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PALESTINA

Con Palestina

Alfonso Bolado

(Página Abierta, 183, julio de 2007)

Los recientes acontecimientos de Palestina han sumido a todas las personas de buena voluntad en la desesperanza: el fracaso del Gobierno de concentración entre Fatah y Hamas, partido que tiene mayoría absoluta en el Parlamento palestino, ha terminado con violentos enfrentamientos armados entre ambas organizaciones, la expulsión de Fatah de la franja de Gaza y el enroque del presidente Abbas en Cisjordania, donde ha ilegalizado a Hamas, ha disuelto el Gobierno del islamista Haniya, y ha nombrado uno nuevo presidido por el economista y militante del pequeño partido laico Tercera Vía (dos escaños) Salaam Fayad

Los recientes acontecimientos de Palestina han sumido a todas las personas de buena voluntad en la desesperanza: el fracaso del Gobierno de concentración entre Fatah y Hamas, partido que tiene mayoría absoluta en el Parlamento palestino, ha terminado con violentos enfrentamientos armados entre ambas organizaciones, la expulsión de Fatah de la franja de Gaza y el enroque del presidente Abbas en Cisjordania, donde ha ilegalizado a Hamas, ha disuelto el Gobierno del islamista Haniya, y ha nombrado uno nuevo presidido por el economista y militante del pequeño partido laico Tercera Vía (dos escaños) Salaam Fayad.
            Palestina, dividida, es más débil que nunca: Cisjordania, inerme, en manos de esos gobernantes “moderados” tan del gusto de los israelíes; Gaza –demasiado pequeña y aislada–, por mucho que los dirigentes de Hamas en sus declaraciones rechacen la división e incluso las represalias contra sus rivales, muy posiblemente se verá arrastrada a un resistencialismo (frente a la presidencia de la Autoridad Nacional Palestina, la opinión occidental en general y parte de la árabe, al margen de Israel) con mucho de numantino. ¿Va a ser Gaza la Masada del pueblo palestino?
            La trágica secuencia de acontecimientos que ahora culmina se inició con la arrolladora victoria (76 escaños de 132) de Hamas en las elecciones legislativas de enero de 2006, y está jalonada por el rechazo de Israel, Estados Unidos y la Unión Europea, así como por el de los dinosaurios de la OLP, decididos a no perder los resortes del poder que les ha producido tan excelentes réditos económicos y cuya base es el control de las fuerzas de seguridad.
            Justamente estas fuerzas, unos 40.000 hombres, armados por Estados Unidos hasta el último día (una tutela que, entre otros fines, ha servido para impedir que se convirtieran en una amenaza para el Tsahal israelí), han sido la punta de lanza de los enfrentamientos armados. Su ejecutoria global no ha sido precisamente ejemplar: se trata de unas fuerzas dependientes del presidente de la ANP, pero claramente partidistas; denunciadas por Amnistía Internacional por sus persistentes violaciones de los derechos humanos, sobre todo con detenidos islamistas, uno de sus fines según su jefe principal, el general Abdul Maziq Mayaid, es garantizar la seguridad de Israel (serán desplegadas a lo largo de la frontera con Israel “para detener cualquier tipo de violación” del alto el fuego). El hecho de que el presidente Abbas no alentara en ningún momento su lealtad al Gobierno impulsó a éste a crear sus propias fuerzas, reclutadas, por supuesto, entre sus correligionarios. La existencia de dos fuerzas cuyas lealtades eran manifiestamente opuestas en un marco de fuerte discrepancia sólo podía abocar al conflicto armado, que retroalimentaba el conflicto político.
            Eso explica en parte el reciente estallido de violencia que sucedió al acuerdo de La Meca (febrero de 2007) para crear un Gobierno de concentración, inmediatamente puesto en entredicho por Israel y Estados Unidos: Ehud Olmert, el incompetente primer ministro israelí, afirmó: «No habrá avances significativos en el proceso de paz si Abbas forma un Gobierno de unidad con Hamas». Sin duda, dichos acuerdos implicaban una cesión por parte de Hamas, forzada por su debilidad frente a fuerzas demasiado poderosas; así lo percibió Achman al-Zawahiri, el número dos de al-Qaida, cuando afirmó en al-Yazira que Hamas había «caído en el pantano de la rendición». En estas condiciones, los días del acuerdo estaban contados. En este caso, lo de menos es quién inició los enfrentamientos. Cuando las diferencias estratégicas son tan pronunciadas, nadie resiste la tentación de considerar al otro enemigo del pueblo y, por tanto, merecedor de la extinción.

¿Un conflicto de legitimidades?

