El "genocidio" cultural
en Iraq:
un millón de libros destruidos
Fernando Báez*
CSCAweb
(www.nodo50.org/csca), 3 de noviembre de 2004
Publicado el 19 de octubre de 2004 en la revista Número
(Bogotá, Colombia)
"Debo
señalar que mi estadía en Bagdad concluyó
el 22 de mayo. Partí rumbo a Oxford y luego a Viena. Después
de eso volví, redacté nuevos informes, divulgué
mis reflexiones y desde entonces he sido objeto de amenazas por
mis declaraciones y artículos, he recibido insultos y
descalificaciones absurdas, y toda mi labor ha provocado molestias
en la CPA. Mi escepticismo actual tiene su origen en un hecho
cierto: el desorden y la violencia creciente en Bagdad no hacen
propicia la reconstrucción porque supone poner en riesgo
los volúmenes que se salvaron. Ninguna biblioteca, y eso
hay que tenerlo presente, estará a salvo mientras Iraq
sea un campo de batalla. He observado con profundo malestar que
la propaganda norteamericana, por lo demás, no permite
difundir lo que realmente ocurre a diario. Se sabe que dos o
tres soldados norteamericanos mueren cada día, pero no
se presentan las elevadas cifras de heridos y mutilados, no se
dice que cuarenta soldados se han suicidado por el horror que
ven, no se informa que hay más de treinta ataques permanentes
y que quienes colaboran con los ocupantes extranjeros son linchados
por sus vecinos. En septiembre fue atacado Piero Cordone y su
chofer murió. Hace unas semanas el nuevo coordinador de
bibliotecas sufrió un atentado y quedó ciego porque
un joven le arrojó ácido en el rostro. Hay decenas
de bibliotecarios detenidos y los que trabajan temen contar la
verdad completa. Sobre esto no se dice nada. ¿Por qué?
¿Qué se intenta ocultar?"
¿Por dónde comenzar?
Acaso la primera señal, o la última, de que algo
iba a cambiar mi vida fue el teléfono, que sonó
repetidas veces a finales de abril. Alguien insistía con
desesperación o vanidad, y pensé que se trataba,
sin duda, de alguien confundido. Se sabe que los números
equivocados nunca están ocupados, así que el mío
podía ser un número perfecto. Cuando contesté,
presionado por la molestia del timbre, nada de lo que creía,
por supuesto, resultó cierto. Era Giovanny Márquez,
un viejo amigo mío, abogado experto en bienes culturales,
y su voz se oía lejana, distorsionada, descortés.
Había retornado de España con la noticia de la
destrucción de un millón de libros en la Biblioteca
Nacional de Bagdad (Dar al-Kutub wa al-Watha'iq) [1].
Desesperado y deprimido, me
explicó que una comisión internacional iría
a Iraq a confirmar esta mala noticia, con apoyo de la Unesco,
el Centro de Estudios Árabes y otras organizaciones. Dos
universidades latinoamericanas, además, me postularon
como experto en el tema. Márquez insistió en que
debía ir porque, en efecto, había pasado mi vida
entera dedicado a estudiar el problema de la biblioclastia, el
nombre griego que se da a la destrucción de libros, y
era una oportunidad única de comprobar lo aprendido. Y
así fue como todo, súbitamente, cobró un
sentido que me era ajeno.
Para inicios de mayo de 2003,
salía rumbo a París y luego a Jordania. Desde Ammán
llegué hasta el puesto de Karama y, tras un recorrido
de 600 kilómetros por la llamada "autopista del miedo",
a Bagdad. Fue un mal viaje, y como era de esperarse enfermé
debido al calor (en ese entonces las temperaturas llegaban a
los 50 grados centígrados). Una vez instalado en el hotel,
pasé una noche sin ventiladores ni agua, pero me repuse;
ya bien temprano, supe que me quedaba poco tiempo y debía
aprovechar cada minuto, lo que me obligó a recordar el
consejo de mi antiguo jefe de la época en que vendía
enciclopedias y biblias para poder estudiar: el modo más
rápido de encontrar algo es buscar otra cosa. Se suponía
que debía acudir a la CPA (Coalition Provisional Authority)
a interrogar a los norteamericanos sobre lo ocurrido, pero desestimé
esa opción, en claro desafío, y preferí
echar un vistazo por mi cuenta, bajo mi propio riesgo. Mi plan,
en verdad, era el más sencillo que pueda imaginarse: ir,
tomar apuntes, escuchar a los empleados iraquíes partidarios
o enemigos de Saddam Hussein. Lo que averigüé y vi,
vale la pena advertirlo, me produjo un insomnio que aún
permanece. Habría sido mejor, tal vez, olvidar, pero uno
olvida para que todo, de nuevo, lo sorprenda. Las trampas de
la razón son las más arteras.
