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Gaza. Una cárcel sin techo

Reseña del libro del periodista Agustín Remesal

Gaza es una franja de tierra habitada por millón y medio de «prisioneros» al sol. Agustín Remesal describe en este libro la intrincada realidad en la que se fraguan las pasiones, la violencia y el sentimiento de resistencia en que vive el pueblo palestino

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Portada del libro

Gaza es una franja de tierra habitada por millón y medio de «prisioneros» al sol. Agustín Remesal describe en este libro la intrincada realidad en la que se fraguan las pasiones, la violencia y el sentimiento de resistencia en que vive el pueblo palestino. Reproducimos a continuación un pasaje sobre la conmoción acaecida cuando Hamás derribó el muro que servía de frontera en Rafah.

Como una gigantesca serpiente de metal estirada hacia el horizonte del mar Mediterráneo, elevando a trechos su cuerpo en arcadas como un diseño de arquitecto vanguardista, el muro de hierro que fue derribado en la frontera sur de Gaza comienza a ser sepultado bajo las arenas que arrastra el viento desde el desierto de Sinaí. El escenario presenta una tierra de nadie ahora ocupada por cuatro cobertizos de las milicias palestinas de Hamás, instaladas a lo largo de los seis kilómetros de la angosta franja de seguridad (apenas 100 metros de anchura) que dista el muro derruido de una endeble pared levantada con urgencia por el Ejército egipcio.

Bajo la lona blanca de la jaima hecha jirones, el destacamento islamista a las órdenes del sargento Issa emplea su tiempo en la limpieza de las piezas de sus nuevos kaláshnikov y en el consumo ilimitado de té. «Tardaron seis meses en cortar la chapa con sopletes autógenos; fueron más de dos kilómetros de corte fino y silencioso -informa el jefe de puesto-. Trabajaban sólo por las noches; eran decenas de pequeñas llamitas que iban cortando poco a poco el hierro de dos centímetros de espesor...»

La «Operación Jericó» aplicada al muro férreo de Rafah, la muralla blindada que el Ejército israelí levantó entre Gaza y Egipto para cortar el tráfico de armas, fue una más de las misiones secretas llevadas a cabo por Hamás, tras su rebelión en junio de 2007, y ejecutada con la eficacia y precisión que se les supone siempre a sus enemigos radicales, el Tsahal (Ejército israelí). Hubo rumores, insinuaciones, avisos... pero nadie sino sus promotores conocían al parecer la envergadura del proyecto y sus consecuencias sorprendentes. Ni los satélites de observación ni los servicios de información israelíes advirtieron del huracán nocturno que habría de arrasar aquel muro que cierra por el sur la cárcel de los palestinos de Gaza. Y si tenían de ello noticia los agentes de la Shin Bet, el Gobierno israelí prefirió no darse por enterado.

El taxi de Said en el que navegamos a trompicones sobre las dunas (un Mercedes destartalado de un modelo adecuado para ingresar por derecho en un museo del automóvil) recorre el camino de arena a lo largo de esa muralla derrumbada. Han desaparecido ya algunas de sus láminas de hierro y crecen margaritas frondosas bajo las que no llegaron a aplastar el suelo; sobre las planchas de hormigón armado, cuyo perfil se pierde en la playa cercana, juega a policías y contrabandistas la chiquillería del barrio de Tal al Sultan. Los soldados del Ejército egipcio no permiten el tránsito del vehículo por la «tierra de nadie», pero mientras cortan el paso a nuestro Mercedes de desguace una pandilla de jóvenes palestinos logra escalar el último muro de seguridad y desaparece tras él a la carrera, en territorio egipcio.

Es ése uno más de los indicios de la caída definitiva del muro de Rafah, que se inició a golpe de secreto y de soplete y culminó con una voladura perfectamente controlada. He aquí la crónica de aquella peripecia que ha mudado el paisaje de esta frontera y aliviado la penuria y la desesperación de los habitantes de esa prisión palestina bajo las estrellas.

El telón de hierro de más de cuatro metros de alto cayó poco después de la medianoche el día 23 de enero de 2008. Un rosario de cargas explosivas colocadas por comandos de encapuchados a lo largo de las planchas previamente hendidas, empujaron el murallón que se derrumbó con gran estruendo. Hasta la salida del sol, según cuentan testigos dignos de crédito, varios vehículos pesados cruzaron la frontera desde Egipto con cargamento desconocido.

A la salida del sol, los milicianos de Hamás dejaron el terreno libre y una marabunta de gente, enloquecida a la vista del agujero de libertad que acababa de abrirse, se precipitó a la carrera hacia el otro lado de la línea rota, a través del llamado corredor Filadelfia.

La noticia corre como la pólvora: el muro ha caído. Camiones, autobuses, furgonetas, coches, carros tirados por burros y hasta bicicletas dieron asalto a las poblaciones egipcias cercanas de Rafah. En su impulso incontenible, la oleada de compradores llegó hasta el puerto de Al Arish, a medio centenar de kilómetros. Los soldados egipcios se retiraron de sus puestos para evitar derramamiento de sangre, según sus jefes, y los palestinos indignados evitaron a pedradas que las excavadoras les cortaran el paso.

