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Obama y Bibi: divergencias políticas, simbiosis estratégica

Yacov Ben Efrat. Es miembro de la organización israelí WAC

No podía esperarse ningún acuerdo de alcance entre el presidente norteamericano Barack Obama y el primer ministro israelí, Binyamin Netanyahu, el 18 de mayo de 2009. A juzgar por la rueda de prensa, el encuentro fue como un tango entre erizos.

CSCA
Traducción: Lucas Antón

netanyahu

 No podía esperarse ningún acuerdo de alcance entre el presidente norteamericano Barack Obama y el primer ministro israelí, Binyamin Netanyahu, el 18 de mayo de 2009. A juzgar por la rueda de prensa, el encuentro fue como un tango entre erizos.

 Netanyahu voló a Washington después de imponer el presupuesto en su gabinete, lo que le asegura la estabilidad de su coalición por el momento. Por su parte, Obama disfruta todavía de elevados índices de popularidad.

 La agenda de Netanyahu está bien clara: desde un punto de vista norteamericano representa posturas de cuño republicano en dos frentes: políticamente está a la derecha y es, en economía, neoliberal. Por contra, la agenda de Obama se centra en el cambio, en romper con las concepciones y tradiciones de su predecesor, George W. Bush.

 No obstante, las diferencias que salieron a la luz en la reunión se vieron empequeñecidas por los intereses estratégicos en común. Israel no puede existir sin apoyo norteamericano. Los Estados Unidos no disponen de ningún otro socio estratégico estable en Oriente Medio. El juego político se desarrolla en estos parámetros políticos. Con todas sus muy descarnadas diferencias, estas dos naciones deben seguir siendo "amigas".

 El interés estratégico compartido mantendrá inmovilizado a Obama cada vez que intente cambiar la política norteamericana en la región. Él desea cambiarla, y cambiarla rápido. Quiere sacar al ejército de Irak y llevarlo a Afganistán. Quiere que Irán desista de su programa nuclear. Para tener éxito en estos objetivos, con todo, necesita un ambiente renovado, y no puede tener la esperanza de conseguirlo sin resolver antes la cuestión israelo-palestina. Este conflicto no sólo supone una amenaza al éxito de la presidencia de Obama sino también a la frágil estabilidad de Egipto, Arabia Saudí, Jordania, Líbano y la Autoridad Palestina (AP); en resumen, a todos los amigos árabes de Norteamérica.

 Netanyahu no tienen ningún interés especial en que tenga éxito la presidencia de Obama. Llegó a Washington con un enfoque opuesto, argumentando que el conflicto palestino sólo se resolverá cuando se derrote al régimen iraní. Sólo entonces se evaporarán los protegidos de Irán, Hamás y Hezbolá. Una vez se alcancen estas metas, Siria caerá en las manos de Israel como fruta madura, la AP reafirmará su control sobre Gaza, y los estados árabes se librarán de las incitaciones iraníes que les impide normalizar relaciones con Israel.   

 El desacuerdo de Israel con las prioridades de Obama supondrá un impedimento, a buen seguro. Y Obama, como jefe de la mayor potencia mundial, aparentemente ha decidido que, de ser necesario, impondrá su punto de vista en la región. Ha llevado a cabo una campaña de reconciliación con el mundo musulmán. La inició en Turquía y ahora, como gesto hacia los árabes, la continuará el 4 de junio en un discurso que pronunciará en el Cairo. El mismo Cairo a cuyo régimen reprendió Condoleezza Rice por arrestar a miembros de la oposición. Obama llega con la idea de movilizar a los árabes en torno a la política de Oriente Medio. Están políticamente más cerca de él que Israel. Estratégicamente, empero, Israel sigue siendo el único socio con el que puede contar. 

 Si las noticias avanzadas son correctas, los principales puntos del plan de paz de Obama siguen poco más o menos las líneas maestras de la iniciativa saudí de 2002. La primera exigencia estriba en que Israel congele la construcción de asentamientos. Se establecerá un Estado palestino sobre una franja de territorio continua. Los estados árabes normalizarán relaciones con Israel. No se hace mención de la carta de G. W. Bush en 2004 al entonces primer ministro Ariel Sharon, indicando que podrían permanecer los bloques de asentamientos. De acuerdo con algunos rumores, Obama favorece el establecimiento de Jerusalén Este como capital de Palestina.  Se esquiva la cuestión de los refugiados, un factor crucial en el conflicto: retornaría un número limitado, mientras que la mayoría se establecería en Palestina y otros lugares árabes.

