Melena blanca, bigote negro, traje oscuro
Néstor Kohan
En la penumbra gris y opaca del anochecer, sólo
se alcanzaba a vislumbrar el contorno de su barba blanca y su espeso bigote
negro. Su larga cabellera se mantenía medio despeinada. Parecía exhausto, agotado,
casi desilusionado. Estaba muy solo y bastante triste.
Vestía un saco antiguo, totalmente fuera de moda, de colores oscuros. Tenía
apoyada la mano en el estómago y, sobre ella, un pequeño reloj con cadena. Permaneció
sentado sobre una silla de madera, tieso, con una mirada enigmática, como preguntándose.
Así quedó, petrificado, cuando la noche se volvió oscura.
Paulatinamente corrió el rumor. Era el año 1989. Muchos lo dieron por muerto.
Como tantas otras veces. Habían esperado ese momento desde un tiempo sin memoria.
Festejaron con un entusiasmo desbocado y grosero. ¡Ahora sí!, se codeaban mutuamente,
mientras acariciaban, entre risotadas y exabruptos, sus tarjetas de crédito
y sus acciones bursátiles. Esos años inmediatos fueron crueles, despiadados,
inmorales. Ellos no tuvieron escrúpulos. Ni una pizca de lástima. Los aprovecharon
bien, con una obscenidad y un cinismo sin límites.
Pero al poco rato regresó. Estaba anonadado. Aunque los conocía de cerca, porque
los había estudiado durante décadas, le costaba asimilar la tremenda frivolidad
de sus enemigos.
Ahora ya no estaba en penumbras. Se lo veía sonriente, enérgico, decidido. Como
quien retorna en la mañana con ganas de recuperar el tiempo perdido. Venía caminando
con movimientos rápidos y pasos cortos. Tampoco estaba solo. Lo acompañaban
muchos jóvenes, un nutrido racimo de muchachos y muchachas de diversas nacionalidades
y culturas, vestidos de una manera muy distinta a la suya. Sus peinados contrastaban
con la larga cabellera canosa del viejo. Conversaban animadamente sobre las
nuevas estrategias del capital, la globalización y la lucha contra el imperialismo.
Él les hablaba gesticulando, enfatizando cada palabra con un gesto de la mano.
Ellos lo interrogaban y escuchaban sus respuestas con atención. Lo observaban
con una expresión de asombro que no terminaba nunca de apagarse. Estaban impresionados.
Después de casi dos décadas de discursos fragmentarios, monocordes y "realistas",
volver a encontrarse con los conceptos totalizantes del viejo generaba una emoción
difícil de disimular. Sus preguntas siempre apasionadas provocaban una inmediata
aceleración de las palpitaciones.
Cuando lo vieron aparecer de nuevo, asomando su melena blanca en medio de tantos
jóvenes, sus enemigos no lo podían creer. Se les cayó la mandíbula. ¡Era imposible
que el fantasma hubiera resurgido de las cenizas!
Tratando de explicar ese repentino regreso, durante el año 1999 la BBC News
On line de Londres realizó una votación por Internet en la que preguntaba quiénes
eran "los diez pensadores más grandes del milenio". El resultado confirmaba
lo que se temía. Esos jóvenes no se habían equivocado. Había vuelto.
La compulsa de la BBC culminó de la siguiente manera: primero Carlos Marx, segundo
Alberto Einstein, tercero Isaac Newton, cuarto Carlos Darwin, quinto Santo Tomás
de Aquino…décimo Federico Nietzsche.
Con la boca abierta y sin argumentos, algunos periodistas de medios de comunicación
"independientes" y "serios" sólo atinaron a explicar el sorprendente resultado
de la encuesta británica afirmando que "Fidel Castro ordenó votar por Internet
a todos los cubanos y por eso ganó Marx…". Fue cómico. Y también patético.
Obviamente, la importancia y la justeza de las ideas de un pensador no pueden
medirse en términos cuantitativos. Y menos que nada a través de encuestas, instrumento
de análisis sociológico que se ha convertido en uno de los elementos privilegiados
para reforzar el consenso y la dominación política durante los simulacros de
elecciones desarrolladas periódicamente en las "democracias" capitalistas de
nuestros días.
La encuesta de la BBC debería ser tomada entonces con pinzas y cuentagotas.
