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Miseria del Militarismo. Una crítica del discurso de la guerra.

Tot el llibre

març de 2006, per  remenaire

- Presentación

“Entre morir y matar hay una tercera posibilidad: vivir.” Christa Wolf, Casandra

A Ana

La redacción de este libro ha sido espoleada por las bombas de la última campaña bélica de Estados Unidos y Gran Bretaña contra Irak. Espero con ello que contribuya, modestamente, a fortalecer el creciente sentimiento antimilitarista -antiguerra, pero también antiejércitos- que en estos días ha enriquecido este país, como un hermoso regalo en medio de tanto horror.

Quien busque en este texto una explicación a las motivaciones e intereses que explican esta última guerra, o cualquiera otra de las anteriores, ha elegido mal. Los análisis de este tipo, al menos por lo que se refiere a esta Segunda Guerra del Golfo, brillan tanto por su cantidad como por su calidad. Desde aquí me permito recomendar algunos nombres: Tarek Alí, Noam Chomsky, Ramón Fernández Durán, Carlos Taibo. He preferido ocuparme, por el contrario, de reflexionar sobre el discurso guerrero que envuelve esos intereses. Lejos de considerarlo como una simple “superestructura ideológica”, considero que la cultura de la violencia, el lenguaje militarista, el universo mental de las percepciones de la identidad propia frente al “enemigo”, del “Nosotros” frente al “Ellos” -todo ello amalgamado por el miedo- juegan un papel fundamental en las guerras. No son simplemente un adorno, o un disfraz, sino que crean el clima adecuado que permite que estallen, y que duren. Mueven resortes, animan voluntades, esperanzas, temores. Agitan poblaciones enteras.

Una de las miserias con que nos ha obsequiado esta última guerra aparecía publicada recientemente en un diario estatal, traducida de un artículo del Washington Post. Su autor describía con todo lujo de detalles y sin el menor pudor los objetos personales del viceprimer ministro Tarek Aziz encontrados en su domicilio bagdadí, que había sido saqueado y filmado por los marines. La prolija relación de artículos relacionados con la cultura estadounidense -películas de Hollywood, juguetes de la Warner, libros de política, entre ellos las memorias de Kissinger- destilaba un inequívoco tufillo burlón, como si no pudiera entender qué era lo que hacían todos aquellos objetos en el hogar del que consideraba uno de los enemigos más feroces de los Estados Unidos. O como si lo juzgara un vergonzoso detalle de doble moral. Evidentemente el autor juzgaba imposible, impensable, que Tarek Aziz estuviera radicalmente enfrentado al gobierno de George Bush y al mismo tiempo, sin que hubiera contradicción alguna en ello, admirara ciertos aspectos de la cultura estadounidense. La simple posibilidad se le escapaba. Es esa manera de pensar, ciega a los matices y amiga de lo binario, la que me ha interesado de manera especial. Porque no es sólo la manera de pensar de Bush y de una minoría de poderosos que se enriquecen con esta guerra. Es la de mucha otra gente, la de todos los que la hacen y la apoyan.

Este texto es deudor de Pau Serrano, por los ánimos que me dio en un principio, y de Carlos Pérez Barranco y Santi Alminyana por la ayuda y documentación prestada. Ana Peralta de Andrés se tomó la molestia de leer todos los borradores, corregirlos y realizar importantes aportaciones, aparte de la bibliografía facilitada. También he contado con el apoyo de mis padres, Manuel y María de la Cruz, siempre a mi lado, desde Madrid. Me gustaría dedicar un recuerdo, por último, a todos mis compañeros y compañeras del MOC (Movimiento de Objeción de Conciencia) de Madrid y del Grupo Antimilitarista de Carabanchel de los últimos años, con quienes compartí las ideas, vivencias e ilusiones que laten en este libro, y que aún andan haciendo insumisión a los ejércitos.

València, abril de 2003


- Capítulo 1. ¿A qué llamamos militarismo? Un viaje por la historia.

1. Militarismos de actualidad
2. Militarismo: un término atravesado por la historia
3. El modelo prusiano: una visión estrecha y exclusiva del militarismo Militarismos hay más de uno: los Complejos Militares-Industriales
4. Definiendo lo militarista

1. Militarismos de actualidad.

En estos días de “guerras contra el terrorismo” que ocupan las primeras planas de la actualidad -Afganistán, Chechenia, Irak- y de consiguientes repuntes del gasto mundial en armamento, el lenguaje de los medios de comunicación occidentales ha desenterrado una palabra antigua, de resonancias históricas: militarismo.

De “militarista” se ha calificado la nueva política del presidente George W. Bush, que tras los atentados del Once de Septiembre ha forzado el mayor aumento del gasto militar estadounidense desde los tiempos de Ronald Reagan, en los últimos coletazos de la guerra fría. Ya durante el año 2001, con polémico Escudo Antimisiles en marcha, el presupuesto de Defensa de Estados Unidos ascendía a 310,5 millardos (miles de millones) de dólares, seguido de la Federación Rusa con 44, y Francia con cerca de 26. Al socaire de la guerra contra el terrorismo internacional, después de los atentados mencionados, el incremento ha sido todavía más espectacular. Para el año 2002, el presupuesto militar de Estados Unidos superaba al de los siguientes quince países con mayor gasto militar del mundo, incluyendo a Rusia, China y sus aliados de la OTAN. Y en 2003, en vísperas del ataque contra Irak, Bush anunció una partida especial de 95 millardos a añadir al presupuesto anual -que alcanzaba ya los 379 millardos- con el fin específico de financiar la campaña bélica.

