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Núm. 3    tardor    1998     Sumari     <<<     >>>


La herejía moderna: A Osvaldo Bayer

Christian Ferrer

Hay ideas políticas que merecieron su nombre, en especial si su historia fue acumulando impugnaciones gubernamentales y connotaciones pánicas. El anarquismo es una de ellas. Extremas y excéntricas, las ideas anarquistas promovieron un pensamiento del "afuera", una ideología refractaria a los símbolos políticos de su tiempo. Desde esa horma anómala, los anarquistas aprestaron y difundieron una serie de ideas inesperadas que dieron contorno al imaginario antijerárquico, antagonista del dominio del hombre por el hombre. No sorprende que una "leyenda negra" haya acompañado la historia del pensamiento libertario: utopismo, nihilismo asocial, quimera política, fogoneros de asonadas violentas, maximalistas intratables. Las recusaciones no han sido escasas pero, aunque diversas y dichas con buena o mala fe, no dejan de ser triviales, pues la cualidad "absoluta" o "purista" de las demandas anarquistas no las transforman necesariamente en el cerrojo de una petición imposible sino en un pensamiento exigente que nunca ha favorecido fáciles transacciones políticas o éticas. De allí también que el anarquismo jamás se beneficiara de la indiferencia pública.

Es difícil ofrecer al habitante de finales del siglo XX –el siglo del aprendizaje de la sumisión al imaginario jerárquico, bajo formas despiadadas o sofisticadas – un panorama de lo que significó la invención anarquista. Aún causa asombro que haya podido imaginarse una sociedad sin jerarquías y que se hayan instaurado modos de vida e instituciones regidas por costumbres y valores libertarios, cuyo rango abarcó el anarcosindicalismo y el anarcoindividualismo , el grupo de afinidad y el amor libre, la enseñanza del antiautoritarismo en las escuelas racionalistas y la difusión de una mística de la libertad hasta los confines geográficos más inhóspitos. Quien releve los actos históricos de los anarquistas, permeados por una moral exigente y tenaz, por la invención imaginativa de actos de resistencia, por el humor paródico de índole anticlerical, por la innovaciones en el ámbito pedagógico, se encontrará con una reserva de saber refractario, producto de un maceramiento histórico que hoy está olvidado o es desconocido por las culturas de izquierda. De hecho, la supervivencia del anarquismo es, por un lado, casi milagrosa, dada la magnitud de hostilidad que debió sobrellevar y de derrotas que hubo de encajar; por otro lado, su perseverancia es comprensible: no ha surgido hasta el momento antídoto teórico y existencial contra la sociedad de la dominación de mejor calidad.

Durante la Modernidad, el anarquismo se difundió al modo de las antiguas herejías, como una urgencia espiritual que impulsó a los ideales emancipatorios a correrse más allá de los límites simbólicos y materiales permitidos por las instituciones a las que se había otorgado el monopolio de la regulación de la libertad. Quizás porque los anarquistas fueron los albaceas más fieles del ideal jacobino tanto como correas de transmisión del antiguo impulso milenarista, pudieron transformar el lema "libertad, igualdad y fraternidad" en el trípode de una mística desmesurada. En esto, el anarquismo continúa un linaje disidente: fue en el siglo XIX la reencarnación del espacio de la insolencia política que en siglos anteriores ocuparon las rebeliones campesinas centroeuropeas, las sectas radicales inglesas o los sans-culottes. En los acontecimientos animados por el movimiento anarquista se encarnaron las energías utópicas que permitieron hacer circular el reclamo de una sociedad antípoda, aún cuando los padres fundadores de "La Idea" no hayan ofrecido contornos excesivamente planificados del futuro.

