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Juan Goytisolo, Genet y los palestinos: ambigüedad política y radicalidad poética

Reproducción del texto de Juan Goytisolo, Genet y los palestinos: ambigüedad política y radicalidad poética, que se publicó como epílogo, formando parte del libro 'Cuatro horas en Chatila', de Jean Genet editado por el Comité de Solidaridad con la Causa Árabe. Juan Goytisolo acaba de serle concedido en noviembre de 2008 el Premio Nacional de las Letras Españolas que concede el Ministerio de Cultura en reconocimiento a la trayectoria literaria de un autor español

El texto de Jean Genet (traducido por Antonio Martínez Castro) y nota biográfica se encuentra en http://www.nodo50.org/csca/palestina/genet/jean-genet.pdf
CSCA

Goytisolo y Genet
Juan Goytisolo, izqda., con Jean Genet en París

La publicación de Un cautivo enamorado poco tiempo después del fallecimiento de Jean Genet fue acogida en el campo de la crítica periodística parisiense con un rechazo casi general en el que la agresividad contra el autor y sus ideas políticas subversivas se aunaba con una especie de ignorancia protectora frente a la lectura desestabilizadora del libro. Repasar las reseñas de algunos mandarines del ramo muestra la impostura o la incapacidad patética de quienes se apresuraron a despachar la obra con un puñado de frases anodinas o descalificadoras, sin tomarse la molestia de calar en ella para abarcar su riqueza y descifrar las claves de su lectura. Confrontado con un libro ajeno a los cánones literarios y cuya reflexión histórica, política, social, cultural y sexual se sitúa en los antípodas de la suya, el gremio crítico hizo lo que suele hacer en tales casos: cargárselo y decretar su ilegibilidad. Convertido en monstrum horrendum, informe, ingens o etiquetado piadosamente de “obra fallida sobre la revolución palestina”, Un cautivo enamorado fue a parar al depósito de objetos perdidos en el que permanece aún pese a los esfuerzos por rescatarlo de unos pocos escritores árabes y occidentales. Pocos han dicho aún que la obra póstuma de Genet es uno de los libros más hondos, revulsivos y apasionantes escritos en francés en los últimos veinte años. Pero estoy convencido, como Edward Said, de que su tajante ruptura con la normativa seudo estética y comercial será mejor comprendida tarde o temprano y fecun-dará el ámbito en el que desmedra un gran sector de la literatura francesa de nuestros días.
¿Un libro sobre la revolución palestina anterior a la primera y segunda Intifada y a los difuntos acuerdos de Oslo? Sí, pero muchísimas cosas más. Sus referencias a aquélla, por importantes que sean, son sólo un hilo cuidadosamente dispuesto con otros para pasar por la trama narrativa y componer el tejido en el telar del artista. Como otras grandes creaciones literarias del pasado, Un cautivo enamorado es una enciclopedia de cono-cimientos en cuyos apartados y capítulos encontramos los temas fundamentales de la historia humana: una reflexión aguijadora, casi siempre insólita, sobre la escritura, la memoria, la sociedad, el poder, la aventura, el viaje, la rebeldía, el erotismo y la muerte –la de los personajes que aparecen en el libro y la del propio autor, acaecida mientras corregía las últimas pruebas de imprenta–.
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El desconcierto inicial del lector ante una obra que escapa a los géneros, esquemas y clasificaciones se trueca poco a poco en afán de calar en ella a fin de descifrarla primero y asimilarla después. Como toda gran creación literaria, Un cautivo enamorado exige una relectura: el lector confuso se trasmutará así en relector atento. Éste no halla un centro preciso a partir del cual pueda enfocar cómodamente el relato sino una multiplicidad de centros narrativos que, como las flechas de un arquero diestro, apuntan a blancos distintos. El suelo que pisa se mueve bajo sus pies como por efecto de un seísmo. Una escritura desestabilizadora brinca de un tema a otro y el autor –burlonamente comparado con un titiritero en algunos pasajes del libro– pone a prueba su agilidad mental mediante asociaciones de ideas aparentemente extrañas a toda lógica pero interiormente hermanadas por afinidades secretas, y símiles atrevidos en los que la distancia entre los términos parece infranqueable y no lo es: el puente verbal del poeta obra el milagro de enlazarlos.