¿Qué
pasó?
¿Qué pasó
en la Biblioteca Nacional de Bagdad? Cualquier explicación
que proporcione tiene su punto de arranque en la visita que hice
a la biblioteca, un edificio de tres pisos uniformes de 10.240
m2, con celosías arábigas en todo el medio, construido
en 1977 y localizado en Rashid, paralelo al deteriorado y antiguo
Ministerio de Defensa (destruido durante los bombardeos de 1991).
Cuando llegué, permanecía en pie una estatua de
Saddam con la mano izquierda en posición de saludo y la
derecha sosteniendo contra su pecho un libro (aunque no se crea,
Hussein, autor de varios libros, particularmente novelas, era
un lector voraz y consecuente). Entiendo que esa estatua fue
derrumbada, como todas las otras. En las escaleras del frente
estaba un grupo de soldados norteamericanos, algunos de ellos
latinos. Fumaban sus colillas de cigarro con desidia y se divertían
con bromas rápidas. No voltearon ni para mirarme. La fachada,
en el centro, sufrió daños por el fuego, que alcanzó
a quemar las paredes, dejando manchas negras enormes. Rompió
con tal fuerza las ventanas que imprimió en el sitio un
aire melancólico.
Casi a las once de la mañana
del 10 de mayo, entré con mi grupo de trabajo. Éramos
unos cinco o seis, guiados por un coordinador. La puerta tenía
un gigantesco candado, que fue abierto con gran recelo. La entrada,
protegida del sol por un saliente en cuyo borde hay unas letras
en árabe que exaltan la fe y el nombre de la biblioteca,
dejaba ver en el interior a decenas de obreros y expertos que
trabajaban en el lugar. Y entonces sobrevino lo que creí
una pesadilla: encontré una atmósfera de guerra
en el más craso estilo. La luz, filtrada con reservas
y ambigüedad por las ventanas, dejaba a la vista muebles
destrozados por doquier y miles de papeles en el piso. La sala
de lectura, el fichero de madera con el catálogo de todos
los libros y los estantes mismos habían sido literalmente
arrasados sin piedad. Pero mientras continuaba mi camino, las
escenas aumentaban su poder de conmoción. La estructura
se veía tan severamente afectada que la juzgué
precaria: difícilmente soportaría el impacto de
un temblor mínimo. Aún había cenizas por
todo el piso. Los archivos de metal estaban quemados, abiertos
y vaciados en gran medida.
El saqueo de la Biblioteca,
según me comentaron, estuvo precedido por algunos hechos
desconcertantes. Primero fue el ataque a Bagdad con bombas Moab
y misiles, que destruyeron más de 200 edificios públicos,
decenas de mercados y negocios. La operación fue llamada
"Impacto y pavor" y se mantuvo durante los últimos
días de marzo. El 3 de abril se iniciaron los combates
en el aeropuerto Saddam Hussein, a diez kilómetros del
centro. El 7 ya había tanques en las calles. Hacia el
8 de abril, las tropas norteamericanas ya tenían control
de ciertas zonas de Bagdad, una ciudad bastante extensa si se
considera que ocupa casi 24 kilómetros y cuenta con más
de 730 barrios.
Los ataques, no obstante, además
de la información de que el régimen de Saddam Hussein
había caído y el presidente había huido
con sus hijos a un refugio, provocaron una confusión general.
No había policía y los soldados norteamericanos
tenían órdenes expresas de no disparar contra civiles
ni atender peticiones ajenas a los objetivos militares. El miércoles
9 de abril cayó la gran estatua de Hussein en la plaza
central. Un soldado llegó incluso a poner una bandera
de Estados Unidos en la cara, y poco después corrigió
su gesto y la remplazó con una bandera iraquí.
Una vez que estas imágenes circularon y el rumor se confirmó,
una oleada humana, reprimida por diez años de bloqueo
económico y una dictadura implacable, se lanzó
a las calles sin control. El pillaje inicial se dirigió
contra los palacios y las casas de los jefes iraquíes.
