Productividad del trabajo y consecuencias demográficas

 

            ¿Qué implica desde el punto de vista demográfico esta dinámica económica y social capitalista, donde la inversión en capital constante aumenta históricamente más y a mayor ritmo que el capital variable? Si como es cierto que la creciente productividad del trabajo viene determinada por la capacidad de cada operario para mover un creciente número de medios de trabajo al mismo tiempo, a fin de convertir salario en plusvalor, esta tendencia objetiva al incremento de la ganancia (G) en detrimento del salario de cada operario —sin menoscabo de su poder adquisitivo—, entra en contradicción con el natural incremento vegetativo de la población asalariada, dado que la creciente composición técnica y orgánica del capital impide que sea empleada. De aquí se desprende la Ley de la población de Marx, según la cual el número de asalariados que la creciente composición orgánica del capital requiere, aumenta en términos absolutos, pero disminuye cada vez más respecto del creciente número de medios de producción que la mayor productividad técnica exige poner en movimiento. El resultado natural de esta Ley es el paro estructural masivo:

 <<Es ésta una ley de población peculiar (distintiva) del régimen de producción capitalista, pues en realidad todo régimen histórico concreto de producción tiene sus leyes de población propias, leyes que rigen de un modo históricamente concreto. Leyes abstractas (genéricas) de población sólo existen para los animales y las plantas mientras el hombre no interviene históricamente en estos reinos>>. (K. Marx: “El Capital” Capítulo XIII Aptdo. 3. Lo entre paréntesis nuestro)

         Para eliminar esta lacra del paro creciente que propaga la miseria entre los asalariados, hay una forma muy sencilla y eficaz de sentido común, que es el reparto de las horas de trabajo entre la población activa sin merma salarial sino al contrario. Porque, en tal caso, no solo impediría que la mayor productividad del trabajo se tradujera en más paro, sino que, al abaratar los productos, elevaría el poder adquisitivo de los salarios, lo cual redundaría en un creciente bienestar colectivo. Pero esto supondría dejar fuera de juego al plusvalor y, por tanto, a la relación entre capital y trabajo, eliminando a los explotadores no como personas, sino como clase social parasitaria, que deberían trabajar como cualquiera para ganarse la vida. Y no solo esto, sino que desaparecerían las causas fundamentales de las crisis periódicas.

 

         Por tanto, mientras esta norma racional de comportamiento social tarde en implantarse, con cada progreso de la productividad técnica del trabajo explotado —que exige una creciente inversión relativa en capital constante (Cc) respecto del capital variable (Cv), la población obrera empleada en términos absolutos no dejará de aumentar. Pero cada vez menos, tanto respecto de su crecimiento vegetativo al exterior del proceso productivo, como al interior de tal proceso bajo la forma de empleos cada vez más menguados, con su necesaria secuela de paro y penuria relativa creciente. Esta doble contradicción económico-social entre la fuerza productiva del trabajo social y la relación entre capitalistas y asalariados —seña de identidad del capitalismo— es lo que Marx puso en su momento al descubierto, para que de inmediato los intelectuales de la burguesía reaccionaran, encargándose de enterrar esta flagrante contradicción entre toneladas de mierda ideológica arrojada sobre la conciencia de los explotados [1] .

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[1] Los teóricos de la burguesía difunden la especie, de que la insostenibilidad del sistema de pensiones radica en la cada vez mayor esperanza de vida de la población, que atribuyen al progreso científico-técnico bajo el capitalismo. Como si ese progreso fuera posible gracias a los empresarios, a quienes se les atribuye la supuesta virtud de “crear empleo”. Dicho progreso se traduce en una mayor productividad por unidad de tiempo empleado en producir cada unidad de producto. En el prólogo a la tercera edición del Libro I de “El Capital”, Engels distingue entre dos vocablos alemanes. La palabra Arbeitgeber designa al que se apropia trabajo de otro por dinero (no equivalente), mientras que por Arbeitnehmer se entiende al que trabaja para otro mediante un salario. El primero es un explotador. El segundo,  alguien que se gana la vida honradamente y, al mismo tiempo, “trabaja para otros” en el sentido de que  aporta al sistema jubilatorio de la siguiente generación de asalariados. De no existir los Arbeitgeber, el sistema jubilatorio sería plenamente sostenible.