Como apunté antes, la convergencia de una vida forjada por experiencias en verdad excepcionales con una acumulación de saberes a primera vista caótica y difícilmente rentable, hizo de Genet, en los umbrales de la sesentena, una enciclopedia viva. En el período en que más le frecuenté, me llamaron la atención la amplitud y diversidad de sus lecturas. Él no aspiraba a ser especialista en la Edad Media, ni arabista, ni un profesional del helenismo o de la historia otomana pero sus conocimientos en estas materias eran fuera de lo común. Los escasos libros con los que se desplazaba en sus vagabundeos por Francia, España o Marruecos incluían una serie de temas sin vínculo visible con las causas políticas que defendía: acerca de los merovingios, la Revolución francesa, Homero, Solimán el Magnífico. Recuerdo una larga conversación sobre Abelardo y sus razones para traducir el Corán.
Ahora pienso que todo ese cúmulo de conocimientos dispares era una condición previa a la elaboración de la obra en la que destilaría la totalidad de su saber y experiencia. Al embeberme en la relectura de su libro póstumo comprendí de forma retroactiva cuál era el nexo oculto entre su entrega a la revolución palestina de 1970 y sus comentarios sobre la alegría pagana del Requiem de Mozart y la movilidad –puro nomadismo en el tiempo– del calendario y festividades del islam.
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Un abanico de temas y argumentos se despliega en las páginas del libro con la misma coherencia misteriosa, que vertebró la vida del autor, una vida compuesta, como escribí hace veinte años, de una compleja red de atracciones, repulsas, órbitas, círculos, tensiones, rupturas: una especie de sistema solar con sus astros fijos, satélites, planetas muertos, estrellas fugaces. Dejaré de lado las referencias tangenciales a hechos y cosas directamente ligados a su intimidad: el cementerio de Thiais, sus aficiones musicales, la nostalgia del acento barriobajero de Menilmontant, Giacometti, sus píldoras de Nembutal, La mauvaise prière de Damia, que nos hizo escuchar a Monique Lange y a mí para subrayar su superioridad sobre Piaf.
El episodio de la torreta del cañón en Damasco, instalado sobre un fortín de cemento armado por el flamante recluta Genet, recién salido de una colonia penitenciaria para menores, la escuché también más de una vez de labios del autor. Al desplomarse el fortín después del primer disparo de prueba, me confió, estuvo a punto de suicidarse de pura vergüenza. Cincuenta y pico años después, la comicidad del lance evoca la de un film de Chaplin. Pero la estancia de ese “jenízaro de colono” en la Siria “pacificada” por el tristemente célebre general Gouraud (“pacificador” también de Marruecos quince años antes) no es puramente anecdótica. El paralelo entre las ruinas de Damasco y las de Beirut en 1982, tras el asedio despiadado por el ejército de Sharon, descubre la impostura de la llamada “paz recobrada” y apunta a la abrumadora responsabilidad de Occidente en el drama sin fin de Oriente Próximo y muy especialmente del pueblo palestino.
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Mientras algunos pasajes del libro, como la descripción minuciosa de una procesión de la Virgen por las Falanges libanesas o de las ceremonias marianas de la abadía de Montserrat parecen a primera vista meras digresiones pero se articulan luego en su trama, otros reflejan la ironía acerada de Genet como una suerte de contrafuerte en la armazón de su edificio.
Las breves asomadas del autor al ámbito de los mandamases y las llamadas clases pudientes, con sus rituales y pompa, sirven de contrapunto al de los guetos y campos palestinos, vistos por aquellos a distancia, como en láminas ilustrativas y en papel cuché de una revista de lujo para la jet-set. El lector puede disfrutar así de una conversación de Genet con la caritativa esposa del presidente del Banco Mundial (que evoca la que sostuvo en mi presencia con la de un ex-presidente del gobierno francés, amiga de Monique Lange); de su descripción de las damas de la aristocracia palestina y libanesa, con un ojo puesto en los horrores de Sabra y Chatila y el otro en la cotización del oro y la moneda norteamericana; de los sillones de terciopelo rojo y brazos dorados de estilo Luis XVI, tan populares entre las élites árabes desde el Atlántico al Golfo Pérsico.
Su sátira más cruel y eficaz del poder y sus trampantojos tal vez sea la de la recepción ofrecida en honor del cuerpo diplomático acreditado en Jordania en un gran hotel de la capital. El poeta homosexual, desertor, chapero y ladrón, cautivo enamorado de la causa palestina, asiste arrellanado en una butaca del vestíbulo al cacheo inmisericorde de embajadores y ministros plenipotenciarios gloriosamente cubiertos de medallas –descritas como flemas untuosas o relucientes gargajos– por dos recios bigotudos agentes de la Seguridad estatal, en un cuadro digno de El balcón en el montaje inolvidable de Peter Brook. ¡El magreo del agregado militar francés culmina, muy genetianamente, con un cántico a la belleza de la policía oriental mientras “ordena, con ademanes a menudo bruscos, agacharse, tender las nalgas, alzar lateralmente los brazos a los poderosos de Europa y el universo”!