En sintonía con este colosal gasto, la llamada “Nueva Estrategia de Seguridad Nacional” diseñada por el gobierno Bush ha apostado por el mantenimiento y perfeccionamiento de este enorme poderío militar, arrogándose el derecho de lanzar ataques preventivos contra cualquier país del mundo en función de su interés nacional. Un derecho que, en abierto desprecio a la ONU y otros organismos multilaterales, ha ejercitado descaradamente con la última guerra de Irak, en marzo de 2003. El concepto de ataque preventivo no es en absoluto novedoso -llegó a disfrutar de cierta fama durante la era Reagan- pero su reedición supone, una vez más, una burla al derecho internacional. Dado que la Carta de las Naciones Unidas solamente sanciona el uso de la fuerza entre Estados en caso de “legítima defensa”, como respuesta a un ataque armado, o por mandato específico de su Consejo de Seguridad, es obvio que el ataque preventivo unilateral de Estados Unidos y un par de aliados más -a modo de simples comparsas- contra Irak ha quedado completamente al margen de la Ley internacional. Algunos objetarán, sin embargo, que no es la primera vez que sucede, y tendrán razón. El bombardeo ordenado por la OTAN -a iniciativa del gobierno Clinton- contra Serbia y Kosova en la primavera de 1999 se saltó el obligado trámite de una resolución específica del Consejo de Seguridad de la ONU, aun cuando dicha organización otorgara posteriormente su visto bueno al operativo militar. Así las cosas, la novedad aportada por el gobierno Bush residiría no tanto en la promoción de una nueva modalidad de ataque -ya ejecutada con anterioridad- como en su descarada legitimación y justificación pública, a modo de aviso para navegantes -aliados y no aliados- y en la herida mortal que ha infligido al sistema de regulación de conflictos internacionales articulado en torno a Naciones Unidas tras el final de la Segunda Guerra Mundial.

Han sido estas medidas, al lado de otras como la instauración de tribunales militares para juzgar a los combatientes apresados en Afganistán y retenidos -en un nimbo legal- en la base de Guantánamo, las que han permitido caracterizar al gobierno de Bush junior de “militarista”. Y lo mismo podría decirse del régimen de Vladímir Putin, que también con ocasión de los famosos atentados de septiembre, ha dado una nueva vuelta de tuerca a la represión rusa en Chechenia y fortalecido su aparato militar. Diríase que bajo el ambiguo fantoche común del “terrorismo internacional”, cada régimen, el estadounidense y el ruso, ha justificado su respectiva política de agresión contra colectivos humanos bien diferenciados, sean afganos, palestinos -a través de su aliado Israel- iraquíes o chechenos. El trasunto de la figura del “ataque preventivo” estadounidense en la nueva doctrina militar rusa es la intervención militar global recientemente proclamada por Putin, arrogándose el derecho a intervenir fuera de sus propias fronteras -aviso para Georgia- y utilizando, si fuera necesario, armamento estratégico, esto es, nuclear. Por lo demás, si en 2001 el gasto militar mundial creció un 2% con respecto al año anterior, ello se debió en buena parte a la aportación rusa: durante ese año, la Federación presidida por Putin ostentó el dudoso honor de desplazar a Estados Unidos como principal exportador de armas.

2. Militarismo: un término atravesado por la historia

La palabra “militarismo” posee resonancias antiguas, de otros siglos. A veces su misma pronunciación sugiere casi de manera automática el adjetivo “prusiano”, evocándonos la figura del káiser Guillermo II, con su política imperialista, de rearme, preparadora de la Primera Guerra Mundial. O recuerda a regímenes que, como el nazi o el japonés de Hirohito, realizaron grandes inversiones en armamento que, a la postre, les permitieron sostener una larga guerra de agresión contra sus vecinos en Europa y Asia. También, en un ejemplo más cercano en el tiempo, el término “militarismo” se encadena con el de “complejo militar-industrial”: aquel monstruo híbrido de empresarios, políticos y militares que fue responsable de la gigantesca escalada armamentista estimulada por los diversos gobiernos estadounidenses con posterioridad a la II Guerra Mundial. Una escalada que, dicho sea de paso, alcanzó una de sus cotas culminantes con Ronald Reagan, de quien George Bush junior se considera heredero político.

Todos los estudios que se han ocupado del militarismo han empezado por destacar su carácter difuso, variado, multidimensional, lo que siempre ha dificultado una definición genérica, reductora. Y es que se trata de un concepto de largo aliento, atravesado por la historia. Un recorrido por sus diversas acepciones -desde su acuñación en el siglo XIX- es un viaje por la historia, a través de las diversas realidades que han ido enriqueciendo su significado con el paso del tiempo.