De los hospitales se llevaron hasta las camas. En las tiendas,
los comerciantes, armados con pistolas, fusiles y barras de hierro,
montaban guardia y ahuyentaban a los ladrones, muchos de ellos
jóvenes, niños y mujeres. No pocos fueron los lugares,
considerados símbolos del régimen, que sucumbieron
entre el 9 y 10 ante la violencia de los saqueos.
Fue el día 10 cuando,
procedente de los suburbios, se reunió una multitud en
la Biblioteca, que no estaba defendida por ninguna unidad militar.
Al inicio predominaron la cautela y la prisa, luego el descaro,
y una anarquía impuso las reglas de saqueo. Niños,
mujeres, jóvenes y ancianos se hicieron con todo lo que
pudieron, de un modo selectivo, como si hubieran ido de compras.
El primer grupo de saqueadores, que contaba con un apoyo externo,
sabía dónde estaban los manuscritos más
importantes y se apresuró a tomarlos. Otros saqueadores,
hambrientos y resentidos con el régimen depuesto, llegaron
después, en busca de objetos valiosos, y provocaron el
desastre posterior. La muchedumbre corría por todos lados
con los libros más valiosos. También cargaban consigo
las fotocopiadoras, resmas de papel, los equipos de computación,
las impresoras, los muebles y las máquinas donadas por
la Unesco. En las paredes, quedaron escritos mensajes como "Muerte
a Saddam", "Muere Saddam", "Saddam apóstata".
Inexplicablemente, un camarógrafo filmó sin prisa
estos actos y luego se desvaneció sin dejar rastro. Es
posible que cualquier día podamos ver esa triste cinta,
que va a revelar un misterio tan curioso como el de la quema
de la Biblioteca de Alejandría: ese misterio es cómo
sabían los saqueadores que las tropas norteamericanos
no les dispararían y por qué algunos de ellos tenían
listas con órdenes.
Los saqueos se repitieron una
semana más tarde y, sin mediar palabra, un grupo llegó
en autobuses de color azul, sin sellos oficiales, el día
13, y alentado por la pasividad de los militares que circulaban
unas calles más allá, roció con algún
combustible los anaqueles y les prendió fuego. Es obvio
que se hicieron también piras con libros para encenderlos.
Según otra versión, se usaron fósforos blancos,
de procedencia militar, para el incendio, y hay evidencias que
lo confirman. Pasadas unas horas, una columna de humo podía
verse a más de cuatro kilómetros y en ese incendio
voraz desaparecieron las obras. Entre otros daños, ardieron
las viejas máquinas y algunos periódicos. En el
tercer piso, donde estaban los archivos microfilmados, no quedó
nada. El calor, según pude constatar, fue tan intenso
que dañó el piso de mármol y causó
severos deterioros en las escaleras de concreto y el techo. Todo
se convirtió en oscuridad y, por supuesto, en ruina. En
el mismo ataque fue destruido el Archivo Nacional de Iraq, en
la segunda planta de la Biblioteca, que contaba, por cierto,
con un equipo de trabajo de 85 personas. Desaparecieron millones
de documentos (algunos hablan de docemillones; otros, de dos
o tres millones), incluso algunos del período otomano,
como los registros y decretos.
La excusa
de Rumsfeld
Concluido el desastroso pillaje,
no había literalmente nada que hacer. El secretario de
Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, a manera de excusa
ante estos hechos, comentó que "la gente libre es
libre de cometer fechorías y eso no puede impedirse".
El anterior director de la Biblioteca se lamentó con nostalgia:
"No recuerdo semejante barbaridad desde los tiempos de los
mongoles". Aludía a que en 1258 las tropas de Hulagu,
descendiente de Gengis Kan, invadieron Bagdad y destruyeron todos
sus libros arrojándolos al río Tigris.
Es tal el daño en el
edificio de la Biblioteca que los coordinadores culturales de
la CPA decidieron demolerlo y utilizar otra sede, bien un palacio
o alguna instalación como el Club Militar de Iraq. Me
comentaron que llevarían los libros a la Universidad Bakr.
Los archivos, por su parte, podrían ponerse en un lugar
diferente, y lo que se salvó subsiste en bolsas, sin que
se haya tomado ninguna medida oficial de preservación.
Una gran duda se refiere a la situación lamentable que
atraviesan los empleados. Antes había 119 personas, dirigidas
por Khamel Djoad Hachour. Sus salarios, pagados con mezquindad,
no han garantizado su estabilidad laboral.