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Las asociaciones de ideas –el salto inesperado de una a otra– desconciertan a menudo al lector. La lógica narrativa de Genet es tan singular como la que hilvanó su vida desde la inclusa a su sepultura en el viejo cementerio español de Larache. Buscar un parentesco con la que guía de ordinario los libros “normales” sería un ejercicio condenado al fracaso. Sus quiebras y símiles revelan, no obstante una gran coherencia en cuanto dejamos de considerarlos aisladamente y los abarcamos desde el acechadero de una cuidadosa relectura. Procuraré desgranar algunos ejemplos de esta peculiar singladura para aguja de navegantes.
1) De una aparente digresión sobre la invención del lenguaje marítimo a partir de los finisterres conocidos en el siglo XV y su fascinada relación con las profundidades oceánicas, Genet pasa a la descripción del revisor que pica los billetes mientras avanza titubeando a causa del traqueteo de un tren en las curvas montañosas del Tirol, y de ahí, tras una nueva referencia al cabeceo marino y una Austria sin costas ni puerto, a una reflexión sobre la topografía de Ammán, con sus siete montes “nobles” habitados por burgueses y cortesanos, y las profundidades abisales en las que se hacinan los refugiados palestinos y a las que, a partir de un traqueteo similar al del ferrocarril tirolés o al cabeceo de un bajel, se puede descender sin escafandra como un buzo terrestre. Las frases se entretejen con imágenes sorprendentes que recuerdan a veces a Lezama Lima, pero sin el deliberado barroquismo de éste.
2) El episodio del vendedor de fruta en una calleja próxima a la torre de Gálata que, mediante un hilo transparente de nailon, hace levitar a una naranja para sorpresa y diversión de los transeúntes enlaza páginas más tarde con la leyenda de la celda construida por Dios para uso exclusivo de Santa Isabel reina de Hungría, celda invisible a ojos de su marido y de la corte entera en la que aquélla moraba capsulada en una burbuja de santidad. Tras esas levitaciones en burbuja o hilo de nailon, Genet nos da a conocer la tentación a la que resistió en un paraje edénico de la costa de Anatolia, cuando el demonio nunca exorcizado de la posesión le construyó mentalmente un hogar ideal de retiro con sus pasillos, habitaciones, muebles, espejos, jardines y árboles frutales. El descubrimiento de “llevar en sí mismo su casa y sus muebles era bastante depresivo para un hombre que [como él] brilló una noche de su propia aurora interior”, escribe Genet. Y así, tras los vericuetos por espejismos y milagros de invisibilidad y levitación, nos conduce a uno de los pasajes más fuertes y bellos del libro: la exposición de aquel ideal de desposesión que imantó su vida, un rigor ascético, afín en su vertiente provocativa, a la moral del derviche malamatí.
El fantasma o burbuja del dominio inmobiliario que le acució en Turquía se desvaneció para siempre:
“Desde hacía mucho tiempo había luchado contra mí mismo y el gusto de posesión al punto de deducir los objetos a los vestidos que llevaba puestos, a un solo ejemplar; una vez rotos, rasgados, tirados lápices y papeles, el universo de los objetos, al descubrir el vacío, se precipitó a él... los objetos, sin duda olvidadizos y apaciguados, dejaron de martirizarme”.
De Antioquía, Genet fue a Alepo, de Alepo a Damasco y de allí a Ammán, hasta llegar a la base de los fedayín.
3) El canto jubiloso del Requiem de Mozart, escribe, transforma el tiempo de la agonía –el espanto de dejar el mundo por el vacío inmenso que todas las religiones colman con visiones más o menos dulzonas o espeluznantes– en la explosión de alborozo al abandonar “las ingratas cortesías de lo cotidiano para subir –no bajar y subir– a la luz”, a esa luz radiante de “la libertad que se atreve a todo”. A continuación, entroncado con la alegría y fulgor mozartianos del Dies irae y del Lacrimosa, Genet nos ofrece una inesperada y provocativa comparación entre los transexuales y los mártires palestinos. 