Tanto el socialista Louis Blanc como el anarquista Pierre Joseph Proudhon fueron dos de los primeros teóricos en utilizarlo. Ambos veían en esa palabra, a mediados del siglo XIX, la amenaza de los gobiernos autoritarios que recurrían al ejército no solo para defenderse o atacar a un enemigo exterior, sino para protegerse y reprimir al “enemigo interior”: la conflictividad social alimentada por el descontento de las clases desposeídas y oprimidas de la propia nación. Un gobierno apoyado en el ejército, esto es, en la Fuerza y no en el Derecho, constituía la antítesis y el obstáculo a salvar para la consecución de una sociedad libre y justa. La experiencia francesa de junio de 1848 constituye quizá uno de los mejores ejemplos. Tras la Revolución de febrero, y ante el crecimiento de las protestas obreras, el gobierno promulgó un decreto por el que enroló a la fuerza en el ejército a buena parte de los obreros solteros que a la sazón trabajaban en los Talleres Nacionales de París, creados ese mismo año para paliar el gravísimo problema del paro. Inmediatamente, y ante la resistencia generada, el ejército salió a las calles para reprimir a los revoltosos. La institución militar servía así tanto para neutralizar en sus orígenes a la fuerza interior opositora -a través de su reclutamiento o militarización- como para combatirla directamente.

Como neologismo, el término “militarismo” se populariza en Occidente durante la segunda mitad del siglo XIX a la sombra del desmesurado aumento de la industria de armamentos -con el consiguiente desarrollo de la tecnología militar- y la extensión masiva del servicio militar obligatorio. Los Estados modernos de Europa y Norteamérica, afianzados ya a lo largo de este período, se convierten en patrones y garantes de las respectivas industrias nacionales de armas, sean de capital público o privado. Durante el proceso de concentración empresarial capitalista, las grandes empresas de armamento -como las tristemente conocidas Krupp y Vickers, que aún sobreviven con estos nombres en nuestros días- comienzan a figurar entre los gigantes de la industria mundial. Las rivalidades internacionales y la pugna por extender los respectivos imperios coloniales servirán asimismo para impulsar una carrera de armamentos que, a la postre, será responsable del grado de violencia y destrucción alcanzado durante la Gran Guerra.

Dichos desastrosos efectos ya habían sido previstos por numerosas voces que, lamentablemente, no fueron escuchadas a tiempo. La pacifista Bertha von Suttner argumentaba así contra la imposición del servicio militar obligatorio en el Imperio Austrohúngaro, según el modelo prusiano, en su popular novela autobiográfica Abajo las armas:

“(...) si en todas partes es implantado el servicio militar obligatorio, no hay ventaja para ninguno. El juego de ajedrez de la guerra es jugado con más figuras, pero la partida depende siempre de la suerte y de la habilidad del jugador. Pongo el caso que todas las potencias europeas introducen el servicio militar obligatorio, entonces, la relación de poder sería exactamente la misma, la diferencia estaría sólo en que, para lograr una decisión, tendrían que ser abatidos millones en lugar de centenares de miles.”

Von Suttner -que en 1905 sería la primera mujer en recibir el premio Nobel de la Paz- publicó este texto en 1889. Efectivamente, el militarismo rampante de la época hizo posible que a finales del siglo XIX muchas más piezas humanas de ajedrez -a modo de desafortunados peones- se incorporaran al tablero internacional, a través de la extensión masiva del servicio militar obligatorio y la consiguiente movilización de grandes masas de soldados. 1

3. El modelo prusiano: una visión estrecha y exclusiva del militarismo.

Para los primeros estudiosos del militarismo, el ejemplo prusiano-alemán constituye el paradigma por excelencia: sus críticos proliferan, tanto desde ópticas liberales como marxistas. En vísperas de la I Guerra Mundial, el comunista Karl Liebknecht insistía en la función de represión interior -y no tanto de defensa frente a un enemigo exterior- del militarismo alemán y, por extensión, occidental. Para los autores marxistas, el militarismo era como una espada de dos filos, de los cuales uno servía para la agresión contra otros Estados o pueblos -en este sentido aparecía estrechamente vinculado con el concepto “imperialismo”- y otro para la represión de la disidencia interna. Como la principal amenaza a la que se enfrentaban los gobiernos europeos de los albores del siglo XIX era la pujanza del movimiento obrero, el clima militarista generado sirvió para neutralizar cualquier peligro de desestabilización interior.

De hecho, fue la propaganda patriótico-militarista de los gobiernos occidentales la que terminó quebrando la solidaridad internacionalista de la II Internacional, haciendo posible el enfrentamiento de las diversas clases obreras nacionales durante la Gran Guerra. La realidad histórica que dota de sentido al concepto “militarismo” manejado por aquellos días, y que nos permite comprenderlo y situarlo en su tiempo, es la del rearme prolongado, el reclutamiento masivo, la votación de créditos de guerra y la imposición de leyes de excepción, en las que el disidente del gobierno de turno era tachado de traidor o quintacolumnista. En una de las cartas que envió al tribunal militar que lo juzgaba por haber difundido propaganda antimilitarista estando movilizado, en junio de 1916, el propio Liebknecht volvía así del revés las acusaciones de alta traición de las que era víctima:

“Los verdaderos traidores son en Alemania los responsables e irresponsables del gobierno alemán, los bonapartistas de la mala conciencia social, los cazadores de botines y los jugadores políticos y capitalistas, los agiotistas y financieros de toda clase, que por el vil beneficio han preparado -bajo la protección del semiabsolutismo y de la diplomacia secreta- la guerra de una forma tan criminal como ninguna guerra había sido preparada hasta ahora. Los verdaderos traidores son los que han precipitado a la humanidad en un caos de violencia bárbara, transformando a Europa en un montón de escombros y en un desierto...”

