la monarquía constitucional
correspondía su carácter. No se trata de una fracción
de la burguesía mantenida en cohesión por grandes
intereses comunes y deslindada por condiciones peculiares de producción,
sino de una pandilla de burgueses, escritores, abogados oficiales
y funcionarios de ideas republicanas, cuya influencia descansaba
en las antipatías personales del país contra Luis
Felipe, en los recuerdos de la antigua república, en la
fe republicana de un cierto número de soñadores,
y sobre todo en el nacionalismo francés, cuyo odio
contra los Tratados de Viena y contra la alianza con Inglaterra
atizaba constantemente esta fracción. Una gran parte de
los partidarios que tenía el National bajo Luis
Felipe los debía a este imperialismo recatado, que más
tarde, bajo la república, pudo enfrentarse, por tanto,
con él, como un competidor aplastante, en la persona de
Luis Bonaparte. Combatía a la aristocracia financiera,
como lo hacía todo el resto e la oposición burguesa.
La polémica contra el presupuesto, que en Francia se hallaba
directamente relacionada en la lucha contra la aristocracia financiera,
brindaba una popularidad demasiado barata y proporcionaba a los
leading articles puritanos materia demasiado abundante,
para que no se la explotase. La burguesía industrial le
estaba agradecida por su defensa servil del sistema proteccionista
francés, que él, sin embargo, acogía por
razones más bien nacionales que nacional-económicas;
la burguesía, en conjunto, le estaba agradecida por sus
odiosas denuncias contra el comunismo y el socialismo. Por lo
demás, el partido del National era puramente
republicano, exigía que el dominio de la burguesía
adoptase formas republicanas en vez de monárquicas, y exigía
sobre todo su parte de león en este dominio. Respecto a
las condiciones de esta transformación, no veía
absolutamente nada claro. Lo que, en cambio, vía claro
como la luz del sol y lo que se declaraba públicamente
en los banquetes de la reforma en los últimos tiempos del
reinado de Luis Felipe, era su impopularidad entre los pequeños
burgueses demócratas y sobre todo entre el proletariado
revolucionario. Estos republicanos puros -los republicanos puros
son así- estaban completamente dispuestos a contentarse
por el momento con una regencia de la duquesa de Orleans, cuando
estalló la revolución de febrero y asignó
a sus representantes más conocidos un puesto en el Gobierno
provisional. Poseían, de antemano, naturalmente, la confianza
de la burguesía ay la mayoría de la Asamblea Nacional
Constituyente. De la Comisión ejecutiva que se formó
en la Asamblea Nacional al reunirse ésta, fueron inmediatamente
excluidos los elementos socialistas del Gobierno provisional,
y el partido del National se aprovechó del estallido
de la insurrección desde junio para dar el pasaporte a
la Comisión ejecutiva, y desembarazarse así
de sus rivales más afines, los republicanos pequeñoburgueses
o republicanos demócratas (Ledru-Rollin, etc.).
Cavaignac, el general del partido republicano burgués,
que había dirigido la batalla de junio, sustituyó
a la Comisión ejecutiva con una especie de poder dictatorial.
Marrast, antiguo redactor jefe del National, se convirtió
en el presidente perpetuo de la Asamblea Nacional Constituyente,
y los ministerios y todos los demás puestos importantes
cayeron en manos de los republicanos puros.
La fracción burguesa republicana, que había venido
considerándose desde hacía mucho tiempo como la
legítima heredera de la monarquía de Julio vio así
superadas sus esperanzas más audaces, pero no llegó
al poder como soñara bajo Luis Felipe, por una revuelta
liberal de la burguesía contra el trono, sino por una insurrección
sofocada a cañonazos, del proletariado contra el capital.
Lo que ella se había imaginado como el acontecimiento más
revolucionario resultó ser, en realidad, el más
contrarrevolucionario. Le cayó el fruto en el regazo,
pero no cayó del árbol de la vida, sino del árbol
de conocimiento.
La exclusiva dominación de los republicanos burgueses
sólo duró desde el 24 de junio hasta el 10 de diciembre
de 1848. Esta etapa se resume en la redacción de una
Constitución republicana, y en la proclamación
del estado de sitio en París.