No define nada. Sin embargo, que el nombre de Marx deje de estar asociado, como
ocurrió en los primeros años '90, a los escombros del Muro de Berlín y al derrumbe
-sin dignidad ni decoro- de las burocracias de los regímenes eurorientales y
comience, nuevamente, a ser símbolo de la rebelión juvenil contra la mundialización
del capital constituye todo un síntoma de época.
El Moro (como lo llamaban cariñosamente su familia y sus amigos) dejó una obra
monumental. Por el contenido, por el brillo y también por el tamaño. Todavía
hoy, en la madrugada del siglo XXI, restan materiales de Marx que aún no han
sido traducidos a nuestro idioma. Sus papeles y manuscritos póstumos son casi
tan extensos como los libros editados en vida. Muchos de esos papeles vieron
la luz gracias a su inseparable amigo y compañero Federico Engels. Otros, fueron
publicados hacia fines del siglo XIX por la socialdemocracia alemana, corriente
que le introdujo no pocos cortes y mutilaciones. Más tarde, durante el primer
tercio del siglo XX, la edición estuvo a cargo de uno de los máximos estudiosos
mundiales del marxismo, conocido por el seudónimo de David Riazanov. Un entrañable
compañero, trágicamente asesinado en tiempos de Stalin. De la mano de Riazanov
(quien llegó a tener como "ayudantes" y "colaboradores" de su trabajo editorial
a pensadores de la talla de György Lukács) pudimos conocer los Manuscritos
económico-filosóficos de 1844 y La ideología alemana, sin mencionar
numerosos escritos históricos y políticos de los fundadores de la filosofía
de la praxis.
De esa impresionante acumulación de escritos, a los que Marx subordinó su felicidad
personal, el bienestar de su familia y hasta su salud física, El Capital
sigue siendo una obra fundamental. "Un cañonazo" y "un misil contra la burguesía",
como lo describió su autor sin haber exagerado en lo más mínimo.
Cuando a inicios de la revolución cubana Fidel y el Che se pusieron a estudiar
en forma colectiva El Capital, seguramente deben haber tenido por delante
una serie inimaginable de urgencias que resolver. Lo mismo le debe haber ocurrido
a Lenin y a sus compañeros bolcheviques cuando lo estudiaban en las catacumbas
de la autocracia zarista. Y a Rosa Luxemburg, cuando se puso a repasar los análisis
de El Capital sobre la reproducción mientras alentaba el surgimiento
de una corriente revolucionaria en Alemania. En Argentina, ocultos y clandestinos,
entre una y otra dictadura militar, Santucho y sus compañeros se esforzaron
por estudiar a Marx y también llegaron, con la ayuda de Lenin, hasta la Ciencia
de la Lógica de Hegel. ¿Por qué todos ellos le dedicaron tiempo y esfuerzo,
a pesar de condiciones tan poco propicias, a la lectura y al estudio de esta
obra tan compleja?
¿Y nosotros? ¿No tenemos acaso otras demandas más urgentes?
Cada quien responderá a su manera. En nuestra opinión no todo lo que hay que
saber en la vida se encuentra en El Capital. Grave equivocación la de
aquellos que nos sugieren leer únicamente textos marxistas y dejar de lado el
resto del pensamiento social, clásico y contemporáneo.
Sin embargo, si uno pretende acompañar y legitimar la rebelión cotidiana contra
el modo de vida capitalista con herramientas teóricas y conceptuales, conviene
no desconocer ni olvidar El Capital. En esta obra de escandalosa actualidad
Marx hunde el cuchillo de la crítica en el corazón del modo de producción capitalista.
No le tiembla el pulso ni la mano. Allí descubre un entramado de relaciones
sociales en el cual la explotación viene entrecruzada por relaciones de dominación.
A contrapelo de la mirada economicista (que el neoliberalismo instaló como sentido
común durante los años '80 y '90), Marx vuelve observable algo que está oculto
para el fetichismo de las apariencias donde se mueve cómodamente la economía
neoclásica. El valor, el dinero y el capital no son cosas ni "factores de producción"
-como dicen los manuales de economía de la Universidad argentina-, sino relaciones.
Relaciones de producción, atravesadas por la lucha de clases, por lo tanto,
relaciones sociales de poder y de fuerza. No hay economía "pura" sin política,
sin poder y sin relaciones de fuerza. La política no es algo externo a las relaciones
sociales. Algo así como un aditamento "superestructural". Un epifenómeno que
se derivaría de manera lineal del "factor económico". Por eso El Capital
no es un manual (izquierdista) de economía, sino una Crítica de la
economía política.