En cuanto a las pérdidas,
debo asegurar que más de un millón de libros se
quemó, a lo que debe añadirse la gran cantidad
de textos perdidos. La Biblioteca, además de ocuparse
del depósito legal, constaba de tres partes: impresos,
periódicos y archivos. El depósito legal consistía
en la entrega de cinco ejemplares, aunque la situación
económica redujo considerablemente esta práctica.
Miles de donaciones enriquecieron el centro durante años.
La entrada del Archivo Nacional, hoy cerrada con candados, muestra
los signos de una quema terrible (parece la puerta de un ascensor
en ruinas) y el destrozo de todo lo que existía en su
interior. En el dintel, alguien colocó un letrero con
un aviso: "Silencio". Papeles y papeles yacen por el
piso, en cenizas.
Es difícil decir, a estas alturas, qué libros se
destruyeron y cuáles no. En las calles, en las ventas
de libros, pueden conseguirse volúmenes de la Biblioteca
Nacional a precios irrisorios. Los viernes, en la feria de la
calle Al-Mutanabbi, estas obras salen a la venta. Personalmente,
pude ver un tomo de una enciclopedia árabe con el sello
oficial estampado en su portadilla. Hubo un intento de borrarlo,
sin éxito. También encontré un volumen titulado
Miskhaf Resh (Libro negro), sobre la cultura de los yezidíes,
un grupo religioso que habita el norte de Iraq. Se trata de una
etnia extraña, a la que se la conoce como "adoradores
del diablo" debido a su fe en Melek Taus, o "Pavo Real".
Los yezidíes manifiestan que Dios ya perdonó al
demonio y que éste vive a su lado. Por razones simbólicas,
detestan el color azul, fabrican templos en los lugares de peregrinación
y no van a La Meca, sino a la tumba del Sheikh Adi, cerca de
Mosul.
Entre otros textos, desaparecieron
ediciones antiguas de Las mil y una noches, de los tratados matemáticos
de Omar Khayyam, los tratados filosóficos de Avicena (en
particular su Canon), Averroes, Al Kindi y Al Farabi, las cartas
del Sharif Husayn de La Meca, textos literarios de escritores
universales como Tolstoi, Borges, Sábato, manuales de
historia sobre la civilización sumeria... Es sorprendente,
y lo digo con la mayor malicia del caso, que la primera destrucción
de libros del siglo XXI haya ocurrido en la nación donde
tuvo lugar la invención del libro en el año 3200
a.C.
Afortunadamente, se salvaron
numerosos libros al trasladarlos a lugares secretos o apartarlos
a zonas más alejadas de la Biblioteca. La historia de
este esfuerzo por salvar los volúmenes confirma el inmenso
amor que sienten los iraquíes por su cultura. Hoy perduran,
por ejemplo, 500.000 volúmenes almacenados en el primero
y segundo pisos, en pilas sin clasificación. No cuentan
con protección, porque los soldados ya no resguardan el
edificio. Esta tarea se ha asignado a algunos empleados shiitas.
Además de estos libros, Al-Sajid Abdul-Muncim al-Mussawi,
líder religioso, ordenó a sus fieles rescatar de
la Biblioteca casi 300.000 libros que se transportaron en camiones
hasta la mezquita de Haq, donde se amontonaron en hileras interminables
que llegan en algunos casos al techo. No vacilaría en
advertir que las condiciones son pésimas y es probable
que diversos insectos comiencen a atacar los textos, aunque Mahmud
al-Sheikh Hajim, su protector, estima que peor habría
sido su destrucción. Lo curioso es que el grupo que salvó
estos libros alega que pertenece a un Colegio de Clérigos
shiitas, mejor conocido como Al-Hawza al-Ilmija. Para estos religiosos,
los libros son sagrados.
Asimismo, hay unos 100.000
libros más en una instalación que perteneció
al Departamento de Turismo. Y varios intelectuales me mostraron
libros ocultos en sus casas hasta que retorne el orden o se vayan
los "extranjeros". Un pintor que no quiso identificarse
compró en las ferias de libros decenas de textos sólo
para cuidarlos. La mayor parte está depositada en lo que
antes se conocía como Ciudad Saddam, un barrio pobre que
alberga a más de dos millones de seres humanos hacinados
en laberintos poco vistosos.