En el siglo XIX tres doctrinas, liberalismo, marxismo y anarquismo se constituyeron en los vértices del tenso triángulo de las filosofías políticas emancipatorias. El siglo XX se nutrió de sus máximas, esperanzas y sistemas teóricos tanto como los puso a prueba y los extenuó. De acuerdo a troqueles distintos, tanto Stuar Mill como Marx y Bakunín estaban atravesados por la pasión por excelencia del siglo XIX: la pasión por la libertad. Hay, entre la tres ideas, canales subterráneos que las vinculan al mismo lecho ilustrado del río moderno. Pero también abismos separan a las ideas libertarias del marxismo, comenzando por el énfasis puesto por los anarquistas en la correlación moral entre medios y fines, siguiendo por su escepticismo en cuanto al rol a ser juzgado por el "partido de vanguardia" y por el Estado en los procesos revolucionarios y culminando en la confianza firme depositada por los anarquistas en la autonomía individual y en los criterios personales —sin excluir afectos ni apetencias— a la hora de tomar decisiones. Del liberalismo, los anarquistas nunca pudieron aceptar su asunción de que libertad política y justicia económica fueran polos irreconciliables. Los anarquistas prefirieron no elegir uno u otro desideratum moral, y dejaron que el impulso informante y fundante de sus ideas, la libertad absoluta, resolviera esa tensión al interior de un horizonte mental y organizacional más amplio.

Para Mijail Bakunin (quizás la figura emblemática de la historia del anarquismo) la libertad era un "mito", en el sentido en que para Georges Sorel lo era la huelga general: una acuñación simbólica capaz de contrapesar las creencias estatalistas y religiosas; pero también un "medio ambiente" pregnante, el oxígeno espiritual de espacios ilimitados e inéditos para la acción humana. Bakunin –y una larga lista de militantes anarquistas después de él— insistió en que era abyecto aceptar que un superior nos diera forma y que solo la rebelión podía higienizar al cuerpo social. En el rechazo de las palabras autorizadas y de las liturgias institucionales de Occidente los anarquistas cifraban la posibilidad de implantar avanzadas de una nueva sociedad, forjando una red de contrasociedades a la vez "adentro" y "afuera" de la condición oprimida de la humanidad. De allí que el anarquismo no consista solamente en un modo de pensar al dominio sino fundamentalmente en un medio de vivir contra el dominio. En su voluntad de "dar vuelta" el imaginario jerárquico, el anarquismo postuló los fundamentos tanto de una ciencia como de una experiencia de la libertad: la ciencia de la desobediencia como camino de autoconcientización y la experiencia de vivir cotidianamente como "espíritus libres", pues la historia es para el anarquista el "campo de pruebas" de la libertad.

Por haber hecho de la libertad un mito y por haber demandado libertades irrestrictas, el anarquismo pudo realizar una autopsia política de la modernidad. Así como Marx desveló el secreto de la explotación económica, Bakunin "descubrió" el secreto de la dominación: el poder jerárquico como constante histórica y garantía de toda forma de inequidad. La intuición teórica de los padres fundadores del anarquismo colocó la cuestión del poder en su mira: insistieron en que las desigualdades del poder son previas a las diferenciaciones económicas. Es entonces en el dominio político (y no sólo en las actividades realizadas en los procesos industriales) donde se puede hallar la clava de comprensión de la oposición entre opresores y sojuzgados. Su colofón moderno, el Estado liberal o autocrático, se constituía en garante de la jerarquización. Hoy quizás habría que identificar esa garantía, además, en otras instituciones. Pero a los anarquistas les es indiferente si un territorio es gobernado con puño de hierro o con palabras suaves, pues la zona opaca que combatieron es la voluntad de sumisión a la potencia estatal —un principio de soberanía antes que un "aparato". Todas las invenciones culturales y políticas de índole libertaria confluyen en una estrategia horizontal de la contrapotencia, negación de la representación parlamentaria que reduce las artes lingüísticas y vitales de una comunidad al juego de birlibirloque en que coinciden mayorías y minorías. Para Bakunin, las modalidades de la dominación se adaptaban a los grandes cambios históricos pero las significaciones imaginarias asociadas a la jerarquía persistían, sin excluir a las democracias, y estas mismas significaciones se constituían en interdicto, en condición de imposibilidad para pensar el secreto del dominio. A lo largo del siglo XX, ha circulado en el espacio público la cuestión de la "dignidad" económica y ha podido "tematizarse" la opresión de "genero": todo ello ya ha adquirido alguna suerte de carta de ciudadanía en tanto problemas teóricos, políticos, gremiales, académicos o periodísticos. Pero la jerarquía continúa siendo un tabú.

