EL MUNDO 21/12/98

La 'Operación Monica' deja en Irak una estela de muerte y odio a Occidente

  JULIO FUENTES

  Enviado especial

  BAGDAD.- Irak ha retrocedido una nueva vuelta de tuerca hacia la era preindustrial tras la Operación Zorro del Desierto. Un pueblo inocente, abatido y humillado intenta rehacer su vida en la miseria que el inquisitorial embargo hacía ya insufrible. Lo peor, dice la gente, no han sido los misiles, ni tampoco los muertos y los heridos civiles, sino la certeza de que la historia no cambiará tras la segunda Guerra del Golfo, y sólo empeorará aún más su vida. Irak sigue sumergido en su odisea por sobrevivir al régimen de  Bagdad y sus enemigos, como si la metralla fuera un castigo natural a su ignorada condición humana. El día después es una noche oscura y de muerte sin alimentos ni medicinas básicos en cualquier sociedad civilizada.

«Las bombas han empeorado la mortandad infantil por su efecto en el abastecimiento. Una media de 20 niños mueren diariamente por desnutrición. Desde el punto de vista médico y humanitario, el ataque representa una agresión salvaje contra la población, porque han muerto muchos más civiles que militares», declara a EL MUNDO el doctor Alí Gazala, director del hospital general Al Yarmuk de Bagdad.

Si un observador llegara hoy a la otrora moderna y orgullosa capital del Tigris le costaría creer lo que ha sucedido en los últimos días. A excepción de los daños cusados por misiles inteligentes fuera de control en el centro y la periferia de Bagdad, la capital está intacta, tan hundida en su miseria como antes del  ataque y escorada en las tinieblas de su aislamiento planetario. El Ministerio de Información ha autorizado visitas a los objetivos militares que la Casa Blanca y el Pentágono declaran destruidos o alcanzados, como palacios presidenciales, cuarteles de la Guardia Republicana, aeropuertos y fábricas de armamento.

El principal daño de la operación Zorro del Desierto es político y afecta a la causa de los que pretenden derrocar a Sadam Husein, y psicológico, en forma de injusto castigo contra la población civil. Este último hay que buscarlo en el interior de la gente, demasiado atareada en la lucha por la vida y la insostenible situación provocada por el embargo inmoral que sostiene la ONU con el apoyo de Occidente.

Tras encajar una replesalia consumada con tecnología militar del siglo XXI, contemplada en directo por millones de telespectadores en todo en el planeta, los aguerridos habitantes de Bagdad se sumergieron ayer en su personal psicodrama. El máximo líder de la revolución Baaz, Sadam Husein, omnipresente en murales estratégicamente colocados en cada esquina de la capital como un ojo divino que vigila, guía y rige los destinos de su pueblo, se dirigió ayer a la nación proclamando la victoria de Irak sobre los  demonios del sionismo internacional y los verdugos angloamericanos condenados por Alá a los infiernos.

Un público incondicional siguió el discurso en viejos aparatos de televisión en blanco y negro, situados en mercados inmersos en una atmósfera medieval. El victorioso alegato de Sadam se fundía con las voces de los mercaderes y los martillazos de los artesanos que batían el cobre en sus viejos talleres. La  multitudinaria Bagdad del día después recibió con prudente indiferencia su nueva y clamorosa victoria sobre el enemigo.

Mientras tanto, los periodistas giraban una y otra vez en Bagdad sobre los mismos socavones rotulados por la metralla, ofrecidos como único impacto de la guerra en una ciudad practicamente intacta. Evaluar los resultados militares de la Operación Zorro del Desierto es aún imposible sobre el terreno. Bagdad bulle de actividad y las calles están repletas de gente, viejos automóviles que se abren paso en medio de un tráfico caótico y grandes mercados de frutas y verduras donde multitud de mujeres enlutadas o vestidas con trajes de llamativos colores -cuando se trata de cristianas iraquíes- se mueven como una masa compacta para realizar el milagro cotidiano de alimentar a sus familias. Los hombres esperan durante horas en largas colas frente a las gasolineras porque el ataque ha reducido al mínimo el  abastecimiento de combustible del coloso mundial del petróleo.

LA SONRISA EXTRANJERA

Puede parecer increíble, pero la metralla no ha borrado la sonrisa ni liquidado la rígida educación con la que este pueblo se dirige a los extranjeros, incluso cuando estos pertencen a países que les acaban de administrar una nueva dosis de tecnología asesina. Es como si el «huracán Monica» -como aquí llaman al bombardeo anglobritánico- nunca se hubiese desencadenado sobre la ciudad del Tigris.