            Occidente e Israel han reaccionado a la nueva situación apoyando sin fisuras a Mahmud Abbas e inmediatamente afirmaron que, en cuanto se constituya el nuevo Gobierno sin Hamas, reanudarían su ayuda; dos días más tarde, el diario El País (19 de mayo de 2007) podía titular con regocijo: “Occidente se vuelca en ayuda a los palestinos opuestos a los islamistas”. Incluso Israel se unió a la fiesta, anunciando que desbloqueaba los 850 millones de dólares en impuestos que, de forma manifiestamente ilegal, retenía al Gobierno palestino. Nada más apropiado, pues «nuestro objetivo es hacer ver a los palestinos que hay esperanza con los moderados», en palabras de la ministra de Asuntos Exteriores israelí Tzipi Livni. La Unión Europea, fiel a su papel de comparsa, da su opinión: «Ahora existe la posibilidad de que la ayuda europea contribuya a mejorar la situación de los palestinos» (Frank Steimeier, ministro de Asuntos Exteriores alemán).
            Nada más natural, pues para todos ellos el resultado de los enfrentamientos suponía un “golpe de Estado” de Hamas y el único Gobierno legítimo era el de Mahmud Abbas. Es cierto que, técnicamente, el presidente de la ANP tiene la potestad de destituir y nombrar al primer ministro, pero también que este ejercicio debe tener en cuenta los resultados electorales. En ese sentido, la leguleya interpretación de los hechos por parte de los socios occidentales  apenas enmascara la existencia de un parti pris evidente. La estrategia occidental es clara: aislar a los islamistas, demostrar que ellos son el problema y lograr que la gente les dé la espalda: «Nuestro objetivo es desconectar a Hamas de la gente», afirma con desparpajo el nuevo ministro de Justicia palestino Riyad Malqi. Algo se ha ganado: hasta ahora Palestina estaba en liquidación; ahora está en venta.
            Realmente, desde el punto de vista constitucional, la situación es bastante insólita; el presidente de un partido que ha sufrido una severa derrota en las urnas se permite desconocer un resultado abrumador y decide actuar en contra de la voluntad popular. De hecho, pero no de palabra, los dirigentes palestinos hacen referencia a otro argumento de legitimidad que ni se atreven a esgrimir públicamente: Hamas ha sido declarada organización terrorista, y eso la convierte en parte no válida para la resolución del conflicto.
            Evidentemente, la declaración de organización terrorista –que sirve sobre todo a Estados Unidos e Israel para desactivar a los elementos más decididos de la resistencia palestina– tiene elementos ciertos: Hamas ha recurrido, como se sabe, al terror más indiscriminado, lo que le ha valido la condena de muchos: de unos, porque rechazamos la violencia indiscriminada contra las poblaciones civiles y no encontramos ninguna justificación ética para su práctica; de otros, más hipócritamente, porque la sinrazón de las víctimas hace menos visible la sinrazón –mucho mayor, porque se ejercita desde una posición de superioridad– de los verdugos.