La idea de una camaradería humana sin estado ni jerarquías es un tabú político de la Modernidad —y de la historia— (tabú combatido, sin embargo, no solo en ciertos momentos históricos emblemáticos sino también en prácticas cotidianas que suelen pasar desapercibidas a los antropólogos de la política obsesionados con las condiciones de gubernamentalidad de un territorio o por la legitimidad de la forma-estado o por la fiscalización de sus actos). La posibilidad de abolir el poder jerárquico es lo impensable, lo inimaginable de la política; imposibilidad asegurada por las técnicas de la jerarquía que regulan los más nimios actos humanos, que presionan sobre las necesidades cotidianas, que fomentan el deseo de sumisión, y que quizás incluso hayan logrado enraizarse en el inconsciente. Para Hobbes o Maquiavelo no puede existir unidad entre el pueblo y su gobierno si no hay sumisión —voluntaria o involuntaria, legítima o ilegítima—, y no hay sumisión sin terror. Fundar una política sobre la camaradería comunitaria y no sobre el miedo fue la respuesta anarquista a la descarnada visión de aquellos pensadores políticos y para ello era preciso anular o debilitar las instituciones autoreproductivos de la jerarquía a fin de permitir que la metamorfosis social no sea dirigida por el Estado. Esta pretensión no puede sino ser considerada como una anomalía riesgosa por los bienpensantes y como un peligro por la policía.

El "genio" del anarquismo consistió en la promoción no sólo de un ideal de redención humana a futuro sino también de nuevas instituciones y nuevos modos de vivir al interior de la sociedad impugnada que a su vez intentaban relevarla (sindicatos, grupos de afinidad, escuelas libres, nuevos instrumentos pedagógicos, modos de autoorganización comunitaria y modos autogestionarios de producción.) De allí la obsesión del anarquismo por garantizar la correspondencia entre fines y medios. La disciplina partidaria, las elites iluminadas y las maquinas electoralistas son negación del grupo de pertenencia conformado por espíritus afines, de la capacidad organizativa de la comunidad y de los atributos personales. El marxismo aún no sabe como salir de sus viejas certezas autoritarias ni sacar una enseñanza libertaria de setenta años de desastre soviético. En el caso del liberalismo, las expectativas de sus promotores están fijadas en la posibilidad de hacer imperar la ley en las instituciones políticas. Pero el hecho de poder elegir en comicios a un amo no mejora a un sistema de dominación así como la fiscalización de los actos de gobierno es una tarea defensiva que por otra parte suele reforzar el imaginario jerárquico de las sociedades. El problema de la "legitimidad" del gobierno, tan importante para los filósofos políticos liberales, es para un pensamiento contrainstitucional como el anarquismo un problema mal planteado. Bakunin sostenía en el siglo XIX que los parlamentos democráticos eran "sociedades declamatorias". Y hablaba entonces de hombres que se tomaban en serio al "arte del buen gobierno" y del "bien común" y no de las mafias políticas de la actualidad, encadenadas a alianzas de poder de las que son inextirpables. La preocupación por la institucionalización de formas democráticas y por la legitimidad de los gobiernos electos menosprecia la sustancia secreta de la Razón de Estado.