La pregunta que muchos se hacen, como la cristiana María Hamed, es por qué han elegido a este pueblo como «enemigo de la Humanidad» y periódicamente los «americanos y sus cómplices judíos» los abaten bajo miles de toneladas de bombas. Simplemente la mayoría de la gente lo ignora. Sólo les quedan las respuestas que ofrece el régimen, las únicas que existen en su mundo. María y sus amigos cristianos y musulmanes subieron a los tejados en los barrios de Al Mansur y Karada para ver el lento  paso de los misiles crucero y las estelas rojas de las balas trazadoras.

«Sólo los ancianos sinten miedo. Los demás estamos habituados a vivir bajo la continua amenaza de muerte y retroceder cada día en nuestro nivel de civilización y también sabemos que los aviones volverán», dice la joven estudiante. Los iraquíes se han habituado los bombardeos de «alfombra». Ya en la guerra contra Irán, entre los años 1980 y 1988, las ciudades de Bagdad y Basora recibieron centenares de misiles iraníes. Luego llegó la demoledora Guerra del Golfo y ahora la Operación Zorro del  Desierto.

María habla de fatalismo y resignación ante lo inevitable. Es la misma prostración existencial que contemplo en las mujeres que hacen guardia junto a las camas de sus familiares heridos en el hospital general Al Yarmuk, pocas horas después del último ataque. La sala de varones huele a sudor y vendas que habría sido necesario cambiar hace horas.

A pesar del estado de emergencia, hay una prostración burocrática en los gestos y las actitudes del personal muy semejante a la que puede verse en los países ex comunistas. Médicos y doctoras de batas blancas se mueven en círculos de mujeres amuralladas de negro que sollozan junto a las camas de sus heridos y responden con timidez y monosílabos a las preguntas. Es como si el combustible que alimenta la resistencia civil empezara a agotarse.

El director del hospital levanta la tosca manta que cubre las piernas de un hombre. Presenta fractura abierta con pérdida osea, una típica herida de metralla. He visto centenares de lesiones similares en Bosnia, por eso sé que no me están engañando con una falsa víctima del bombardeo. Se llama Abdulá y fue herido en su cama mientras «intentaba dormir». La explosión penetró como un «huracán hirviente» en la habitación, situada en los suburbios al oeste de Bagdad, y dos fragmentos de sofisticada metralla  americana, gris por fuera y añil por dentro -que el médico me presenta en la mano- impactaron en su pantorrilla. A su lado hay un hombre con el talón mutilado y otros cuatro con la misma clase de heridas por metralla y opacos hierros de cirugía incrustados en la carne sobre vendas empapadas de sangre.

El doctor Alí Gazala me explica que la mayoría de los 64 heridos ingresados en su centro durante los tres días de ataques -en total hay 10 hospitales generales en Bagdad y decenas de dispensarios- fueron alcanzados por la metralla o el fuego «en el interior de sus hogares, mientras dormían o caminaban por las calles de los barrios al oeste de la capital. La misma fuente declara que otras 40 personas han ingresado muertas o han fallecido después.

Como todos los demás centros, el hospital Al Yarmuk navega hacia ninguna parte con sus víctimas. Sólo tienen el 10% de los medicamentos y equipos que necesitan para atender a los heridos. La asistencia humanitaria que hasta ahora ofrecían las agencias y el personal de la ONU ha sido interrumpida con el  ataque. «Cuatro personas han fallecido por falta de sangre, equipos de transfusión y medicamentos básicos en cirugía», denuncia el médico a este diario.

SALA DE QUEMADOS

En la sala de mujeres, la niña de dos años Duaa Taha -herida en su cama mientras dormía- parpadea bajo la tenebrosa luz artificial. Le han extirpado de la pierna tres esquirlas de metralla. Su madre y otras mujeres vestidas de negro velan a la niña en una sala donde varias mujeres gesticulan de dolor por la «crónica falta de anestesia y tranquilizantes». El siguiente pabellón acoge a cinco niños menores de 13 años alcanzados por la metralla. Viéndoles me pregunto cual es la diferencia entre los niños mutilados y  dolientes abatidos por la artillería serbobosnia en Sarajevo y estos de Bagdad, heridos por bombas lanzadas unilateralmente por EEUU y Gran Bretaña en nombre de la ONU.

La visita concluye en la sala de quemados. Un hombre con el rostro y los brazos abrasados es arropado por dos mujeres con una áspera manta. Yacer abrasado en una cama de Bagdad, abandonado por el mundo civilizado, es un trágico destino para un hombre que, como me dice un médico, «sólo es culpable de haber nacido iraquí».

Tal vez los efectos de los bombardeos sobre la infraestructura civil no sean demasiado visibles en Bagdad, pero se puede confirmar que los misiles inteligentes angloamericanos han fallado sus  «objetivos militares» con notable frecuencia. «Los médicos iraquíes carecemos de una alternativa a la terrible escasez de recursos; nuestro deber es salvar vidas, sea como sea», dice el doctor Alí Gazala.