“Cuando el joven, después de largos días de inquietud y perplejidad, resuelve cambiar de sexo conforme a la palabra bastante horrenda de transexual, una vez tomada la decisión, le invade la alegría ante la idea de su sexo nuevo, de los senos que acariciará realmente... Desprenderse del consabido, pero execrado modo de andar viril, dejar el mundo por el Carmelo o la leprosería, saltar del universo del pantalón al de los sostenes, ¿no es quizás el equivalente de la muerte esperada pero temida y no admite una comparación con el suicidio a fin de que los coros canten el Tubamirum? El transexual será pues un monstruo y un héroe... El temor comenzará con la resistencia de los pies a achicarse: los zapatos de mujer, tacón de aguja 43-44 son raros, mas la alegría lo cubrirá todo, la alegría y la exultación. El Requiem expresa esto: el júbilo y el temor. Así los palestinos, los chiíes, los locos de Dios que se precipitan riendo hacia los antiguos de las cavernas y los escarpines dorados del 43-44, se vieron brincar adelante con mil carcajadas, mezclados con el retroceso de los trombones. Alegría del transexual, alegría del Requiem, alegría del Kamikaze... alegría del héroe”.
 ¿Elogio del terrorismo y sus Kamikaces suicidas? A primera vista sí. En diversas entrevistas y textos compilados de forma póstuma (L’ennemi déclaré, París, 1991), Genet sostiene que los atentados (suicidas o no) son la respuesta de los pobres y oprimidos a los ejércitos mejor pertrechados del opresor. Con dicho argumento justificó la acción de las Panteras Negras, de los fedayín y, mezclando capachos con berzas, de la fracción del Ejército Rojo del grupo Baader-Meinhof. Mas el término terrorista, aplicado a realidades y contextos muy distintos, se presta a todo tipo de comparaciones inexactas y oportunistas, como las que hoy se establecen entre ETA y los palestinos o el IRA y los independentistas chechenos. Desmemoriados como somos, volvamos la vista atrás: ¿no recurrieron al arma del terror los combatientes del FLN argelino y los fundadores del Estado de Israel hasta el día en que plasmaron su proyecto de Hogar nacional judío? Pisamos arenas movedizas y cuantas precauciones tomemos en el uso del vocablo serán siempre pocas.
Por otra parte, la palabra “héroes” en la pluma de Genet es sin duda alguna ambigua (el autor de Los negros se burló toda su vida de ella). La rápida secuencia de cambios semánticos que acabamos de citar concluye con una pregunta muy significativa: “¿Habría conocido [su héroe] la dicha del vértigo suicida si no hubiese tenido como Hamlet público y réplica?”
(Genet no podía prever, claro está, que este vértigo escenificaría, en directo y a costa de miles de víctimas, su apoteosis destructiva ante centenares de millones de espectadores.)
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“La dificultad, dijo un día Genet, es la cortesía del autor con el lector”. La frase me impresionó y la he citado a menudo, a propósito de mi propio trabajo y el de muchos escritores que admiro. En cualquier caso parece haber sido formulada para ilustrar un libro que Genet no escribiría sino veinte años más tarde.
Un cautivo enamorado es una obra de difícil acceso y, si se quiere, oscura pero en modo alguno opaca. Una relectura cuidadosa la ilumina y esa luz interior que perdura es la del astro solar, no el reflejo de una estrella lejana y quizás extinta. El lector objeto de la cortesía debe responder a ella con rigor condigno, sin desanimarse por los cambios de rumbo y zarandeos bruscos de la narración. El testamento poético y humano de Genet goza del triste privilegio de ser una de las obras literarias peor leídas de su siglo.
En diversos pasajes de ella, el autor nos da respuestas a las razones de su compromiso. Si en un momento dado nos dice que “había acogido esta rebelión de la misma manera que un oído musical reconoce la nota justa”, matización y enunciados posteriores desdibujan un tanto la nitidez de la declaración. Como veremos luego, el paralelo entre la desposesión forzada de los palestinos (“tengamos siempre presente que no poseen nada: pasaporte, nación, territorio, y que si cantan todo esto y aspiran a ello es porque no ven sino sus fantasmas”) y la que busca para sí es estrecho pero no agota las razones más o menos soterradas que el autor nos desvela a lo largo del libro.
Desde su llegada a Jordania, enfrentado con la realidad de la lucha desproporcionada de los palestinos contra la formidable maquinaria bélica de los israelíes, Genet advierte la existencia de campamentos-Potemkín y desfiles de cachorros con fusiles miserables, de simulacros destinados a encubrir la flaqueza del movimiento. Posar para fotógrafos occidentales y japoneses, observa, es escoger el cliché y el tópico que convienen a la prensa sensacionalista o de gran tirada: “Sus gestos [los de los fedayín] corrían el riesgo de ser ineficaces a causa de esta ley teatral: el ensayo para la representación”.