La nueva Constitución no era, en el fondo, más
que una reedición republicanizada de la Carta Constitucional,
de 1830. El censo electoral restringido de la monarquía
de Julio, que excluía de la dominación política
incluso a una gran parte de la burguesía, era incompatible
con la existencia de la república burguesa. La revolución
de febrero había proclamado inmediatamente el sufragio
universal y directo para reemplazar el censo restringido. Los
republicanos burgueses no podían deshacer este hecho. Tuvieron
que contentarse con añadir la condición restrictiva
de un domicilio mantenido durante seis meses en el punto electoral.
La antigua organización administrativa, municipal, judicial,
militar, etc., se mantuvo intacta, y allí donde la Constitución
la modificó, estas modificaciones afectaban al índice
y no al contenido; al nombre, no a la cosa.
El inevitable Estado Mayor de las libertades de 1848, la libertad
personal, de prensa, de palabra, de asociación, de reunión,
de enseñanza, de culto, etc., recibió un uniforme
constitucional, que hacía a éstas invulnerables.
En efecto, cada una de estas libertades era proclamada como el
derecho absoluto del ciudadano francés, pero con
un comentario adicional de que estas libertades son ilimitadas
en tanto en cuanto no son limitadas por los «derechos
iguales de otros y por la seguridad pública»,
o bien por «leyes» llamadas a armonizar estas
libertades individuales entre sí y con la seguridad pública.
Así, por ejemplo: «Los ciudadanos tienen derecho a
asociarse, a reunirse pacíficamente y sin armas, a formular
peticiones y a expresar sus opiniones por medio de la prensa o
de otro modo. El disfrute de estos derechos no tiene más
límite que los derechos iguales de otros y a la seguridad
pública» (cap. II de la Constitución francesa,
art. 8). «La enseñanza es libre. La libertad de enseñanza
se ejercerá según las condiciones que determina
la ley y bajo control supremo del estado (lugar cit. art. 9).
«El domicilio de todo ciudadano es inviolable, salvo
en las condiciones previstas por la ley» (cap. II. art. 3),
etc. Por tanto, la Constitución se remite constantemente
a futuras leyes orgánicas, que han de precisar y
poner en práctica aquellas reservas y regular el disfrute
de estas libertades ilimitadas, de modo que no choquen entre sí,
ni con la seguridad pública. Y esta leyes orgánicas
fueron promulgadas más tarde por los amigos del orden,
y todas esas libertades reguladas de modo que la burguesía
no chocase en su disfrute con los derechos iguales de las otras
clases. Allí donde veda completamente «a los otros»
estas libertades, o consiente su disfrute bajo condiciones que
son otras tantas celadas policíacas, lo hace siempre, pura
y exclusivamente, en interés de la «seguridad pública»,
es decir, de la seguridad de la burguesía, tal y como lo
ordena la Constitución. En lo sucesivo, ambas partes invocan,
por tanto, con pleno derecho, la Constitución: los amigos
del orden al anular todas esas libertades, y los demócratas,
al reivindicarlas todas. Cada artículo de la Constitución
contiene, en efecto, su propia antítesis, su propia cámara
alta y su propia cámara baja. En la frase general, la libertad;
en el comentario adicional, la anulación de la libertad.
Por tanto, mientras se respetase el nombre de la libertad y sólo
se impidiese su aplicación real y efectiva -por la vía
legal se entiende-, la existencia constitucional de la libertad
permanecía íntegra, intacta, por mucho que se asesinase
su existencia común y corriente.
Sin embargo, esta Constitución, convertida en inviolable
de un modo tan sutil, era como Aquiles, vulnerable en un punto,
no en el talón, sino en la cabeza, o mejor dicho en las
dos cabezas en que culminaba: la Asamblea Legislativa,
de una parte, y, de otra, el presidente. Si se repasa la
Constitución, se verá que los únicos artículos
absolutos, positivos, indiscutibles y sin tergiversación
posible, son los que determinan las relaciones entre el presidente
y la Asamblea Legislativa. En efecto, aquí se trataba,
para los republicanos burgueses, de asegurar su propia posición.