La ampliación del concepto de ciudadanía y su institucionalización en el molde de la representación política fue el camino emancipatorio inverso al elegido por los anarquistas. Si las tumultuosas virtualidades de la multitud del siglo XIX encontraron en las ideas libertarias una suerte de confirmación política es porque ellas se adecuaban ductilmente a las pasiones desencadenadas del pueblo. Pero la energía oscura del lumpenproletariado o de las sediciones populares nunca han gozado de estima entre los que suponen que el funcionamiento automático de las sociedades es precondición y clave de seguridad a la hora de permitir la discusión pública de las libertades. Como los anarquistas siempre han sido forasteros de la política, saben que la jurisprudencia del perseguido es distinta a la del perseguidor. La política y la ética anarquista confiaron en artes comunitarias que eran ajenas al proceso de institucionalización de poderes modernos tanto como en la "garra" personal, que otorgó a la fuerza e insistencia de su rechazo un estilo y temple singular. También fueron la causa de que el anarquismo haya sido generador de un desorden fértil y de una imaginería política impugnadora que son ajenas a otras tradiciones políticas. Por eso es inevitable que en los momentos febriles de la historia se atisbe la presencia de anarquistas: tanto en los pronunciamientos disidentes como en la asonadas espontáneas. En buena medida, los anarquistas han sido aves de las tormentas, y quizás el nombre de un Buenaventura Durruti en el siglo XX sea la correspondencia del de Bakunin un siglo antes.

En las prácticas históricas del movimiento libertario no se encontrará tanto una teoría acabada de la revolución como una voluntad de revolucionar cultural y políticamente a la sociedad. De hecho, difícilmente podría acontecer lo que el siglo XIX conoció como "revolución" si previamente no hubieran germinado modos de vivir distintos. En la "educación de la voluntad", que tanto preocupaba a los teóricos anarquistas, residía la posibilidad de acabar con el antiguo régimen espiritual y psicológico, para el cual el Estado moderno había reconstituido una nueva correa de transmisión. En esto reside la grandeza del pensamiento libertario, incluyendo a la variante anarcoindividualista que es menos una voluntad antiorganizativa que una demanda existencial, una pulsión anticonformista. La "confianza antropológica" en la promesa humana (impulso típico del siglo XVIII) fue el centro de gravedad a partir del cual el anarquismo desplegó una filosofía política vital, que intuía que la libertad no era una abstracción ni una posibilidad futura sino un sedimento activo en la relaciones sociales, que es distorsionado o contrahecho por la opresión. Indudablemente, los anarquistas son herederos de la ilustración y justamente por esto es que la confianza que depositaban en la educación racionalista e incluso cientifista no los transformaron en meros positivistas. Bakunin o Kropotkin creían que el origen de los males sociales no se encontraba en la maldad humana —certeza conservadora— sino en la ignorancia, la cual podía ser resuelta, en parte, por el desenmascarador por excelencia del siglo XIX: la ciencia.

Contra lo que muchos suponen, comenzando por el marxismo, el pensamiento anarquista es muy complejo y no es sencillo articularlo en un decálogo. Nunca existió un dogma sellado en un libro sagrado, lo cual concedió libertad teórica y táctica a sus militantes. Tampoco el anarquismo se preocupó de construir un sistema de ideas cerradas ni una teoría sistemática acerca de la sociedad. Quizás la propia diversidad de las ideas y prácticas anarquistas favorecieron su supervivencia: cuando alguna de sus variantes decaía o se demostraba ineficaz, otra la sustituía. Del anarcoindividualismo al sindicalismo revolucionario, de las experiencias comunitarias a las rebeliones juveniles, de la difusión de las ideas en grupos pequeños a las experiencias autogestionarias de la revolución española, los anarquistas han pivoteado sobre una u otra faceta de su historia. Por lo demás, los anarquistas saben que su ideal constituye una ardua aspiración porque sus exigencias teóricas y programáticas lo colocan en un "afuera" de los discursos socialmente aceptados, tanto como sus prácticas son incompatibles con el dominio en cualquiera de sus formas. Pero si las ideas anarquistas aún pertenecen al dominio de la actualidad es porque sostienen y transmiten saberes impensables por otras tradiciones teóricas que se pretenden emancipatorias. En el resguardo de ese saber antípoda reside su dignidad y su futuro.


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