Genet no es periodista ni escritor en busca de scoop (aunque compuso un texto sobrecogedor sobre las matanzas de Sabra y Chatila). Su reflexión acerca de este teatro simbólico, pero con muertos reales, corres-ponde a la de autor de obras como Las criadas, El balcón o Los negros, en las que la parodia, juego de espejos, indistinción entre realidad y sueño y afán de servirse de todo ello para trastocar el orden del mundo desempeñan un papel esencial. Al aceptar la invitación de una estancia en Palestina, es decir, en el interior de una ficción –puesto que la Palestina real es la de los Territorios Ocupados– Genet, auto-definido, recordémoslo, como espontáneo simulador, se pregunta si, al aportar su “función de soñador en el interior del sueño”, no añade aún un elemento más al proceso de desrealización de la causa que defiende: “¿No era yo el europeo que dice al sueño: eres sueño y sobre todo no despiertes al dormido?”. El autor no encuentra respuesta a su vida soñada –tampoco nos la dan Shakespeare ni Calderón–, pero ahonda la reflexión sobre ella a partir de la no pertenencia a nación alguna, del descuaje, que quiere definitivo, de Francia y Europa gracias al sueño revolucionario palestino, aunque su fe en éste, precisa, no fuese nunca total ni se entregara a él por entero.
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Un cautivo enamorado no es un libro de memorias. Genet nos previene a menudo contra las trampas del recuerdo y de la escritura al tiempo que reflexiona sobre su propio trabajo. No sólo nos indica las fachas de su composición: nos precisa también el proceso de redacción de la obra que tenemos en nuestras manos. En corto: nos da a la vez el producto acabado y las distintas fases de su elaboración.
Las preguntas y dudas que le asaltan –el narrador, todo narrador, ¿es fiable?; ¿puede captarse la realidad por escrito?; ¿cómo reproducir el lenguaje hablado, el tono de los diálogos y el timbre de una voz a través del filtro de la memoria?– no tienen obviamente respuesta. Mientras teje y desteje su evocación de los campos palestinos y su fascinación por la pareja de Hamza y su madre, subraya que su relato de los hechos no recoge las voces de quienes aparecen en él sino exclusivamente la suya. “Pero, como todas las voces –escribe– la mía está amañada”.
El libro que le reclamaban ya en 1970 algunos dirigentes palestinos –Genet refería a sus amigos este breve diálogo con Arafat: –“¿cuándo tendrá usted lista su obra?” –“¿cuándo realizarán ustedes su revolución?”– no responde desde luego al que cabía esperar de un militante tercermundista, conforme a un esquema y unas conclusiones trazados de antemano: es el de un hombre que se despide del mundo después de haber vaciado de sí la nostalgia de un orden mediocre, de la vida cómoda, del pensamiento correcto, de su pertenencia nacional; de un hombre voluntariamente situado en la marca o espacio moral fronterizo en el que “la totalidad de una persona humana, de acuerdo o en contradicción consigo misma, se expresa con mayor amplitud”. Pero cedamos la palabra al propio Genet, cuya provocación moral y política no se sitúa como creyeron los apresurados enterradores del libro, en el plano de los hechos descritos –esto lo han cumplido ya docenas de autores justamente indignados por el cruel despojo de los palestinos– sino en el espacio de una escritura que se convierte así, con su provocación, en el cuerpo del delito
“La forma que he dado desde el comienzo al relato nunca tuvo por finalidad el informar al lector de lo que fue realmente la revolución palestina. La construcción misma del texto, su organización y disposición, sin proponerse traicionar deliberadamente los hechos, determinan de tal forma la narración que parecerá muy probablemente que fui su testigo privilegiado o su guionista... Tantas y tantas palabras para decir: ésta es mi revolución palestina recitada en un orden escogido por mí, al lado de la mía está la otra, plausiblemente las otras... Querer pensar que la revolución sería como buscar una lógica, al despertarse, en la incoherencia de las imágenes soñadas.” 
Las sombras de los fedayín muertos, ¿pueden hablar acaso? ¿O es él quien los transforma en títeres, tirando de los hilos para que muevan los labios?
