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Túnez, ¿Una revolución inesperada?

Santiago Alba Rico, escritor y filósofo

Con un crecimiento medio del 5% durante la década pasada, el FMI ponía a Túnez como ejemplo de las ventajas de una economía liberada de las trabas proteccionistas y en el año 2007 el Foro Económico Mundial para África lo declaraba “el más competitivo” del continente, por encima de Sudáfrica.

Diagonal, nº 142, del 20 de enero al 2 de febrero de 2011

Con un crecimiento medio del 5% durante la década pasada, el FMI ponía a Túnez como ejemplo de las ventajas de una economía liberada de las trabas proteccionistas y en el año 2007 el Foro Económico Mundial para África lo declaraba “el más competitivo” del continente, por encima de Sudáfrica. “Kulu Shai behi”, todo va bien, repetía la propaganda del régimen en vallas, publicitarias, editoriales de prensa y debates corográficos en la televisión.

Mientras el Gobierno vendía hasta 204 empresas del robusto sector público creado por Habib Bourguiba, el dictador ilustrado y socialista, se multiplicaba el número de 4x4 en las calles, se construían en la capital barrios enteros para los negocios y le loisir, y hasta siete millones de turistas acudían todos los años a disfrutar de la creciente infraestructura hotelera del país.

En 2002, cuando se abrió el primer Carrefour, símbolo y anuncio del ingreso en la civilización, algunos podían hacerse la ilusión de que Túnez era ya una provincia de Francia. Era un país maravilloso: la luz más limpia y hermosa del mundo, las mejores playas, el desierto más hollywoodesco, la gente más simpática. No se podía hablar ni escribir, es verdad, pero a cambio la gente engordaba y el islamismo reculaba.

La UE y Estados Unidos, pero también las agencias de viajes y los medios de comunicación contribuían a alimentar la imagen de un país más europeo que árabe, más occidental que musulmán, más rico que pobre, en transición hacia la felicidad del mercado capitalista. No se podía ni hablar ni escribir, es verdad, y también es verdad que ocupaba el segundo lugar en el ranking mundial de la censura informática, pero el esfuerzo del Gobierno merecía una recompensa: Túnez organizó una Copa de África, un Mundial de Balonmano y en 2005 una insólita Cumbre de la Información durante la que se ocultó al mundo una huelga de hambre de jueces y abogados y se detuvo a periodistas y blogueros.

A poco que alguien se hubiese molestado en rascar bajo esa superficie bien barnizada habría descubierto una realidad bien distinta. Porque lo cierto es que Carrefour y los humvee –y la vida nocturna en Gammarth- ocultaba no sólo la normal represión ejercida por Ben Alí desde 1987, sino también la desaparición de una clase media que había comenzado a formarse en los años ’60 y había sobrevivido a la crisis de finales de los ’80. Unos pocos entraban en el Carrefour y otros muchos salían del país: hasta un millón de jóvenes tunecinos –sobre una población de diez millones- viven fuera, sobre todo en Francia, Italia y Alemania.

Mientras una minoría dejaba el francés por el inglés y despreciaba, por supuesto, el dialecto tunecino, la enseñanza pública se degradaba de tal modo que el último informe PISA relegaba a Túnez a uno de los últimos diez lugares de la lista de la OCDE. Mientras, veinte familias disfrutaban del ocio en los Alpes o en París, el paro aumentaba hasta alcanzar el 36%, entre los diplomados y licenciados pasaba de un 0,7% en 1984 a un 4% en 1997 para dispararse a un 20% en 2010. En el espejo del Carrefour      -en medio de la publicidad atmosférica que invitaba a un consumo inaccesible-, los jóvenes de las banlieues de la capital, de las regiones del centro y sur del país parecían conformarse con poder disfrutar de ese reflejo. ¿Quién se beneficiaba de este crecimiento bendecido por el FMI y por las instituciones europeas? La familia de Leyla Trabelsi, la segunda esposa del dictador, hasta tal punto dueña del país que muchos se referían a Túnez (La Tunisie) como La Trabelsie. Ben Alí y su familia política, mediante privatizaciones opacas, habían convertido el Estado en el instrumento de un feudalismo parasitario del capitalismo internacional.
La lista de sectores saqueados por el clan resulta apenas creíble: la banca, la industria, la distribución de automóviles, los medios de comunicacion, la telefonía móvil, los transportes, las compañías aéreas, la construcción, las cadenas de supermercados, la enseñanza privada, la pesca, las bebidas alcohólicas y hasta el mercado de ropa usada. No puede extrañar que, durante las revueltas de estos días, se hayan asaltado tantos comercios, empresas y bancos; se ha hablado de “vandalismo”, pero se trataba también de un vandalismo certero o, en cualquier caso, de un vandalismo que, incluso cuando se desencadenaba al azar, inevitablemente acertaba: golpease donde golpease, golpeaba sin duda una propiedad de los Trabelsi.

Pero el 17 de diciembre una chispa iluminó de pronto el monstruo y reveló asimismo, como explica el sociólogo Sadri Khiari, que “no hay servidumbre voluntaria sino solo la espera paciente del momento de la eclosión”. El gesto de desesperación de Mohamed Bouazizi, joven informático reducido a vendedor ambulante, puso en marcha un pueblo del que nadie esperaba nada.

Un ciclo lunar después, el 14 de enero pasado, tras cien muertos y decenas de metástasis rebeldes en todo el territorio, la ola rompió en el centro de Túnez y alcanzó su objetivo. Ya no se trataba ni de pan ni de trabajo ni de Youtube: “Ben Alí asesino”, “Ben Alí fuera”. El peligro no ha pasado, la lucha continúa. Pero ahora hay un pueblo que libra las batallas. “El 14 de enero es nuestro 14 de Julio”, repiten los tunecinos. Quizás el de todo el mundo árabe. De Marruecos al Yemen, de Argelia a Egipto, de Jordania a Arabia Saudí los tiranos tiemblan.