Convicciones
teóricas científicas, corruptores y corruptos
Pensar
que los políticos se corrompen cuando utilizan sus cargos en las instituciones
del Estado para enriquecerse ilícitamente, es tan sospechosamente simplista y
equívoco, como pensar tautológicamente, que la causa de la delincuencia es el
delito. Una cosa es el acto delictivo y otra la necesidad objetiva y posibilidad
real de cometerlo: las condiciones. Todo sucede según se den o no se
den determinadas condiciones. Tanto las objetivas
—que se dan independientemente la voluntad de nadie—, como las subjetivas o
políticas, que se crean deliberadamente.
Para delimitar precisamente una cosa de
la otra, hay que comenzar por definir la corrupción política. Es el resultado
de operaciones ilegales deliberadamente encubiertas, en las que participan,
por una parte, individuos que —según la magnitud de lo que se negocia— detentan
altos, medianos o pequeños cargos
públicos en las estructuras del Estado y, por otra, individuos que
actúan en su carácter de pequeños, medianos o grandes empresarios en la sociedad civil. Dicha negociación
se lleva a término en la intimidad
de los despachos, donde los funcionarios públicos negocian y acuerdan
con los empresarios, asignarles discrecionalmente la ejecución de determinadas
obras públicas con cargo a los presupuestos estatales —financiados con impuestos
que aportan al Estado las mayorías sociales asalariadas— a cambio de
cierta cantidad de dinero de la cual dichos funcionarios se apropian.
Marx decía, con razón, que el burócrata estatal se define, porque
tiende a convertir su función pública
en cosa privada cambiando favores por dinero: la coima. Pero esta
es una tendencia que solo se puede apoderar de los políticos profesionales.
Sin olvidar que la corrupción política no sólo es consustancial al sistema
capitalista por el uso mercantil
para beneficio provado que los funcionarios públicos suelen hacer de su función
pública, sino por el hecho de que la justicia solo penaliza los actos
delictivos individuales, de modo que, al ser juzgados, los políticos
corruptos y los empresarios implicados, quedan convertidos en chivos expiatorios
de un sistema, cuyas estructuras
jerárquicas institucionales posibilitan la
corrupción, pero al mismo tiempo la condenan, reproduciendo engañosamente
así, en la conciencia colectiva, el mito del Estado como representante de
los "intereses generales" de la sociedad.
De este modo, la continuidad de la corrupción política se refuerza y queda garantizada, toda vez que solo afloran
los casos que se juzgan para conocimiento de la opinión pública y presunto “saneamiento
moral” de las instituciones, tal como está previsto legalmente, lo cual engrana
o se articula perfectamente, con la "alternancia" de los distintos
partidos burgueses y sus candidatos electos a cargo de sucesivos gobiernos,
mediante ese lubricante de primera calidad que es la liturgia de las elecciones
periódicas en medio del espectáculo recurrente que se monta, para dar
escarmiento a los “corruptos”, poniendo en su lugar a nuevos candidatos
susceptibles de corromperse.
Este razonamiento conduce a concluir,
que los políticos no se corrompen por el hecho de trasgredir la prohibición de corromperse, sino por el hecho
de participar en las instituciones
del Estado burgués, creadas por la propia burguesía para corromper
a los políticos. Del mismo modo que el germen
infeccioso del pecado original cometido por Adán y Eva, no estaba en sus espíritus
como individuos, sino en el paraíso terrenal que, según el mito, había
sido creado previamente por el vengativo Dios de los cristianos con el demonio
dentro, a sabiendas de que aquellos supuestos pobres infelices acabarían cediendo
a la ya prevista tentación.
No es casual, que los únicos
asalariados con posibilidad real
de corromperse, sean los políticos profesionales.
Por tanto, es en las instituciones políticas del sistema capitalista y no
en otro sitio, donde palpita la tentación de los políticos a delinquir, vendiendo
la cosa pública como si fuera privada, cuya parte compradora proviene siempre
de la sociedad civil, donde
solo se intercambian cosas privadas.
Y esto es así, porque dichas instituciones políticas estatales
han sido concebidas, para ser perfectamente permeables a la contraparte
privada que, desde la sociedad
civil, hace realmente posible
el negocio de la corrupción.
Las instituciones políticas del Estado, están constantemente atravesadas por
las instituciones económicas del sistema. Ambas son partes constitutivas del
mismo mecanismo de corrupción. Hasta el punto de que la corrupción política
no deja de ser el producto
de un negocio privado previo al acto mismo del intercambio
en que se materializa la corrupción.
No se debe
olvidar, además, que los modernos burgueses son émulos de Hermes
—dios mítico del comercio en la Grecia más antigua,
es decir, de la astucia propia de los
ladrones y los mentirosos. Los mismos que hoy, a fuerza
de talonario, mueven más dinero que el existente en todos los tesoros públicos
del Mundo, e influencias políticas
en los distintos Estados nacionales para poder enriquecerse y enriquecer a
los funcionarios que corrompen. Tal como se ha venido demostrando desde la
toma de Bastilla y se ratifica hoy día en España con el escándalo del
caso Bárcenas —que afecta a la derecha—,
Ningún marxista consecuente pudo, puede ni podría ser víctima de la corrupción política. Porque se niega a participar en las instituciones políticas del sistema. Teóricamente convencido, como está, de que junto con el sistema económico basado en la propiedad privada sobre los medios de producción, es OBJETIVAMENTE NECESARIO también, destruir sus instituciones políticas hechas para ser corrompidas. La resolución de este problema, que no deja de ser en última instancia político, es primordialmente de carácter teórico. Por eso Marx también sigue vivo en su aforismo: “La libertad (subjetiva) es el conocimiento de la necesidad (objetiva)”.
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