Islam y democracia

            Los acontecimientos, sobre todo en lo que tienen de consecuencia de la manipulación exterior, ponen de manifiesto el fin de los sueños del “Gran Oriente Próximo” que acariciaba el presidente estadounidense George Bush; hasta ahora sus resultados son lamentables: las únicas “democracias”, embrionarias pero homologadas por Occidente, se dan en Estados bajo ocupación militar (Irak, Afganistán y la Palestina de antes de las elecciones de 2006); al mismo tiempo, siempre que, aprovechando las vías que abren las constituciones formalmente democráticas, los islamistas llegan al poder, se producen intervenciones violentas, del Ejército (Argelia en 1992, Turquía en 1997 y, de forma más discreta, en 2007), o exteriores; este es, en concreto, el caso de Palestina. Se trata de intervenciones que siempre han tenido el apoyo de la opinión demócrata, lo que pone de manifiesto los límites de su fe en la democracia, así como su corolario: la creencia en la existencia de una “excepción islámica” que ha retroalimentado las pulsiones identitarias más rígidas de la otra parte.
            El desdén por los islamistas debido a su “totalitarismo”, “fanatismo” y “rechazo de la modernidad” ha llevado a conspicuos demócratas a echarse en brazos de los ejércitos. Unos cuantos ejemplos: la islamóloga italiana Anna Bozzo afirmó tras el golpe argelino: «Por muy paradójico que pueda parecer, la Argelia laica y progresista... se ha encontrado de hecho representada por el grupo llamado al poder por los militares».
            No hay que olvidar que la prensa española, de forma vergonzante, también justificó el golpe, con el mezquino argumento de que también Hitler llegó al poder a través de elecciones democráticas. En el mismo orden de cosas, pero referido a Turquía, la perseguida ex parlamentaria holandesa de origen musulmán Ayaan Hirsi Ali escribía hace poco en El País (18 de mayo de 2007): «Y aunque parezca paradójico, este apoyo debe empezar por reconocer que el Ejército turco no es semejante a ningún otro. El Ejército tiene la tarea excepcional de salvaguardar el carácter laico de Turquía».
            Es curioso el uso, en ambos casos, del término de salvaguardia “paradójico”; con él se obvia el molesto tributo al Ejército, siempre sospechoso de poco democrático. El caso extremo es el de una feminista tunecina que defiende (citado en Alianzas peligrosas, Bellaterra, Barcelona, 2003): «Amnistía Internacional y la opinión pública se equivocan cuando defienden a los fundamentalistas que sufren torturas... Ningún derecho para los enemigos de los derechos humanos. Asesinatos, arrestos, torturas. ¿Hay acaso otra solución?».
            Que es, en última instancia, lo que preconizan los Bush, Olmert y demás personajes de su ralea. Sin duda, en el análisis del fenómeno islamista han primado las visiones más ignaras, simplistas y eurocéntricas; pero en el fondo siempre ha persistido el temor a su potencial desestabilizador de las hegemonías políticas en Oriente Próximo; por eso, Occidente ha hecho la vista gorda no sólo ante estos atentados contra la democracia, sino también ante la represión de los islamistas en los países “amigos” (Egipto, Arabia Saudí, Marruecos).
            El fracaso de la democracia musulmana no se debe a ninguna tara originaria de los musulmanes. Se debe sobre todo a la acción del colonialismo, al carácter parasitario y totalitario de sus Estados, que han impedido sistemáticamente la emergencia de una sociedad civil (uno de cuyos impulsores podrían ser precisamente los islamistas) y, desde luego, a la acción retardataria de un Occidente con demasiados intereses y demasiada carencia de escrúpulos a la hora de defenderlos. El caso de Palestina adquiere así carácter de  paradigma.