Sin embargo, por aquellas fechas no todo el mundo estaba de acuerdo con el concepto de militarismo sugerido hasta ahora. Al contrario que Liebknecht y demás autores de tradición marxista, los teóricos de la escuela liberal, sobre todo en los países anglosajones, limitaban la condición de “militarista” a unos pocos países, como Alemania y Japón, y la negaban a potencias imperiales como Francia o Gran Bretaña. A pesar del rearme prolongado que infectó en mayor o menor medida a todos los países occidentales, antes y después de la I Guerra, el pensamiento liberal utilizaba un enfoque sumamente estrecho del concepto, restringido al peso específico del estamento militar en el sistema político del Estado. Según esta visión, un Estado donde el poder militar estuviera plenamente subordinado al civil, aun cuando llevara a cabo una política internacional agresiva, o de rearme, no era militarista. Y sí lo era cuando el brazo militar se volvía levantisco, se imponía sobre el poder civil y lograba influir en sus decisiones. De esa forma, una monarquía de escenografía militar como la del káiser del Segundo Reich, con un elevado peso de la antigua aristocracia feudal reconvertida en burguesa, encajaba a la perfección en ese ajustado modelo de militarismo, que no dejaba hueco alguno a versiones no tan crudas y algo más sutiles.

Además, según la óptica liberal, el militarismo considerado como una desviación que infectaba a un reducido número de países, era consecuencia de un deficiente proceso de evolutivo de las antiguas sociedades feudales en otras plenamente industriales, modernas, desarrolladas. Alemania y Japón pasaban así a ser Estados imperfectamente desarrollados, lo cual quedaba en evidencia por sus tendencias autoritarias y militaristas. Fue el desorbitado peso que alcanzó lo militar en el modelo prusiano alemán -y en el japonés, como su imitador más fiel- desde su desarrollo a finales del XIX hasta su apoteosis ya en período nazi, lo que facilitaría su identificación en exclusiva durante decenas de años -al menos para los estudiosos de la óptica liberal- con el concepto de militarismo. Y los propios teóricos alemanes entraron gustosamente en el juego, al asumir consciente y orgullosamente la condición militarista de su Estado. En 1914, varios meses después del comienzo de la Primera Guerra Mundial, el teólogo Ernst Troeltsch afirmaba que...

“... el militarismo significa mucho más que la organización militar contagie hasta cierto punto toda nuestra vida civil... En último extremo el militarismo implica que no podemos valorar y defender nuestro Ejército porque nos sintamos impelidos por cálculos racionales, sino también porque sintamos en nuestras corazones una irresistible compulsión a amarlo”.

Esta pasión habría sido inconcebible, al menos expresada de esta manera, en el campo contrario, donde el militarismo -entendido en la estrecha y reducida acepción mencionada más arriba- quedaba demonizado, al menos formalmente, en vez de ensalzado.

La situación descrita no cambiaría durante el período de entreguerras, hasta el estallido del siguiente conflicto mundial. Aprovechando este hecho en su favor, la propaganda de las potencias aliadas durante la II Guerra pudo apuntalar la legitimidad de su lucha denunciando el carácter militarista de sus oponentes, el Tercer Reich y el Imperio japonés. Fascismo y militarismo quedaron de esta forma indisolublemente emparentados. Hasta el punto de que, para sus propios teóricos, un régimen perfeccionado de democracia liberal, como el norteamericano o el británico, resultaba de entrada incompatible con cualquier veleidad militarista. 2

4. Militarismos hay más de uno. Los Complejos Militares-Industriales.

Vencidos los fascismos en 1945, pudo parecer que los militarismos habían quedado desterrados del mundo -al menos para los teóricos de la óptica liberal- pese a la enormidad de la destrucción generada por ambos bandos en la guerra y la carrera de armamentos que la acompañó. El bombardeo atómico estadounidense de Hiroshima y Nagasaki fue probablemente el episodio bélico que más impacto ejerció a nivel mundial, pese a que otros menos conocidos -como la continuada campaña de bombardeos aliados sobre Dresde, en Alemania, también en los momentos finales de la guerra- generaron aún una mayor mortandad. La bomba de Hiroshima explotó sobre un hospital del centro de la ciudad, causando la muerte instantánea de cien mil personas, civiles en su inmensa mayoría, y otras cien mil murieron más lentamente como consecuencia de las quemaduras y la radiación. Hiroshima y Nagasaki pasaron a los anales de la historia como el “precio obligado de la paz”, ya que días después el Japón se rindió incondicionalmente. Lo que ocultaron las crónicas, o lo que trasmitieron en sordina, fue que las autoridades japonesas llevaban semanas pidiendo la paz. Sabido es que en la decisión del lanzamiento del arma atómica influyeron varios factores, que poco tenían que ver con la prisa por acabar la guerra: desde la propia oportunidad de probar la bomba nuclear -que arrastraba tras de sí años de diseño y fabricación- hasta la voluntad estadounidense de aprovechar la coyuntura bélica para destruir las infraestructuras japonesas y eliminar así a un Estado rival en términos económicos y políticos. Según algunas versiones, la propia capacidad simbólica del lanzamiento de la bomba también jugó un papel relevante: con ese gesto, dirigido tanto a los aliados como a no aliados e hipotéticos rivales, Estados Unidos anunciaba su recién alcanzada condición de principal potencia armada del planeta.