Los artículos 45-70 de la Constitución están
redactados de tal forma, que la Asamblea Nacional puede eliminar
el presidente de un modo constitucional, mientras que el presidente
sólo puede eliminar a la Asamblea Nacional inconstitucionalmente,
desechando la Constitución misma. Aquí, ella misma
provoca, pues, su violenta supresión. No sólo consagra
la división de poderes, como la Carta Constitucional de
1830, sino que la extiende hasta una contradicción insostenible.
El juego de los poderes constitucionales, como Guizot llamaba
a las camorras parlamentarias entre el poder legislativo y el
ejecutivo, juega en la Constitución de 1848 constantemente
va banque. De un lado, 750 representantes del pueblo, elegidos
por sufragio universal y reelegibles, que forman una Asamblea
Nacional que goza de omnipotencia legislativa, que decide en última
instancia acerca de la guerra, de la paz y de los tratados comerciales,
la única que tiene el derecho de amnistía y que
con su permanencia ocupa constantemente el primer plano de la
escena. De otro lado, el presidente, con todos los atributos del
poder regio, con facultades para nombrar y separar a sus ministros,
independientemente de la Asamblea Nacional, con todos los medios
del poder ejecutivo en sus manos, siendo el que distribuye todos
los puestos y el que, por tanto, decide en Francia la suerte de
más de millón y medio de existencias, que dependen
de los 500.000 funcionarios y oficiales de todos los grados. Tiene
bajo su mando todo el poder armado. Goza del privilegio de indultar
a los delincuentes individuales, de dejar en suspenso a los guardias
nacionales, de destituir, de acuerdo con el Consejo de Estado,
los consejos generales y cantonales y los ayuntamientos elegidos
por los mismos ciudadanos. La iniciativa y la dirección
de todos los tratados con el extranjero son facultades reservadas
a él. Mientras que la Asamblea Nacional actúa constantemente
sobre las tablas, expuesta a la luz del día y a la crítica
pública, el presidente lleva una vida oculta en los Campos
Elíseos y, además, teniendo siempre clavado en los
ojos y en el corazón el artículo 45 de la Constitución,
que le grita un día tras otro: «frère, il
faut mourir!» ¡Tu poder acaba el segundo domingo
del hermoso mes de mayo del cuarto año de tu elección!
¡Y entonces, todo este esplendor se ha acabado y la función
no puede repetirse, y si tienes deudas mira a tiempo cómo
te las arreglas para saldarlas con los 600.000 francos que te
asigna la Constitución, si es que acaso no prefieres dar
con tus huesos en Clichy al segundo lunes del hermoso mes de mayo!
A la par que asigna al presidente el poder efectivo, la Constitución
procura asegurar a la Asamblea Nacional el poder moral. Aparte
de que es imposible atribuir un poder moral mediante los artículos
de una ley, la Constitución aquí vuelve a anularse
a sí misma, al disponer que el presidente será elegido
por todos los franceses mediante sufragio universal y directo.
Mientras que los votos de Francia se dispersan entre los 750 diputados
de la Asamblea Nacional, aquí se concentran, por el contrario
en un solo individuo. Mientras que cada uno de los representantes
del pueblo sólo representan a este o a aquel partido, a
esta o aquella ciudad, a esta o aquella cabeza de puente o incluso
a la mera necesidad de elegir a uno cualquiera que haga el número
de los 750, sin parar mientes minuciosamente en la cosa ni en
el nombre, él es el elegido de la nación,
y el acto de su elección es el gran triunfo que se juega
una vez cada cuatro años el pueblo soberano. La Asamblea
Nacional elegida está en una relación metafísica
con la nación, mientras que el presidente elegido está
en una relación personal. La Asamblea Nacional representa,
sin duda, en sus distintos diputados, las múltiples facetas
del espíritu nacional, pero en el presidente se encarna
este espíritu. El presidente posee frente a ella una especie
de derecho divino, es presidente por la Gracia del Pueblo.