Sospechamos que esa crítica de la economía política tiene mucho que aportar
a la hora de replantearnos la lucha contra el capitalismo globalizado de nuestros
días.
Durante demasiado tiempo, el marxismo oficial en los países del Este -difundido
a todo vapor en América Latina a través de una extendida serie de manuales de
divulgación- depositó sus esperanzas en un supuesto desarrollo autónomo de la
economía. Se subestimó la lucha contrahegemónica. La batalla cultural por la
creación de hombres y mujeres nuevos, el gran sueño del Che Guevara, a pesar
de los elogios formales y de compromiso, fue recluida en la buhardilla de los
trastos viejos. Ese proyecto por la creación de una nueva subjetividad histórica
no entraba en el lecho de Procusto del archicitado "reflejo superestructural".
De este modo, en aquella ideología oficial el mercado se transformó en el demiurgo
mágico cuyo desarrollo y expansión posibilitaría, supuestamente, "alcanzar al
capitalismo" y disputarle en su mismo terreno. La competencia capitalista fue
reproducida al interior de las sociedades del Este europeo, cambiando solamente
el término de "competencia" por el de "emulación", como si esa simple sustitución
nominalista pudiera impedir o frenar el deterioro de la conciencia socialista
en las masas populares. El proyecto comunista y las aspiraciones radicales de
los primeros tiempos de la revolución bolchevique fueron trágicamente reemplazados
por la razón de Estado, el oportunismo político y el pragmatismo economicista,
acompañados, como suele ocurrir, por el más feroz dogmatismo ideológico. Todo
en nombre del "realismo". Hoy en día ha quedado más que claro a qué conducen
los cantos de sirena del "realismo"... cuyos susurros vuelven periódicamente
a merodear en los oídos de los revolucionarios.
En América Latina, esa codificación otrora oficial desconoció todo lo original
aportado por la experiencia política y cultural de nuestro continente. Desde
ese estrecho marco que cerraba caprichosamente el ángulo de la mirada, la Reforma
Universitaria nacida en Córdoba, Argentina, en 1918 (es decir, 50 años antes
que el mayo francés...) y extendida rápidamente hasta Cuba y México, pasando
por el Perú y el Brasil, se convirtió en "una corriente idealista de ideología
confusa, pequeñoburguesa y reaccionaria". José Carlos Mariátegui, a pesar de
su crispada polémica con Haya de la Torre, se transformó por arte de prestidigitador
en apenas un simple "populista" (Miroshevski dixit). José Martí en un demócrata
progresista, pero... pequeñoburgués. El Che Guevara en un ingenuo "aventurero
ultraizquierdista y foquista". Etc, etc, etc. Todo proceso cultural que no encajara
en los moldes pretendidamente "clásicos" de Europa, quedaba por decreto fuera
de la historia. Si América Latina tenía un desarrollo económico atrasado (con
supuestas reminiscencias "feudales"...), y si la economía determinaba de manera
unívoca a la superestructura, pues entonces necesariamente toda la cultura política
latinoamericana debía ser ineluctablemente un reflejo de ese atraso. Era inconcebible
cualquier desarrollo autónomo y original que se adelantase al orden establecido.
Desde ese patrón eurocéntrico de medida, la cultura radical que acompaña a la
Reforma Universitaria, y años más tarde, la pedagogía del oprimido, la teoría
de la dependencia, la teología de la liberación y todo el proceso insurreccional
que la revolución cubana alienta en el continente son clasificados, sin mayores
trámites, como herejías (en clásico lenguaje religioso a pesar del "ateísmo
científico") o revisionismos (en la jerga tradicional, no menos religiosa).
Para ese marxismo unilateral y rudimentario, lo real maravilloso que Alejo Carpentier
definió como una característica de nuestra América resultaba incomprensible
y sospechoso. Tan sospechoso -o incluso más- que aquella imaginación libertaria
reclamada por el 68 europeo.
Pero esa metafísica brutalmente economicista que tanto daño hizo al marxismo
no desapareció con el hundimiento de los países del Este. Al contrario. El pensamiento
burgués de nuestros días, a pesar de su anticomunismo galopante, la reproduce
a un grado infinitamente mayor. Al resquebrajarse la contención del capital
que obligó a los empresarios y teóricos occidentales a desarrollar una revolución
pasiva para prevenir la indisciplina de los trabajadores -Henry Ford y John
Maynard Keynes fueron emblemáticos, en este sentido-, el fetichismo economicista
se multiplicó hasta el paroxismo, ahora de la mano de la economía neoclásica.