Durante los años posteriores, y al abrigo del largo período de guerra fría con el bloque soviético, el crecimiento del gasto militar estadounidense experimentó un aumento gigantesco, sin precedentes, que hasta el momento -ni siquiera con las veleidades militaristas del presidente Bush junior- ha vuelto a ser alcanzado. En 1950, año del inicio de la guerra de Corea, el presupuesto militar ascendió al 32’7 % del presupuesto federal, y en 1969, ya en plena guerra del Vietnam, al 56 %. Este crecimiento fue tan llamativo que incluso el presidente Dwight Eisenhower alertó en 1961, durante su discurso de despedida a la nación, sobre los peligros de un hiperdesarrollo del poderío militar: Eisenhower recordaba que hasta la II Guerra Mundial Estados Unidos no había poseído una gran industria de armamentos, y que con la guerra fría...

“(...) hemos sido obligados a crear una industria armamentista permanente de vastas proporciones. Además de esto, tres millones y medio de hombres y mujeres trabajan directamente para la Defensa. Nuestro gasto anual en la seguridad militar es superior a los ingresos netos de todas las grandes empresas norteamericanas. Esta conjunción de un inmenso instituto militar y una gran industria bélica es nueva en la experiencia norteamericana. La influencia total -económica, política, espiritual incluso- se siente en cada ciudad, cada capitolio estatal, cada oficina del gobierno federal.”

Tras reconocer la “necesidad imperiosa de esta evolución”, el general añadía que...

“En los consejos del gobierno debemos cuidarnos contra la adquisición de una influencia desproporcionada, buscada o no, por parte del complejo bélico-industrial. Existe y seguirá existiendo el potencial para el funesto ascenso del abuso del poder”.

Había nacido un nuevo concepto -el “complejo militar-industrial”, CMI- que acabaría por echar por tierra las antiguas tesis liberales del militarismo. En el complejo militar-industrial no solamente participaban militares, sino también, y quizá en mayor medida todavía, políticos de la esfera civil del Estado, empresarios o periodistas. A principios de los setenta, Dieter Senghaas definía de este modo el CMI:

“Un sistema compuesto estructurado de fuerzas sociales, instituciones e ideologías que montan complejos individuales de armamento cuya cohesión convierte el complejo del armamento norteamericano en un hecho social autónomo”.

Esta última era una de las grandes singularidades del fenómeno: su capacidad para maniobrar autónomamente, tanto en la esfera del Estado como en la del conjunto de la sociedad, influyendo en la adopción de una política internacional agresiva por parte del gobierno de turno y buscando al mismo tiempo su aceptación por los ciudadanos. Había, pues, nacido un militarismo de nuevo cuño, que reventaba las costuras del estrecho corsé del modelo prusiano-alemán. Por un lado se trataba de un militarismo que se desplegaba no en una sociedad con problemas de desarrollo, sino en la sociedad más desarrollada económicamente de todas: Estados Unidos como una de las encarnaciones señeras de la democracia liberal y del sistema de libremercado. Por otra parte, el reductor enfoque tradicional del militarismo, reservado únicamente a la esfera del Estado y al problema del mayor peso específico de las instituciones militares frente a las civiles, quedaba desbordado. El personal civil también podía impulsar, al lado de los militares, un proceso de militarización social. El militarismo estadounidense del CMI trascendía el ámbito de las instituciones del Estado para infiltrarse o diluirse en el conjunto de la sociedad.

A partir de la realidad histórica del CMI, el militarismo se amplió como concepto, enriqueciéndose, y se hizo asimismo incómodo para las tesis liberales: no sólo los países “subdesarrollados” podían ser militaristas, sino también las grandes potencias occidentales. Los países del llamado “socialismo real”, por su parte, tampoco quedaban a salvo del fenómeno. El militarismo también había anidado y se había desarrollado en la Unión Soviética, con matices propios derivados de su inserción en una economía en la que los principales medios de producción eran patrimonio del Estado. A principios de los setenta comenzó a hablarse de un CMI soviético -compuesto por políticos, dirigentes del partido único y cargos de las empresas de armamento estatales- que algunos bautizaron, para hacer honor a sus particularidades, con el nombre de Complejo Militar-Burócrata.

Con esto pasó un poco como con el concepto de imperialismo: tradicionalmente, para los autores marxistas ortodoxos, tanto el imperialismo como el militarismo eran una consecuencia inevitable, a modo de adjetivos necesarios, del desarrollo histórico de las sociedades capitalistas. En su opinión, una URSS imperialista y militarista resultaba impensable: una contradicción en los términos. El curso de la historia, sin embargo, acabaría por desautorizar esta visión, a la luz de fenómenos como la sustitución del antiguo imperio de los zares por la órbita de poder soviético -el caso checheno, o el afgano tras la invasión de 1979, resultan obvios- o la hipertrofia del poderío militar y nuclear de la URSS. Para no mencionar un aspecto del militarismo en el que, tiempo atrás, habían hecho singular hincapié autores no liberales, sino marxistas como Karl Liebknecht o Rosa Luxemburgo: la represión interior y el control de los disidentes del propio Estado. 3