Tetis, la diosa del mar, había profetizado a Aquiles que
moriría en la flor de la juventud. La Constitución,
que tiene su punto vulnerable, como Aquiles, tenía también
como éste el presentimiento de que moriría de muerte
prematura. A los republicanos puros constituyentes les bastaba
con echar desde el reino de nubes de su república ideal
una mirada al mundo profano para darse cuenta de cómo a
medida que se iban acercando a la consumación de su gran
obra de arte legislativo, crecía por días la insolencia
de los monárquicos, de los bonapartistas, de los demócratas,
de los comunistas, y su propio descrédito, sin que, por
tanto, Tetis necesitase abandonar el mar y confiarles el secreto.
Intentaron salir astutamente al paso de la fatalidad con un ardid
constitucional, mediante el artículo 111 de la Constitución,
según el cual toda propuesta de revisión constitucional
ha de votarse en tres debates sucesivos, con un intervalo
de un mes entero entre cada debate, por las tres cuartas partes
de votantes, por lo menos, y siempre y cuando que, además,
voten no menos de 500 diputados del a Asamblea Nacional. Con esto
no hacían más que el pobre intento de ejercer como
minoría -porque ya se veían proféticamente
como tal- un poder que en aquel momento, en que disponía
de la mayoría parlamentaria y de todos los resortes del
poder del Gobierno, se les iba escapando por días de las
débiles manos.
Finalmente, en un artículo melodramático, la Constitución
se confía «a la vigilancia y al patriotismo de todo
el pueblo francés y de cada francés por separado»,
después que en otro artículo anterior había
entregado ya los «vigilantes» y «patriotas»
a los tiernos y criminalísimos cuidados del Tribunal Supremo,
Haute Cour, creado expresamente por ella.
Tal era la Constitución de 1848, que no fue derribada el
2 de diciembre de 1851 por una cabeza, sino que se vino a tierra
al contacto de un simple sombrero; cierto es que este sombrero
era el tricornio napoleónico.
Mientras los republicanos burgueses de la Asamblea se ocupaban
en cavilar, discutir y votar esta Constitución, Cavaignac
mantenía, fuera de la Asamblea, el estado de sitio en
París. El estado de sitio en París fue el comadrón
de la Constituyente en sus dolores republicanos del parto. Si
más tarde la Constitución fue muerta por las bayonetas,
no hay que olvidar que también había sido guardada
en el vientre materno y traída al mundo por las bayonetas,
por bayonetas vueltas contra el pueblo. Los antepasados de los
«republicanos honestos» habían hecho dar a su
símbolo, la bandera tricolor, la vuelta por Europa. Ellos,
a su vez, hicieron también un invento que se abrió
por sí mismo paso por todo el continente, pero retornando
a Francia con amor siempre renovado, hasta que acabó adquiriendo
carta de ciudadanía en la mitad de sus departamentos: el
estado de sitio. ¡Magnífico invento, aplicado
periódicamente en cada una de las crisis sucesivas en el
curso de la revolución francesa! Y el cuartel y el vivac,
puestos así, periódicamente, por encima de la sociedad
francesa para aplastarle el cerebro y convertirla en un ser tranquilo;
el sable y el mosquetón, que periódicamente regentaban
la justicia y la administración, ejercían tutela
y censura, hacían funciones de policía y oficio
de serenos, el bigote y la guerrera, que se preconizaban periódicamente
como la sabiduría suprema y como los rectores de la sociedad,
¿no tenían necesariamente el cuartel y el vivac, el
sable y el mosquetón, el bigote y la guerrea, que dar por
último en la ocurrencia de que era mejor salvar a la sociedad
de una vez para siempre, proclamando su propio régimen
como el más alto de todos y descargando por completo a
la sociedad burguesa del cuidado de gobernarse por sí misma?
El cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón, el bigote
y la guerra tenían necesariamente que dar en esta ocurrencia,
con tanta mayor razón cuanto que de este modo podían
esperar también una mejor recompensa por sus altos servicios,
mientras que limitándose a decretar periódicamente
el estado de sitio y a salvar transitoriamente a la sociedad por
encargo de esta o aquella fracción de la burguesía,
se conseguía poco de sólido, fuera de algunos muertos
y heridos y de algunas muecas amistosas de los burgueses. ¿Por
qué el elemento militar no podía jugar por fin de
una vez el estado de sitio en su propio interés y para
su propio beneficio, sitiando al mismo tiempo las bolsas burguesas?