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Cuando Genet se aleja por “unos días” –que se prolongan finalmente en meses– en las bases guerrilleras de Jordania eshtá en los umbrales de la vejez. El distanciamiento de Europa se ha convertido en una ruptura que quiere definitiva. Francia es sólo “el recuerdo lejano” de su primera juventud: un extrañamiento gradual le lleva por otros caminos. Sabemos que fue feliz en Grecia en la década de los cincuenta; luego en Japón y tal vez en Marruecos; por fin entre las Panteras Negras. El instinto errabundo que le guiaba, como a mí, a los barrios populares de las ciudades y al hormigueo del gentío, ¿fue el que llevó, con su brujuleo, al santuario frágil y amenazado de los fedayín? Durante su estancia en Turquía, escoltado por un mozo de buenas prendas, se percató, escribe, de
“la escasa distancia que separaba al vagabundo que era aún del guardián de un orden en el que corría el riesgo de transformarse si me dejaba arrastrar por la tentación de aquél y de la comodidad que procura. De vez en cuando debía renovar la lucha contra los incentivos... de las rebeldías, en las que una poesía muy visible disimula, de manera casi imperceptible todavía, la invitación al conformismo.”
Ahí se impone un inciso: si mi cala en Un cautivo enamorado deja de lado las páginas dedicadas al movimiento de las Panteras, no puedo con todo pasar por alto la importancia de éstas en la vida de Genet. Entre sus militantes, diezmados, encarcelados o recuperados por el sistema unos años después, halló una forma de felicidad, no sólo erótica, que anticipa la que alcanzará con los fedayín. “Los Black Panthers –escribe– habían descubierto, en vez de un niño, un viejo abandonado, y este viejo era un blanco”. Un breve repaso a la biografía de Genet –inclusa, delincuencia juvenil, robo, prostitución, cárcel...– nos ayuda a comprender el alcance de una experiencia poético-moral que precedió a la de los palestinos, una experiencia decisiva en la resolución del dilema, ya expuesto, que le apremiaba. 
“Realizaba [con las Panteras] un viejo sueño infantil, en el que unos extraños –pero en el fondo más semejantes a mí que mis compatriotas– me abrirían una vida nueva. Ese estado de infancia, casi de inocencia, me fue impuesto por la afabilidad de las Panteras. Ahora bien, volver a ser, ya viejo, un niño adoptado era algo muy grato porque gracias a ello conocía una verdadera protección y una educación afectuosa.” 
El tiempo transcurrido en compañía de las Panteras Negras –acogido y cuidado por ellas– fue una prueba adicional, según Genet, de la mala interpretación habitual de su vida y sus libros, ya que las afinidades que les unían se debían tanto a su radicalismo y provocación (el propósito de aterrorizar a sus antiguos amos con los medios de que disponían: alardes de violencia y exceso, simulacros esceni-ficados con uniforme y armas, amenaza implícita de su vigor sexual) como al hecho de que su movimiento, un acto de rebeldía en gran parte poético, no era sino “un sueño flotante sobre la actividad de los blancos”. Genet vivía una vez más en el interior de su propio sueño: diez años después de su estreno por Roger Blin en un teatro parisiense de la Rive Gauche, el juego de máscaras de Los negros se representaba a cielo descubierto en toda la Norteamérica blanca.
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En sus obras y conversaciones privadas, Genet rememoraba a menudo las cárceles por las que pasó como un refugio maternal y una condensación de sus sueños eróticos.
Tres décadas después conocería igual-mente por un tiempo en las bases guerrilleras de Jordania la “felicidad de vivir en un cuartel inmenso”. Los palestinos no tenían patria, tierra ni hogar: habían sido despojados de ellos en nombre de un sueño ajeno. Su rebelión contra los poderosos del mundo –Estados Unidos, Israel y los regímenes reaccionarios árabes– le recordaba la suya frente al orden establecido y sus ubicuos guardianes. Como el delincuente que fue en su juventud, eran criminalizados a su vez, conforme a la ecuación palestino = terrorista, por la opinión pública occidental.
Desde su llegada a Irbid, los fedayín no reproducen una imagen aproximativa de sus fantasmas: son su encarnación mirífica. La absoluta inocencia de su seducción –excepto en el caso del sudanés Mubarak– excluye toda manifestación de erotismo, cual si la plasmación brusca de sus deseos anulara la realidad interior de los mismos. Como en una reciente retrospectiva de Picasso, pasamos del sexo crudo y a veces brutal de Nuestra Señora de las Flores y Diario del ladrón a un voyeurismo apaciguado y reflexivo, desprendido de todo afán de posesión.
La pintura de alguno de los protagonistas del libro nos trae no obstante a la memoria la de los hampones y criminales reclusos de sus novelas de cuarenta años antes: Abú Kassem –cuya inmediatez “radioactiva” le somete, dice Genet, a un “constante bombardeo de partículas”–, desaparecido a sus veinte años en el curso de una misión en los Territorios Ocupados de Cisjordania. Alí, fugaz en su belleza y su gloria, mero centelleo en el tiempo de una sonrisa en el boscaje negrísimo del labio superior y el mentón...