5. Definiendo lo militarista.

Una vez comprometidos con un enfoque amplio del fenómeno militarista, que lejos de reducirlo al círculo de las instituciones políticas del Estado lo amplíe al conjunto de la esfera social, hay definiciones para todos los gustos. Michael Klare, a partir de sus estudios del militarismo de la guerra fría, propuso la siguiente, que con el tiempo se ha convertido en una de las más recurridas:

“(...) la tendencia del aparato militar de una nación (que incluye las fuerzas armadas, las fuerzas paramilitares, burocráticas y servicios secretos) a asumir un control siempre creciente sobre la vida y el comportamiento de los ciudadanos, sea por medios unilaterales (preparación de la guerra, adquisición de armamento, desarrollo de la industria militar) o a través de los valores militares (centralización de la autoridad, jerarquización, disciplina y conformismo, combatividad y xenofobia), con vistas a dominar cada vez más la cultura, la educación, los medios de comunicación, la religión, la política y la economía nacional, a expensas de las instituciones civiles”.

Otras miradas han abierto aún más el abanico de significados y matices de lo militarista. Al fin y al cabo, la definición de Klare acusa quizá una visión excesivamente simplificada del fenómeno: un proceso de militarización social, ¿es dirigido e impulsado únicamente por la esfera militar, por los propios militares y sus colaboradores? Este impulso, ¿se produce de manera lineal, unívoca? Difícilmente se negará que muy a menudo los sectores civiles no relacionados con el elemento castrense han contribuido, en medida aún mayor que los propios militares, a la militarización de conflictos históricos y sociedades concretas. Si se analiza, por ejemplo, el incendiario discurso que el presidente serbio Slobodan Milosevic pronunció en 1989 para conmemorar la batalla de Kosovo Polje, tropezamos con un fenómeno bastante más complejo que la nefasta influencia lineal de la esfera militar sobre la civil:

“El heroísmo de Kosovo [la batalla perdida en 1389 por las fuerzas serbias cuyo 600 aniversario se conmemoraba] ha inspirado nuestra creatividad durante seis siglos, ha alimentado nuestro orgullo, y no nos permite olvidar que una vez fuimos un ejército grande, valiente y orgulloso, uno de los pocos que permanecieron imbatidos en la derrota. Seis siglos más tarde, ahora, estamos de nuevo envueltos en batallas y afrontando batallas. No son batallas armadas, aunque tal cosa no puede aún excluirse (...)”.

Los historiadores han examinado con lupa estas palabras, viendo en ellas un anuncio de la sangrienta guerra étnica que se desencadenaría un par de años después, dentro de un discurso nacionalista agresivo panserbio: conquistas territoriales acompañadas de “limpieza étnica” en Croacia y Bosnia-Hercegovina, posterior invasión de Kosova, liquidación de los disidentes internos... Un testigo de la famosa alocución de Milosevic en Kosova afirmó que “parecía un general arengando a sus tropas antes de una batalla decisiva”. Sólo que ni el presidente serbio era general ni sus oyentes soldados. Y sin embargo la imagen que Milosevic proyectaba de la nación serbia era la de un “ejército”, cuyo desarrollo histórico había sido y seguiría siendo una sucesión de “batallas”. Lo que este caso histórico sugiere es una compleja relación entre cierto discurso nacionalista agresivo y un proceso de militarización social, donde se mezclan sujetos e instituciones civiles en continua interacción.

No hay, por supuesto, que desplazarse a la Europa Centro-Oriental para rastrear fenómenos recientes de militarismo social. Retomando la realidad del Complejo Militar-Industrial estadounidense, el senador republicano Goldwater defendía en 1969 su existencia afirmando que...

“(...) este Complejo es para nosotros el escudo que nos protege. Es la campana bajo la cual prospera nuestra nación y alcanza el bienestar. Es nuestra armadura, por desgracia en un mundo dividido”.

La imagen del cuerpo social que evocaba el senador era de la de un cuerpo combatiente -un guerrero, un organismo social en armas- en la batalla secular de la guerra fría contra el enemigo soviético. Por cierto que la desaparición de este enemigo y su sustitución en tiempos actuales por un rico surtido de ellos -el terrorismo internacional, y el islam en su conjunto asimilado a sus versiones fundamentalistas más agresivas- ha reforzado aun más esta imagen guerrera de la sociedad estadounidense, dotándola de nuevos matices. La nueva Estrategia de Seguridad Nacional, presentada en el mes de septiembre de 2002 -justo un año después de los atentados contra lasTorresGemelasyelPentágono- partía del convencimiento de que la batalla a la que se refería Goldwater ya se había ganado con la caída del bloque soviético durante la última década del pasado siglo:

“Las grandes luchas del siglo XX entre la libertad y el totalitarismo terminaron con una victoria decisiva de las fuerzas de la libertad y en un solo modelo sostenible de éxito nacional: libertad, democracia y libre empresa”.

A partir de esta victoria, la máxima prioridad del gobierno Bush no estriba en resolver los graves problemas internos de la sociedad estadounidense -paro, bolsas de marginación social- sino en defender a la nación de sus nuevos enemigos -“de las amenazas de terroristas y tiranos”- por medio de una política exterior agresiva, que legitime ataques preventivos, de primer golpe, y a través de una política interior de seguridad que fortalezca los poderes del Estado e incremente su capacidad de control social. No en vano la reciente creación de un todopoderoso “Departamento de Seguridad de la Patria”, que centraliza y coordina a todas las fuerzas públicas del país contra el terrorismo, ha sido comparada, por los mismos autores de su diseño, con la política de centralización de instancias militares y de espionaje impulsada por el presidente Truman en los comienzos de la guerra fría.