Por lo demás, no olvidemos, digámoslo de pasada,
que el coronel Bernard, aquel mismo presidente de la Comisión
militar que bajo Cavaignac ayudó a mandar a la deportación
sin juicio, a 15.000 insurrectos, vuelve a hallarse en este momento
a la cabeza de las Comisiones militares que actúan en París.
Si los republicanos honestos, los republicanos puros, plantaron
con el estado de sitio de París el vivero en que habían
de criarse los pretorianos del 2 de diciembre de 1851 merecen
en cambio que se ensalce en ellos el que, lejos de exagerar el
sentimiento nacional como habían hecho bajo Luis Felipe,
ahora cuando disponen del poder de la nación, se arrastran
a los pies del extranjero, y en vez de liberar a Italia, hacen
que vuelvan a ocuparla los austríacos y los napolitanos.
La elección de Luis Bonaparte como presidente, el 10 de
diciembre de 1848, puso fin a la dictadura de Cavaignac y a la
Constituyente.
En el artículo 44 de la Constitución se dice: «El
presidente de la República francesa no deberá haber
perdido nunca la ciudadanía francesa». El primer presidente
de la República francesa, L.N. Bonaparte, no sólo
había perdido la ciudadanía francesa, no sólo
había sido agente especial de la policía inglesa,
sino que era incluso un suizo naturalizado.
Ya he puesto en otro lugar la significación de las elecciones
del 10 de diciembre. No he de volver aquí sobre esto. Baste
observar que fue una reacción de los campesinos,
que habían tenido que pagar el coste de la revolución
de febrero, contra las demás clases de la nación,
una reacción del campo contra la ciudad. Esta reacción
encontró gran eco en el ejército, al que los republicanos
del National no habían dado fama ni aumento de sueldo;
entre la gran burguesía, que saludó en Bonaparte
el puente hacia la monarquía; entre los proletarios y los
pequeños burgueses, que le saludaron como un azote para
Cavaignac. Más adelante he de tener ocasión de examinar
más en detalle el papel de los campesinos en la revolución
francesa.
La época que va desde el 20 de diciembre de 1848 hasta
la disolución de la Constituyente en mayo de 1849, abarca
la historia del ocaso de los republicanos burgueses. Después
de haber creado una república para la burguesía,
de haber expulsado del campo de lucha al proletariado revolucionario
y de reducir provisionalmente al silencio, a la pequeña
burguesía democrática, se ven ellos mismos puestos
al margen por la masa de la burguesía, que con justo derecho
embarga a esta república como cosa de su propiedad.
Pero esta masa burguesa era realista. Una parte de ella,
los grandes propietarios de tierras, había dominado bajo
la Restauración y era, por tanto, legitimista.
La otra parte, los aristócratas financieros y los grandes
industriales, había dominado bajo la monarquía de
Julio, y era, por consiguiente orleanista. Los altos dignatarios
del Ejército, de la Universidad, de la Iglesia, del Foro,
de la Academia y de la Prensa se repartían entre ambos
campos, aunque en distinta proporción. Aquí, en
la república burguesa, que no ostentaba el nombre de Borbón
ni el nombre de Orléans, sino el nombre de Capital,
habiendo encontrado la forma de gobierno bajo la cual podían
dominar conjuntamente. Ya la insurrección de junio
los había unido en las filas del «partido del orden».
Ahora, se trataba ante todo de eliminar a la pandilla de los republicanos
burgueses que ocupaban todavía los escaños de la
Asamblea Nacional. Y todo lo que estos republicanos puros habían
tenido de brutales para abusar de la fuerza física contra
el pueblo, lo tuvieron ahora de cobardes, de pusilánimes,
de tímidos, de alicaídos, de incapaces de luchar
para mantener su republicanismo y su derecho de legisladores frente
al poder ejecutivo y a los realistas. No tengo por qué
relatar aquí la historia ignominiosa de su desintegración.