Un cautivo enamorado nos brinda una espléndida galería de retratos trazados mediante bosquejos sucesivos o de una simple pincelada, personajes atractivos e intensos que desaparecen de pronto del relato y vuelven a emerger decenas o centenares de páginas más tarde, en perpetua acronía, ennoblecidos por la muerte o la inexorabilidad del destino.
La descripción del teniente Mubarak y sus relaciones con el narrador, marcados por la voluntad de seducción –imantación del rostro negro con las mejillas marcadas por cortes tribales, de un argot del arrabal parisiense y un vocabulario de Maurice Chevalier– exigiría un apartado especial en la medida en que cifra la ambigüedad del universo de Genet: el truhán y el revolucionario, el héroe y el farsante. Habrá que dejarlo para otra ocasión.
El autorretrato del autor, dibujado al trasluz a lo largo del libro, es el de un Genet en toda su desconcertante complejidad: mezcla de razón y sueño despierto, de rebeldía permanente contra el orden del mundo y conciencia de un nihilismo teatral ante el vacío de la muerte. “Encantado, mas no convencido, seducido y no cegado –escribe– me conduje más bien como un cautivo enamorado”.
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Las referencias en modo alguno gratuitas a la procesión de la Virgen de las Falanges libanesas y de la abadía de Montserrat son los primeros hilos de un tejido de alusiones –que cobrarán sentido más tarde– a las estatuas carolingias, Miguel Angel y las Pietás del barroco, en las que la madre de Dios aparece paulatinamente más joven que el Hijo muerto sobre sus brazos: el amor de los artistas y el beso suavizador y balsámico de generaciones de devotos obran el milagro de un rejuvenecimiento más eficaz y duradero, observa Genet, que el de la actual cirugía estética. “El título de madre de Dios otorgado a la Virgen obliga a preguntarse –si el orden cronológico de los parentescos humanos corresponde al divino– ¿en virtud de qué prodigios o de qué matemáticas la madre vino después de su Hijo, pero precediendo a su propio Padre? Tal denominación y este orden estimativo son menos misteriosos cuando se piensa en Hamza”.
Aquí, las asociaciones de ideas se explicitan al fin y las diferentes piezas del rompecabezas encajan.
Cuando en pleno mes de ramadán se inicia la represión despiadada de los guerrilleros palestinos por el ejército del rey Hussein, Genet se halla en una base militar próxima a Irbid. Un responsable de la OLP lo confía a un joven fedai para que le albergue de noche. Hamza le lleva a su casa, en uno de los barrios de refugiados que rodean la ciudad. Tras cruzar un patinillo, le introduce a una modesta vivienda en la que una palestina de una cincuentena de años, con un fusil colgado a la espalda, le acoge con una sonrisa. “Es un amigo –dice Hamza a su madre–. Un cristiano, pero no cree en Dios”. “Bueno, si no cree en Dios, habrá que darle de comer”. Y cuando el joven parte en misión de combate (será detenido y torturado más tarde por los temibles mujabarat jordanos), la madre cuidará de él y depositará con delicadeza a la cabecera de su lecho, mientras Genet finge dormir, una bandeja con una taza de café y un vaso de agua. Esta noche, la de la víspera de su partida forzosa de Irbid, será en lo futuro para Genet la que los musulmanes llaman Lilat al-Qader o Noche del Destino, correspondiente al vigesimoséptimo día de ramadán.
            A su salida de Jordania, escribe, la imagen de Hamza con su madre –de un Hamza cuya silueta se recorta en el fondo inmenso, casi mitológico de la madre–, le persigue con la tenacidad de un enigma hasta la composición del libro. La estampa de mater dolorosa –de madre e hijo que, conscientes de su vulnerabilidad, velan el uno por el otro– simbolizará en adelante para él la revolución palestina. Pero dicha asociación misteriosa nos procura otra clave más reveladora e íntima: “por una noche [...] un viejo mayor que ella se convirtió en el hijo de la madre. Más joven que yo, fue mi madre sin dejar de ser la de Hamza”. Más sorprendente aún para el lector de Genet: el paralelo imprevisto y en verdad perturbador entre la pareja Hamza-Su madre (y subsidiariamente del autor y de la madre de Hamza) y la de la Pietá y el Crucificado se remonta, nos dice, a una ensoñación de su infancia que se instaló en él “al punto de asumir una vida autónoma, tan libre como la de un órgano invasor y un fibroma que multiplica su audacia y sus brotes, próximo al orden de la vida animal y de la vegetación de los trópicos”.