Durante una semana, entraron por esa puerta de promisión desprovista de aduana millares de toneladas de mercancías. Más de 250 millones de dólares se gastaron los comerciantes de Gaza en los almacenes del otro lado de la frontera, que quedaron completamente vacíos. Medio millar de camiones transportaron esas mercancías a Gaza. Además, medio millón de palestinos (la tercera parte del censo de los que viven en la Franja) aprovechó la situación y el caos fronterizo perfectamente controlado por Hamás para visitar a sus familiares y, de paso, comprar gasolina, muebles, cigarrillos, comida enlatada o perfumes.

El frenesí comercial no fue el único delirio de los palestinos: decenas de bodas pudieron llevarse a cabo gracias a esa puerta que cierra la ruta de Salahadim, abierta con explosivos. Los compromisos matrimoniales que muchos jóvenes mantenían desde tres años antes, cuando el paso de Rafah se cerró a cal y canto, pudieron al fin cumplirse. Además, decenas de miles de jóvenes salieron por vez primera en su vida del encierro de Gaza, sólo por probar la sensación de escapar de su cárcel cotidiana.

El abastecimiento de mercancías durante esa última semana de enero ha dejado en el paro a los excavadores de túneles y en la miseria temporal a sus propietarios. Decenas de esos pasos subterráneos para el tránsito de personas y el contrabando de mercancías habían sido ya decomisados por Hamás tras indemnizaciones simbólicas a sus propietarios. Pero el negocio era sumamente floreciente: las armas, las medicinas, la droga y el combustible eran algunos de los productos de mayor rendimiento. Por el paso de una persona de uno a otro lado de la frontera la tarifa es de unos 2.000 dólares.

Los propietarios de túneles (probablemente más de medio centenar) habían sido advertidos por los comandos de Hamás de la inminente ruptura de la valla de hierro y de la apertura temporal de la frontera.

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Por cada uno de esos túneles pasaban de contrabando mercancías por valor de más de diez millones de dólares al año. «Una mina de oro», afirma Nabil. Él supone que con la mercancía importada, los palestinos de Gaza tienen suministros para medio año. Detergentes, pinturas, ordenadores, neumáticos, material de electricidad, semillas... A pesar de que los precios se dispararon en ese impetuoso zoco fronterizo de urgencia, los compradores saben que no van a perder en la operación: todo tendrá siempre mucho más valor al otro lado del muro derribado, en el reducto de Gaza. La falta de abastecimientos era asfixiante y los dirigentes de Hamás aprovecharon la penuria extrema en la Franja para dar el paso estratégico: ya no será posible cerrar de nuevo esa puerta para siempre, y cuando haya de abrirse serán ellos quienes marquen las condiciones.

Retirada de agentes de la UE

La terminal aduanera de Rafah, cuyo control fue encomendado en el año 2006 a un grupo policial formado por la Unión Europea, fue cerrada también por falta de actividad. El centenar de agentes enviados por una decena de países europeos, entre ellos España, se retiró a sus cuarteles seguros de la cercana ciudad de Ashkelon cuando, pocos meses después de su formación, la violencia desatada entre las milicias de Hamás y de Al Fatah puso en peligro la seguridad de esa policía europea en servicio de acción humanitaria. Fue una retirada temporal, pero nunca más regresaron a sus puestos porque casi nadie creía en su utilidad.

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Desde su despacho del cuartel general de la Policía en Gaza, el portavoz de esa fuerza palestina de seguridad, Islam Shawan, sigue puntualmente a través del teléfono las incidencias de esa tarea de conservar la ley y el orden en la Franja, territorio de la pax islámica desde junio del año 2007. Flanqueado por los retratos del presidente Arafat y del jeque Yasin, mantiene la ortodoxia de Hamás también en esa expresión de los símbolos del nuevo poder en Gaza: Arafat, padre de la nación palestina, y el clérigo musulmán asesinado por los israelíes, patriarca espiritual de ese mismo pueblo. Se evita así el uso de la imagen institucional de quien hoy es presidente en ejercicio de la Autoridad Palestina, Abu Mazen, cabeza de la hidra de la corrupción de Al Fatah, según la propaganda de los islamistas.

El portavoz policial Shawan cita en su discurso al periodista los más recientes casos de los «corruptos de Ramala», y descarta cualquier sublevación de sus secuaces en Gaza. Pero esa polémica entre hermanos es agua pasada para los islamistas, que hoy se presentan al mundo como la base honesta y moderada sobre la cual se ha de asentar el futuro Estado palestino.

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Pocos territorios existen en el planeta en los que la actividad humana destinada a la destrucción presente signos de tanta envergadura para demostrar su febril actividad: en Rafah, la silueta de la valla metálica derrumbada, como los pliegues de un abanico gigante, se superpone a la ruina de los edificios del campo de refugiados que apenas se mantienen en pie tras los bombardeos israelíes que duraron casi tres años. Y bajo esta tierra desértica, sigue otra actividad subterránea, la de la perforación de túneles y el paso clandestino de mercancías. A pesar de que ese tráfico ha entrado en una etapa de sosiego tras el reciente aprovisionamiento, los topos siguen trabajando y dejando la prueba de su tarea: los montones de tierra húmeda que el reportero, bajo cuyos pies late ese mundo subterráneo, vio bajo las lonas de los invernaderos que esconden esas perforaciones. «Hay que pensar en el futuro -advierte el tunelero Nabil con una sonrisa irónica-. Son labores de mantenimiento, para evitar que se nos derrumben las galerías...»

Título: Gaza, Una cárcel sin techo
Autor: Agustín Remesal
Editorial: Catarata
Colección: Mayor
Páginas: 248
Precio: 17 Euros