No cayeron, se acabaron. Su historia ha terminado para siempre,
y en el período siguiente ya sólo figuran, lo mismo
dentro que fuera de la Asamblea, como recuerdos, que parecen revivir
de nuevo tan pronto como se trata del mero nombre de República
y cuantas veces el conflicto revolucionario amenaza con descender
hasta el nivel más bajo. Diré de pasada que el periódico
que dio su nombre a este partido, el National, se pasó
en el período siguiente al socialismo.
Antes de terminar con este período, tenemos que echar todavía
una ojeada retrospectiva a los dos poderes, uno de los cuales
anuló al otro el 2 de diciembre de 1851, mientras que desde
el 20 de diciembre de 1848 hasta la disolución de la Constituyente
vivieron en relaciones maritales. Nos referimos, de un lado, a
Luis Bonaparte y, de otro lado, al partido de los realistas colegiados,
al partido del orden, al partido de la gran burguesía.
Al tomar posesión de la presidencia, Bonaparte formó
inmediatamente un ministerio del partido del orden, al frente
del cual puso a Odilon Barrot, que era, nótese bien, el
antiguo dirigente de la fracción más liberal de
la burguesía parlamentaria. Por fin, el señor Barrot
había cazado la cartera de ministro cuyo espectro le perseguía
desde 1830, y más aún, la presidencia del ministerio;
pero no como lo había soñado bajo Luis Felipe, como
el jefe más avanzado de la oposición parlamentaria,
sino con la misión de matar un parlamento y como aliado
de todos sus peores enemigos, los jesuitas y los legitimistas.
Por fin, pudo casarse con la novia, pero sólo después
de que ésta había sido ya prostituida. En cuanto
a Bonaparte, se eclipsó en apariencia totalmente. Ese partido
actuaba por él.
Ya en el primer consejo de ministros se acordó la expedición
a Roma, que se convino en realizar a espaldas de la Asamblea Nacional
y arrancándole a ésta los medios financieros bajo
un pretexto falso. Así comenzó la cosa, estafando
a la Asamblea Nacional y con una conspiración secreta con
las potencias absolutistas extranjeras contra la república
revolucionaria romana. Del mismo modo y con la misma maniobra,
Bonaparte, formaba el 2 de diciembre de 1852 la mayoría
de la Asamblea Nacional Legislativa.
La Constituyente había acordado en agosto no disolverse
hasta después de elaborar y promulgar toda una serie de
leyes orgánicas complementarias de la Constitución.
El partido del orden le propuso el 6 de enero de 1849, por medio
del diputado Rateau, no tocar las leyes orgánicas y acordar
más bien su propia disolución. No sólo
el ministerio, con el señor Odilon Barrot a la cabeza,
sino todos los diputados realistas de la Asamblea Nacional le
hicieron saber en este momento, en tono imperativo, que su disolución
era necesaria para restablecer el crédito, para consolidar
el orden, para poner fin a aquella indefinida situación
profesional y crear un estado de cosas definitivo; se le dijo
que entorpecía la actividad del nuevo Gobierno y sólo
procuraba alargar su vida por rencor, que el país estaba
cansado de ella. Bonaparte tomó nota de todas estas invectivas
contra el poder legislativo, se las aprendió de memoria
y, el 2 de diciembre de 1851, demostró a los lealistas
parlamentarios que había aprovechado sus lecciones. Repitió
contra ellos su propios tópicos.
El ministerio Barrot y el partido del orden fueron más
allá. Hicieron que de toda Francia se dirigiesen solicitudes
a la Asamblea Nacional pidiendo a ésta muy amablemente
que se retirase. De este modo, lanzaron a la batalla contra la
Asamblea Nacional, expresión constitucionalmente organizada
del pueblo, sus masas no organizadas. Enseñaron a Bonaparte
a apelar ante el pueblo contra las asambleas parlamentarias. Por
fin, el 29 de enero de 1849 llegó el día en que
la Constituyente había de resolver el problema de su propia
disolución. La Asamblea Nacional se encontró con
el edificio en que se celebraban sus sesiones ocupado militarmente;
Changarnier, el general del partido del orden, en cuyas manos
se concentraba el mando supremo sobre la Guardia Nacional y las
tropas de línea, celebró en París una gran
revista de tropas, como en vísperas de una batalla, y los
colegiados declararon conminatoriamente a la Constituyente, que
si no se mostraba sumisa, se emplearía la fuerza. Se mostró
sumisa y regateó únicamente un plazo brevísimo
de vida. ¿Qué fue el 29 de enero sino el golpe de
Estado del 2 de diciembre de 1851, sólo que ejecutado por
los realistas juntamente con Bonaparte contra la Asamblea Nacional
republicana? Esos señores no advirtieron o no quisieron
advertir que Bonaparte se valió del 29 de enero de 1849
para hacer que desfilase ante él, por las Tullerías,
una parte de las tropas y se agarró ávidamente a
esta primera demostración pública del poder militar
contra el poder parlamentario, para hacer alusión a Calígula.