Genet sufría de los efectos de un cáncer de garganta y de la quimioterapia al redactar un libro en el que abundan las alusiones oscuras al mal, pero la imantación de la Estrella Polar de Hamza y su madre –la de Hamza y la suya– no cejó hasta el día en que, catorce años después, regresó a Irbid para comprobar la realidad de su sueño: la mujer, ya anciana, le recuerda apenas y le da el teléfono de Hamza, no ya fedai sino obrero inmigrante en Alemania.
En esa “noche helada” que llevaba siempre consigo, Irbid, el refugio materno de Irbid y ese amor, cuyo “brillo y poder radioactivo se elaboraron quizá durante milenios”, arrojan una luz nueva, y de forma retrospectiva, sobre la totalidad de la obra de Genet.
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Cuando, unos meses después del suicidio de su amigo Abdellah, Genet me confió la decisión de poner fin a sus días Monique Lange fue a exponer nuestro desconcierto y emoción a Sartre. “Ustedes no saben aún lo que significa envejecer”, comentó el filósofo. Genet tampoco lo sabía quizá –un sentimiento de culpa y no la vejez había trazado aquel quiebro en su vida– pero el peso de la muerte no le abandonó ya. En diversos pasajes del libro que analizamos, habla de sí en pretérito, como desde un no-lugar del reino de las sombras: “en mi interior reposaba el muerto que era yo desde hacía tiempo”, “los recuerdos que refiero son tal vez los adornos con los que se engalana mi cadáver”... A un muerto, dice, sólo se le puede responder con silencio o retórica: el acto heroico de quien sacrifica su vida por una causa debería hacerle acreedor de una lápida sepulcral capaz de encubrir y desrealizar la acción que causó su mutismo definitivo. Si va a decir verdad, la muerte o desaparición oscura de los fedayín de quienes se sintió cautivo y enamorado le devolvían una imagen cruda de lo que despiadadamente juzgaba su propio simulacro. Una exigencia constante de ponerse a sí mismo en tela de juicio le llevaba a considerar su existencia entera como un conjunto de gestos inconsecuentes, pero fácilmente interpretables como actos de audacia: 
“Mi estupor fue inmenso cuando comprendí que mi vida... no era sino una hoja de papel blanco que, a fuerza de pliegues, había podido transformarse en un objeto nuevo que yo era quizás el único en ver en tres dimensiones, con la apariencia de una montaña, de un precipicio, de un crimen o de un accidente mortal”.
Tras haber eludido la tentación de la comodidad, tanto material como moral, se enfrentaba al fin, cuando se sentía interiormente muerto, a la de la gloria o anhelo de transcendencia. El desarrimo de Genet de toda consideración mundana –en hermoso contraste con la flexibilidad servil de todos los medios literarios que he conocido a lo largo de mi vida– ha sido y es la horma a la que con mayor o menor éxito he procurado ajustar mi conducta hasta el punto de haberla convertido en una especie de naturaleza segunda. Ningún honor, ninguna recompensa, ningún homenaje valen para mí un minuto de esa dicha efímera que en circunstancias y con gentes muy diversas he iluminado mi paso por el mundo con una luz semejante a la que halló Genet en compañía de los combatientes palestinos. La fascinación de la ejemplaridad póstuma a la que él se enfrentaba nos devuelve a la paradoja que señalé en mi visita a su tumba en el antiguo cementerio español de Larache: la de una reflexión casi mística en pluma de un ateo. 
“No existe probablemente un hombre que no desee convertirse en objeto de fábula a gran o pequeña escala, llegar a ser un héroe epónimo, proyectado en el mundo, esto es, ejemplar y, por consiguiente único, esplendoroso, porque procede de la evidencia y no del poder... [como] esta imagen despegada del hombre, del grupo, o del acto mismo que lleva a decir que son ejemplares”. 
Ahora bien, el ansia de esa imagen definitiva, capaz de impulsar al ser humano incluso a la aniquilación, no puede ser premeditada sin transmutarse en impostura. Genet lo sabía y evitó la trampa de la inmortalidad en vida en la que caen tantos “inmortales” irónicamente reducidos después a la nada, caídos en justiciero olvido. Genet, ya muerto, es ejemplar en la medida en que fue único. Su vida y su obra se confunden en una aventura cuya radicalidad ética y literaria brilla sin consumirse. La soledad de los muertos, había escrito a propósito de Giacometti, “es nuestra gloria más segura”.