Culpables y víctimas

            Hay algunos momentos, como éste, en los que el análisis, por modesto que sea, tiene que dejar paso a la denuncia. De la situación en Palestina hay unos claros culpables. Son los que, sin dejar un resquicio a la justicia e incluso a la mera humanidad, han provocado que las cosas estén peor que nunca, con el agravante de que se han llevado incluso la esperanza.
            Uno de ellos es al-Fatah y su cabeza, Mahmud Abbas, presidente de la Autoridad Nacional Palestina. Son culpables por considerar que el hecho de regresar tras los acuerdos de Oslo de sus cómodos puestos en el exterior, les daba derecho a parasitar la entidad palestina hasta convertirla en una especie de patio de Monipodio, donde el saqueo de los recursos y la ayuda internacional se compaginaban con la más absoluta incompetencia a la hora tanto de mejorar las condiciones de vida de la gente como de negociar con una mínima dignidad con Israel. Su derrota no es casual, ni se debe a una conversión en masa de las poblaciones al islam radical: se debe a su fracaso y a su desvergonzada falta de la más elemental honradez.
            Israel no podía faltar en la lista de culpables; sin duda, a diferencia de la ANP, la brutalidad, la soberbia y la intransigencia se encuentran, como en la fábula del escorpión, en su propia naturaleza: el Estado de Israel sólo puede aspirar, bien a la aniquilación, bien a la más absoluta sumisión de la población palestina, porque cualquier legitimidad que se reconozca a los derechos palestinos es una cuota de legitimidad que se detrae a los presuntos derechos propios. Desde la victoria de Hamas, Israel dejó claro que no pensaba reconocerla, con una política de provocación sistemática para forzar una respuesta violenta que permitiera demostrar que el terrorismo seguía presente; ello a pesar de que Hamas mantenía una tregua de facto que hubiera podido abrir nuevos terrenos a la negociación, aunque quizá no de forma tan claudicante como la que llevaba a cabo la ANP. En su afán por estrangular económicamente al Gobierno de Haniya, Israel no dudó en retener ilegalmente los impuestos palestinos, con lo que su comportamiento, al sabotear el presupuesto e impedir el despliegue de políticas sociales, se acercaba a lo criminal.
            ¿Y qué decir de Estados Unidos? Tan poco dispuesto a reconocer al Gobierno legítimamente constituido como decidido a apoyar al derrotado Mahmud Abbas, de cuya sumisión y falta de peligrosidad no le cabían dudas, ha actuado con una inhibición dolosa, dejando a cargo de Israel la gestión de la crisis. Su falta de compasión hacia los sufrimientos del pueblo palestino debería pasar a la historia universal de la inmoralidad.
            También la Unión Europea ha hecho lo que ha podido. Actuando a modo de la voz de su amo, suspendió las ayudas al Gobierno palestino, rompiendo así una (relativa) tradición de leve contrapeso a los desafueros de estadounidenses e israelíes, sobre todo a través de una ayuda copiosa y no siempre bien gestionada. Europa ha actuado con una debilidad que desde una perspectiva ética bien podría calificarse de cobardía.
            Quizá de todos los actores de la tragedia palestina, la Unión habría sido el que ha hecho el papel más desairado si no fuera porque los “hermanos” árabes –sus Gobiernos, por supuesto– lo han hecho aún  peor: el temor a las represalias económicas estadounidenses y al ascenso del islamismo en sus países y la oposición a Irán, el principal apoyo, aunque no el único, de Hamas, han podido más que consideraciones éticas y políticas de mayor ambición. A la cabeza en el ranking de la infamia, sin duda se encuentran Egipto y Jordania.
            Al lado de ellos, Hamas, el malo de la película por su intransigencia, los aspectos oscuros de su ideología y sus tenebrosas tácticas de terror, inspira simpatía. Su victoria se tejió con los mimbres de una amplia presencia en la vida social palestina, sobre todo en Gaza, la zona más desfavorecida de la ANP. Su amplia red de servicios sociales, educativos, sanitarios e incluso deportivos no sólo cubría las carencias de una ANP más preocupada por su propia supervivencia, sino que le granjeaba un amplio apoyo social. Su política de enfrentamiento con Israel, al margen de su dudosa moralidad y eficacia, reforzaba su imagen de agente firme en la defensa de los derechos históricos de la nación.
            Durante toda su etapa de gobierno –por llamarlo de alguna manera, pues ha estado reducido a una absoluta parálisis– ha intentado llegar a algún tipo de acuerdo con la presidencia de la ANP y romper el aislamiento a que se ha visto sometido sin hacer demasiada dejación de sus principios. Es difícil criticar la ideología y la estrategia de Hamas, por mucho que no se compartan, porque son las que eligió el pueblo palestino: se trata de una ideología asertiva –defensa de unos principios tan sumarios como genéricos– que sólo se puede calificar de respuesta a la desesperación. A falta de soluciones, Hamas ofrecía lo único que podía ofrecer: una razón para la épica cotidiana de la supervivencia, cuando no una razón para la muerte. Quizá si Marx hubiera vivido, en la actualidad hubiera podido repetir: «No tenían nada y lo pidieron todo».
            La víctima, la principal víctima de la situación es, no podía ser otro, el pueblo palestino. Ese pueblo, martirizado hasta la exasperación, está llevando a cabo una de las acciones más heroicas de nuestros días: sobrevivir en el infierno, aferrarse a un país condenado por unos y otros. Cualquier persona decente debería rendirse ante el ejemplo de dignidad de los palestinos.
Pero esto significa hablar de valores: un género que no abunda en la zona.

¿Existen salidas?

            Una de las leyes de Murphy afirma que cuando las cosas van mal, es señal de que pueden ir peor: cuando uno cree haber tocado fondo, resulta que le llaman de más abajo. En Palestina, la sucesión de catástrofes desde la proclamación de la independencia de Israel en 1948 hasta hoy, pasando por la guerra de los Seis Días (por estas fechas se cumplen treinta años de su fin, e Israel sigue sin cumplir las resoluciones de la ONU que la sucedieron) y los acuerdos de Oslo, han sido como peldaños de una escalera que sólo tiene un sentido descendente. Ahora hay dos Palestinas: una quizá condenada a morir de inanición; la otra, a abandonar cualquier posibilidad de constituir un Estado viable. Parafraseando de nuevo al viejo Marx en sus opiniones sobre la guerra de la Independencia española, de un lado dignidad sin comida; del otro comida sin dignidad.
            Así las cosas, no hay la menor razón para la esperanza. En Rafah, en la frontera de Egipto con Gaza, debería campear el lema que hay a la entrada del infierno, según Dante:

Per me si va nella città dolente,
per me si va nell'eterno dolore,
per me si va tra la perduta gente.

            Así pues, ¿perderán (perderemos) toda esperanza? Tendríamos razones, porque las manos a las que podemos encomendarnos –las de Israel y su valedor– no son manos tendidas; son manos que ahogan. Pero nos negamos. Y ellos se niegan. Porque tenemos infinita confianza en ese pueblo, que no merece los gobernantes que tiene, ni merece el destino que le reservan los centros mundiales de poder con la complicidad de otros, entre los que se encuentran nuestros propios gobernantes.