 Pero los planes no son más que papel y la tozuda realidad geográfica es otra cosa. Las raíces de esta realidad se remontan a casi una década antes de la intifada de septiembre de 2000. En aquel momento, como se recordará, el entonces primer ministro Ehud Barak (que es quien está detrás de la formación del actual gobierno Netanyahu) se lavó las manos respecto a los palestinos, afirmando que no eran ningún "socio". El golpe final llegó bajo la forma de George W. Bush. Sus dos mandatos lograron transformar el mundo árabe de un extremo al otro. Ayudó a que Irán se reforzara y a dividir el mundo árabe. El resultado ha consistido en el ascenso de movimientos radicales, el debilitamiento de la AP y el regreso al poder de la extrema derecha en Israel.

 Sin embargo, el problema no empieza ni termina con  Netanyahu y la derecha. También tenemos el cisma entre Fatah y Hamás. La división geográfica entre Cisjordania, donde a los palestinos los gobierna Abu Mazen, y la Franja de Gaza, en manos de Hamás, ha cambiado desmesuradamente las reglas. Obama dispone de mucha capacidad de influir sobre Abu Mazen, y hasta sobre Netanyahu, pero ¿qué puede hacer con Hamás?

 Con el fin de poner en proporción la capacidad de influencia de Obama, deberíamos tomar más cuidadosamente en consideración el reciente fracaso de las conversaciones de reconciliación en el Cairo entre Fatah y Hamás. Ambas delegaciones estuvieron de acuerdo en que el primer ministro Salam Fayyad, al que Hamás se opone, no debería encabezar el gobierno de unidad que administrara la reconstrucción de Gaza y convocara nuevas elecciones. Fayyad respondió con su dimisión. Quedó entonces claro, sin embargo, que la administración Obama se negaría a trabajar con otro gobierno que no fuera ése. Confían únicamente en Fayyad. Abu Mazen puenteó a los delegados y volvió solícitamente a designar a Fayyad como primer ministro. Y con eso terminó cualquier posibilidad de acuerdo con Hamás. En este fracaso de reconciliación, Obama desempeñó un papel decisivo.

 Una vez más, domina la AP un gobierno que carece de apoyo público y cuya base legal es dudosa, puesto que ambas delegaciones presentes en El Cairo se opusieron a él. Es éste el gobierno con el que se supone que Israel ha de negociar la paz. Por esta razón se avino Netanyahu a iniciar conversaciones inmediatas con la AP. Sabe que la contraparte es débil y está dividida. Sabe que puede continuar la tradición de Olmert-Livni, que regateó durante años con Abu Mazen sobre un acuerdo virtual, destinado a acabar como el rosario de la Aurora. 

 Pero los problemas de Obama tampoco acaban aquí. Tiene también un problema en Washington, que en buena medida es culpa suya. Pese a la promesa de cambio, se enfrenta a impedimentos intrincados tanto en el frente económico como en el político. Se ha rodeado de banqueros, estadistas, generales y miembros del Congreso que tratan de mantener a los Estados Unidos como potencia promordial con Wall Street en su centro. Obama desea el cambio, desde luego, siempre y cuando la Norteamérica capitalista siga en lo alto.

 Si el presidente norteamericano quisiese de veras cambiar Oriente Medio, mencionaría la política de Israel como obstáculo principal a la paz. Trabajaría en pro de una inmediata retirada israelí de todos los territorios conquistados en 1967. Dedicaría los recursos de Norteamérica a la reconstrucción de la región. En un contexto de reciprocidad entre Israel y los países árabes, apelaría a que Israel desmantelara sus armas nucleares.

 Lo que en cambio propone Obama es demasiado poco y, sobre todo, llega demasiado tarde. Busca lo imposible: un compromiso entre Wall Street y el trabajador norteamericano, entre la supremacía israelí y las aspiraciones palestinas, entre los intereses imperialistas de Washington y los anhelos de independencia económica de parte de los pueblos del mundo. 

 Los males de Oriente Medio, como los de la sociedad norteamericana, demandan desde luego un cambio radical. Obama no puede cumplir las expectativas mientras siga  encadenado al aparato del Partido Demócrata y se rodee de consejeros de la Vieja Escuela. Por eso es por lo que Netanyahu puede respirar tranquilo. Durante su visita a Washington, se dio cuenta de que todos sus desacuerdos con la nueva administración quedan empequeñecidos, como siempre, por la simbiosis entre Israel y los Estados Unidos.