"Los Mercados", como si tuvieran vida propia, se engulleron el planeta. El neoliberalismo
de Milton Friedman, von Hayek, Karl Popper, Thatcher y Reagan, hegemónico durante
los años '80 y '90, fue la expresión ideológica de este proceso.
¿Por qué el marxismo de los países del Este no pudo enfrentar esa ofensiva ideológica?
Resulta demasiado simplista y caricaturesco responsabilizar únicamente a un
burócrata desideologizado como Gorbachov por esa derrota. Las raíces que la
explican son mucho más antiguas y profundas. ¿Cómo podría contrarrestar el aluvión
neoliberal aquel marxismo que postulaba, ya desde los tiempos de Stalin (mucho
antes que Gorbachov) que "la conciencia siempre atrasa frente a la economía".
La llamada ley del "retardo de la conciencia" depositaba el motor de la historia
exclusivamente en el desarrollo tecnológico. La lucha por la hegemonía, la ética
y los valores, la cultura y la ideología, en suma, la batalla de las ideas (para
utilizar una expresión de Martí tan cara a Fidel) se encontraba completamente
desdibujada. No casualmente nuestro entrañable Roque Dalton, con su filosa ironía
humorística de siempre, se preguntó: "¿ Qué le dijo el Movimiento Comunista
Internacional a Gramsci? No tengo edad, no tengo edad para amaaaaaarte...."
Desgastada esa pretendida ortodoxia economicista, el marxismo del siglo XXI
deberá poner en el eje de su reflexión y de sus prácticas la lucha cultural,
la batalla de las ideas, la confrontación de los valores, la insubordinación
como una ética de vida y la creación de una nueva subjetividad (de hombres nuevos
y mujeres nuevas).
¡Debemos aprender de nuestros enemigos! Ya en el año 1987, en la Conferencia
de Ejércitos Americanos de Mar del Plata (Argentina), las Fuerzas Armadas norteamericanas
y sus sirvientes locales, definieron al marxismo gramsciano y a la teología
de la liberación como los enemigos estratégicos de nuestros días. En este registro
de pensamiento, uno de los estrategas del Ejército argentino e ideólogo de varias
dictaduras militares, el general Osiris Villegas, sostuvo en varios de sus libros
que la lucha cultural y la batalla por la conciencia constituye uno de los núcleos
fundamentales de la guerra revolucionaria de nuestros días.
El Marx del siglo XXI, nuestro Marx, será precisamente aquel que prioriza como
eje de su monumental obra la crítica del fetichismo. No sólo en el terreno económico
de la economía globalizada, que él ya describió y pronosticó en El Manifiesto
Comunista, sino también en aquella otra esfera menos visible y ruidosa,
pero no menos importante: la metafísica de la vida cotidiana y el mundo de la
seudoconcreción, como los llamaba Karel Kosik. Es decir, el terreno del sentido
común, donde se desarrolla día a día la batalla por el corazón, la mente y los
sueños de nuestros pueblos.
El marxismo, entendido como teoría crítica y no como razón de Estado, concebido
como filosofía política de la praxis y no como una cosmología evolucionista
de la naturaleza, tiene mucho que ofrecer a las y los jóvenes de hoy que en
todo el mundo se hacen nuevas preguntas y ya no se conforman con las respuestas
mediocres del neoliberalismo, la resignación del posmodernismo ni con la impotencia
política elevada a metafísica por el posestructuralismo. Si las resistencias
mundiales pretenden triunfar contra la dominación imperialista del capital globalizado,
no podrán prescindir de su legado.
¿Tiene entonces sentido insistir, una vez más, con el viejo de melena blanca,
bigote negro y traje antiguo? Creemos que sí. Vale la pena hacer el esfuerzo
por desaprender los lugares comunes, bastardeados hasta el límite, que hasta
ayer nomás monopolizaban la palabra en el campo revolucionario. Carlos Marx,
viejo pero joven, canoso pero enérgico, crítico pero entusiasmado, con el pesimismo
de su reflexión pero con el optimismo de su voluntad, seguirá dando batallas
junto a nosotros. Y nosotros junto a él.
(febrero, 2004)
Ponencia para la II Conferencia Internacional La Obra de Carlos Marx y
los desafíos del Siglo XXI, La Habana, del 4 al 8 de mayo de 2004