De este modo una batalla se engarza en la otra, al igual que la batalla de Kosovo Polje evocada por Milosevic se repetía sucesivamente a lo largo de los siglos y en situaciones históricas distintas. El cuerpo social estadounidense sigue siendo un gran guerrero, más poderoso si cabe que antes, y su historia una eterna sucesión de luchas y combates. Esta imagen, proyectada por el Poder e interiorizada por la ciudadanía -que la proyecta también a su vez en un eco infinito, como un rostro reflejado infinitamente en una sala de espejos- revela toda una manera de pensar, una forma de ver el mundo y de situarse, como individuos, en él. Se trata de algo arraigado en un sustrato más hondo -psicológico- que el de las esferas del poder militar o civil, o de las instituciones sociales del tipo que sean.

Stasa Zajovic, como feminista y activa luchadora por la paz durante la última guerra balcánica, ha incidido en esta definición más profunda y matizada de lo militarista a partir de su experiencia en la Serbia de Milosevic: Un país en el que el culto a la muerte y la exaltación del sufrimiento -la genealogía de los mártires y los héroes perdiéndose en la noche de tiempos- se había convertido en una actividad cotidiana, uno de tantos recursos para la preparación y sostenimiento de la guerra:

“En el plano ideológico, la militarización se manifiesta, sobre todo, en la imposición de los valores militaristas, símbolos y lenguaje militarista; en la necrofilia como formas de contaminación social y espiritual (esta obsesión de la muerte y las tumbas se revela en las siguientes expresiones: “las fronteras serbias son las tumbas de los serbios, etc.); en el espíritu político autoritario que rechaza hasta eliminar al otro, al diferente, sea en términos ideológicos, étnicos, sexuales, etc; en la glorificación que llega hasta la adoración de la figura del padre colectivo de la nación, personificada por el presidente del Estado o jefe de las fuerzas armadas; en la separación rígida de los roles masculinos y femeninos: mujer/madre, hombre/guerrero; en la marginación política de las mujeres. En el Parlamento de Serbia que cuenta con doscientos cincuenta diputados hay solamente cuatro mujeres”.

Stasa Zajovic descubre así otro aspecto del militarismo que, en su definición citada más arriba, Klare había obviado: la opresión sufrida por las mujeres dentro del mismo discurso militarista, uno de cuyos aspectos es la manipulación de sus cuerpos y de sus imágenes. De sus cuerpos, a través de la propaganda de la “maternidad por deber”, para que ofrenden hijos -futuros soldados- a la Patria, y en ocasiones de emergencia también por medio de su reclutamiento puntual. Y de sus imágenes, a través de la mitología de las “madres heroicas”, dispuestas a sacrificar a sus hijos varones, avergonzando con su comportamiento a aquellos que vacilan a la hora de cumplir con su deber y entregarse al combate.

Describiendo este fenómeno, la feminista estadounidense Cynthia Enloe ha querido abordarlo dando un eficaz rodeo: ella prefiere hablar no tanto de “militarismo” sino de “ser militarizado” o “militarizada”. A partir de este concepto, las vías a través de las cuales una persona se militariza son múltiples y diversas. El hecho de entrar en una institución militar, o de vincularse con ella de manera indirecta, es el más evidente. Pero también una persona se militariza...

“(...) simplemente adoptando formas de pensar militares, las cuales incluyen una concepción del mundo constituido por Nosotros y Ellos, especialmente cuando Ellos son percibidos como una amenaza física. Para mí esto último es frecuentemente el primer paso en el camino hacia la militarización. El país no tiene que ser gobernado por militares. No tienes que portar un arma ni usar uniforme, pero estás en camino a la militarización si tú imaginas el mundo de esta manera. De ahí, el segundo paso es pensar que la única forma de resolver problemas es a través de la fuerza física”.

La violencia se convierte así en la única forma de relación entre Nosotros y Ellos, entre Nosotros y el Enemigo, la Amenaza. Más allá de la mayor o menor influencia de la esfera militar sobre la civil en una sociedad, se trata de un proceso de interiorización de una determinada visión del mundo y de las relaciones humanas.

Treinta años después de su experiencia como soldado en el cantón suizo de Tesino -entre 1939 y 1943- el escritor Max Frisch se preguntaba en su libro autobiográfico La cartilla militar por lo que, en su vida cotidiana en la apacible Suiza, le recordaba el ejército:

“Pero no son realmente los objetos o uniformes militares los que me evocan el ejército; son más bien algunos rostros determinados, la manera de pensar de un abogado federal o las voces que surgen de una tertulia; el tono de uno de nuestros funcionarios y al que nunca he visto con el uniforme de sargento mayor; una alocución pronunciada con ocasión de una velada de boxeo; el comportamiento cívico de alguien vinculado a la industria del cemento, durante una sesión celebrada con el Consejo Federal; la manera en que un jefe de estación imparte órdenes a un grupo de trabajadores y emigrantes turcos; un policía dirigiéndose a alguien que efectivamente ha aparcado su automóvil en un lugar prohibido; las cartas de los lectores publicadas en los diarios burgueses; un profesor con su clase durante un viaje de estudios; éste o aquél personaje que aparece en las pantallas de la televisión suiza y al que nunca he visto como capellán castrense; el nombre de un coleccionista de arte y mayorista en Zurich que, en rebeldía, me acusa de haber traicionado a la patria...”