Además de esta Biblioteca,
hubo otras pérdidas en Bagdad. En el Museo Arqueológico
se saquearon tablillas con las primeras muestras de escritura.
Ardieron más de 700 manuscritos antiguos y 1.500 se dispersaron
en la Biblioteca Awqaf, en el Ministerio de Asuntos Religiosos,
cuyo edificio quedó en ruinas. En la Casa de la Sabiduría
(Bayt al-Hikma), cientos de volúmenes fueron exterminados
por el fuego. En la Academia de Ciencias de Iraq (al-Majma' al-'Ilmi
al-Iraqi), el 60% de los textos se extinguió. La universidad
fue víctima de bombardeos, incendios y robos. La Madrasa
Mustansiriyya fue saqueada, aunque el porcentaje de pérdidas
no supera el 4%. Y eso sólo en Bagdad.
¿Quién
provocó la destrucción?
¿Quién provocó
esta destrucción? La mayor parte de culpa la atribuyo
a la administración actual de los Estados Unidos, que
desestimó todas las advertencias hechas y violó
la Convención de La Haya de 1954 al no proteger los centros
culturales y estimular los saqueos, lo que implica unas sanciones
penales que no prescribirán. Tal vez por eso el presidente
George W. Bush ha solicitado inmunidad para oficiales y soldados
ante cualquier posible juicio en los tribunales penales internacionales.
Tal vez por eso decidió reingresar a la Unesco, y envió
a su esposa a negociar cargos ejecutivos dentro de esta organización,
despedir a los asesores más incómodos, borrar sus
expedientes y silenciar toda crítica. De igual modo, me
atrevo a responsabilizar a miembros del régimen de Saddam
Hussein por utilizar los centros culturales como bases militares
y poner las bibliotecas al servicio de una ideología.
Con anuencia de los directivos del partido Baa'th, permitieron
que se instalasen depósitos de municiones y francotiradores
en puntos estratégicos, lo que puso en riesgo el patrimonio
cultural.
Debo señalar que mi
estadía en Bagdad concluyó el 22 de mayo. Partí
rumbo a Oxford y luego a Viena. Después de eso volví,
redacté nuevos informes, divulgué mis reflexiones
y desde entonces he sido objeto de amenazas por mis declaraciones
y artículos, he recibido insultos y descalificaciones
absurdas, y toda mi labor ha provocado molestias en la CPA. Mi
escepticismo actual tiene su origen en un hecho cierto: el desorden
y la violencia creciente en Bagdad no hacen propicia la reconstrucción
porque supone poner en riesgo los volúmenes que se salvaron.
Ninguna biblioteca, y eso hay que tenerlo presente, estará
a salvo mientras Iraq sea un campo de batalla. He observado con
profundo malestar que la propaganda norteamericana, por lo demás,
no permite difundir lo que realmente ocurre a diario. Se sabe
que dos o tres soldados norteamericanos mueren cada día,
pero no se presentan las elevadas cifras de heridos y mutilados,
no se dice que cuarenta soldados se han suicidado por el horror
que ven, no se informa que hay más de treinta ataques
permanentes y que quienes colaboran con los ocupantes extranjeros
son linchados por sus vecinos. En septiembre fue atacado Piero
Cordone y su chofer murió. Hace unas semanas el nuevo
coordinador de bibliotecas sufrió un atentado y quedó
ciego porque un joven le arrojó ácido en el rostro.
Hay decenas de bibliotecarios detenidos y los que trabajan temen
contar la verdad completa. Sobre esto no se dice nada. ¿Por
qué? ¿Qué se intenta ocultar? Acaso la única
respuesta posible a estas preguntas, y lo señalo para
terminar, deba ir encabezada por este epígrafe: "La
primera víctima de la guerra es la verdad". La frase,
conviene recordarlo, no fue acuñada por un filósofo
o un periodista. La dijo un congresista norteamericano, Hiram
Warren Johnson, en 1917. Y lo peor es que los sucesos de Hiroshima,
Nagasaki, Vietnam, Etiopía, Líbano, Afganistán
e Iraq no cesan de darle la razón.

[1] Sobre la
destrucción del patrimonio histórico-cultural de
Iraq véase en CSCAweb:
Robert
Fisk: Libros, cartas y documentos de valor incalculable han ardido
en el capítulo final del saqueo de Bagdad y Consecuencias
de las sanciones sobre el patrimonio histórico-cultural
de la Humanidad en Iraq
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