Claro está que ellos no veían más que a su
Changarnier.
El motivo que llevó especialmente al partido del orden
a acortar violentamente la vida de la Constituyente fueron las
leyes orgánicas complementarias de la Constitución,
como la ley de enseñanza, la ley de cultos, etc. A los
realistas coligados les interesaba en extremo hacer ellos mismos
estas leyes y no dejar que las hiciesen los republicanos ya recelosos.
Entre esas leyes orgánicas figuraba también, sin
embargo, una ley sobre la responsabilidad del presidente de la
república. En 1851, la Asamblea Legislativa se ocupaba
precisamente de la redacción de esta ley, cuando Bonaparte
paró este golpe con el golpe del 2 de diciembre. ¡Qué
no hubieran dado los realistas coligados, en su campaña
parlamentaria del invierno de 1851, por haberse encontrado ya
hecha la ley sobre la responsabilidad presidencial! ¡Y hecha,
además, por una Asamblea desconfiada, rencorosa, republicana!
Después de que la misma Constituyente había roto
el 29 de enero de 1849 su última arma, el ministerio Barrot
y los amigos del orden la acosaron a muerte, no dejaron por hacer
nada que pudiera humillarla y arrancaron a su debilidad y a su
falta de confianza en sí misma leyes que le costaron el
último residuo de respeto de que aún gozaba entre
el público. Bonaparte, con su idea fija napoleónica,
fue los suficientemente audaz para explotar públicamente
esta degradación del poder parlamentario. En efecto, cuando
el 8 de mayo de 1849 la Asamblea Nacional da un voto de censura
al Gobierno pro la ocupación de Civitavecchia por Oudinot
y ordena que se reduzca la expedición romana a su supuesta
finalidad, Bonaparte publica en el Moniteur, en la tarde
del mismo día, una carta a Oudinot en la que le felicita
por sus heroicas hazañas, y se presenta ya, por oposición
a los escritorcillos parlamentarios, como el generoso protector
del ejército. Los realistas, al ver esto, se sonrieron,
creyendo sencillamente que habían logrado embaucarle. Por
fin, cuando Marrast, presidente de la Constituyente, creyó
en peligro por un momento la seguridad de la Asamblea Nacional
y, apoyándose en la Constitución, requirió
a un coronel con su regimiento, el coronel se negó a obedecer,
invocó la disciplina y remitió Marrast a Changarnier,
quien le despidió sardónicamente diciéndole
que no le gustaban las baïonettes intelligentes. En
noviembre de 1851, cuando los realistas coligados quisieron comenzar
la lucha decisiva contra Bonaparte, intentaron, con su célebre
proyecto de ley sobre los cuestores, lograr que se adoptar
el principio de la requisición directa de las tropas por
el presidente de la Asamblea Nacional. Uno de sus generales, Le
Flô, había suscrito el proyecto de ley. Fue inútil
que Changarnier votase en favor de la propuesta y que Thiers rindiese
homenaje a la circunspecta sabiduría de la antigua Constituyente.
El ministro de la Guerra, St. Arnaud, le contestó
como Changarnier había contestado a Marrast, ¡y entre
los gritos de aplausos de la Montaña!
Así fue cómo el mismo partido del orden, cuando todavía no era una Asamblea Nacional, cuando sólo era ministerio, estigmatizó el régimen parlamentario. ¡Y pone el grito en el cielo, cuando, el 2 de diciembre de 1851, este régimen es desterrado de Francia!