Un hilo invisible parece unir y emparejar a los distintos personajes de su antigua vida militar -el coronel, el capellán castrense- con algunos de sus actuales conciudadanos en la vida civil. Más allá de armas y uniformes, el militarismo o el hecho de militarizarse se convierte así en algo tan inaprehensible y difícil de definir como una actitud, un comportamiento, un gesto o una mirada. Las siguientes páginas estarán dedicadas a desentrañar y proyectar algo de luz sobre las distintas lógicas -absurdas, por cierto- que vertebran el discurso militarista desde esta perspectiva tan rica como compleja, obviando las motivaciones que en cada caso, en cada situación histórica, han determinado su adopción. 4

NOTAS


1. En la elaboración de este epígrafe acerca del debate histórico sobre el término “militarismo”, me he apoyado principalmente en la obra de Volker R. Berghahn Militarism. The History of an International Debate 1861-1979 (Cambridge University Press, 1981) así como en los capítulos dedicados a cuestiones conceptuales de Cien años de militarismo en España, de Joaquín Lleixà (Anagrama, 1986) y Militarismo y antimilitarismo en España (1888-1906), de Rafael Núñez Florencio (CSIC, 1990). La cita de la novela autobiográfica ¡Abajo las armas! de Berta von Suttner pertenece a la traducción al español de Diego Abad de Santillán, Editorial Sopena Argentina, 1948, p. 178.

2. La carta al tribunal militar de Karl Liebknecht, firmada en Berlín el 3 de junio de 1916, está reproducida en la antología de textos Militarismo, Guerra, Revolución, Roca, 1974, p. 103. La cita de Troeltsch aparece en Berghahn, op. cit, pp. 31, 32; la traducción es mía.

3. El famoso discurso de D. Eisenhower aparece reproducido al final de la obra de Seymour Melman El capitalismo del Pentágono, uno de los estudios clásicos sobre el Complejo Militar Industrial Estadounidense, CMI (Siglo XXI, 1972). La definición del CMI por Dieter Senghass está extraída de su obra Armamento y militarismo, Siglo XXI, 1974, p. 123; la cursiva es suya.

4. La definición de Klare aparece citada en Lleixà, op.cit. p. 22, y es prácticamente idéntica a la que utiliza Vicenç Fisas en El Poder Militar en España, Laia-paperback, 1979, p. 20. El fragmento del discurso de Slobodan Milosevic en Kosova aparece recogido en una obra inexcusable para conocer la génesis y desarrollo del militarismo yugoslavo como es Yugoslavia y los ejércitos, de Xabier Agirre Aranburu, Los Libros de la Catarata, 1997, p. 76. La cita de Samuel Goldwater está citada en Senghaas, op. cit. p. 80. La descripción que realiza Stasa Zajovic del proceso de militarización en Serbia está entresacada de su artículo “Hijos para la guerra”, publicado en la revista mujeres en acción, abril 1992, p. 10. La cita de Cynthia Enloe figura en la entrevista publicada asimismo en mujeres en acción, enero1995, p. 5. Por último, el párrafo de Max Frisch procede de la edición española de La cartilla militar, Alianza Editorial, 1984, p. 129.erra”, publicado en la revista mujeres en acción, abril 1992, p. 10. La cita de Cynthia Enloe figura en la entrevista publicada asimismo en mujeres en acción, enero1995, p. 5. Por último, el párrafo de Max Frisch procede de la edición española de La cartilla militar, Alianza Editorial, 1984, p. 129.


- Capítulo 2. El discurso del miedo. El Informe de la Montaña de Hierro.

1. Los Iron Mountain Boys
2. Un informe escandaloso
3. La impostura de Lewin
4. Una ficción muy real
5. Keinesianismo militar
6. La percepción de la amenaza
7. El Escudo Antimisiles y los “Estados Delincuentes”
8. El Eje del Mal y la nueva Guerra Fría

- Capítulo 3. La eficacia es lo primero. La bala de plata del uranio empobrecido.

1. La bala de plata
2. Oh, My God!
3. El síndrome de los Balcanes
4. Informes, mapas y mentiras
5. Un escenario bélico aún más contaminado: Afganistán

- Capítulo 4. El discurso del Enemigo. Militarismo y etnoentrismo.

1. Un secreto bien guardado: el veneno que cayó sobre el Rif
2. El Moro, enemigo secular
3. El discurso militarista sobre el Otro
4. El islam como Enemigo
5. El Mediterráneo: de espacio de confluencia a limes cultural
6. Hacia el choque de civilizaciones
7. Una profecía autoconfirmada

- Capítulo 5. Mujeres y guerras. Militarismo y patriarcado.

1. Las virtudes militares
2. Militarismo y patriarcado: violencias contra las mujeres
3. Imágenes manipuladas
4. Mujeres en los ejércitos
5. Tres lógicas de exclusión y una misma violencia

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Presentación

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