El día después sigue siendo una noche oscura, como lo era antes para los «enemigos de la Humanidad». Pero ha llegado la hora de evaluar las consecuencias de la Operación Zorro del Desierto, que ha inyectado más terror en los famélicos niños de Irak. El pueblo que amenaza al mundo con un presunto arsenal químico y bacteriológico -existente antes de la Guerra del Golfo, pero que los inspectores de la ONU han sido incapaces de encontrar en centenares de inspecciones- está inerte ante su destino. Es  evidente que los ataques han consumado desde 1991 un retroceso visible en la civilización de este pueblo y en su capacidad industrial y comercial.

En los 600 kilómetros de autopista que separan la frontera jordana-iraquí de Bagdad, la vida se ha esfumado barrida por la psicosis de la guerra y la falta de alternativas. La autopista a Bagdad y el inmenso desierto que la rodea eran el domingo, pocas horas después del cese de fuego  anglonorteamericano, la llanura ausente de circulación mecánica o humana. Tengo la sensación de penetrar en un país abandonado por sus habitantes tras una peste bíblica, pero ni un gramo de gas tóxico flotaba en el aire, como habían pronosticado algunos analistas occidentales anunciando «escapes en los arsenales químicos».

Los locutores de las emisoras de radio jordanas escupían palabras de odio contra Estados Unidos y Gran Bretaña comentando el final del ataque y el comienzo del sagrado Ramadán. «La repugnante operación Monica ha terminado», murmuró entre dientes mi conductor jordano. Es posible que la primera fase del castigo haya concluido con el Ramadán, pero ha encendido una mecha de odio y resentimiento que se extienden por esa autopista hasta Amán, El Cairo, Yemen o Palestina. En Bagdad me entrevisto brevevemente con un intelectual iraquí moderado ajeno a los fundamentalismos. «Pregunte en las  grandes mezquitas y escuche los sermones de los imames. Todos piensan lo mismo. Occidente está contra el islam, al que escupe y pisotea con sus prepotencia militar. Todo acabará en una terrible confrontación porque cada día el sentimiento antiamericano, antijudío y antioccidental se radicaliza, y Europa pagará el precio por la política de EEUU en Irak», dice Nasser.

En el mismo barrio, intacto, donde reside este intelectual iraquí, me encuentro con una dirigente femenina del partido (de origen socialista-revolucinario) Baaz, que lidera Sadam Husein. Me explica que las mujeres en varios sectores de la capital están organizando una «red de resistencia humanitaria civil» para atender las necesidades de la gente que pasa hambre. «Hay muchos que no comen desde que suspendieron el último ataque. Puedo presentarle a un montón de ñiños que ayer no cenaron ni   tampoco han desayunado, y a madres que ven morir a sus hijos por falta de penicilina por culpa del embargo. Nuestros niños no sólo mueren bajo las bombas, también perecen diariamente de diarrea en todo el país... ningún pueblo del mundo ha soportado este infierno», declara con rabia mientras agita el puño en el aire.

MUERTE DE NIÑOS

Varias organizaciones humanitarias no gubernamentales han denunciado la muerte masiva de niños iraquíes y el sacrificio impuesto a la población a causa del embargo decretado por la ONU. Unos 22 millones de civiles recibían, hasta que se desencadenó el ataque, su cesta mensual humanitaria a través de cartillas de racionamiento. Irak se enfrenta ahora a una nueva catástrofe humanitaria ante la virtual ruptura de relaciones entre el régimen de Bagdad y la ONU.

El día después todo sigue aparentemente igual en la cúpula del régimen que la Casa Blanca intenta destruir. El presidente Sadam Husein continúa inamovible en su meca de poder absoluto con más apoyo popular del que podía tener la víspera del ataque, y celebrando la victoria moral de Irak sobre sus «bárbaros» y «diabólicos» enemigos. Si lo que se intentaba era debilitar su régimen, es evidente que no se ha logrado. La Casa Blanca le ha otorgado una victoria moral. Sadam sigue inspirando entre la   población el mismo temor reverencial y los pilares sobre los que se sustenta su régimen -la Guardia Republicana, el servico secreto o las fuerzas de seguridad interior- han perdido instalaciones y medios militares, pero no su poder.

Es difícil comprender desde Irak la Operación Zorro del Desierto; localizar y destruir los supuestos depósitos de armas químicas y bactereológicas en el desierto ha sido una tarea tan inútil y   desproporcionada como arrojar 88.500 toneladas de bombas en la Guerra del Golfo de 1991.

La entonces poderosa alianza internacional logró que Irak retrocediera de la tecnología del petróleo al pastoreo, pero, ayer como hoy, el señor de Bagdad sigue desafiando al mundo con las manos desnudas.